Inspirada en El maravilloso mago de Oz (1900) del escritor Frank L. Baum y en su famosa adaptación al cine, El mago de Oz (1939), Wicked (2024) adapta el musical de Broadway estrenado en 2003, basado a su vez en el libro Wicked: Memorias de una bruja mala de Gregory Maguire publicado en 1995. La película, dirigida por Jon M. Chu, comienza cuando acaba la historia que todos conocemos: la bruja mala ha muerto y Dorothy y compañía se dirigen, por fin, a Oz. Pero a su vez, esto da pie a retroceder en el tiempo para descubrir quién era realmente la bruja de piel verde a la que dio vida en su momento la actriz Margaret Hamilton. Ahora, esa bruja se llama Elphaba (Cynthia Erivo) y su piel verde sirve para hablar del racismo, de la marginación del diferente y del acoso escolar. La gran rival de la protagonista es Glinda (Ariana Grande), y Wicked nos revela que la bruja buena de Oz era una chica superficial, vanidosa e insoportable, que en esta película se convierte en fuente de comicidad y en una sátira de una sociedad en la que impera el culto al físico y a la imagen de las redes sociales, en la que lo más importante parece ser la cara pública -aunque sea falsa-, el qué dirán y los likes. Wicked parece en su primer tramo -tras un prólogo interesante sobre el origen de la bruja- un remedo de Harry Potter, con su escuela de magos y sus profesores interpretados por actores veteranos -Michelle Yeoh y, en la versión original, Peter Dinklage-. La película se desarrolla como una comedia de instituto, de realización y fotografía más bien planas, televisivas, en la que no brillan, ni siquiera, los números musicales. A pesar del talento y esfuerzo invertidos en valores de producción como los estupendos decorados y el vestuario, no hay magia en esta versión del mundo de Oz, al menos hasta que se produce el viaje a la ciudad Esmeralda, cuya estética e iluminación sí parece albergar algo del misterio necesario para una historia fantástica. Wicked, además peca de una duración excesiva que va introduciendo nuevas tramas con el metraje ya muy avanzado -el príncipe Fiyero (Jonathan Bailey), que acaba resultando algo redundante y demasiado obvio en su desarrollo- lo que acaba provocando agotamiento, siempre y cuando no hayas comulgado con la propuesta. Dos horas y cuarenta minutos después, el rótulo de ‘continuará’ no deja precisamente con ganas de más, aunque el tramo final tiene bastante fuerza al mostrarnos, por fin, cómo se desencadenan los poderes oscuros de Elphaba. Poca recompensa para tanto metraje, del que cabe rescatar la sátira social y una sana sensibilidad queer.
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