La experiencia de la guerra es lo que busca transmitir Sam Mendes en 1917, en un film sobresaliente que parece haber nacido del famoso travelling en las trincheras de los Senderos de Gloria (1957) de Stanley Kubrick. Ganadora del Globo de Oro a la mejor película dramática, la cinta se lo juega todo en la estrategia de Mendes para conseguir la inmersión del espectador en el conflicto bélico: contar la historia -inspirada en los relatos que le hizo su abuelo, veterano de guerra- en un único plano secuencia. El recurso es narrativo -como en Birdman (2014) o El hijo de Saúl (2015)- antes que un mero afán por la proeza técnica que significaba componer una secuencia sin utilizar el montaje -como sí es La soga (1948) de Alfred Hitchcock-. En 1917, el uso del plano secuencia permite que la cámara esté pegada a los protagonistas, Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay), embarcados en una misión vital militarmente, personal para uno de ellos, y suicida. Precisamente, el plano secuencia imprime urgencia al relato, inmediatez y verismo, sobre todo en la primera parte de la película. Mendes se ve obligado a componer sus planos moviendo la cámara, claro, pero también a sus personajes, en una compleja coreografía, tras prescindir del corte, que obviamente existe, pero que está camuflado digitalmente de forma asombrosa. La mayor proeza técnica -pero también artística- del film es resolver el que la trama esté obligada a seguir adelante continuamente, sin respiro. Aunque quizás, por esto mismo, la verosimilitud del relato se ve comprometida, debido a la continua ‘aparición’ de enemigos, aliados, y obstáculos, como los varios accidentes del terreno. 1917 toma prestada la narrativa de los videojuegos, del first-person shooter, que suele ser, por cierto, de género bélico -la saga Call of Duty, sin ir más lejos-. En el film, poco a poco, la historia pierde concreción y se va volviendo abstracta y metafórica. Va de Salvar al soldado Ryan (1998) a Apocalypse Now (1979), desde el doloroso momento en el que Schofield se hiere la mano con una cerca alambrada, hasta entrar en el terreno de lo infernal, creando atmósferas de pesadilla con la ayuda del maestro fotógrafo Roger Deakins. La música de Thomas Newman imprime tensión y aliento épico a un film bélico en el que casi no se ve al enemigo, que se mueve como sombras amenazantes y en el que la única batalla es la que los protagonistas intentan evitar, enfrentándose a sus propios compañeros combatientes. Mendes busca la experiencia emocional antes que intelectual, en la línea de Dunkerque (2017), consigue secuencias memorables -Schofield corriendo entre explosiones y disparos-, busca momentos poéticos -cuando Schofield recoge la leche de una vaca, los pétalos del cerezo que traen a la memoria a un compañero caído- y en un final decididamente anti-climático y arriesgado, consigue emocionar con algo tan sencillo, como la interpretación de sus actores.
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