Es para mí un misterio cómo el cine -o el cómic- puede emocionarme haciendo algo que parece tan sencillo como colocar imágenes una detrás de otra para contar una historia. En Ida he encontrado una sabiduría tan inmensa para conseguir esto, que no puedo hacer más que recomendarla. Cada plano de Ida no significa prácticamente nada por sí mismo. Es verdad que la mayoría de las imágenes que contiene esta película son de una gran belleza -en un blanco y negro luminoso y curiosamente en formato 4:3 (también este año Mommy, de Xavier Dolan, prescinde del formato panorámico para utilizar el 1:1)- pero no es sino a través del montaje que esos planos cobran significado. Esto que explico es sin duda una perogrullada. Pero es que Ida está contada con las imágenes precisas, las palabras justas y unas interpretaciones muy contenidas. No hay un diálogo de más, ni los personajes explican gratuitamente sus sentimientos. En Ida el montaje es verdaderamente esencial y por eso la narrativa de esta historia es puramente cinematográfica.
En unos ajustadísimos 82 minutos, la obra de Pawlikowski nos narra lo que a otros, sobre todos en los tiempos que corren, les llevaría dos horas largas. Y lo que cuenta Ida es la historia de dos mujeres. Anna (Agata Trzebuchowska) descubre su pasado -se trata de un misterio que no conviene revelar- y Wanda (Agata Kulesza) deja a la primera un regalo muy hermoso: su propia vida. Quiero pensar que esa lección que aprende la joven Anna sirve para justificar la existencia de la muy vivida Wanda.
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