Si tenemos en cuenta que Nosferatu (1922) adaptaba la novela Drácula de Bram Stoker -publicada en 1897- cambiando su título y los nombres de los personajes para evitar el pago de los derechos de autor, puede resultar curioso que, en 2024, el británico Robert Eggers emprenda el remake de la película de F.W. Murnau, en lugar de presentarla directamente como una nueva versión del texto más icónico de la literatura vampírica. La estupenda versión de Nosferatu de Werner Herzog de 1979, de hecho, ya recuperaba los nombres originales de la novela, cambiando al conde Orlok por Drácula. Pero es que Nosferatu y Drácula, aunque cuentan básicamente lo mismo, son animales distintos. Detrás de la película muda de Murnau estaba el productor y ocultista Albin Grau, que encargó el guión al también ocultista Henrik Galeen, que respetó el esqueleto argumental, la peripecia básica, de la novela de Stoker, pero le dio una naturaleza distinta al relato, creando una obra única, maldita -estuvo a punto de desaparecer por las iras de la viuda de Stoker-, llena de claves esotéricas -introducidas por Grau-, que convierte al vampiro en una metáfora de la peste y en un ser repugnante, un monstruo de sombras -que ahora relacionamos inevitablemente al expresionismo alemán- que se disipa al ser expuesto a los rayos del sol -el vampiro de Stoker prefería la noche, pero podía moverse durante el día-. La película que presenta Eggers en el siglo XXI recupera varios elementos, los más reconocibles, de Nosferatu: la acción transcurre en Alemania, el monstruo es el pérfido conde Orlok, la verdadera protagonista es Ellen (Lily-Rose Depp), cuya belleza es la que deja prendado al monstruo que aquí vuelve a ser el transmisor de la peste antes que un vampiro tradicional. Pero Eggers también se acerca a Stoker, sobre todo en el aspecto del vampiro (Bill Skarsgard), más cerca del original literario que de la pálida criatura a la que dieron 'vida' Max Schreck y Klaus Kinski, y lejos del seductor creado para el teatro y el cine, desde Bela Lugosi a Gary Oldman, pasando por Christopher Lee y Frank Langella. Eggers le da a su película un tono muy diferente al precedente, incidiendo en el tema de la posesión, de la conexión psíquica entre el monstruo y su víctima -un tema recurrente en el expresionismo alemán si hacemos caso a Kracauer- y la lleva a extremos satánicos, con Lily-Rose Depp retorciérdose y contorsionándose como Linda Blair o, incluso, Isabelle Adjani. Las interpretaciones que consigue Egers de su excelente reparto son exageradas, crispadas, al límite, propias de seres completamente aterrados: Nicholas Hoult, Emma Corrin, Aaron Taylor Johnson y un desquiciado Simon McBurney parecen completamente entregados al terror. Todos los personajes parecen sobrepasados, acorralados, tanto que, al contrario que en la mayoría de las adaptaciones de Drácula, el más cuerdo parece ser el único que cree en lo sobrenatural, el profesor Van Helsing, aquí el profesor Von Franz, encarnado por el siempre estupendo Willem Dafoe, actor fetiche de Eggers, que, curiosamente, interpretó a un vampírico Max Shreck en La sombra del vampiro (2000). Es verdad que el Nosferatu de Eggers no tiene enjundia dramática -quizás ninguna película suya la tiene realmente- y se le puede afear el uso de los jump scares en varios momentos, pero estos defectos se compensan con las imágenes terroríficas más poderosas que vas a ver este año. Eggers inyecta carne, sangre y fisicidad a las hermosas imágenes de cuento de Murnau. Nosferatu es visceral, viscosa y tremendamente sexual: en esto se parece a la arrebatada Drácula, de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola -prescindiendo, sin embargo, de todo romanticisimo- pero también porque Eggers vuelve a beber de Stoker, como ya he dicho, y porque la de Coppola remitía en muchos momentos a Murnau. Estamos ante una película de estética subyugante, con imágenes de gran belleza gracias a la fotografía de Jarin Blaschke, socio habitual de Eggers, y a un espectacular diseño de producción que dan como resultado una cinta tan hermosa como horrible y chocante, histérica en muchos momentos gracias a la intensidad de la música de Robin Carolan, al diseño de sonido y al montaje. Una obra fascinante de horror que se regodea en la decadencia física, con elementos de body horror, y que gana enteros si revisamos las otras versiones o si eres aficionado al Drácula de Stoker y a sus versiones cinematográficas. Una película-acontecimiento que necesariamente tienes que ver en una sala de cine.
