Si los finales felices de las comedias románticas suelen tener lugar en una apoteósica boda, lo mejor que se puede decir de Mesa 19 -cuyo casi único escenario es un enlace matrimonial- es que convierte dicha celebración en un trance amargo mucho más cercano a la realidad. La premisa de la historia es verdaderamente afortunada: el banquete nupcial contado desde esa mesa en la que nadie quiere sentarse, la de los que han sido invitados de rebote y con la esperanza oculta de que declinen la oferta. Allí se ubican la exnovia repudiada del padrino, un matrimonio aburrido, un friki adolescente salido, la oveja negra de la familia y una niñera que teme haber sido olvidada por la joven que ahora se casa. El casting de este variopinto grupo de personajes es consecuente: no son estrellas de Hollywood, sino intérpretes habitualmente relegados a papeles secundarios, en mi opinión, mucho más atractivos. Protagoniza la deliciosa Anna Kendrick -Up in the Air (2009)- que ya colaboró con el director, Jeffrey Blitz, en su ópera prima de ficción, Rocket Science (2007). La acompañan Lisa Kudrow -siempre será la Phoebe de Friends (1994-2004)- junto al rotundo Craig Robinson -The Office (2005-2013)- el ojiplático Tony Revolori -El gran hotel Budapest (2014)- el genial Stephen Merchant -creador junto a Ricky Gervais de The Office (2001-2003)- y la entrañable June Squibb -A propósito de Schmidt (2002)-. Estos perdedores se enfrentan a los personajes arquetípicos de las bodas: los novios sosos, la madre con una copa de más, la dama de honor repelente, la amiga cachonda y su corte de salidos esperando pillar cacho, uno que se ha colado y el padrino capullo, Wyatt Russell -Black Mirror (2016)-. Con estos elementos, Mesa 19 sortea con más o menos acierto los convencionalismos de la comedia romántica. Evita los momentos forzadamente felices de las bodas, prefiere lo que pasa entre bambalinas: la torpeza, la falsedad, la salida de tono y lo socialmente incómodo. La película incluso se aleja del terreno cómico en algún momento para crear momentos melancólicos con aire de cine indie. Dirige el mencionado Jeffrey Blitz, bregado en sitcoms como The Office, pero quizás tengan más peso sus guionistas, los hermanos Jay y Mark Duplass, autores de la estupenda Cyrus (2010). Resalto el guión por su habilidad para fabricar running gags, para plantar semillas discretamente que luego darán buenos frutos y por conseguir un final redondo que maneja estupendamente el tiempo dramático para retorcer, de nuevo, las convenciones. Por otro lado, hay que decir que se echa en falta algo más de mala leche y que sobran las torpes pinceladas de slapstick que intentan hacer graciosas unas caídas recurrentes. Lo mejor de la función, sin duda, es ese verso libre, surrealista, incómodo, que es Stephen Merchant, con esa sonrisa imposiblemente grande de gigante desorientado. Mesa 19 no revoluciona, pero es una opción estimable para los fans de la comedia romántica.
MESA 19: PARA LOS QUE ODIAN LAS BODAS
Si los finales felices de las comedias románticas suelen tener lugar en una apoteósica boda, lo mejor que se puede decir de Mesa 19 -cuyo casi único escenario es un enlace matrimonial- es que convierte dicha celebración en un trance amargo mucho más cercano a la realidad. La premisa de la historia es verdaderamente afortunada: el banquete nupcial contado desde esa mesa en la que nadie quiere sentarse, la de los que han sido invitados de rebote y con la esperanza oculta de que declinen la oferta. Allí se ubican la exnovia repudiada del padrino, un matrimonio aburrido, un friki adolescente salido, la oveja negra de la familia y una niñera que teme haber sido olvidada por la joven que ahora se casa. El casting de este variopinto grupo de personajes es consecuente: no son estrellas de Hollywood, sino intérpretes habitualmente relegados a papeles secundarios, en mi opinión, mucho más atractivos. Protagoniza la deliciosa Anna Kendrick -Up in the Air (2009)- que ya colaboró con el director, Jeffrey Blitz, en su ópera prima de ficción, Rocket Science (2007). La acompañan Lisa Kudrow -siempre será la Phoebe de Friends (1994-2004)- junto al rotundo Craig Robinson -The Office (2005-2013)- el ojiplático Tony Revolori -El gran hotel Budapest (2014)- el genial Stephen Merchant -creador junto a Ricky Gervais de The Office (2001-2003)- y la entrañable June Squibb -A propósito de Schmidt (2002)-. Estos perdedores se enfrentan a los personajes arquetípicos de las bodas: los novios sosos, la madre con una copa de más, la dama de honor repelente, la amiga cachonda y su corte de salidos esperando pillar cacho, uno que se ha colado y el padrino capullo, Wyatt Russell -Black Mirror (2016)-. Con estos elementos, Mesa 19 sortea con más o menos acierto los convencionalismos de la comedia romántica. Evita los momentos forzadamente felices de las bodas, prefiere lo que pasa entre bambalinas: la torpeza, la falsedad, la salida de tono y lo socialmente incómodo. La película incluso se aleja del terreno cómico en algún momento para crear momentos melancólicos con aire de cine indie. Dirige el mencionado Jeffrey Blitz, bregado en sitcoms como The Office, pero quizás tengan más peso sus guionistas, los hermanos Jay y Mark Duplass, autores de la estupenda Cyrus (2010). Resalto el guión por su habilidad para fabricar running gags, para plantar semillas discretamente que luego darán buenos frutos y por conseguir un final redondo que maneja estupendamente el tiempo dramático para retorcer, de nuevo, las convenciones. Por otro lado, hay que decir que se echa en falta algo más de mala leche y que sobran las torpes pinceladas de slapstick que intentan hacer graciosas unas caídas recurrentes. Lo mejor de la función, sin duda, es ese verso libre, surrealista, incómodo, que es Stephen Merchant, con esa sonrisa imposiblemente grande de gigante desorientado. Mesa 19 no revoluciona, pero es una opción estimable para los fans de la comedia romántica.
THE WALKING DEAD -TEMPORADA 7- SOMETHING THEY NEED
SOMETHING THEY NEED (26 DE MARZO DE 2017) -AVISO SPOILERS-
Creo que ya es habitual, a estas alturas de cada temporada de The Walking Dead, un episodio como el que nos ocupa, en el que se mezclan varias tramas planteadas al inicio. Se mezclan con cierta prisa por atar cabos antes del season finale, cuando en los primeros capítulos el ritmo suele ser lentísimo. Se intercalan además las tramas produciendo cierta extrañeza, ya que al principio cada una de estas historias había ocupado un episodio entero. Por ejemplo, en Swear, el argumento se dedicaba enteramente a la comunidad escondida de mujeres que descubre Tara (Alanna Masterson), con las que nos reencontramos aquí. Lo mismo ocurría con episodios íntegramente dedicados a Maggie (Lauren Cohan) en el pueblo de Hilltop y su conflicto con el cobarde Gregory (Xander Berkeley). Lo mismo con episodios situados completamente en la guarida de los Salvadores, protagonizados por personajes secundarios como Dwight (Austin Amelio) -ese que creímos que era Daryl (Norman Reedus) en la entrega anterior- y Eugene (Josh McDermitt), que aquí se confirma como un traidor. Todo esto se mezcla en este capítulo -hay que sumar el intento de venganza de Sasha (Sonequa Martin-Green)- produciendo una sensación extraña, porque no estamos acostumbrados a que TWD tenga una estructura argumental de varias tramas. Se nos hace raro que la narrativa de la serie se divida en múltiples personajes, puntos de vista e historias, como, en realidad, suele ser habitual en la ficción televisiva. La verdad, lo de intercalar las historias es un recurso que aporta un -falso- dinamismo, ya que cuando saltas de una cosa a la otra, de un escenario al siguiente, parece que "algo pasa". No habría que quejarse, por tanto, de este atar cabos, aunque sí podemos criticar que el viaje a la comunidad de mujeres, Oceanside, era predecible, como las respectivas traiciones de Dwight y Eugene. Tampoco creo que podamos esperar nada bueno de Gregory. Luego está la decisión de hacer una elipsis y no contarnos la incursión de Sasha en la base de los Salvadores. Cuesta imaginar lo que ocurre entre la última vez que la vimos, infiltrándose en el complejo con un arma y lo que nos muestran ahora, cuando la han hecho prisionera. ¿Cómo es que no la mataron? Puede resultar coherente que Negan (Jeffrey Dean Morgan) quiera reclutar a Sasha porque se haya ganado su respeto, pero cada vez me cuesta más justificar que nadie intente matar al abusivo líder de los Salvadores. ¿Tanto miedo da? Lo mejor del episodio, esos zombies saliendo de un buque hundido, podridos tras pasar mucho tiempo bajo el agua, sus carnes putrefactas infestadas por los crustáceos.
