Supongo que en los tiempos que corren lo entendemos todo. Con el planeta explorado, los milagros desmentidos y nuestros cerebros analizados, poco margen queda al misterio. La sensación de lo extraño ha sido completamente desterrada ya que cada día repetimos la misma rutina: despertamos, trabajamos, volvemos a casa, cenamos, nos alegramos si es viernes. Ante esta repetición robótica de gestos, pocas cosas quedan por explicar. Nada nos desconcierta.
Para experimentar la maravilla o el misterio, sólo nos quedan las películas. El cine como imitación fidedigna de nuestra percepción subjetiva del mundo real, pero también del onírico, de los sueños. Vemos una película, y a veces, estamos dentro de ella. Y a través del cine es posible dar el salto hacia lo imposible: rasgar el tejido de la realidad y superar las barreras del tiempo y del espacio. La lógica deja de funcionar y podemos ver más allá.
Algunos directores esconden secretos en sus películas. Stanley Kubrick dotó de un realismo obsesivo las acciones de sus astronautas en 2001: una odisea del espacio (1968), pero no le explicó a nadie lo que pasa cuando Bowman atraviesa el monolito al final de su obra maestra. En El Resplandor (1980), asistimos pacientemente a la explicación pormenorizada del trabajo que tendrá que desempeñar Jack Torrance en el Hotel Overlook, pero cuando comienzan a aparecer los fantasmas no sabemos si son reales (si es que eso significa algo dentro del contexto de un film) o si han salido de la cabeza de Jack.
En A Field in England, Bean Wheatly crea un escenario muy real, un campo muy físico, muy táctil, con una gran cantidad de planos que nos meten en los ojos y en los oídos de cuatro desertores atrapados en una Guerra Civil en el siglo XVII. El grupo encuentra a O´Neil (Michael Smiley), un personaje que afirma ser un alquimista con increíbles poderes mágicos y que obliga a los demás a buscar un misterioso tesoro. A partir de ese encuentro, la idea de lo real comienza a desdibujarse con extraños hechos que no sabemos cómo calificar. Previamente al encuentro con el alquimista, los protagonistas han encontrado e ingerido unas setas que adivinamos alucinógenas. El final de la película es un salto a lo irracional que incluye unos efectos estroboscópicos de los que nos advertía un texto al principio de todo.
Un final que abandona la narración, y la lógica racional, y que conecta con el comentado último (¿o primer?) viaje del astronauta Bowman en 2001, y también con el final de The Lords of Salem (Rob Zombie, 2012). El clímax de esta película es una sucesión de imágenes perturbadoras que parecen salidas del infierno: no sabemos si el de los traumas de Heidi Hawthorne (Sheri Moon Zombie) o el de los terrores pasados del pueblo de Salem. Si en 2001, el mecanismo que rasga el tejido de lo real es el monolito extraterrestre, la puerta que desencadena los demonios en The Lords of Salem es un extraño vinilo que recibe la protagonista, DJ de profesión. En Resolution (Justin Benson y Aaron Moorhead, 2012) también encontramos extrañas grabaciones analógicas, y viejas películas como elementos que introducen lo fantástico en una situación realista aunque extrema: un hombre intenta ayudar a su mejor amigo a desengancharse de las drogas en una cabaña. En la película, nunca sabremos cómo esos libros y grabaciones eran capaces de predecir el futuro de los protagonistas.
El misterio es cuáles son esas fuerzas detrás de lo que ocurre en estas películas. No conoceremos a la inteligencia extraterrestre detrás de los monolitos, ni quién le envió ese extraño vinilo a Heidi, ni la identidad del autor de las grabaciones de Resolution, ni la verdadera naturaleza de la secta mística de Kill List (Ben Wheatley, 2011) ni el origen de los poderes del alquimista de A Field In England. Podemos elegir entre exigir una respuesta a esas preguntas... esfuerzo inútil... o dejarnos llevar y dar el salto hacia lo irracional. Abandonar, por una vez, y en la seguridad de una sala de cine, nuestras repetitivas rutinas robóticas de cada día.
Para experimentar la maravilla o el misterio, sólo nos quedan las películas. El cine como imitación fidedigna de nuestra percepción subjetiva del mundo real, pero también del onírico, de los sueños. Vemos una película, y a veces, estamos dentro de ella. Y a través del cine es posible dar el salto hacia lo imposible: rasgar el tejido de la realidad y superar las barreras del tiempo y del espacio. La lógica deja de funcionar y podemos ver más allá.
Algunos directores esconden secretos en sus películas. Stanley Kubrick dotó de un realismo obsesivo las acciones de sus astronautas en 2001: una odisea del espacio (1968), pero no le explicó a nadie lo que pasa cuando Bowman atraviesa el monolito al final de su obra maestra. En El Resplandor (1980), asistimos pacientemente a la explicación pormenorizada del trabajo que tendrá que desempeñar Jack Torrance en el Hotel Overlook, pero cuando comienzan a aparecer los fantasmas no sabemos si son reales (si es que eso significa algo dentro del contexto de un film) o si han salido de la cabeza de Jack.
En A Field in England, Bean Wheatly crea un escenario muy real, un campo muy físico, muy táctil, con una gran cantidad de planos que nos meten en los ojos y en los oídos de cuatro desertores atrapados en una Guerra Civil en el siglo XVII. El grupo encuentra a O´Neil (Michael Smiley), un personaje que afirma ser un alquimista con increíbles poderes mágicos y que obliga a los demás a buscar un misterioso tesoro. A partir de ese encuentro, la idea de lo real comienza a desdibujarse con extraños hechos que no sabemos cómo calificar. Previamente al encuentro con el alquimista, los protagonistas han encontrado e ingerido unas setas que adivinamos alucinógenas. El final de la película es un salto a lo irracional que incluye unos efectos estroboscópicos de los que nos advertía un texto al principio de todo.
Un final que abandona la narración, y la lógica racional, y que conecta con el comentado último (¿o primer?) viaje del astronauta Bowman en 2001, y también con el final de The Lords of Salem (Rob Zombie, 2012). El clímax de esta película es una sucesión de imágenes perturbadoras que parecen salidas del infierno: no sabemos si el de los traumas de Heidi Hawthorne (Sheri Moon Zombie) o el de los terrores pasados del pueblo de Salem. Si en 2001, el mecanismo que rasga el tejido de lo real es el monolito extraterrestre, la puerta que desencadena los demonios en The Lords of Salem es un extraño vinilo que recibe la protagonista, DJ de profesión. En Resolution (Justin Benson y Aaron Moorhead, 2012) también encontramos extrañas grabaciones analógicas, y viejas películas como elementos que introducen lo fantástico en una situación realista aunque extrema: un hombre intenta ayudar a su mejor amigo a desengancharse de las drogas en una cabaña. En la película, nunca sabremos cómo esos libros y grabaciones eran capaces de predecir el futuro de los protagonistas.
El misterio es cuáles son esas fuerzas detrás de lo que ocurre en estas películas. No conoceremos a la inteligencia extraterrestre detrás de los monolitos, ni quién le envió ese extraño vinilo a Heidi, ni la identidad del autor de las grabaciones de Resolution, ni la verdadera naturaleza de la secta mística de Kill List (Ben Wheatley, 2011) ni el origen de los poderes del alquimista de A Field In England. Podemos elegir entre exigir una respuesta a esas preguntas... esfuerzo inútil... o dejarnos llevar y dar el salto hacia lo irracional. Abandonar, por una vez, y en la seguridad de una sala de cine, nuestras repetitivas rutinas robóticas de cada día.
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