¡Lo que voy a echar de menos a Larry David! Un autor que revolucionó la comedia estadounidense con Seinfeld (1989-1998) -aunque la sitcom más mainstream haya vuelto después a lo de siempre- y que luego ha desarrollado su propia serie de autor, Curb Your Enthusiasm, que se despide tras 12 estupendas temporadas. ¿Quién es Larry David? Pues su personaje -cuesta separarlo de la persona- es una suerte de híbrido entre el Ebenezer Scrooge de Charles Dickens y Woody Allen, cuyos rasgos ya prefiguró George Costanza (Jason Alexander) en la mencionada Seinfeld. Antipático, tacaño, egoísta, voluntariamente fracasado en la vida -aunque exitoso en lo profesional- eternamente enfrentado a la sociedad, reivindicativo pero siempre políticamente incorrecto, su guía moral no es otra que el sentido común. Con este personaje, casi quijotesco, David presenta en cada capítulo una trama convencional en su desarrollo argumental, pero completamente atípica en sus temas, siempre costumbristas, que atacan desde el humor las contradicciones de la sociedad estadounidense, aceptando el capitalismo -qué remedio, no hay alternativa- pero mostrándose descreído con respecto a las normas y leyes que nos rigen; anti intelectual pero algo elitista, capaz de hacer mofa de los ricos que juegan al golf con él, pero también de la clase obrera con la que suele chocar cuando intenta comprar algo o adquirir algún servicio. Como decía, el personaje de David siempre vive, más o menos, la misma situación en cada episodio: se le plantea un problema que intenta sortear, pero todo va a peor para acabar fracasando miserablemente. Lo que hace a esta serie diferencial son las nimias pero brillantes observaciones de David sobre la vida diaria: ¿Por qué nos vemos guapos en el espejo y feos en una foto? ¿Qué pasa -moralmente- si alguien usa los servicios -solo para clientes- de una tienda pero luego cambia de opinión y decide no comprar nada? ¿Podemos colocar una chaqueta en el respaldo del asiento de una butaca de cine?
En el primer episodio de esta última temporada -titulado Atlanta-, David ataca una ley que prohíbe, en el estado de Georgia, darle agua a un votante que espera en una cola para depositar su papeleta. David cuestiona el absurdo, pero, al mismo tiempo que se postula como héroe y luchador contra la injusticia, desmitifica -todavía más- a su propio personaje: sabemos que ha quebrantado la ley sin saberlo, y cuando lo entrevistan para la televisión queda en evidencia su absoluta falta de discurso político, por no decir directamente que es un imbécil. En esta temporada queda más clara que nunca la postura existencial de David: un tipo descontento con la arbitrariedad de la vida en sociedad, idea que expresa a través de algo tan cotidiano como que un restaurante deje de servir desayunos a partir de una hora determinada -en el episodio Descontento-. Si dejan de servir desayunos a las 11:00 de la mañana ¿Qué pasa a las 11:01? ¿Por qué no se pueden comer huevos revueltos a cualquier hora? David hace de esta cuestión una cruzada y nos muestra cómo, quizás, no vale la pena luchar -la revolución que provoca le trae más problemas que beneficios- y no pierde la oportunidad de mostrarse a sí mismo como otra víctima de las obsesiones modernas al traer al restaurante sus propios huevos orgánicos. Nadie es inmune a la tontería.
Pero no todo es costumbrismo. David se ríe sin problemas de temas espinosos como la cultura judía -la trama en la que Sienna Miller dice querer convertirse-; la pedofilia -los diálogos de David y Vince Vaughn en el capítulo El truco del sueño, en los que se habla de querer a los niños, pero "en el buen sentido"-; la identidad trans -la incomodidad de Larry en Ken/Kendra-; el tabú del sexo oral femenino; la prostitución -el malentendido que lleva a una masajista (muy antipática) a creer que David le ha pedido un 'final feliz'-; por no hablar del racismo -El jinete de jardín-; la enfermedad -El estoma con Steve Buscemi- y, claro, la muerte -David homenajea al cómico Richard Lewis, fallecido antes de la emisión de la temporada, pero no por eso lo salva de todo tipo de chistes crueles-. David traspasa los límites del humor y del buen gusto -los constantes chistes sexuales de Leon Black (J.B. Smoove)- y de paso carga contra la industria del entretenimiento y su postureo: no hay que perderse el cabreo de, nada menos, que Bruce Springsteen y Conan O'Brien aparece como una estrella inalcanzable a la que no se le puede hablar sin pedir autorización previa. Por cierto, no creo que sea casualidad que en un diálogo entre David y O'Brien sea citado el cómico del cine mudo Roscoe 'Fatty' Arbuckle, nada menos que el primer cancelado de Hollywood, allá por los años 20.
Y en su gran despedida, Larry David se permite ajustar cuentas con el criticado final de Seinfeld (1998), repitiendo el esquema de aquel, pero proponiendo un desenlace diferente, eso sí, con mucha ironía y contando como escudero con el propio Jerry Seinfeld en el episodio titulado Ninguna lección aprendida. David se despide fiel a su humor, a pesar de que, desde que comenzó su serie a finales del año 2000, nuestra sensibilidad, lo que consideramos correcto y gracioso, haya cambiado radicalmente. Lo vamos a echar de menos.
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