CAPÍTULO ANTERIOR: THE OTHER SIDE
IRON FIST: SER O NO SER, PEQUEÑO SALTAMONTES
Iron Fist viene a completar el póker de superhéroes de Marvel/Netflix tras Daredevil, Jessica Jones y Luke Cage, que se reunirán enseguida en Los Defensores (2017), equivalente televisivo a Los Vengadores del cine. En oposición a las aventuras cósmicas de estos últimos, los personajes de estas ficciones tienen un planteamiento más realista, más oscuro y sobre todo más urbano. Las peleas callejeras de Daredevil poco tienen que ver con la capacidad de personajes como Hulk o Thor para dejar en ruinas una ciudad entera. Firmemente ligados a la ciudad de Nueva York -seña de identidad de la editorial Marvel- estas series de Netflix han tenido mucho cuidado de no dejarse llevar por el colorido pop de los cómics clásicos, para no perder credibilidad de cara al espectador. Chris Evans puede vestir los colores chillones del Capitán América porque protagoniza una superproducción de elevado presupuesto, mientras que Charlie Cox no se enfunda en la armadura roja de Daredevil hasta el último episodio de la primera temporada de su serie, modesta en comparación con las películas. De igual manera, Danny Rand (Finn Jones) no vestirá las mallas verdes ni el pañuelo amarillo del Iron Fist de los tebeos. Primer error, en mi opinión. Porque la naturaleza del personaje -creado por Roy Thomas y Gil Kane en 1974- se presta mucho más a la fantasía que sus compañeros. Si Daredevil es puro relato superhéroico, Jessica Jones es novela negra, y Luke Cage blaxploitation, Iron Fist nació inspirándose en las películas de kung-fu: primero en la película The Duel (Cheh Chang, 1971) -aunque también en las aventuras orientales del personaje creado por Bill Everett, Amazing-Man (1939)-. Puño de Hierro surgió justo después de la muerte de Bruce Lee en 1973 y su vida editorial apenas sobrevivió el final de aquella moda. Luego tendría que unir fuerzas con Luke Cage, compartiendo aventuras en sus cómics, como pronto lo hará en la pequeña pantalla.
Dicho todo esto, se puede concluir que Iron Fist, la serie, juega en contra de las expectativas. El peso de las artes marciales no es el que podríamos haber anticipado en la adaptación de las aventuras del personaje. Precisamente, el segundo defecto que se le puede achacar a la serie son sus escenas de lucha, por cantidad y por calidad. Se echa en falta algo más de acción -la inferior Arrow tiene varias peleas por capítulo- y alguna set piece verdaderamente memorable, como, por ejemplo, la pelea en plano secuencia del primer Daredevil. Falta también algo de colorido: asumamos que el héroe no vestirá las mallas del cómic, vale, pero tampoco aparecen los ninjas de La Mano -presentes en Daredevil-. Aquí los superhéroes y los supervillanos visten ropas de calle tan realistas como una sudadera, pero también igual de aburridas. En el mismo sentido, el show runner, Scott Buck, opta por alejarse de la mística ciudad de K'un-Lun -donde el héroe obtiene sus poderes- que no llegamos a ver, para centrarse en los escenarios empresariales de la otra faceta de Danny Rand, como heredero de un millonario holding. Esto es así, seguramente, por razones presupuestarias y porque resulta mucho más actual hablar de corrupción financiera y de la responsabilidad social de las grandes empresas, que de artes marciales. Así, ganan importancia personajes secundarios como los hermanos Joy (Jessica Stroup) y Ward Meachum (Tom Pelphrey), que forman parte de la vida civil del héroe en las empresas Rand, en contraposición a Coleen Wing (Jessica Henwick), que representa su faceta superheroica y de filosofía oriental. Si los cómics originales tendían a un maniqueísmo que enfrentaba claramente a los buenos y a los malos, Iron Fist opta por reflejar la moral líquida de nuestros tiempos. Todos los personajes alrededor de Danny Rand se comportan de forma impredecible y más de uno dará una sorpresa en cuanto a sus lealtades. No hay héroes ni villanos absolutos en una ficción en las que todos se mueven en una franja gris que puede resultar más interesante que el blanco y negro de otras ficciones del subgénero. Pero también es verdad que no encontramos aquí a un antagonista de la estatura de Kingpin (Vincent D'Onofrio), Kilgrave (David Tennant) o el antihéroe Punisher (Jon Bernthal). Lo que no quiere decir que personajes como Bakuto (Ramón Rodríguez), Davos (Sacha Dhawan), Madame Gao (Wai Ching Ho) -una especie de Yoda maligna- y sobre todo Harold Meachum, no resulten muy interesantes, este último perfectamente interpretado por David Wenham.
Juega también en contra de la serie la narrativa descomprimida -presente en las cabeceras Netflix ya mencionadas- que ralentiza la acción para detenerse en cada detalle del argumento. Así, el primer episodio estará dedicado enteramente -50 minutos- a la llegada del protagonista a Nueva York, donde todos le creían muerto. Iron Fist se irá desarrollando poco a poco, desvelando lentamente el origen del personaje, sus poderes, quiénes son sus enemigos y sus aliados. Este lento desvelar funciona bastante bien durante los primeros episodios, pero decae cuando ya están todas las cartas sobre la mesa. Le habría venido bien algo más de diversión a la serie, en la línea del episodio titulado Inmortal Emerges from the cave, en el que asistimos a un torneo de artes marciales -como en los videojuegos Street Fighter (1987) o Mortal Kombat (1992) o como la película Contacto sangriento (1988)- y que fue dirigido por el músico RZA, que firmara un simpático homenaje al cine de kung-fu -apadrinado por Quentin Tarantino- El hombre de los puños de hierro (2012). Resumiendo: la serie tiene demasiadas conversaciones entre personajes y más bien pocas escenas de acción. A pesar de estos defectos, Iron Fist se deja ver, resulta entretenida y está bien integrada en el universo Marvel televisivo, gracias a la aparición de personajes y villanos de Daredevil, Jessica Jones y Luke Cage. Nos reencontramos además con Claire Temple (Rosario Dawson), presente en todas las anteriores. Destaquemos además la entrañable interpretación de Finn Jones, que hace muy bien el papel de "pez fuera del agua", componiendo un personaje que predica un misticismo oriental a lo Star Wars, en conflicto con un trauma inicial que le emparenta con Bruce Wayne/Batman y que incluso tiene ecos de Hamlet. Así, lo más interesante de la propuesta es cómo los personajes buscan desesperadamente una identidad propia en un mundo complejo, de paradigmas, ideologías, religiones y lealtades cambiantes, en el que resulta difícil elegir bandos y que pone en duda incluso a la propia familia. Conceptos bastante ambiciosos para una serie de superhéroes con un protagonista experto en artes marciales.
