Una de las imágenes más recordadas del cine de Alfred Hitchcock está en Extraños en un tren (1951), cuando el protagonista (Farley Granger) juega un partido de tenis a vida o muerte. En las gradas, los espectadores miran hacia la derecha y hacia la izquierda, alternativamente, siguiendo los desplazamientos de la pelota. Pero la cámara se fija en un espectador que destaca porque mantiene su mirada fija, ya que sus intereses tienen poco que ver con lo deportivo: es el inquietante Bruno (Robert Walker). En Rivales (2024), el italiano Luca Guadagnino utiliza esta misma imagen varias veces durante la trama, expresando diferentes momentos emocionales de los personajes durante los varios partidos de tenis a los que asistimos durante la película. La pista y el deporte del tenis son aquí una metáfora, claro, de la vida, del éxito y del fracaso, del paso del tiempo, del amor, de la pareja y del sexo. La historia plantea un triángulo -calificarlo de amoroso sería quedarnos cortos- entre tres jugadores de tenis interpretados por una imponente Zendaya y por unos estupendos Josh O’Connor y Mike Faist. Un partido decisivo -no solo en lo deportivo- sirve de marco para la historia que se irá descubriendo poco a poco a través de flashbacks y saltos temporales que revelan las relaciones entre los personajes, que van desde la amistad, el amor, la rivalidad y, finalmente, el rencor, hasta la envida y las manipulaciones propias de las relaciones tóxicas. Un cóctel explosivo que Guadagnino sirve con una puesta en escena elegante que sin embargo se esmera en buscar lo sensorial: en los besos y las caricias de las varias escenas sexuales, pero también en la forma en la que los personajes sudan al esforzarse sobre la pista, en cómo sus músculos se tensan, y también en cómo engullen y beben constantemente para reponer la energía perdida en los partidos. A pesar de esta voluntad sensorial, a Guadagnino la película le sale algo fría, demasiado pulcra en su descripción de personajes que se mueven por hoteles y centros de alto rendimiento, o cuando plasma en pantalla un deporte de uniformes blancos, líneas rectas y fuerza mental. Pienso también que la estructura de la película se excede en sus continuos saltos temporales -¿hacía falta subrayarlos con rótulos?- que interrumpen constantemente las escenas, aunque su función sea la de meternos en la historia a través de diversas revelaciones y giros de guión. Guadagnino intenta animar la función en el último tramo del relato, cuando los personajes ya se han revelado en sus verdaderas emociones. Ayuda también la vibrante banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross -fantástica- y, sobre todo, que la cámara de Guadagnino se desmelena y nos ofrece ese partido crucial de tenis con toda la inventiva visual posible: ralentizados, planos subjetivos -¡Incluso de la bola!-, planos cenitales y pelotas disparadas directamente contra el objetivo, todo para acabar con un nuevo triángulo enloquecido entre los personajes ¿Quién de los tres se ha quedado fuera?
