OH, CANADA -ALGO QUE VER CON LA MUERTE


Si se viven los años suficientes se tiene la sensación de haber tenido varias vidas. Inevitablemente dividimos los hechos de nuestra existencia por capítulos, quizás según las parejas que hayamos tenido, los trabajos, o los lugares en los que hayamos pasado algunos años. En Oh, Canada (2024) de Paul Schrader, el protagonista asegura que cuando ya no tienes futuro, solo te queda el pasado. Leonard Fife (Richard Gere) es un prestigioso documentalista que concede una larga entrevista sobre su vida -ahora que está enfermo de cáncer- a dos ex alumnos -Michael Imperioli y Caroline Dhavernas- lo que le lleva a ponerse delante de la cámara para tirar de su memoria, en un ejercicio que acaba desnudándole por completo ante sí mismo, y ante su pareja, Emma (Uma Thurman). Schrader propone un film cuyo hilo es la narración de Fife, que, cuando se traslada al pasado, se convierte en un joven interpretado por Jacob Elordi. Basándose en la novela de Russell Banks, amigo personal de Schrader, fallecido recientemente de cáncer, el guionista de Taxi Driver (1976) crea escenas desdramatizadas al estilo de Robert Bresson, con una pasmosa sencillez narrativa que recuerda a Ozu. Schrader nos embarca en un viaje que resulta, lamentablementem, demasiado confuso, cuando sus películas anteriores brillaban en su sencillez expositiva. Estamos ante un puzle que el espectador debe intentar recomponer. Los recuerdos, los remordimientos y la nostalgia se mezclan de forma desordenada, quizás como reflejo del dolor de la enfermedad que sufre el narrador y por la desorientación que imprime en su cerebro la medicación. Si en el cine de Schrader siempre está presente ese padre que busca a su hijo perdido o que regresa a un país que ya no reconoce -el modelo es Centauros del desierto (1956) de John Ford y la Odisea de Homero antes que todo eso- aquí el protagonista es un hombre que nunca llegó a su hogar ni encontró familia alguna, sino que ha deambulado perseguido por el vástago al que nunca abrazó y por la guerra que prefirió no pelear. Schrader pertecene a una generación marcada por Vietnam, por ese conflicto en el que Estados Unidos perdió la inocencia, y sus compañeros del nuevo Hollywood, como Brian de Palma o John Milius, nos contaron también cómo los jóvenes se las arreglaron para no ser reclutados en películas como Greetings (1968) o El gran miércoles (1978). Oh, Canada, sin embargo, no tiene el entusiasmo juvenil de estas, sino que es un nuevo acto de contricción, un nuevo diario narrado en primera persona -esta vez delante de una cámara de vídeo- sobre la culpa y la posibilidad de redimirse, como es toda la obra de Schrader. Película de cortinas echadas, espesa -y con cierto fetichismo por la cámara y los instrumentos de grabación- Schrader se permite que su protagonista no recuerde realmente cuál era esa magdalena -con mantequilla- que se tomaba siempre en aquella cafetería que visitaba en una vida pasada. Es la historia de una huida y no de un regreso, de un Ulises sin Ítaca que decidió quedarse en una Canadá mítica.

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