La quinta entrega de Scream llega a las pantallas como el gran evento nostálgico para una generación que se inició en el cine de terror con la cinta original en 1996. El guion de Kevin Williamson -que quería titularla Scary Movie- era una puesta al día del género slasher, que se había agotado de puro éxito en los años 80 a fuerza de innumerables secuelas de Halloween y Viernes 13. La película era un ejercicio de metaficción en el que los personajes, en lugar de ser víctimas incautas del asesino en serie de turno -Ghostface- habían visto -como los espectadores- decenas de películas de terror y conocían sus reglas al dedillo. El gran éxito de Scream se debió entonces a esta complicidad establecida con el fan del terror. Además, la película, cargada de referencias a otros títulos del pasado, servía de puerta de entrada al género para el mencionado espectador joven que se estrenaba en el cine de sustos. Y, por supuesto, Scream es una película estupenda gracias a que detrás de la cámara estaba Wes Craven, un experimentado director que había ayudado a definir el género con Pesadilla en Elm Street (1984). El éxito de aquella película significó la renovación del género, que volvía a ser relevante -volvía a ser comercial- lo que produjo una avalancha de clones -Sé lo que hicisteis el último verano (1997)- y de secuelas. Scream 2 prolongaba el juego metalingüístico estableciendo que los hechos narrados en la primera entrega habían inspirado una película: Puñalada. De calidad decreciente en cada secuela, la saga se despedía en su cuarta película, eso sí, gozando del lujo de que todas sus entregas fueron dirigidas por Craven (mencionemos también una serie de televisión de dos temporadas, disponibles en Netflix). Una década después, vuelve Scream como lo han hecho otras franquicias similares -Halloween, y Saw- reuniendo a gran parte del cast original -Neve Campbell, David Arquette y Courtney Cox- a los que se añaden nuevos y jóvenes personajes. La naturaleza meta de la saga hace posible que la nueva película dialogue consigo misma, con su carácter de secuela/reinicio y también con el estado del género del terror actual. Los encargados de Scream (2022) son Matt Bettinelli-Olin y Tyler Gillet, autores de la estupenda Noche de bodas (2019), que llenan su guion de diálogos autoconscientes: los protagonistas han visto Puñalada -que es como decir que han visto Scream- y verbalizan el estado actual del cine comercial, dominado por el regreso de viejas franquicias -Star Wars, Parque Jurásico, Terminator, Cazafantasmas- por la vía de proponer personajes de nuevo cuño apadrinados por los actores originales de cada franquicia. Además, se critica con humor el llamado terror ‘elevado’ que domina el género últimamente con películas como It Follows (2014), La bruja (2015), Déjame salir (2017), o Hereditary (2018). Todo esto está muy bien, resulta divertido, aunque puede, simplemente, no interesar al espectador ajeno al género. Lo importante en una película como Scream, en un slasher, creo yo, son los sustos. Y aquí la puesta en escena de Bettinell-Olin y Gillet no es precisamente brillante. No hay tensión en las escenas y los sustos no son demasiado efectivos, deficiencia que se compensa con la brutalidad y la crueldad de los asesinatos. Lamentablemente, Scream es también un melodrama adolescente que se parece demasiado a esas películas noventeras que asegura haber superado. Por último, para rizar el rizo meta, el argumento, siempre en forma de whodunit en la saga -quizás herencia del giallo- encuentra a su improbable culpable en el fan tóxico: ese que dice que no existe la cuarta parte de Indiana Jones; que quiere que se vuelvan a rodar el Episodio VIII de Star Wars y el final de Juego de tronos; que piensa que el humor de Thor: Ragnarok (2017) es un insulto al personaje de los cómics; o que el último James Bond ya no es tan macho como antes. Esos fans que se creen dueños de la obra -o de la franquicia- de sus amores, que se autodenominan guardianes de las 'verdaderas' esencias, son los malos de la nueva Scream… y probablemente sus mayores fans.
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