CIVIL WAR -EL OBJETIVO
¿Puede una fotografía cambiar el curso de una guerra? El director británico Alex Garland firma una de las películas del año con Civil War (2024). Especializado en ciencia ficción, Garland ya nos ha hablado de la inteligencia artificial, de un desastre ecológico y, en un tono más bien fantástico, de la masculinidad tóxica, en sus últimas y sobresalientes películas. Ahora se atreve a plantear un escenario que puede parecer demasiado inmediato: una nueva guerra civil en territorio de Estados Unidos que, claramente, se aprovecha de la feroz división social y política en ese país o de hechos tan recientes como el asalto al Capitolio de 2021. Estamos hablando de un país que tiene registrado en celuloide el asesinato de uno de sus presidentes, por lo que resulta provocador que Garland proponga como argumento la carrera contra el tiempo de un grupo de periodistas para entrevistar al jefe del estado, atrincherado en la Casa Blanca, antes de que sea depuesto o, directamente, asesinado. La película utiliza este trasfondo bélico, escalofriantemente cercano, para mostrarnos a soldados con uniforme estadounidense atacando a soldados con los mismos uniformes y armas, defendiendo algunos de los símbolos de la democracia de esa nación. ¿Tiene algún sentido el enfrentamiento? Garland no explica en ningún momento qué ideas defiende cada bando: en realidad, poco importa, ya que la tragedia es que no hayan sido capaces de ponerse de acuerdo. El director británico consigue una potente imagen de ciencia ficción con una escena completamente plausible: un helicóptero de ataque Apache acribillándolo todo a su paso por las calles de Washington D.C. En su mayor parte, Civil War es una película afincada en el realismo, que evita lo espectacular, y no enseña nunca quiénes mandan sobre los ejércitos, mostrándonos tiroteos a pie de calle, solitarios francotiradores de identidad desconocida, paletos de la Asociación del rifle (Jesse Plemons) que, por fin, se han liberado de la autoridad del Estado para imponer su violencia. Como espectadores de la barbarie, Garland propone cuatro periodistas: una fantástica Kirsten Dunst acompañada por Wagner Moura, Cailee Spaeny y Stephen McKinley Henderson -todos estupendos-. Civil War es una película sobre el periodismo: en los primeros planos de la película, el personaje de Dunst saca una foto del televisor que emite un discurso bélico del presidente (Nick Offerman) mientras, a través de la ventana de su habitación de hotel, se pueden ver columnas de humo. Garland pone en un solo plano un mensaje mediatizado y controlado por el Gobierno mientras fuera, a pie de calle, están los hechos reales a los que la protagonista tendrá que enfrentarse durante toda la película. Dunst es una periodista de guerra, la única especialidad -quizás- que sigue salvaguardando la esencia de una profesión devaluada por el entretenimiento capitalista, el sensacionalismo y el sesgo ideológico. Dunst representa una forma perdida de contar lo que pasa en el mundo. No debe ser casualidad que el personaje de Spaeny lleve una cámara analógica, cargada de película en blanco y negro. Garland alude a esos fotoperiodistas que, con una instantánea, todavía tenían el poder de cambiar la opinión pública sobre una guerra. ¿Dónde estarán?
REINA ROJA -HOLLYWOOD A LA ESPAÑOLA
Lo mejor que se puede decir de Reina Roja -tanto de la novela de Juan Gómez-Jurado y de la serie de Amazon Prime Video- es alabar su falta de complejos al proponer una ficción que solemos aceptar sin regañadientes cuando la propuesta proviene de Estados Unidos, pero que miramos con recelo cuando la etiqueta pone Made In Spain. Estamos ante un argumento que parte de varios clichés del blockbuster de Hollywood de los últimos años: un retorcido asesino en serie con un modus operandi que deja pistas a los investigadores; una organización gubernamental secreta de inteligencia especializada en resolver estos crímenes de forma discreta; una protagonista femenina muy dotada para la investigación criminal, pero de pésimas habilidades sociales; y la dinámica tradicional de una buddy movie que junta a dos personajes opuestos que se ven obligados a trabajar juntos. Gómez-Jurado mete en la coctelera a James Bond, El silencio de los corderos (1991), Seven (1995) y Saw (2004), sin olvidar series como Sherlock (2010) y Homeland (2011), y lo mezcla todo añadiendo, claro, el sabor español. Empezando porque los personajes viven en un mundo en el que todas esas películas existen -y las han visto- lo que permite una sana distancia irónica, y continuando con la apuesta de hacer los escenarios -en su mayoría madrileños- reconocibles para el espectador patrio. ¿Por