EL MAL NO EXISTE -NATURALEZA Y EQUILIBRIO

 

Tras el rotundo éxito de Drive My Car (2021), el japonés Ryusuke Hamaguchi dirige una obra a contracorriente, El mal no existe (2024). Se trata de una película que se abre de forma contemplativa, con preciosas imágenes de la naturaleza, del bosque donde ocurre la mayor parte de la historia. Buena parte de la película se apoya en la fotografía -Yoshio Kitagawa- y la música -Eiko Ishibashi- durante largos tramos en los que la narración se suspende. La trama es mínima y se centra en unos pocos personajes: Takumi (Hitoshi Omika) y Hana (Ryô Nishikawa), son un padre y su hija que viven en un pueblo en la montaña. Takahashi y Mayuzumi -Ryuji Kosaka y Ayaka Shibutani- son dos asalariados encargados de llevar a cabo el proyecto de un glamping -un camping con glamur, se nos dice- que no convence demasiado a los vecinos del pequeño y tranquilo pueblo. A pesar de que la película presenta oposiciones muy claras entre ciudad y entorno rural, entre turismo y vecinos, entre ecología y capitalismo, la trama resulta más bien hermética. Hamaguchi hace un bosquejo somero de los personajes y parece más interesado en reflejar un estado de ánimo, con referencias a ese interés que despertó lo rural tras el confinamiento por el covid, y que llevó al éxodo de las ciudades, pero que, como todo, ha acabado convirtiéndose en un nuevo negocio a explotar sin demasiados escrúpulos. Hamaguchi plantea una extraña estructura de espejos, con acciones que se repiten dos veces: el plano de los árboles dentro del bosque; Takumi cortando leña y recogiendo agua del río, acciones que luego repiten los personajes de Takahashi y Mayuzumi. El desenlace, ya os lo adelanto, es más bien abierto, enigmático, permitiendo la interpretación del espectador. Lo que está claro es que Hamaguchi no ha querido repetir la jugada de su gran éxito. La narración va cambiando de punto de vista y nos muestra a un silencioso Takumi, que parece resignarse a lo que viene, y a unos Takahashi y Mayuzumi que parecen tener, en el fondo, buenas intenciones, aún siendo instrumentos de un turismo que, mucho nos tememos, destruirá el equilibrio natural mostrado en los preciosos y largos planos de calma y silencio que hemos visto al inicio. Y en el aire se queda una pregunta al salir de sala ¿Hay alguna posibilidad de oponerse a ese supuesto progreso?

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