"Nunca quise ser famosa, solo me convertí en una Kennedy", dice Jackie (Natalie Portman) en un momento de la película. Pero no esperéis encontrar en Jackie la historia de la mujer que llegó a ser Primera Dama de John F. Kennedy, ni su posterior transformación en personaje de la prensa rosa tras su boda con Onassis. Lo que firma el guionista Noah Oppenheim no es un biopic sobre la trayectoria vital de Jacqueline Lee Bouvier, de esos que acaban pareciendo convencionales telefilmes de sobremesa. No. Estamos ante la radiografía de un momento concreto -entre el famoso asesinato del demócrata en Dallas en 1963 y su funeral de Estado- contado en forma de flashback a partir de una entrevista con el periodista interpretado por Billy Crudup. Esto imprime en la película del chileno Pablo Larraín un tono de duelo, como si se hubiera detenido el tiempo en el sabor amargo de una ausencia. Una emoción semejante a la de una obra anterior como El club (2015), todavía más cruda y nihilista. Así, viendo Jackie, se puede pensar en Cinco horas con Mario (1966) de Miguel Delibes. La muerte del marido permite el retrato de la viuda, de una relación, de una sociedad y de un país entero. Jackie petrifica un momento doloroso en la vida de una persona, pero también un punto de inflexión en la historia de una nación. La película es una gran obra cinematográfica, Larraín mantiene el pulso de una narración agotadora, acompañada de una banda sonora que provoca distancia, extrañeza y melancolía. Pero tiene también Jackie una intensidad teatral, tenemos la sensación de estar sobre las tablas de un escenario presenciando una interpretación sobrecogedora. Natalie Portman, que aparece en cada plano de la película, nominada justamente a un Oscar, se despoja aquí de su piel de estrella, se pone la de un personaje histórico, y compone el que creo debe ser el mejor papel de su carrera, aunque haya ganado un premio de la Academia por Cisne negro (2010). En la imagen más significativa de la película, vemos a Natalie Portman, absolutamente transformada en Jackie Kennedy, dentro de un coche. Su rostro reflejado en el cristal de la ventanilla, compartiendo plano con lo que se ve fuera, en imágenes de archivo: al pueblo estadounidense que ha salido a la calle para ver pasar a la viuda de América. La película de Larraín enfrenta a una mujer de carne y hueso ante la historia. Las fiestas de cumpleaños infantiles, la mudanza para abandonar la Casa Blanca, los momentos en que Jackie aparece sin maquillaje, demacrada, fumando y bebiendo, se oponen a la parafernalia gubernamental, a las banderas de barras y estrellas, a los recuerdos de Abraham Lincoln. Jackie se convierte en una heroína con un propósito: organizar el funeral de su marido, consciente del valor histórico que tendrá ese momento en el inconsciente colectivo. Pero también tiene dudas, existenciales, espirituales, evidenciadas en las escenas con el cura encarnado por John Hurt, en uno de sus últimos papeles para el cine. Jackie es una gran película, que lamentablemente no alcanza a ser una obra maestra por hacer demasiado explícitas sus intenciones. El acierto de utilizar la banda sonora del musical Camelot (Alan Jay Lerner, 1960) como metáfora del papel mitificado de los Kennedy en la historia estadounidense, se estropea en unos cuantos diálogos que se empeñan en explicar innecesariamente su sentido dentro de la trama. Una idea que ya había quedado clara de forma magistral en una imagen: cuando Jackie contempla en las tiendas los maniquíes sin rostro que reproducen su icónico look.
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