qué no? Lo positivo de Reina Roja son estos guiños autóctonos: lo que mejor representa esta idea es el personaje de Maritxu (Karmele Larrinaga), una típica madre española -concretamente, vasca- que no podría existir en una película de Tom Cruise.Los diálogos costumbristas de Maritxu contrastan muy fuerte con los diálogos de película de espías del resto de personajes, que, en mi opinión, a veces chirrían. Como si Gómez-Jurado hubiese decidido partir del cliché para llegar a algo nuevo y más fresco. La cosa funciona, a medias. Hay en Reina Roja -la serie- la sensación de un camino emprendido en una dirección correcta que no ha llegado del todo a buen puerto, al menos no de forma redonda. Quizás en la segunda temporada se corrijan esas imperfecciones propias, por otro lado, de lo complicado que debe ser crear y rodar una serie de televisión. Así, nos encontramos con secuencias muy bien rodadas, de forma muy creativa, por ejemplo, para expresar visualmente la forma de ver el mundo de la protagonista; pero también con secuencias que parecen intercambiables con las de cualquier serie/película de género. En todo caso, lo mejor de Reina Roja son sus actores. Vicky Luengo siempre cumple y aquí, su papel de genio en el espectro autista casi parece demasiado fácil para ella: hasta que la vemos en los flashbacks mostrándonos cómo era Antonia Scott antes de sus traumas y nos damos cuenta de su gran capacidad de transformación. Frente a Luengo, Hovik Keuchkerian es puro carisma, una presencia física imponente en la pantalla. Está genial y casi siempre consigue salvar la función. Los secundarios de lujo como Àlex Brendemühl y Emma Suárez se antojan casi desperdiciados, sobre todo el primero. Mencionemos también el cameo de Eduardo Noriega, cuyo fichaje no me parece casual: él protagonizó aquellas películas de Alejandro Amenábar y Mateo Gil en los años 90 que intentaron demostrar que se podría hacer cine de género, comercial, a la ‘americana’ en España. Lo mismo que intenta Reina Roja.
LA QUIMERA -EL HILO INVISIBLE
Una de las imágenes más hermosas de la filmografía de Federico Fellini está en Roma (1971), cuando se nos muestran las obras del metro bajo la ciudad eterna y se descubre una antigua casa romana, con frescos en sus paredes, que, al romperse los muros que los resguardaban y entrar en contacto con el aire exterior, se borran como un recuerdo difuminado. La directora Alice Rohrwacher dedica una cinta entera a esta idea en la bellísima La quimera (2024), un prodigio de hallazgos visuales que es un puro deleite para los ojos -gracias también a la compañera habitual de Rohrwacher en la fotografía, Hélène Louvart-. Esta obra también transmite esa nostálgica sensación de que el presente sepulta al pasado -un concepto ya presente en El país de las maravillas (2014)- y de hecho contiene un claro guiño, también hermoso, a la escena que he mencionado al principio. El protagonista, el británico Josh O´Connor, es Arthur, un hombre extraviado, cuya problemática iremos conociendo según se va desarrollando la película: se trata de un saqueador de tumbas que se gana la vida vendiendo objetos que, como diría Indiana Jones, pertenecen a un museo. Las películas de Rohrwacher están ancladas en el realismo, lo que no impide que su historias tengan fugas de fantasía, momentos mágicos y de poesía que hacen pensar, de nuevo, en Fellini. Así, Arthur no es precisamente un arqueólogo, sino un ser especial, capaz de descubrir la localización de las viejas tumbas etruscas gracias a un hilo que le conecta con el mundo de los muertos -una idea expresada visualmente, de nuevo, de una forma preciosa, por la cámara de Rohrwacher-. Como todas las películas de la directora italiana, sus personajes, algo peculiares, se mueven en escenarios en ruinas, en los márgenes de la modernidad. Viven en casas casi en ruinas, recogiendo objetos desechados, olvidados, dejados atrás por el futuro. O´Coonor es un Orfeo que no puede olvidar a Eurídice y que vive en un patriarcado, en un sistema -capitalista- que ha decidido que el pasado solo tiene valor si se puede sacar dinero con él -y ahí está el personaje que interpreta Isabella Rosellini, para mostrar otra cara, más familiar, de la misma idea, sobre el presente que depreda el pasado sin ningún remordimiento-. Y como todas las películas de Rohrwacher, su historia se escurre ante nuestros ojos, apuntando en mil direcciones, llevándonos de la mano sin saber a dónde vamos hasta que, poco a poco, vamos asimilando las intenciones de su autora. Mientras tanto, imágenes subyugantes, sorprendentes, mucho humor, canciones, y una carga humanista que hace de esta directora una imprescindible del cine actual.