THE FLASH -TEMPORADA 3- ATTACK ON GORILLA CITY
Un viaje a una dimensión paralela, Tierra-2, a una ciudad poblada por simios súper inteligentes, Ciudad Gorila, parece una premisa irresistible. La idea es tan pulp, tan de serial de aventuras, que el forense Julian Albert (Tom Felton) se disfraza de Indiana Jones para afrontar la aventura. The Flash (Grant Gustin) y su equipo parten con la misión de rescatar a Harrison Wells (Tom Cavanagh) en un episodio que prometía ser genial. Pero no lo es, a pesar de que el velocista escarlata protagonice una pelea con un gorila blanco, el rey Solovar (Keith David), en la que hacen de gladiadores en el equivalente simio del coliseo romano. Si estas ideas tan atractivas no acaban de funcionar es porque el guión falla a la hora de compensar con ingenio la falta de presupuesto. Los aventureros aparecen directamente en una prisión, por lo que no vemos ni un atisbo de la fantástica ciudad. Los gorilas -animados digitalmente- aparecen poco, ya que controlan mentalmente a los protagonistas y hablan por sus bocas. Todo esto son trucos de guión para ocultar un presupuesto limitado, pero falta chispa para compensar con imaginación lo que no se puede mostrar con decorados, cromas y animaciones digitales. Echo de menos también personajes más desarrollados: Grodd (David Sobolov) y Solovar tienen poca presencia por lo ya comentado, son animaciones digitales con poco peso, o hablan utilizando como muñecos de ventrílocuo a otros personajes. La gran set piece -en la que deben haberse gastado todo el dinero- es el combate entre The Flash y Solovar, pero acaba resultando muy fría por unos cromas poco conseguidos, demasiado planos. Muy digital todo. El episodio habría sido una genialidad con un guión más inspirado, trajes de gorila y decorados de cartón piedra. Una pena. Tampoco funciona demasiado bien una subtrama que podría haber molado mucho: Jessie Quick (Violett Beane) y Kid Flash (Keyinan Lonsdale) se quedan en Tierra-1 para defender Central City.
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THE FLASH -TEMPORADA 3- UNTOUCHABLE
UNTOUCHABLE (7 DE FEBRERO DE 2017) -AVISO SPOILERS-
Me gusta mucho lo que están haciendo los guionistas en esta tercera temporada de The Flash. Si la primera entrega de esta serie se ocupaba de la transformación en superhéroe del protagonista, Barry Allen (Grant Gustin), ahora el esquema se repite con Wally West (Keiynan Lonsdale). Esto no solo mantiene la frescura de esta ficción, sino que refleja un de los temas más característicos de DC Cómics, el del sidekick, ya sabéis, Batman y Robin. Los héroes de Marvel son individuos más atormentados, lo que les convierte en solitarios -Spiderman, Daredevil, Stan Lee mató al Bucky del Capitán América-. Pero en DC, los héroes originales pronto se convirtieron en figuras paternales -Green Arrow y Speedy- de jóvenes pupilos que, en un futuro lejano, acabarán sustituyéndoles. En los cómics, tras la muerte de Barry Allen en Crisis en las Tierras Infinitas, Wally West ocupó su lugar durante varios años. Aquí, Barry se convierte en el mentor de Wally y para ello tira de los consejos que le diera Harrison Wells (Tom Cavanagh) en la primera temporada. El "corre, Barry, corre" se convierte aquí en "corre, Wally, corre", un guiño que demuestra que los guionistas van atando todos los cabos de su historia y no suelen dar ningún paso en falso. Porque este entrenamiento de Wally no ocurre de forma gratuita, sino que se argumentalmente se justifica dentro del marco de la predicción de la posible futura muerte de Iris West (Candice Patton). Evitar ese destino está marcando toda la temporada y aquí el clímax emocional ocurre cuando Joe West (Jesse L. Williams) descubre la verdad sobre lo que podría pasar. Para que todo esto tenga lugar, aparece un villano episódico, Clive Yorkin (Matthew Kevin Anderson) -creado en los cómics en 1979- proveniente del universo paralelo -desparecido- de Flashpoint y cuyas habilidades ponen a prueba a los héroes. Wally debe aprender nuevos poderes -vibrar a través de estructuras sólidas- para derrotar al villano, por lo que todo acaba encajando. Si a esto añadimos el sabor a tebeo clásico de la carrera entre los velocistas que abre el episodio; la espectacular set piece en la que Flash salva un tren haciendo vibrar sus moléculas; y el cliffhanger que anuncia un viaje a Ciudad Gorila, creo que no se le puede pedir más a una serie.
CAPÍTULO ANTERIOR: DEAD OR ALIVE
EL BAR: COSTUMBRISMO PARANOICO
El Bar es una de las mejores muestras del cine de Álex de la Iglesia. El último exponente de una filmografía única, en la que el director de El día de la bestia (1995) ha cultivado una mezcla muy personal de cine género y comedia costumbrista. Pocos autores de nuestro país dominan tan bien el retrato del español medio como de la Iglesia y su guionista habitual, Jorge Guerricaechevarría. Ambos suelen fabricar, además, diálogos afilados, de esos que parecen haber sido escuchados en la calle, en el metro, en el bar. Todavía menos directores españoles tienen el ojo privilegiado del realizador de La comunidad (2000), que suele conseguir con aparente facilidad imágenes potentes, de cómic, de esas que se quedan en la memoria, en cada una de sus películas -incluso las fallidas- y que compone secuencias narrativas muy sólidas con su cámara. Pero en lo que creo que Álex de la Iglesia es absolutamente único es en su capacidad para coger cualquier género cinematográfico -thriller, terror, ciencia ficción- y hacerlo verosímil en el contexto de una película española. La clave debe ser, muy probablemente, el filtro del personalísimo humor -negro- del bilbaíno. El bar es un título que parece increíble que no se le haya ocurrido a nadie antes en España, y una película tremendamente entretenida, que solo puede ejecutar un director con talento y mucha experiencia. Aquí de la Iglesia despliega sus mejores recursos y minimiza sus defectos. La historia plantea una situación clara y sencilla: un grupo variopinto de personajes se quedan atrapados en un bar. El típico, el español, el de toda la vida. Los personajes no pueden salir del local -sería un spoiler desvelar el motivo- en una premisa que habría que situar entre El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel y un episodio de The Twilight Zone (1959-1964) de Rod Serling. Se inscribe esta obra, además, en la última tendencia del fantástico low cost: desde Extraterrestre (Nacho Vigalondo, 2011) hasta Calle Cloverfield 10 (Dan Trachtenberg, 2016). Entre el thriller, la película de catástrofes y hasta una de zombies, El Bar tiene sobre todo humor -de espíritu Bruguera-, contundentes golpes costumbristas, y estupendos personajes que nos cruzamos cada día en la vida real: la pija, el hipster, el sin techo, el comercial, el facha, el camarero y la típica dueña de bar que con una fregona en la mano puede ser invencible. Sé que estas categorías hacen pensar en caricaturas: no es así, los personajes -y los actores, todos estupendos, Terele Pávez, Secun de la Rosa, Joaquín Climent, Carmen Machi, Blanca Suárez, Mario Casas- escapan de la bidimensionalidad y acaban resultando reconocibles, creíbles, humanos y sobre todo divertidos. Las risas están aseguradas, sí, pero además, el director consigue imágenes salvajes, rabiosas -Jaime Ordóñez resulta electrizante- histéricas, que aportan una energía tremenda a un film lleno de ideas afortunadas: asistiréis al mejor aprovechamiento dramático del aceite de oliva que yo haya visto nunca.
