Tras completar la renovación de la longeva serie Doctor Who de la mano de Matt Smith, y llevar a la actualidad al detective de Arthur Conan Doyle en la estupenda Sherlock, Steven Moffat y Mark Gatiss se atreven nada menos que con el Drácula de Bram Stoker. El prestigio de los show runners hacía esperar grandes cosas de esta miniserie, de calidad asegurada al estar detrás la BBC, que coproduce para Netflix. Pero cuidado, porque la historia del famoso vampiro ha sido llevada tantas veces al cine y a la televisión -por no mencionar cómics como el fantástico La Tumba de Drácula de Marv Wolfman y Gene Colan- que cabe preguntarse si se puede aportar algo nuevo a la historia del famoso no-muerto. El cine ha dado un Drácula a cada generación: el de Bela Lugosi abrió el camino a los monstruos de la Universal; el de Christopher Lee para la Hammer -sin olvidar al doctor Van Helsing de Peter Cushing-; la aproximación romántica de Francis Ford Coppola convirtiendo a Gary Oldman en el conde, por citar solo las versiones más conocidas por el gran público. Moffat y Gattis podrían haber hecho muchas cosas con su adaptación, pero en el primer episodio de la serie, de 89 minutos de duración, titulado The Rules of the Beast, deciden optar por la versión canónica del relato de Bram Stoker, situando la historia a finales del siglo XIX y comenzando por el relato de la llegada de Jonathan Harker (John Heffernan) al castillo del conde. Ojo, que a partir de aquí, hay spoilers. Digamos primero que, Moffat y Gatiss se muestran humildes reconociendo las adaptaciones precedentes. Así, creo que escuchar a Bela Lugosi en el acento del conde cuando aparece por primera vez, envejecido además, como en la encarnación de Gary Oldman. Pero sobre todo he creído ver a Christopher Lee en las etapas transitorias que van rejuveneciendo al aristócrata hasta adquirir los rasgos de Claes Bang, que está magnífico.
En el primer episodio veo la influencia de la serie de films sobre el vampiro que llevó a cabo Hammer Films entre los años 50 y 70: el ataque de los murciélagos al convento recuerda con fuerza a El beso del vampiro (Don Sharp, 1963). Es precisamente en este escenario donde Moffat y Gatiss imprimen su personalidad, con una creación como la hermana Ágatha (Dolly Wells), maravilloso personaje que parece ser una monja sin fe. Como una detective, la religiosa va extrayendo el relato de lo ocurrido a Harker, que aquí aparece como una fusión del prometido de Mina (Morfydd Clark) y el sicario del conde, Renfield -papel que se reserva luego, el propio Gatiss-. Pero hay más innovaciones: la primera provocación del guión es una pregunta de Ágatha, que da buena cuenta de la metáfora sobre el sexo -en oposición a la muerte- que siempre ha sido el vampirismo, y que, cuando el conde muerde a otro hombre, nos hace pensar en un encuentro homosexual. No creo que sea casualidad el aspecto de Harker, similar al de un enfermo de SIDA en los peores años de la enfermedad -aunque también recuerda Harker al Nosferatu de Murnau (1921)-. La hermana Ágatha sirve para que Moffat y Gatiss se hagan dueños del relato de Stoker, aportando sus intereses como autores: el placer de narrar historias, el interés por establecer un misterio que se irá resolviendo a través de la trama -¿Por qué Drácula teme los crucifijos?- y que se convertirá en el principal tema de la ficción; y sorprender al espectador con giros narrativos, en este caso, la verdadera identidad de dos personajes importantes. Con estos elementos, cuando llegamos al final de la primera entrega, se comienzan a revelar las cartas con las que jugarán los autores. Claes Bang muestra cierto sentido del humor, una socarronería que le emparenta con otros héroes, como el doctor -de Doctor Who- o el propio Sherlock Holmes de Benedict Cumberbatch. Y aunque el tono de la serie tiende a lo terrorífico -el encuentro de Harker en las catacumbas del castillo con los sirvientes de Drácula, auténticos muertos vivientes- también hay lugar para el apunte divertido -el bebé vampirizado-, el guiño grindhouse -el ejército de monjas armadas con estacas-, y hasta para el exceso gore -la transformación de lobo en hombre-. El cliffhanger que cierra el capítulo hace imposible no ver el siguiente episodio.