SANGRE EN LOS LABIOS -AMOR Y CULTURISMO
La segunda película de la británica Rose Glass es un ejercicio de estilo con alma, titulado Sangre en los labios (2024). Un neo-thriller de estética ochentena que podría haber firmado Nicolas Winding-Rfn; iluminado con neones de haces refractados por el humo de los cigarrillos. Glass hace cine de género evitando todo lo posible el realismo -la fotografía de Ben Fordesman y la música de Clint Mansell imprimen un tono alucinado- pero evitando que el argumento sea demasiado predecible sirviéndose de imágenes lisérgicas, insertos misteriosos, lyncheanos, casi subliminales, que nos dicen que estamos ante una autora cinematográfica en busca de su propia -e interesante- voz. Glass nos introduce en un universo de fetiches por el músculo ciclado, las armas, los cigarrillos y la comida rápida, como haciendo un retrato estereotipado -y crítico- de la cultura -consumista- estadounidense- fundada sobre el pecado original de la violencia y con fantasmas enterrados en un barranco sin fondo. Sangre en los labios es un caramelo para la vista -y los oídos- y con eso sería suficiente. Pero el gran atractivo de la función es la pareja protagonista, la química que hay entre la estupenda Kristen Stewart y una Katy O’Brien que es pura dinamita. Dos protagonistas para el recuerdo enfrentadas a tipos despreciables interpretados por Dave Franco y sobre todo un Ed Harris aterrador, incluso con esa melena tan loca. Como trasfondo, temas de actualidad como la violencia machista -Jena Malone está irreconocible y fantástica- y el bullying, en una revenge movie con vocación de película de culto. Mola.
GODZILLA Y KONG: EL NUEVO IMPERIO -MUNDOS PERDIDOS
King Kong y Godzilla son -de lejos- los monstruos gigantes más conocidos del imaginario fantástico. Nacidos respectivamente en 1933 y 1954, el primero estadounidense y el segundo japonés, son además mitos puramente cinematográficos. El gigantesco simio nace de cruzar la aventura de El mundo perdido (1912) de Arthur Conan Doyle y el cuento de La Bella y la bestia, para fabricar un relato arquetípico que ha marcado todas sus adaptaciones cinematográficas -e incluso ha influido en las historias de otros monstruos menos conocidos- hasta llegar a esta nueva versión de Kong en el llamado Monsterverse. En estas historias, los protagonistas son siempre un grupo de exploradores que se aventuran en un territorio inexplorado, olvidado, congelado en un tiempo pasado. Y siempre, el gigantesco monstruo establece una relación con un ser humano femenino. En Godzilla y Kong: El nuevo imperio (2024) -de nuevo con Adam Wingard a los mandos- el esquema también se repite. La niña Jia (Kaylee Hottle) es de nuevo el vínculo con la humanidad de Kong y el grupo de aventureros encuentra un nuevo equivalente a la Isla Calavera esta vez, dentro de esa Tierra hueca que recuerda a Julio Verne. Godzilla, en cambio, parece menos útil aquí: y es que, en esencia, representa el apocalipsis -la bomba atómica, las catástrofes naturales, los horrores de la guerra, el cambio climático- por lo que Wingard elige mantenerle al margen para luego utilizarlo en su faceta de defensor de la humanidad que hace equipo con otros monstruos, según el rol más infantilizado que tuvo en la serie clásica de la japonesa Toho. La película de Wimgard está protagonizada por una actriz estupenda como Rebeca Hall y dos tipos con carisma como Dan Stevens y Brian Tyree Henry, pero sus personajes apenas tienen peso. Si el talón de Aquiles de las películas de monstruos siempre han sido los personajes humanos, aquí Wingard decide centrarse en las criaturas fantásticas -más humanizadas que nunca-, creando un ‘planeta de los simios’ para Kong, una aventura cavernícola muy divertida -y loca- que permite al espectador disfrutar de lo que ha venido a ver: combates entre bichos gigantes. Wingard se acuerda de los hijos perdidos de Kong y rinde homenaje -creo yo- a El hijo de Kong (1933) y El gran gorila (1949) de Willis O’Brien y se guarda la mejor sorpresa de la película -cuidado con el spoiler- al rescatar a una criatura del bestiario de la Toho cuya historia estaba inspirada, cómo no, en el King Kong original. El resultado es una película que es un festival de diversión sin pretensiones, que nunca decae. Imprescindibles para los fans del género.