LA CURA DEL BIENESTAR: TERROR EN EL BALNEARIO
La cura del bienestar es una hermosa película de terror. Gore Verbinski -director de la saga de Piratas del Caribe, pero también de la lisérgica Rango (2011)- vuelve al género tras La señal (2002) y fabrica una película visualmente espectacular, cuyo guión también firma junto a Justin Haythe, con quien colaboró en el sonado fracaso de El llanero solitario (2013). La historia, sin embargo, tiene un planteamiento meramente funcional, apenas establece una situación básica sobre la que girará todo el argumento: el protagonista, Lockhart es un ejecutivo moralmente dudoso -y con trauma paterno filial- que debe buscar al principal accionista de su desalmada empresa en un balneario en Suiza, que esconde un inquietante misterio. Lockhart es encarnado por Dane DeHaan -próximo a convertirse nada menos que en el héroe cósmico francés, Valerian- que aquí tiene un parecido razonable al Leonardo Di Caprio de Shutter Island (Martin Scorsese, 2010). La interpretación de DeHaan es obligadamente intensa, ya que la clave de la historia es que no sabemos si lo que le ocurre tiene lugar en su imaginación: la película está llena de momentos de pesadilla. Así, la trama avanza más por la utilización de motivos y símbolos que se repiten -ciervos, anguilas- y con un leitmotiv importante, el agua, que por las acciones dramáticas y sus consecuencias. Se podría decir que el argumento traza una espiral antes que una línea recta. Verbinski rueda todo esto con un sentido estético apabullante, sirviéndose de composiciones simétricas, hiperrealistas y surrealistas, en una planificación cartesiana. La cámara se mueve por unos decorados preciosos y la película goza de un diseño de producción cuidadísimo, obra de la nominada a cuatro premios Oscar, Eve Stewart. Pero quizás, por eso mismo, el film resulta algo frío. A la historia le falta enjundia. Dicho esto, lo más interesante de La cura del bienestar es que se plantea primero como una obra de terror psicológico, en la que el mal parece estar en la subjetividad del individuo, en su interior, por lo que estaríamos ante un nuevo ejemplo del subgénero que con éxito cultivó Roman Polanski en Repulsión (1965), La semilla del diablo (1968) y sobre todo El quimérico inquilino (1976), pertinente aquí por la coincidencia en la macabra utilización de piezas dentales. Pero sin ánimo de hacer spoilers, lo que más me ha gustado es un giro que nos devuelve al terror clásico, al de la Universal de los años 40, expresionista y gótico -ya presente en unos escenarios suizos como los de Frankenstein y en los decorados de estética retro- que coloca el mal en el otro, en el monstruo. En el mismo sentido hay que pensar también en la reformulación del terror que hizo en los 60 la británica Hammer, de la que esta película recoge la oposición entre clases sociales. De hecho, hay una escena de baile aquí que recuerda poderosamente a El beso del vampiro (Don Sharp, 1963)- película parodiada, por cierto, por el mencionado Polanski en El baile de los vampiros (1967).
THE WALKING DEAD -TEMPORADA 7- THE OTHER SIDE
Perdonen ustedes el spoiler, pero en la película Valkiria (2008) de Bryan Singer, protagonizada por Tom Cruise, el plan para asesinar de Hitler fracasa. Perdonen ustedes la broma, pero esta constatación tan obvia me sirve para expresar la relativa pereza que me da la misión de Sasha (Sonequa Martin-Green) y Rosita (Christian Serratos) para matar a Negan (Jeffrey Dean Morgan). Es verdad que en Valkiria teníamos los conocimientos históricos para conocer de antemano el desenlace -aunque un año después Quentin Tarantino nos sorprendió a todos en Malditos Bastardos (2009) saltándose a la torera la fidelidad histórica- y que en esta serie nada impide que maten al líder de los Salvadores, pero ¿alguien se cree que van a matar a Negan tan pronto después de todo lo que nos han hecho esperar? Yo no. Aunque es cierto que esa aparición final de Daryl (Norman Reedus) -creo que es Daryl- cambia un poco las cosas: implicar a un personaje importante de la serie aporta interés. Precisamente, dos de los principales protagonistas tienen el mejor momento post-Negan: unos emocionados Daryl y Maggie (Lauren Cohan) se abrazan, por fin, confesando sus sentimientos tras la muerte de Glenn (Steven Yeun). El de la ballesta se siente culpable, y ella le pide que postergue sus sentimientos de venganza y la ayude a ganar a los Salvadores. Momentazo. Por lo demás, somos testigos de nuevos ejemplos del abuso de poder de los hombres de Negan y de la cobardía de Gregory (Xander Berkeley). También se desvela la homosexualidad de Jesus (Tom Payne) y que Eugene (Josh McDermitt) podría, verdaderamente, haber cambiado de bando.
CAPÍTULO ANTERIOR: BURY ME HERE
CRUDO: CINE PROVOCACIÓN
Crudo es la película del momento. Si entendéis el cine como una expresión artística y no como un mero entretenimiento, creo que es imprescindible. Es de esas escasas obras que generan necesariamente una reacción: buena o mala, es difícil que sus poderosas imágenes os dejen indiferentes. La historia del cine pondrá luego en su lugar a esta enérgica ópera prima de la francesa Julia Ducornau, dependiendo sobre todo de cómo progrese la carrera cinematográfica de esta chica de apenas 34 años. Pero hoy, la película que tenéis que ver, se llama Crudo. Ha recibido premios en festivales importantes: Cannes, Austin, Londres, Sitges y Toronto, donde se dice que su proyección causó desmayos. Yo creo que no es para tanto, pero es verdad que hay momentos que pueden suponer un mal trago para espectadores sensibles. La historia resulta difícil de describir, porque su argumento es prácticamente nulo más allá del despertar a la madurez -en todos los sentidos- de su protagonista, una inquietante Justine -sí como la heroína de Sade- enigmáticamente interpretada por Garance Marillier. La película nos cuenta cómo ella deja su hogar familiar para ingresar en la universidad, en la carrera de veterinaria, bajo la tutela de una hermana mayor, Alexia, sabrosamente encarnada por Ella Rumpf. Poco más se puede contar, porque uno de los mayores placeres de esta película, increíblemente entretenida, es que resulta sorprendente en cada escena, provocadora en cada paso que da en un crescendo que produce un vigoroso entusiasmo. Como he dicho antes, Crudo casi prescinde de un argumento para encadenar escenas -set pieces- cada ves más alucinantes. La película es completamente libre, salvaje y lo más lejos de la autocensura y de la contención que se nos pueda ocurrir. Es lo que debe ser una ópera prima. A pesar de ser claramente una película de autor, utiliza el gore como detonante, como un medio para llegar a un fin, antes que como un fin en sí mismo. En esto me recuerda al primer David Cronenberg, que disfrazaba de cine de terror genérico sus muy intelectuales propuestas. Hay también algo de la crudeza distante de Michael Haneke, sobre todo en la escena del prólogo. Su intención feminista hace pensar también en el Lucky McKee de la reciente The Woman (2011). Su estructura de caos creciente solo es comparable a un High-Rise (Ben Wheatley, 2015) en clave femenina. También viene a la mente la estrategia de shock de un Lars Von Trier. El espíritu combativo y los colores pop del Godard de Pierrot el loco (1965), la rabia juvenil del If.... (1968) de Lindsay Anderson. Todo esto aderezado con un macabro sentido del humor que impide que la propuesta se convierta en algo pretencioso. Insumisa, rebelde, Crudo representa un sanísimo rechazo absoluto hacia los mecanismos coercitivos de socialización, que comienzan desde el propio núcleo familiar. No dejéis de verla.
