Hay tres momentos insoportablemente bonitos en Desconocidos (2023) de Andrew Haigh. El primero de ellos ocurre tras el planteamiento de la historia -basada en la novela de Taichi Yamada- que, más que situarnos, nos desconcierta: Adam -inmenso Andrew Scott- es un escritor que vive en un solitario edificio en el que solo tiene un atractivo vecino, Harry -un perfecto Paul Mescal-. Tras encontrarse ambos personajes, Harry viaja en tren hasta la casa de su infancia, la de sus padres. La escena que comparte con ellos no tiene demasiado sentido -no entendemos nada- hasta que más tarde se produce una revelación de las que te rompen el corazón. Desconocidos se revela desde ese mismo instante como un relato triste sobre la pérdida, la soledad y la dificultad de conectar con otros, sobre todo si no has dejado atrás los traumas del pasado. Una película visualmente espléndida, delicadamente contada y todavía mejor interpretada. El segundo momento que me conmovió en esta triste pero brillante película es un breve flashback que nos lleva a la celebración de una noche de Navidad de la infancia de Adam. Decora el árbol junto a sus padres -unos magníficos Claire Foy y Jamie Bell- mientras escuchan el tema Always on My Mind, versión Pet Shop Boys. Es 1987 y probablemente los padres de Adam no saben que el dúo británico es gay y, más importante, no saben que su hijo también lo es. Pero los tres, en ese momento, comparten esa preciosa canción sin sospechar que, por un instante, todos celebran unidos ese gran referente de la cultura queer. Desconocidos nos cuenta la historia de Adam, y que él sea homosexual es, claro, importante. Pero también estamos ante una narración que nos habla del amor entre padres e hijos; del dolor de los progenitores por no poder protegerlos siempre de todo; de la tristeza absurda cuando no podemos comunicarnos unos con otros; de cómo esas relaciones familiares acaban por marcarnos para siempre. El tercer momento que me ha emocionado de esta película -espero que no sea un spoiler- tiene que ver con la puesta en escena. Haig ha insistido durante todo el film, desde el principio, en mostrarnos la imagen de Adam reflejado en cristales, espejos, en la ventanilla de un coche o de un tren. Reflejos, a veces deformados, que expresan su soledad y sus conflictos internos, además de evidenciar la subjetividad del relato. Pero cuando la relación sentimental entre Adam y Harry se consolida, cuando el primero deja entrar al segundo en su vida, Haigh nos enseña la ventana del tren en la que viajan a un destino desconocido y nos muestra, en el reflejo del cristal, la imagen de ambos, juntos. Solo que entonces, los padres de Adam se convierten, también, en reflejos, distantes, inciertos, a punto de desaparecer.
DESCONOCIDOS -REFLEJOS
Hay tres momentos insoportablemente bonitos en Desconocidos (2023) de Andrew Haigh. El primero de ellos ocurre tras el planteamiento de la historia -basada en la novela de Taichi Yamada- que, más que situarnos, nos desconcierta: Adam -inmenso Andrew Scott- es un escritor que vive en un solitario edificio en el que solo tiene un atractivo vecino, Harry -un perfecto Paul Mescal-. Tras encontrarse ambos personajes, Harry viaja en tren hasta la casa de su infancia, la de sus padres. La escena que comparte con ellos no tiene demasiado sentido -no entendemos nada- hasta que más tarde se produce una revelación de las que te rompen el corazón. Desconocidos se revela desde ese mismo instante como un relato triste sobre la pérdida, la soledad y la dificultad de conectar con otros, sobre todo si no has dejado atrás los traumas del pasado. Una película visualmente espléndida, delicadamente contada y todavía mejor interpretada. El segundo momento que me conmovió en esta triste pero brillante película es un breve flashback que nos lleva a la celebración de una noche de Navidad de la infancia de Adam. Decora el árbol junto a sus padres -unos magníficos Claire Foy y Jamie Bell- mientras escuchan el tema Always on My Mind, versión Pet Shop Boys. Es 1987 y probablemente los padres de Adam no saben que el dúo británico es gay y, más importante, no saben que su hijo también lo es. Pero los tres, en ese momento, comparten esa preciosa canción sin sospechar que, por un instante, todos celebran unidos ese gran referente de la cultura queer. Desconocidos nos cuenta la historia de Adam, y que él sea homosexual es, claro, importante. Pero también estamos ante una narración que nos habla del amor entre padres e hijos; del dolor de los progenitores por no poder protegerlos siempre de todo; de la tristeza absurda cuando no podemos comunicarnos unos con otros; de cómo esas relaciones familiares acaban por marcarnos para siempre. El tercer momento que me ha emocionado de esta película -espero que no sea un spoiler- tiene que ver con la puesta en escena. Haig ha insistido durante todo el film, desde el principio, en mostrarnos la imagen de Adam reflejado en cristales, espejos, en la ventanilla de un coche o de un tren. Reflejos, a veces deformados, que expresan su soledad y sus conflictos internos, además de evidenciar la subjetividad del relato. Pero cuando la relación sentimental entre Adam y Harry se consolida, cuando el primero deja entrar al segundo en su vida, Haigh nos enseña la ventana del tren en la que viajan a un destino desconocido y nos muestra, en el reflejo del cristal, la imagen de ambos, juntos. Solo que entonces, los padres de Adam se convierten, también, en reflejos, distantes, inciertos, a punto de desaparecer.
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