PÁJAROS -DOS EN LA CARRETERA
LOS COLONOS -EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN
Emulando al western, pero con facturas por cobrar con la historia, Los colonos (2023) nos traslada al Chile de principios del siglo XX, y nos presenta a un despiadado terrateniente dispuesto a todo para hacerse con el control del territorio -eso sí, sin mancharse las manos-. Su principal obstáculo: los habitantes originales de esas tierras, los indios. Así, José Menéndez (Alfredo Castro) envía a tres sicarios -tres hombres malos, pero nada fordianos- a aniquilar a las tribus que le están dando problemas. Ellos son un militar británico, MacLennan (Mark Stanley), un mercenario estadounidense (Sam Spruell) y un mestizo, Segundo (Camilo Arancibia). Comienza así un periplo por los inabarcables e inhóspitos paisajes de la Patagonia chilena, un territorio salvaje que saca lo peor de los colonos: asesinatos, violaciones y todo tipo de tropelías se suceden, en un intento de denuncia histórica. Los colonos es algo así como la hermana menor de Los asesinos de la luna (2023) que se interceptara con la estupenda Godland (2023). La película, dirigida por Felipe Gálvez Haberle, se queda en los planos generales -espléndidamente fotografiados por Simone D’Arcangelo- y no entra al cuerpo a cuerpo con los personajes: el retrato de MacLennan necesitaba más fuerza; el rencor de Segundo se queda en miradas de desaprobación; el tremendo drama de Kiepja (Mishell Guana) necesitaba de un mayor desarrollo dramático para que esa mirada final nos conmoviera realmente. Mencionemos la participación del director argentino Mariano Llinás en el guión y en un pequeño papel. La película mereció el premio FIPRESCI en el Festival de Cannes.
THE BEAST -VIDAS PASADAS
En La bestia (2024), Bertrand Bonello parece infectado todavía por el virus del miedo post-pandemia -su anterior película, Coma (2021) reflejaba la influencia de ese período vital- y nos narra una historia desde un futuro que no parece demasiado lejano, en el que las muñecas han sido animadas por la Inteligencia Artificial, seguimos llevando mascarillas y podemos acceder a posibles vidas pasadas. No importa que lo que nos cuenta Bonello sea real, simulado, o una película, su protagonista, una inmensa Léa Seydoux, que sigue madurando como actriz y aumentando su belleza -es ya una estrella del cine mundial- es más que capaz de sostener la película y de reaccionar ante una pantalla verde o ante su coprotagonista, un estupendo George MacKay, quizás demasiado joven, pero con la capacidad de transmitir romanticismo e inquietud con la misma convicción, según el momento. Bonello nos habla del miedo, de la sensación de amenaza que sentimos constantemente los seres humanos a romper nuestra vida por amor, a hacernos mayores, pero también a una inundación, a un terremoto y, en definitiva, a la incertidumbre del futuro. Un miedo que nos impide ser felices y encontrar el verdadero amor, y que nos condena a repetir los mismos errores una y otra vez a pesar de que las posibles señales de que algo irá mal están allí -esa paloma agorera-. En realidad, Bonello entrelaza tres historias a través del tiempo, que en el fondo son la misma y en la que sus personajes -Seydoux y MacKay- intercambian roles. Es capaz de contarnos una historia de época de vestuario y decorados preciosos, que se inspira libremente en La bestia en la jungla de Henry James; mezclándola con un asunto mucho más actual sobre las complicaciones de la identidad de género -ella trabaja como actriz y modelo, pero ya ha sido desechada por su edad; él es un incel a punto de estallar- y la soledad y la incomunicación de las redes sociales. Bonello habla, sobre todo, de la soledad y nos dice que si a principios del siglo XX una encorsetada sociedad nos impedía ser felices, las modernas redes sociales, el desenfreno sexual de las discotecas o incluso la realidad virtual, no ofrecen precisamente consuelo.