AGENTES DE S.H.I.E.L.D -TEMPORADA 4- THE GOOD SAMARITAN
No me estaba yo implicando demasiado en esta cuarta temporada de Agentes de S.H.I.E.L.D, lo confieso, pero este episodio tiene momentos que francamente me han ganado. El primero de ellos es la referencia a la cancelada Agent Carter, serie protagonizada por Hayley Atwell como la exnovia del Capitán América, personaje que debe haber aparecido en cada película Marvel, o casi. A pesar de sus debilidades, aquella serie situada en los años 40 y 50 me resultaba simpática, por lo que me ha gustado que se retome aquí uno de sus elementos argumentales -el de la materia oscura-. Es un guiño muy Marvel: el lector de tebeos veterano sabe que el mejor sabor de la editorial está en las constantes referencias dentro de sus cómics a series y personajes, a veces oscuros, cancelados, olvidados. Bien. Luego hay que hablar de la narración, de relativo interés, del origen de los científicos convertidos en espectros tras experimental con el libro místico, el Darkhold; y el de Ghost Rider / Robbie Reyes (Gabriel Luna) que hace un delicioso guiño al motorista fantasma original, el de Johnny Blaze, que en el cine interpretó Nicholas Cage. El antihéroe satánico mantiene luego una pelea tremenda con el director de S.H.I.E.L.D, Jeff Mace (Jason O´Mara) -el Patriota en los cómics, aquí un inhumano-. Las peleas entre héroes son también muy Marvel.
CAPÍTULO ANTERIOR: LOCKUP
THE WALKING DEAD -TEMPORADA 7- BURY ME HERE
BURY ME HERE (12 DE MARZO DE 2017) -AVISO SPOILERS-
En una narrativa convencional, digamos occidental, aristotélica, no hay muchas formas de plantear una historia. Básicamente, hay un conflicto que acaba resolviéndose. En esta séptima temporada de TWD el conflicto está clarísimo: un grupo, los Salvadores, somete a varias comunidades, por lo que tarde o temprano -más bien tarde- habrá un enfrentamiento bélico. El interés de toda historia no es tanto alcanzar ese clímax, más o menos predecible, sino lo que nos cuentan hasta llegar a él. En este temporada, una de las comunidades amenazadas es el llamado Reino. Hemos presenciado, al menos, tres encuentros entre los hombres del rey Ezekiel (Khary Payton) y los Salvadores durante lo que va de esta séptima entrega. En cada uno de esos encuentros, hay una tensión tremenda por la posibilidad de que estalle la violencia entre ambos grupos. Pero eso nunca ocurre, lo que resulta frustrante. Aquí, volvemos a presenciar no uno, sino dos encuentros, entre ambas comunidades y, como era de esperar, no se produce el enfrentamiento. ¿Cuántas veces nos tienen que contar la misma situación hasta que nos parezca repetitiva? Al final de este episodio, Ezekiel dice, por fin, que hay que luchar. Pero matiza: hoy no. Obviamente, la lucha ocurrirá en el último episodio de la temporada... o quizás en el primero de la octava. No sorprende a nadie, a estas alturas, que el mayor defecto de The Walking Dead es dar demasiados rodeos. Incluso los progresos argumentales, que los hay en este capítulo, parecen apagados: Morgan (Lennie James) rompe su código moral y mata; un personaje relativamente importante, Benjamin (Logan Miller), encuentra su destino; también se cierra la subtrama de Richard (Karl Makinen) y su conspiración para provocar la lucha; finalmente, Carol (Mellisa McBride) descubre la verdad, abandona su aislamiento. Para provocar nuestro interés, hay dos misterios en esta historia, más o menos atractivos: el primero, ¿por qué alguien se tomaría la molestia de movilizar un camión para transportar un solo melón? Y ¿Quién ha cavado su propia tumba?
CAPÍTULO ANTERIOR: SAY YES
AGENTES DE S.H.I.E.L.D -TEMPORADA 4- LOCKUP
El McGuffin de esta temporada de Agentes de S.H.I.E.L.D es un libro, el Darkhold, la versión Marvel del Necronomicon de H.P. Lovecraft -usado también en Ash vs. Evil Dead- que en los cómics ha sido codiciado por todo tipo de villanos, desde los enemigos de Conan el Bárbaro, pasando por Drácula, y hasta los antagonistas de superhéroes como el Doctor Extraño. En este episodio concreto, una impresionante pelea en el comedor de una prisión de máxima seguridad es el mejor momento de una historia con mucha acción. Daisy Johnson (Chloe Bennet) hace prácticamente de Jackie Chan, repeliendo el ataque de una decena de presidiarios. Quake evita utilizar sus poderes vibratorios que, en un rasgo bonito del personaje, van quebrando poco a poco sus huesos cada vez que los utiliza. Casi toda la historia se centra en este rescate del tío de Robbie Reyes/Ghost Rider (Gabriel Luna), pieza fundamental para obtener el mencionado McGuffin. La verdad es que este elemento mágico, los poderes demoníacos de Ghost Rider y la naturaleza espectral de los enemigos de los agentes, resulta algo incoherente con el escenario de ciencia ficción habitual. Pero también aporta una oscuridad que hace de esta temporada algo ligeramente distinto. Lo que sí se echa en falta es un villano de más empaque que la científica Lucy Bauer (Lilli Birdsell). La senadora con agenda política anti-inhumana, Ellen Nadeer (Parminder Nagra) tampoco cumple con esta función. Aquí falta una amenaza de verdad.
CAPÍTULO ANTERIOR: LET ME STAND NEXT TO YOUT FIRE
AGENTES DE S.H.I.E.L.D -TEMPORADA 4- LET ME STAND NEXT TO YOUR FIRE
Lo que hace que Agentes de S.H.I.E.LD sea un poco diferente de otras series de acción -además de los superhéroes y de que, por aquí, en teoría, se podría pasar el Capitán América (Chris Evans)- son los pequeños detalles. ¿Cuántas persecuciones de coches hemos visto? Miles. Pero que los protagonistas son dos vehículos vintage, un Dodge Charger 1969 -de Robbie Reyes /Ghost rider (Gabriel Luna)- y el Chevrolet Corvette rojo de 1962, llamado Lola, que conduce el agente Phil Coulson (Clark Gregg). Esta persecución, manida, es sin embargo el punto de diversión desenfadada que necesita cualquier serie. Otro momento estupendo es cuando Simmons (Elizabeth Henstridge) no sigue el plan de Daisy (Chloe Bennet) para infiltrarse en S.H.I.E.LD, sino que simplemente ordena a una subalterna que les dé la información que necesitan sobre los inhumanos. Para eso es la jefa. O cuando ambas encuentran a James (Axle Whitehead) que ha decidido trabajar en una tienda de fuegos artificiales para no olvidar nunca que sus poderes, relacionados con el fuego, son peligrosos. Cuando James utiliza una cadena en llamas para enfrentarse a Ghost Rider, este hace un gesto de reconocimiento, como aceptando la efectividad de dicha arma: recordemos que la cadena llameante formaba parte del arsenal del héroe en la versión en cómic. Otro momento destacable es cuando la robótica Aida (Mallory Jansen) pregunta a su creador por la moralidad de la mentira. Descubre que Fitz (Ian De Caestecker) ha mentido para protegerla, lo que inicia el camino hacia el enamoramiento, y hacia que Aida cobre consciencia de sí misma. Como tantas otras inteligencias artificiales de la ciencia ficción, empezando por la más pertinente, el Ultrón (James Spader) de Vengadores: La era de Ultrón (2015). ¿Otro buen momento? La forma en la que Simmons descubre al primer vistazo que Aida es una androide. Lo hace con una mezcla de perspicacia científica, intuición femenina y celos.
