MARÍA CALLAS -CANTO DE CISNE


El chileno Pablo Larraín completa una trilogía no oficial sobre mujeres que marcaron el siglo XX con María Callas (2025), con la que podría cerrar un círculo tras ocuparse de Jackie Kennedy en Jackie (2016) y de Lady Di en Spencer (2021). Lejos del biopic convencional, en estas películas Larraín concentra el argumento en un hecho -más o menos real- concreto que marca un estado de ánimo en la protagonista y por ende en el tono de la cinta. Aquí, Larraín se salta los humildes inicios de María Callas, evita mostrar a su tóxica madre, no nos muestra su escalada hasta la cima de la ópera, ni vemos a la cantante en su esplendor. María Callas se ocupa exclusivamente de los últimos días de la artista, de su último intento de recuperar su voz, de su temprana muerte con poco más de 50 años. Formalmente es la película más convencional de Larraín en esta trilogía, con una narrativa clara y objetiva, a pesar de que el guión de Steven Knight plantea numerosos saltos temporales -Larraín cambia el formato o hace uso del blanco y negro para facilitar que podamos diferenciar en qué etapa estamos- y a pesar de que la protagonista asegura dudar de si lo que está viviendo es real. María Callas, como Jackie y Spencer es un film claustrofóbico, con una heroína atrapada en su personaje público, pero también es una película petrificada, dramáticamente algo plana, de encuadres fijos y lejanos que muestran la soledad y el aislamiento de la cantante, pero que también generan frialdad y distancia con respecto a la emoción de lo que vemos. La película es una tragedia a la que se le ha cercenado el planteamiento y el desarrollo, por lo que quizás resulte difícil emocionarse con el melodramático final de la cantante, sin haber presenciado antes sus momentos de felicidad y de amor. Angelina Jolie se entrega a dar vida a este personaje femenino dominado por un hombre poderoso, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer), que hizo con ella lo que quiso; pero que también es presa del arte como único sentido de su existencia. La fotografía del siempre estupendo Edward Lachman -que ya nos deslumbró en El conde (2023)-, el diseño de producción y el vestuario hacen de la película un placer estético, al que hay que sumar las piezas clásicas de ópera y la voz de la propia Callas. Pero cuando Larraín intenta fabricar momentos de gran belleza, estos pueden parecer impostados, demasiado acartonados, y eso incluye un clímax que puede llegar de una forma no demasiado orgánica. Lo mejor de la cinta, son, quizás, sus personajes de reparto: el doctor que interpreta Vincent Macaigne; la amiga a la que da vida Valeria Golino; pero, sobre todo, esos dos sirvientes encarnados por Pierfrancesco Favino y Alba Rohrwacher: ambos inyectan una humanidad y una emoción que María necesitaba en una dosis mayor.

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