BLADE RUNNER 2049: SUEÑAN LOS ROBOTS



Blade Runner 2049 es lo que llamo una secuela arqueológica. Una película que, más que construir, escarba en las ruinas de un templo sagrado como lo es Blade Runner (1982) de Ridley Scott. El objetivo es restaurar sensaciones enterradas en nuestra memoria cinéfila. Una operación similar a la de recientes reboots, remakes y secuelas empeñados en ser homenajes a sus antecesores, como las estimables El despertar de la Fuerza (2015), Jurassic World (2015), y Creed (2015), o la pésima Terminator: Génesis (2015) y hasta la simpática Stranger ThingsDe este empeño sale bien parado el canadiense Dennis Villeneuve -autor de la mejor cinta de 2016, La llegada-. El protagonista es de nuevo un cazador implacable de replicantes, llamado K -en claro homenaje a Phillip K. Dick, autor de la novela original, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968)- interpretado por Ryan Gosling. Su misión, dramáticamente, tiene un sentido -que no desvelaré, ya que conviene descubrir el argumento, lleno de sorpresas, en la propia sala de cine- pero cinematográficamente, también. Lo que busca Villeneuve -y el espectador con él- a través de K, es la esencia del Blade Runner original. Es la búsqueda de su estética, que aquí resulta simplemente apabullante: las imágenes que consigue el director son de lo mejor del fantástico de los últimos años. También hereda este nuevo Blade Runner su pretencioso y plomizo ritmo, esa pausa existencialista que invita a pensar en las mismas preguntas que hace 35 años: ¿Qué significa la existencia? ¿Qué es estar vivo? Preocupaciones directamente extraídas del complejo de Frankenstein. Aquí los replicantes son más que nunca modernos prometeos. En el mismo sentido, el punto de vista cambia con respecto a la película de Scott, da un giro que ya vimos en la magnífica Westworld. Esto despoja al espectador de asidero emocional y dibuja un futuro todavía más frío, deshumanizado y solitario, como los restos de una civilización abandonada -en esto se parece mucho más al texto de Dick, con sus habitaciones conquistadas por el polvo y sus animales falsos-. Villeneuve ha continuado, por cierto, la historia según el montaje de Scott -ya sabéis que de Blade Runner hay al menos 5 versiones diferentes-: aquí no hay voz en off, se recupera el caballo/unicornio como símbolo y también las famosas figuritas animales de Edward James Olmos. Lo que añade Villeneuve a esto es un nuevo juego de interrogantes, más acorde con nuestros tiempos y que tiene que ver con los sofisticados efectos digitales que sustituyen a las maquetas de 1982. Un juego entre lo real y lo simulado. Se pregunta esta película si nuestros recuerdos son fiables; y si lo fabricado puede llegar a ser verdadero si consigue engañar a nuestros sentidos. K busca respuestas a estas preguntas para descubrir su verdadera identidad, su origen, pero los otros personajes son reflejos de idéntica preocupación: la importante subtrama de una magnífica Ana de Armas es una prolongación de Her (Spike Jonze, 2013) y contiene un momento bajo la lluvia que hace pensar en Rutger Hauer. Presten atención también a un personaje clave, humano, pero condenado a vivir una ilusión, en una especie de caverna de Platón en la que no hay más que sombras. Y en medio de la simulación, encontramos, al fin, la presencia física de Harrison Ford, el que fue siempre el héroe más humano, con su declinante atractivo como estrella de Hollywood, y que se revela aquí como lo único verdadero, la única sustancia. Rick Deckard vive ahora en una zona abandonada y prohibida -el subconsciente- un vertedero de nostalgia -entre imágenes y canciones de Elvis Presley, Marilyn Monroe, Frank Sinatra-. Deckard es el único capaz de distinguir lo verdadero de lo falso: resiste cuando le tientan con un constructo digital de su pasado, un auténtico muerto viviente en la línea del Peter Cushing de Rogue One: Una historia de Star Wars (2016). Algunos se siguen preguntando si Deckard es un replicante, yo creo que aquí tenemos la respuesta.

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