CAPÍTULO ANTERIOR: UPRISING
LA ISLA CALAVERA: APOCALIPSIS KONG
King Kong es uno de los pocos mitos puramente cinematográficos. A pesar de referentes claros como El mundo perdido (1912) y La Bella y la Bestia (1770), la historia del gigantesco simio no adapta para la pantalla ninguna obra previa. La otra singularidad del personaje es que le relacionamos necesariamente con su relato específico: Kong no es James Bond o Indiana Jones, susceptibles de vivir diferentes aventuras, sino que le asociamos siempre con el mismo argumento: su descubrimiento en Isla Calavera, su captura, su traslado a Nueva York y posterior escape, su amor por Ann Darrow, su batalla en lo alto del Empire State para luego morir. Así, de King Kong conocemos la obra maestra que es la película original, de 1933 y dos remakes: el de 1976, producido por Dino DeLaurentiis y el firmado por Peter Jackson en 2005. Las tres películas, básicamente, recrean la misma historia, con algunas actualizaciones. La otra particularidad de King Kong es que detrás de cada una de sus reimaginaciones, encontramos la figura de un artista de los efectos especiales: Willis O'Brien en la original; Ray Harryhausen en la secuela, Mighty Joe Young (1949); Rick Baker en el primer remake y en menor medida, los avances digitales de Weta Workshop en la de Jackson. Dicho todo esto ¿Qué es entonces Kong: La Isla Calavera? Es el primer paso para la creación de un universo cinematográfico -al estilo de Marvel Studios, DC o Star Wars- que el simio compartirá nada menos que con Godzilla, tras la película de 2014 de Gareth Edwards. Por lo tanto, debemos buscar el precedente de Isla Calavera no en las tres películas mencionadas, sino en el díptico producido por la japonesa Toho, King Kong vs. Godzilla (1962) y King Kong escapa (1967), dirigidas por Ishiro Honda y en las que el simio abandonaba su stop motion natural para adoptar la estética del gran Eiji Tsuburaya, cuyos famosos monstruos gigantes -el propio Godzilla, Ultraman- eran actores disfrazados. En estas películas japonesas, King Kong protagonizaba deliciosas historias de tebeo, que se apartaban del esquema paradigmático, aunque mantuvieran ecos y guiños de este. Algo así es Isla Calavera, que propone una trepidante aventura con una nueva presentación de King Kong, concentrándose en la parte que tiene la historia original de El mundo perdido de Conan Doyle y obviando el mencionado referente de La Bella y la Bestia. Así, la historia amplía la anécdota de los aventureros en la selva prehistórica y se desentiende de la captura del monstruo y de su viaje a la civilización. De esta manera, el guión de Isla Calavera potencia su naturaleza pulp, la pura aventura, la serie B, y cercena la moraleja de la historia, su componente trágico, su potente metáfora sobre la represión de los instintos -violentos, sexuales- del subconsciente, que se extraía del amor de la bestia por Ann Darrow y de su aniquilación por la civilización. Perdemos en resonancia, pero ganamos en la parte lúdica: esto es pura diversión. La película se compone de set pieces espectaculares, en las que los aventureros protagonizan encuentros constantes con todo tipo de bestias extrañas. Los clásicos dinosaurios son sustituidos por seres cuya función es insertar a Kong en el universo del kaiju eiga de Godzilla. Bestias primitivas, lovecraftianas, que nos acercan de nuevo a la textura onírica del film original de 1933, devolviéndonos parte de aquel sense of wonder. En el mismo sentido, este Kong está soberbiamente retratado con efectos especiales menos brillantes, que pierden el realismo zoológico del simio de Jackson, pero que se acercan más a la bestia de pesadilla de Willis O´Brien. Aquí se pasea por la selva primigenia con los aires del coloso de Goya. Por otro lado, el variopinto reparto de personajes humanos cumple roles arquetípicos: Tom Hiddleston es el héroe de una pieza con pocos matices; Samuel L. Jackson es una suerte de capitán Ahab de Moby Dick (1851); Brie Larson es una atrevida fotógrafa de guerra que acaba siendo la nueva Ann Darrow; John Goodman sustituye al ambicioso productor cinematográfico Carl Denhman de la historia original y John C. Reily -el mejor de la función- aporta el alivio cómico componiendo una parodia del coronel Kurtz de Apocalipsis Now (Francis Ford Coppola, 1979). Y no debe ser casualidad que el personaje de Hiddleston se apellide Conrad. Ambientada en el 1971 post-Vietnam, Kong, el monstruo, se convierte en una metáfora de la guerra, del "otro" temido, desconocido, extranjero -ese al que Donald Trump dedica sus discursos- del que los estadounidenses prefieren no saber nada, mientras soldados anónimos luchan en territorios exóticos cuyos nombres intentan olvidar.
LAND OF MINE (MARTIN ZANDVLIET, 2015)
Land of Mine, la película que representó a Dinamarca en los Oscar este año, se apoya enteramente en la posibilidad de que una mina explote en cualquier momento durante el proceso de su desactivación. La tensión es tremenda. En esto recuerda a En tierra hostil (2008) en la que Kathryn Bigelow planificaba modélicas set pieces que llegaban a provocar la crispación en el espectador, que asistía a la neutralización de artefactos explosivos por el artificiero protagonista encarnado por Jeremy Renner. Aquí vemos también repetidos procesos de desarme, pero los soldados alemanes protagonistas, obligados por el ejército danés, se enfrentan a miles de minas enterradas bajo la arena de la costa de Dinamarca por su propio ejército. Por pura estadística, tienen pocas posibilidades de sobrevivir y eso aporta al film un tono fatalista que convierte las playas que sirven de escenario a la historia en una suerte de purgatorio. Esta tensión constante es la mayor fortaleza de la película, que se desarrolla sin concesiones y nos muestra con crudeza el horror de una guerra acabada. Pero el odio sobrevive. El mensaje es muy potente: nos muestran a los vencedores -los aliados- y a los liberados -los daneses- convertidos en verdugos de los derrotados -los alemanes-. La máscara de la crueldad y del odio irracional contra el otro, así, pasa de los malvados a los "buenos", sedientos de venganza. El problema es que el enemigo por el que se siente rencor, adquiere aquí el rostro de niños. Al final de la contienda histórica, los únicos que quedaban para luchar en el frente eran los adolescentes y son estos los que protagonizan la película: chavales alemanes que no saben de política ni de ideologías, que cuando caen horriblemente mutilados llaman a sus madres, y que solo quieren volver a casa. El dolor de estos niños es blanco como la arena que oculta las minas. Donde lamentablemente no alcanza este film todo su potencial, es en la evolución de sus personajes. El guión prefiere un retrato coral de los jóvenes protagonistas -apenas permite que destaque uno de ellos, Sebastian, encarnado por Louis Hofmann- y el arco del personaje principal, el sargento Carl Rasmussen -espléndido Roland Moller- no es riguroso en su evolución: da algunos saltos demasiado bruscos -aunque humanos- y cae en contradicciones -más humanas aún-.
THE WALKING DEAD -TEMPORADA 7- SAY YES
Os voy a dar una pista: cuando aparezca en los créditos, al principio de un episodio de The Walking Dead, que Greg Nicotero es el director, estaréis ante un capítulo interesante. Nicotero, experto en efectos especiales y de maquillaje, fundador de KNB -la "n" es de Nicotero- ha participado en clásicos del gore como El día de los muertos (George A. Romero, 1985) o Terroríficamente muertos (Sam Raimi, 1987), es el productor ejecutivo de esta serie y suele dirigir el primer episodio y los finales de cada temporada. Tras un par de entregas anodinas, aquí vuelve Nicotero tras la cámara y la cosa mejora sensiblemente. Y con esto no quiero decir que este director sea mejor realizador que el resto de la plantilla ni que sea su talento el que eleve la calidad del capítulo. Creo que, más bien, Nicotero se reserva los momentos importantes, los que tienen a los protagonistas, los que cuentan con los mejores guiones. Aún así, tengo sentimientos encontrados con respecto a este Say Yes. Por un lado, estamos ante un argumento entretenido, mucho más agradecido que las últimas entregas que hemos tenido que padecer. Esto es así por varios motivos. Primero, por el protagonismo de Rick (Andrew Garfield), personaje central de la serie, uno de los más desarrollados de esta ficción, cuyas evoluciones nos interesan genuinamente. Segundo, porque le acompaña Michonne (Danai Gurira), uno de los personajes más carismáticos -¡Lleva una katana!-. Tercero porque salen zombies, que para algo esto es una serie de muertos vivientes, aunque a veces no lo parezca. Pero además, la historia que se plantea, una "escapada romántica" de Rick y Michonne para buscar armas, es relativamente original y fresca. Tiene acción, tiene desarrollo de personajes, hay momentos de agobio -aunque nadie se ha creído que Rick podría morir ¿o sí?- y un escenario curioso y atractivo: un circo abandonado. La pega es que, una vez más, estamos ante una desviación del argumento principal de la temporada -el enfrentamiento entre los protagonistas y el grupo de Negan (Jeffrey Dean Morgan)- un defecto recurrente de esta serie, que insiste en dilatar su historia. Estas desviaciones narrativas no tienen nada de malo en sí mismas -grandes series como Perdidos (2004-2010) y Fringe (2008-2013) las han explotado con éxito- pero creo que en TWD estos rodeos superan en minutos a la historia central. No se corresponden, además, estos desvíos con la amenaza constante de los Salvadores, que hacen relativamente incoherente la relajación que muestran aquí los personajes. Por otro lado, el episodio incluye una subtrama protagonizada por Rosita (Christian Serratos) que decide poner en marcha un plan por su cuenta para matar a Negan. Una línea narrativa algo forzada teniendo en cuenta que el grupo entero ya se ha decidido por el enfrentamiento.
