En su famosa entrevista con François Truffaut, Alfred Hitchcock proponía el arranque de una hipotética película de misterio: un barco atraca en un puerto y se descubre que está completamente vacío. Decía el director que, aunque la idea le parecía estupenda, era tan poderoso el misterio de lo que podría haber ocurrido en ese barco que nada de lo que viniera después estaría a la altura, por lo que la había acabado desechándola. Mucho antes, en 1897, Bram Stoker publicaba su gran novela, Drácula, en la que el famoso vampiro viajaba en barco desde su castillo en Transilvania a Londres. La novela de Stoker se narra a través de diarios, cartas y documentos encontrados, como el diario de abordo del Demeter, el barco que transportó el ataúd del conde y que llegó a puerto, finalmente, con toda su tripulación muerta -habían servido de alimento al no muerto-. Este pasaje de la novela aparece ya adaptado en Nosferatu (1922) de F.W. Murnau y es uno de los momentos más recordados de este clásico del cine. Pero en las siguientes adaptaciones de Drácula, por razones prácticas o presupuestarias, el viaje del Demeter -casi siempre se le cambiaba el nombre al navío, por cierto- fue omitido -al menos hasta el Drácula, de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola-. Mucho tiempo después, el director noruego André Øvredal -especializado en cine de terror y fantástico- desarrolla un planteamiento afortunado: hacer una película centrándose exclusivamente en ese fatídico viaje por mar en el que todos perecieron. El último viaje del Demeter (2023) no se ocupa, demasiado, de lo que ocurre antes -ni después- de dicha travesía, aislando a sus personajes con un monstruo aterrador. Lo mejor de la película es su naturaleza de explotación de la novela de Drácula, convirtiendo un pasaje del texto en una cinta de terror de serie B, una Monster Movie clásica en la que, primero, nos presentan a los personajes -el capitán, un niño, el primer oficial, un médico, el cocinero e incluso, algún polizón inesperado- para luego recrearse en las muertes de cada uno mientras intentan descubrir la naturaleza de la amenaza a la que se enfrentan. En este caso, lo que van descubriendo son las ‘leyes’ de los vampiros, ese folclore recogido por Stoker en su novela y enriquecido luego por cientos de películas y adaptaciones. Nos encontramos entonces, básicamente, con un feliz cruce entre la ya mencionada Nosferatu (1922) y el Alien (1979) de Ridley Scott. Porque este vampiro no tiene nada que ver con Bela Lugosi, Christopher Lee, Frank Langella o Gary Oldman, sino con la alimaña infecta que interpretó Max Shreck en el mencionado clásico del cine mudo. Con estos elementos la película funciona muy bien, aunque lamento la ambición de Øvredal de dotar de profundidad dramática a sus personajes. Los conflictos entre los miembros de la tripulación, desarrollados a través de escenas recargadas de diálogo, entorpecen la trama, diluyen la tensión del acecho de la criatura, arrojan demasiada luz sobre los temas que Øvredal intenta exponer como trasfondo y que, quizás, no venían a cuento.
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