Un rótulo, antes de comenzar a ver La vida de los demás, nos informa de que su director, Mohammad Rasoulof está siendo juzgado por hacer propaganda contra el régimen iraní. Un dato que, sin duda, pone al espectador en situación antes de ver esta película ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín. Lo que transmite este film soberbio es una sensación de malestar continuo por la opresión de un sistema político injusto. La película se compone de cuatro historias independientes, pero unidas temáticamente como un decisivo alegato contra la pena de muerte. Los personajes protagonistas de cada relato se enfrentan, de una manera u otra, al conflicto moral que supone un Estado que se cree con la capacidad de elegir sobre la vida y la muerte de los ciudadanos. Ante esta realidad, cada personaje tiene una actitud diferente: resignación, rebeldía, culpa y sacrificio. Pero para todos ellos -y los que les rodean- la pena capital supone un peso en sus conciencias y en sus almas. Creo que lo que dice Rasoulof es algo tan sencillo como que no se puede ser feliz, al menos no completamente, mientras se vive en un sistema injusto. Los cuatro personajes y sus familias, claro, tienen momentos felices, pero en su fuero interno se adivina un malestar insuperable. Cada relato se presenta en términos realistas y cotidianos, pero también esconde un giro dramático que supone una revelación que ilumina su pertinencia dentro del esquema de la película y su relación con el tema principal. Y a pesar del mensaje político y del realismo de las situaciones, hay lugar para lo poético. Rasoulof convierte el escenario en un personaje más -aunque esto sea un tópico-: la agresividad del entorno urbano de la primera historia, el agobio de la prisión del segundo episodio, la humedad del bosque del tercer relato y sobre todo, el árido desierto amarillo del último segmento. De ritmo pausado, Rasoulof se permite diálogos diáfanos que describen los sentimientos de sus personajes, que expresan cómo rechazar un sistema injusto les ha modificado la vida. Pero también hay momentos soberbios, como ya he dicho, poéticos, que se presentan sin subrayados y que elevan esta película a otro nivel: me refiero, por ejemplo, al zorro que se asoma de vez en cuando dentro del encuadre, contándolo todo sobre el protagonista de la última historia, sin necesidad de decir una sola palabra.
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