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SHERLOCK: DECEPCIONANTE DESPEDIDA
Sería una pena que una gran serie como Sherlock se despidiese de nuestras pantallas con una temporada que, para mí, ha sido decepcionante. Si realmente esta cuarta entrega se convierte en la última de las aventuras del detective de Baker Street -esperemos que no- estaríamos ante un cierre que no se corresponde con la brillantez de los primeros episodios. Veamos. The Six Thatchers es sin duda el más flojo de los tres capítulos incluidos en esta temporada. El argumento tiene todos los elementos de un guión típico de Steven Moffat -creador de la serie- esos que tantas alegrías nos han dado aquí y en Doctor Who, que sin embargo esta vez no funcionan, quizás por el agotamiento de una fórmula, quizás porque tras adaptar las historias clásicas de Conan Doyle, las nuevas pierden algo de su sabor original. Uno de los principales problemas de este primer capítulo es que no se ocupa de un gran caso a resolver. No es la primera vez que Moffat utiliza una estructura de muñecas rusas, misterios dentro de misterios, que hacen saltar a sus detectives de una cosa a la otra. Solo que aquí ese frenesí argumental se antoja desorientado. Primero, se paga el peaje del final de la temporada anterior -obviándose en gran medida el especial victoriano de The Abominable Bride- por lo que encontramos a un Sherlock (Benedict Cumberbatch) preocupado por la amenaza del fantasma de su gran enemigo, Moriarty (Andrew Scott). Enseguida decide pasar del tema -literalmente- para abordar un nuevo caso, por lo que entrevista a clientes potenciales que va descartando según le interesen o no. Pronto aparece un misterio interesante, el de un joven fallecido en extrañas circunstancias. Pero Sherlock resuelve esto fácilmente y se interesa más por un hecho colateral, un busto destrozado de Margaret Thatcher. Este hilo lleva, por fin, al verdadero conflicto del episodio. Lo malo es que el descubrimiento de la identidad del responsable de destrozar los bustos de la Thatcher nos obliga a recodar lo ocurrido en un episodio anterior, emitido hace nada menos que un par de años. Complicado. La historia se traslada luego a otros países, en un itinerario de aventura internacional que deja en evidencia un presupuesto limitado. Duele recordar lo bien que se manejó una peripecia similar en el mejor episodio de esta serie, A Scandal in Belgravia. Por último, la resolución del enigma resulta más forzada que sorprendente. El villano en las sombras reincide en uno de los temas preferidos de Moffat, el de la conspiranoia, las cloacas del poder, tema personificado en Mycroft (Mark Gatiss).
Mucho mejor resulta la segunda entrega, The Lying Detective, que se beneficia de la presencia de un villano claro y visible, encarnado por un gran actor, Toby Jones, casi siempre el malo de la película -Capitán América: el primer Vengador (2011)- o un héroe atormentado -la estupenda Berberian Sound Studio (2012)-. Este episodio nos devuelve la dinámica entre Watson y Holmes (Martin Freeman) una de las principales razones por las que vemos la serie, se ocupa de un caso específico, hay un montón de pistas falsas y giros en una trama que se complica por la recaída en las drogas de Sherlock, lo que hace que la narración sea más subjetiva de lo normal, y sobre todo arrebatada, guiándose más por las intuiciones de Sherlock que por su acostumbrada fría lógica cerebral. En este sentido se puede decir que el episodio es más Moffat que Conan Doyle. El villano, por cierto, es un asesino en serie basado en un personaje real, H.H. Holmes (1861-1896) y su increíble hotel diseñado para matar -inspiración también de American Horror: Hotel-. El episodio se resuelve con varios giros que cambian completamente el sentido de lo que vemos, incluyendo una revelación sobre la familia Holmes que, a estas alturas, me parece forzada.
El peor episodio de todos es, probablemente, el tercero. A pesar de ser un capítulo siempre entretenido y de un buen manejo de la tensión, The Final Problem, resume los problemas -valga la redundancia- de esta última tanda de la serie. En su esencia, Sherlock es la razón contra la pasión. La ilusión de que, con la razón, podríamos poner orden al caos que nos rodea. O lo que es lo mismo, encontrarle sentido a la vida (y a la muerte). La imagen arquetípica de Sherlock Holmes es la de un detective que resuelve crímenes imposibles -como el doctor Gregory House diagnosticaba enfermedades inexplicables-. En la serie de Moffat y Gattis, la actualización del personaje ha llevado a enfrentarle también a situaciones de vida o muerte de las que parece improbable escapar. Es el mecanismo clásico del relato de aventuras, de los seriales cinematográficos o de las películas de James Bond, la esencia pura del cliffhanger. Aquí, el nuevo gran enemigo de Sherlock -no revelo su identidad por ser un espoiler- no es un criminal que intenta esconder sus huellas sino un supervillano de poderes y recursos inverosímiles. Tiene la capacidad de seducción de Kilgrave (David Tenant) en Jessica Jones (2015), la habilidad para manipular de Hannibal Lecter (Anthony Hopkins) en El silencio de los corderos (1991), el retorcido modus operandi criminal de John Doe (Kevin Spacey) en Seven (1995), el gusto por someter a sus adversarios a pruebas morales de Jigsaw (Tobin Bell) en Saw (2004); y ha creado un laberinto de trampas como el Arcade de los tebeos de Uncanny X-Men (1977). Sherlock, Watson y Mycroft se enfrentarán a situaciones imposibles hasta llegar a ese "problema final", pero las soluciones que propone Moffat en su guión son siempre demasiado simples o poco satisfactorias o directamente humo. Así, la estratagema inicial de Sherlock, para que Mycroft confiese un secreto familiar, es especialmente floja; la forma en la que los personajes escapan de una trampa explosiva, es espectacular pero chapucera; y la solución al problema final es un bluff a pesar de su coartada psicológica. La vuelta al hogar familiar y la revelación de un trauma infantil tiene un tono Hitchcockiano, pero resulta complicado justificar las lagunas de memoria de alguien tan listo como el detective. Este viaje a la infancia es comparable al de James Bond (Daniel Craig) en Skyfall (2012). Y ese es el gran problema de este episodio, que en esta aventura podríamos insertar al agente 007, o a cualquier otro héroe de acción, antes que a Sherlock Holmes.
