Hace poco más de un año parecía que si no habías visto Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014) te convertías en un bicho raro desconectado de la sociedad. La oveja negra del rebaño. Había además una imperiosa necesidad de consenso: una película de semejante éxito tenía que ser buena. Yo, que soy raro de por sí, esperé a verla en la tele y me pareció una comedia romántica más bien deficiente. No voy a caer en la tentación de decir que la película escrita por Borja Cobeaga y Diego San José no tiene gracia, ya que el humor es sin duda algo subjetivo. Y creo que lo que me haga reír a mí no le aporta nada a nadie. Lo que sí me llama la atención es que ahora mucha gente parece empeñada en decir que la secuela tiene un montón de defectos y de paso aprovechan para desdecirse sobre las supuestas bondades de la original. ¿Qué pasa? ¿Que ya podemos decir que Ocho apellidos vascos no era precisamente una buena película?
Creo que soy objetivo cuando hablo de Ocho apellidos catalanes. Porque no me gustó demasiado Ocho apellidos vascos. En mi opinión, ambas películas tienen virtudes similares y sobre todo los mismos defectos. Desde un punto de vista argumental, los guionistas pasan muy por encima del planteamiento de su comedia de enredo. Supongo que soy anticuado, pero creo que una historia de estas características necesita apuntalar bien sus premisas para jugar luego con ellas y generar los equívocos que deben hacernos reír. En esta película no se hace el menor esfuerzo por conseguir esto. El mejor ejemplo es el personaje de Roser (Rosa María Sardà), protagonista de una especie de Good Bye, Artur Mas! que los escritores nos cuelan sin demasiadas explicaciones. Obviamente, las intenciones de la película son otras. El objetivo es, sin duda, entretener y en eso creo que Ocho apellidos catalanes supera a la anterior al encadenar un chiste detrás de otro casi sin pausa. Los hay buenos, regulares y muy malos, pero hay un montón. Es una pena que una realización plana y viejuna no acompañe este ritmo y que encima una música tópica aporte al conjunto un empaque que no merece ser proyectado en una pantalla de cine.
Obviamente, el verdadero interés de los autores de Ocho apellidos catalanes es hacer humor sobre las identidades nacionales que conviven en España. Para ello se valen de la excusa argumental de una comedia romántica que aquí les importa incluso menos que en Ocho apellidos vascos. Y es verdad que los guionistas no ahondan demasiado con sus chistes en los problemas de convivencia españoles. No profundizan. Pero creo que esa es precisamente la estrategia de Cobeaga y San José: la caricatura gruesa de vascos, andaluces, catalanes y gallegos permite precisamente desnudar las actitudes ridículas de ciertas posturas nacionalistas. Y eso creo que es un logro a tener en cuenta. Otra cosa es que nos haga reír.
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