NOSFERATU -NUEVA SINFONÍA DEL HORROR
Si tenemos en cuenta que Nosferatu (1922) adaptaba la novela Drácula de Bram Stoker -publicada en 1897- cambiando su título y los nombres de los personajes para evitar el pago de los derechos de autor, puede resultar curioso que, en 2024, el británico Robert Eggers emprenda el remake de la película de F.W. Murnau, en lugar de presentarla directamente como una nueva versión del texto más icónico de la literatura vampírica. La estupenda versión de Nosferatu de Werner Herzog de 1979, de hecho, ya recuperaba los nombres originales de la novela, cambiando al conde Orlok por Drácula. Pero es que Nosferatu y Drácula, aunque cuentan básicamente lo mismo, son animales distintos. Detrás de la película muda de Murnau estaba el productor y ocultista Albin Grau, que encargó el guión al también ocultista Henrik Galeen, que respetó el esqueleto argumental, la peripecia básica, de la novela de Stoker, pero le dio una naturaleza distinta al relato, creando una obra única, maldita -estuvo a punto de desaparecer por las iras de la viuda de Stoker-, llena de claves esotéricas -introducidas por Grau-, que convierte al vampiro en una metáfora de la peste y en un ser repugnante, un monstruo de sombras -que ahora relacionamos inevitablemente al expresionismo alemán- que se disipa al ser expuesto a los rayos del sol -el vampiro de Stoker prefería la noche, pero podía moverse durante el día-. La película que presenta Eggers en el siglo XXI recupera varios elementos, los más reconocibles, de Nosferatu: la acción transcurre en Alemania, el monstruo es el pérfido conde Orlok, la verdadera protagonista es Ellen (Lily-Rose Depp), cuya belleza es la que deja prendado al monstruo que aquí vuelve a ser el transmisor de la peste antes que un vampiro tradicional. Pero Eggers también se acerca a Stoker, sobre todo en el aspecto del vampiro (Bill Skarsgard), más cerca del original literario que de la pálida criatura a la que dieron 'vida' Max Schreck y Klaus Kinski, y lejos del seductor creado para el teatro y el cine, desde Bela Lugosi a Gary Oldman, pasando por Christopher Lee y Frank Langella. Eggers le da a su película un tono muy diferente al precedente, incidiendo en el tema de la posesión, de la conexión psíquica entre el monstruo y su víctima -un tema recurrente en el expresionismo alemán si hacemos caso a Kracauer- y la lleva a extremos satánicos, con Lily-Rose Depp retorciérdose y contorsionándose como Linda Blair o, incluso, Isabelle Adjani. Las interpretaciones que consigue Egers de su excelente reparto son exageradas, crispadas, al límite, propias de seres completamente aterrados: Nicholas Hoult, Emma Corrin, Aaron Taylor Johnson y un desquiciado Simon McBurney parecen completamente entregados al terror. Todos los personajes parecen sobrepasados, acorralados, tanto que, al contrario que en la mayoría de las adaptaciones de Drácula, el más cuerdo parece ser el único que cree en lo sobrenatural, el profesor Van Helsing, aquí el profesor Von Franz, encarnado por el siempre estupendo Willem Dafoe, actor fetiche de Eggers, que, curiosamente, interpretó a un vampírico Max Shreck en La sombra del vampiro (2000). Es verdad que el Nosferatu de Eggers no tiene enjundia dramática -quizás ninguna película suya la tiene realmente- y se le puede afear el uso de los jump scares en varios momentos, pero estos defectos se compensan con las imágenes terroríficas más poderosas que vas a ver este año. Eggers inyecta carne, sangre y fisicidad a las hermosas imágenes de cuento de Murnau. Nosferatu es visceral, viscosa y tremendamente sexual: en esto se parece a la arrebatada Drácula, de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola -prescindiendo, sin embargo, de todo romanticisimo- pero también porque Eggers vuelve a beber de Stoker, como ya he dicho, y porque la de Coppola remitía en muchos momentos a Murnau. Estamos ante una película de estética subyugante, con imágenes de gran belleza gracias a la fotografía de Jarin Blaschke, socio habitual de Eggers, y a un espectacular diseño de producción que dan como resultado una cinta tan hermosa como horrible y chocante, histérica en muchos momentos gracias a la intensidad de la música de Robin Carolan, al diseño de sonido y al montaje. Una obra fascinante de horror que se regodea en la decadencia física, con elementos de body horror, y que gana enteros si revisamos las otras versiones o si eres aficionado al Drácula de Stoker y a sus versiones cinematográficas. Una película-acontecimiento que necesariamente tienes que ver en una sala de cine.
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