31: EL REGRESO DE ROB ZOMBIE
Rob Zombie representaba la renovación del cine terror hasta hace relativamente poco. Hablo en pasado únicamente por los problemas que parece tener su carrera cinematográfica: cada proyecto parece sufrir todo tipo de problemas para financiarse, distribuirse y estrenarse. Una pena que, quizás, justifica que su última película, 31, sea un regreso a terreno conocido. Pero repasemos su carrera. El músico y cineasta plantea en su obra fílmica la recuperación del tono seco y serio del terror de los años setenta, renunciando a la distancia postmoderna de obras como Scream (Wes Craven, 1996). Con La Matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974) como principal modelo, de la que tomaba prestados el esquema argumental, la atmósfera malsana y la violencia cruel, Zombie se estrenó -tras muchos problemas con la censura- con la estimulante La casa de los 1000 cadáveres, 2003). Una secuela incluso superior, Los renegados del diablo (2005) dio paso a una posible integración del exlíder de White Zombie en el terror mainstream, con el reboot de Halloween: el origen (2007) y su secuela, Halloween II (2009). Tras todo esto, Zombie alcanzaba su madurez como autor con la arriesgada Lords of Salem (2012). El final de esta película, irracional, abstracto, que renuncia a lo narrativo para fabricar imágenes de horror puro, convertían en una incógnita el siguiente proyecto de Zombie. ¿Hacia dónde podía evolucionar el director? Como ya he dicho, 31 es un regreso a las raíces de la obra de Zombie. Una reimaginación de La casa de los 1000 cadáveres -y por tanto de La Matanza de Texas-. Además, curiosamente, el 31 del título se refiere al de octubre, es decir, a la noche de Halloween. El nuevo film de Zombie es setentero, crudo, sin coartadas postmodernas, y con una clara voluntad de ser chocante. La idea de partida es pura serie B: un misterioso grupo de ricos, ataviados como la nobleza decadente del siglo XVIII, captura a un grupo variopinto que viaja por carreteras secundarias en una furgoneta, para someterles a un juego de supervivencia en el que tienen que enfrentarse a sucesivos asesinos psicópatas ataviados como payasos. Zombie encara este argumento absolutamente demencial con una seriedad tremenda, creando una atmósfera cargada de mal rollo. Podríamos hablar de referencias tan nobles como El malvado Zaroff (Irving Pichel y Ernest B. Shoedsack,1932) o tan cercanas -salvando las distancias- como Hostel (Eli Roth, 2005), con la que coincide al proponer una clase acomodada de aburridos decadentes, con recursos para dar rienda suelta a sus instintos más sádicos, aunque aquí parezcan salidos de Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975). A esto hay que añadir la idea de asesinos vestidos de payasos -como el terrible John Wayne Gacy (1942-1994)- en los que la máscara tiene un importante rol fetichista que puede remitir a Michael Myers y sobre todo a Leatherface.
Zombie se divierte creando a sus payasos asesinos, cada uno con su look distintivo, como Psycho-Head, Schizo-Head, Death-Head, o Sex-Head. Destaquemos sobre todo al primero en aparecer, Sick-Head, interpretado por el carismático Pancho Moler, actor nacido en Chile, ataviado con estética Nazi -recordemos el falso trailer de Zombie, Werewolf Women of the S.S, inspirado en Ilsa, la loba de las SS (1975), e integrado en Grindhouse (Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, 2007)- sin duda el asesino más divertido de todos. Pero hay que hablar también del inquietante Doom-Head, villano principal al que da vida de forma convincente Richard Brake. No es habitual encontrar actores así de buenos en el subgénero slasher. 31, en las manos de cualquier otro director, sería un simple body-count. Con Zombie, un mero divertimento se complica acumulando capas que le dan cierta hondura, desviándose de nuestras expectativas más obvias y sobre todo por las mencionadas interpretaciones, incluyendo a un clásico vivo como Malcolm McDowell -algún día Zombie se atreverá a hacer su propia adaptación de La Naranja Mecánica (Stanley Kubrick, 1971)- intérprete con el que repite tras Halloween. Zombie recupera su estética grindhouse, su sampleo de todo tipo de materiales musicales y ruidos raros para conseguir una atmósfera crispante, y creo que reincide en el tema de fondo de La casa de los mil cadáveres: el horror lúdico y atractivo de la ficción -películas, freakshows, casas del terror, trenes de la bruja- representado en los protagonistas -unos feriantes- e incluso en el juego del 31, se contrapone al verdadero mal, el que anida en el alma de hombres.
LOGAN: LA MEJOR DE LOS X-MEN
Decir que Logan es la mejor película sobre Lobezno no es mucho. Decir que Logan es la mejor entrega de la saga de los X-Men ya son palabras mayores. Yo prefiero afirmar que, esta nueva aventura del mutante canadiense, es simplemente una muy buena película. Mejorar lo visto en X-Men Orígenes: Lobezno (2009) y en Lobezno inmortal (2013) era lo mínimo que se le podía exigir a esta nueva entrega. Y vaya si lo consigue. Estamos ante una historia madura, emotiva, repleta de acción -claro- que propone un argumento bastante independiente de sagas, secuelas y de la franquicia X en general. No hace falta haber visto ninguna película anterior para disfrutar del film de James Mangold. Pero hay que decir que, estos personajes -Lobezno, Charles Xavier, X-23- tienen a sus espaldas años de historia cinematográfica y tebeística y eso, para el fan, es un valor añadido. Logan sigue los pasos de Deadpool (2016) y se atreve con una historia dirigida a los adultos. Hay más violencia y sangre en esta película que en todas las anteriores de X-Men juntas. Nunca habíamos visto a un Lobezno tan salvaje, que hiciera tan buen uso de sus icónicas garras de adamantium para lo que realmente sirven: despedazar a sus enemigos. Pero, al mismo tiempo, hay más humanidad en este film que en la mayoría de cintas sobre superhéroes. Mangold aprovecha de forma inédita a los personajes -y a los actores- de la franquicia que inició Bryan Singer en X-Men (2000). Hugh Jackman nació para ser Lobezno, y en esta versión crepuscular se crece todavía más. Me alegro por él, porque siempre intentó conseguir un logro artístico como el que nos ocupa, con un personaje al que ha dedicado 17 años de su vida. Patrick Stewart siempre resulta convincente como Charles Xavier, pero aquí, por primera vez, su papel le permite el espacio suficiente para componer un personaje inolvidable. Es la mejor versión del Profesor X que yo haya visto en el cine. Por último, Dafne Keen es todo un hallazgo como Laura, X-23, personaje creado en una serie animada -X-Men: Evolution (2009)- y luego trasladado al cómic en lo que viene a ser una idea tan afortunada como meter las rabietas asesinas de Lobezno en el cuerpecito de una niña. Lo que transmite Keen sin decir una palabra es tremendo y su papel es la columna emocional que sostiene esta historia. La relación entre Logan y Laura que vemos aquí recuerda, en los cómics originales, a la del mutante de las garras y Júbilo, joven asiática con la que el héroe se enfrentó a los villanos cibernéticos llamados Reavers/Cosechadores a partir de Uncanny X-Men #244 (1989) con guión de Chris Claremont y dibujos de Marc Silvestri. En aquella saga, el supergrupo mutante prácticamente dejaba de existir, y Lobezno y la niña tenían que resistir sin ayuda el acoso de sus enemigos, liderados, precisamente, por el cyborg Donald Pierce, aquí encarnado por Boyd Holbrook -mucho mejor que en Narcos (2015)- que compone un personaje convincente, un buen villano en una franquicia que ya tiene varios: los Magneto de Ian McKellen y Michael Fassbender, el William Stryker de Brian Cox, incluso el Sebastian Shaw de Kevin Bacon. Un buen reparto de secundarios solventes -Stephen Merchant, Richard E. Grant- redondean un elenco sólido. La historia tiene un tono post-apocalíptico -estamos en un futuro cercano- y es en parte road movie, actioner y western. Ahí están las referencias evidentes a un clásico como Raíces profundas (1953), pero también a sagas del cómic como Old Man Logan (2008) de Mark Millar -autor de Kick-Ass (2010), Kingsman (2014)- y por supuesto, a las diferentes miniseries sobre X-23 (2004), creada por Craig Kyle. Logan es algo así como el Sin Perdón (1992) del cine de superhéroes y su protagonista parece mirarse en el espejo del Johnny Cash del final de su carrera/vida, el de Hurt (2002). Estamos por tanto ante una película -de superhéroes- prácticamente perfecta.
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