Por supuesto, Moffat y Gatiss, en el segundo episodio, lo ponen todo patas arriba y nos descolocan completamente. El relato se divide en dos niveles narrativos -recurso habitual en la pareja de guionistas-. Primero, asistimos a lo que parece la ampliación del viaje de Drácula a Londres a bordo del Demeter. Se expande lo que era un breve pasaje evocador y terrorífico, en el que el monstruo era transportado en su ataúd en un barco de mercancías, devorando uno a uno a los miembros de la tripulación, hasta que el navío arribaba vacío a puerto. Aquí, Drácula se convierte en un pasajero que debe compartir viaje con un variopinto grupo que parece salido de una novela de Ágatha Christie, solo que aquí sabemos perfectamente quién es el asesino desde el primer momento. Hay un misterio, sin embargo, sobre el ocupante de un enigmático camarote, que está relacionado con el segundo nivel del relato, en el que, no sabemos cómo, Drácula habla con la hermana Ágatha -sigo manteniendo su apellido en secreto-. El segundo capítulo reincide en la homosexualidad del conde transilvano, y desarrolla una de las ideas más interesantes, creo que original de esta serie, la capacidad del vampiro de asimilar no solo la sangre de sus víctimas, sino sus conocimientos y talentos -como los idiomas-. El argumento juega también con su sed de sangre, incontrolable, equiparándolo a un animal salvaje. Sobre todo hay que destacar la atmósfera que se consigue en la siniestra aventura de ese barco abandonado en mitad del océano, con Drácula funcionando como el alien en la Nostromo. Estupendo el tenso momento en el que los protagonistas crean un círculo de protección para mantener alejado al vampiro. Los últimos minutos del capítulo están llenos de sorpresas y nos llevan a otro cliffhanger que vuelve a cambiar las reglas del juego.
El tercer episodio está dedicado a la llegada de Drácula a Londres y al asedio de una novia 'perfecta', tal como ocurre en la novela. La variación, más que justificada tras lo que han hecho Moffat y Gatiss con Sherlock Holmes, es llevar la peripecia del Conde a la actualidad. Esto genera una serie de ideas más que interesantes, sobre todo el análisis social que hace el conde sobre las clases en el siglo XXI -cree que por la cantidad de cosas que tenemos, y las comodidades, todos somos 'ricos'-. Sobre Drácula en el presente hay un claro precedente en otra cinta de Hammer, Drácula AD 1972 (1972), con la que comparte el retrato juvenil discotequero -y recordemos que los hechos narrados en la novela original, o incluso en la película de 1931, ocurrían también en la actualidad del momento-. Otra variación es que Mina es sustituida por Lucy (Lydia West) -mucho menos recatada que Mina y que da más juego- y Jonathan Harker por Jack (Matthew Beard). En este tercer capítulo, Moffat y Gatiss arriesgan más que nunca, proponiendo ideas estimulantes, como esa fundación Harker dedicada durante siglos a combatir al conde transilvano -muy aprovechable si la serie hubiese continuado- además de explorar conceptos de ciencia ficción: ya hemos dicho que, al absorber la sangre de sus víctimas, Drácula adquiere su ADN y sus conocimientos, pero esto va más allá y permite que la difunta Ágatha dialogue con su descendiente, Zoe. El episodio contiene algunos de los momentos más terroríficos de la serie -el niño vampiro que sale de debajo de la cama de Lucy- y apuntes tan originales como la descripción del proceso de vampirización de Lucy, francamente interesante. El desenlace, además de homenajear el final del Drácula (1958) de Terence Fisher, que enfrentaba a Peter Cushing y Christopher Lee, resuelve el misterio sobre las mitológicas debilidades del vampiro -la luz, la cruz- y establece una sorprendente coartada psicológica que merecería un desarrollo ulterior.
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