EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN: EL SUEÑO AFROAMERICANO


Lo más provocador de El nacimiento de una nación de Nate Parker es el hacer coincidir su título con el del clásico cinematográfico de D.W. Griffith de 1915, película silente que vinculaba la fundación del racista Ku Klux Klan a las mismas raíces de la identidad de Estados Unidos. Parker -actor que firma su primer largometraje como director y guionista- nos propone entonces que su país, como concepto, también debe incluir en el relato mitificado de sus orígenes a los afroamericanos. Nada que objetar. Si películas desde La conquista del oeste (1962) pasando por Forrest Gump (1994) y hasta El patriota (2000) nos hablan de la historia de Estados Unidos de una forma más o menos realista, más o menos crítica, pero siempre desde una perspectiva blanca, Parker parece tener la gran ambición de fabricar un relato épico con el que se pueda relacionar un público afroamericano huérfano de mitos. Para ello se sirve de la historia real de Nat Turner, un esclavo ilustrado que encabezó una rebelión contra sus amos en 1831. El film se inscribe, además, en una tendencia reciente de producciones sobre el tema del conflicto racial: Django desencadenado (2012), Lincoln (2012), y sobre todo 12 años de esclavitud (2013). Hay, además, cierta urgencia por tratar el tema tras el boicot a los Oscars de 2016, provocado por la casi total ausencia de nominados afroamericanos en aquella edición. Este año tenemos, en cambio, películas como Loving (2016), Figuras ocultas (2016) o Fences (2016), todas nominadas a premios importantes por la Academia. Creo que estas son las dos pretensiones de El nacimiento de una nación, la de articularse como alternativa en el imaginario de los afroamericanos a las décadas de predominio de una ficción blanca, y la más terrenal de competir en la carrera por los Oscar. Si bien este film estuvo en algunas quinielas tempranas, no obtuvo luego nominación alguna.


Dicho esto, el empeño de Nate Parker como director, guionista y protagonista se traduce en una película desigual. Como escritor, Parker tiene prisa en contar una historia larga que abarca casi tres décadas, por lo que la mayoría de las situaciones que plantea no pueden tener una introducción adecuada: la acción salta de una escena a la siguiente con una concreción narrativa efectiva, pero que se habría beneficiado de alguna pausa. Por esta misma razón, el Parker realizador propone una planificación meramente funcional: filma su guión sin proponer una mirada, casi sin ideas de puesta en escena más allá de la claridad narrativa. Sin embargo, según se desarrolla el metraje, la historia va ganando enteros en emociones y en el poder de sus imágenes: las raíces africanas como sueños lejanos de un paraíso perdido; la religión católica -o al menos una lectura interesada de la Biblia- como elemento colonizador, de dominación. Parker modula bien un inicio de la historia casi benevolente, en el que los esclavos parecen vivir relativamente bien, dentro de lo que cabe, para luego pasar a humillaciones, torturas y violaciones cada vez más cruentas, lo que aporta una intensidad al relato -en su segunda parte- de la que carecía en su arranque. Insisto, no tiene Parker ideas de puesta en escena, pero a través del montaje consigue los mejores momentos de su película, con la yuxtaposición de imágenes de relativa belleza o recurriendo a la voz en off y a los mejores instantes de una banda sonora -compuesta por Henry Jackman- que en demasiados momentos se ve obligada a acompañar la narración. Llegamos así a un tramo final intenso que permitirá al autor convertir a su personaje en una figura de connotaciones cristianas. Por otro lado, el Parker actor, simplemente cumple en la mayor parte de la película, si bien consigue elevar el nivel de su interpretación en los momentos más dramáticos, en sus discursos como predicador. Lo que lamentablemente lastra El nacimiento de una nación es la falta de experiencia de Parker, visible en la inocencia de gran parte de lo que nos muestra, en algunas soluciones dramáticas demasiado simples y sobre todo en el uso, casi amateur, de metáforas visuales muy evidentes -la luminosa imagen de un ángel, Nicole Davis, es de risa- que inserta cuando no confía en lo que nos cuenta, o más bien, en cómo lo cuenta. 

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