¿Qué es una película? Hay quizás tantas respuestas como espectadores. Una película puede ser una historia bien contada, una montaña rusa de emociones, un reflejo de la realidad que nos hace pensar. Puede ser también la posibilidad de entrar en otro mundo, en una época, un país, una cultura diferentes al nuestro. En Licorice Pizza creo que Paul Thomas Anderson consigue precisamente eso: que durante poco más de dos horas nos traslademos a los Estados Unidos en 1973, a California y a cuando éramos jóvenes, apenas unos chavales de instituto que corrían entusiasmados para llegar cuanto antes a su destino. El gran logro de la película de Anderson es captar ese espíritu, ese momento en el que todo era posible, en el que el futuro estaba abierto por delante, en el que soñábamos con el primer amor sin haber sufrido decepciones, rupturas ni desengaños. Cuando no elegíamos lo que más nos conviene, sino con el corazón. Si tuviera que apuntar el género de Licorice Pizza, sería el de esas películas en las que me gustaría quedarme a vivir. Toda una sorpresa, porque Paul Thomas Anderson parecía empeñado en conseguir una obra maestra, como Pozos de Ambición (2007), The Master (2012) y El hilo invisible (2017), películas ásperas, frías y perfectas -yo diría que magistrales-; tendencia que cambia en Licorice Pizza, obra que recupera el tono atrevido y despreocupado de Boogie Nights (1997), con similar retrato nostálgico de una época y sentido del humor. Anderson utiliza una fotografía de colores cálidos, una banda sonora espectacular -compuesta por el habitual Jonny Greenwood de Radiohead, pero también por canciones de la época de gente como Nina Simone, Chuck Berry, The Doors, Paul McCartney y el omnipresente David Bowie-, además de multitud de referencias pop a esos años, permitiéndose unos cuantos guiños al show business que la emparentan con Érase una vez en Hollywood (2019) de Quentin Tarantino. Todo bien. Pero me gustaría destacar sobre todo el talento de Anderson para dibujar a sus personajes principales, Alana Kane y Gary Valentine. Este último, es una mezcla irresistible de marginado con granos y sobrepeso, pero con una inaudita autoconfianza que le permite atreverse a todo, a ligar con todas y a emprender cualquier tipo de negocio, lo que parece convertirle en el protagonista del relato. Pero es Alana la que acaba siéndolo -creo yo- en constante búsqueda de su camino, de su identidad y del amor (esto último en un recorrido muy accidentado que quizás resume la moraleja de la cinta). Alana Kane está fantásticamente interpretada por Alana Haim, del grupo californiano Haim -sus hermanas y el resto de su familia también aparecen en esta película- que aporta una naturalidad pasmosa y un encanto irresistible. A Gary Valentine le da vida nada menos que Cooper Hoffman, hijo de Phillip Seymour Hoffman, llorado actor habitual en la filmografía del director de Magnolia (1999) hasta su prematuro fallecimiento. Ambos forman parte de un espectacular casting de actores que no parecen actores y que hacen que esta historia, formada por episodios apenas conectados entre sí por la tensión romántica entre los protagonistas, sea única. Hasta el más irrelevante de los actores del reparto goza de un pequeño detalle de vestuario, de una frase o de un físico peculiar, que hace que el mundo de la película cobre vida. Junto a ellos, las caras conocidas de Sean Penn, Bradley Cooper y Tom Waits, en papeles más bien caricaturescos, casi, casi, sobran (no me resisto a desvelar el cameo de John C. Reilly como Fred Gwynne). Y aunque seguramente ninguno de nosotros, espectadores, hemos sido actores infantiles, ni hemos emprendido empresas para vender camas de agua o máquinas recreativas pinball, ni hemos trabajado en campañas políticas, de alguna forma, nos sentimos identificados con lo que les pasa a Gary y Alana, como si estuviéramos viendo nuestras propias memorias robadas por el cine. Licorice Pizza es una obra maravillosa, para perderse en ella y sus detalles una y otra vez.
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