Compara Albert Camus el sentimiento de lo absurdo -la idea de que la existencia no tiene significado alguno- con el divorcio entre los personajes de una obra y su decorado. La sensación de que, a la tragedia de un hombre, el mundo responde con silencio. Creo que en Petra, el director Jaime Rosales 'divorcia' su cámara de sus personajes, en un sentido similar. Es una convención del cine que el objetivo de la cámara debe seguir el movimiento de los actores y sus miradas. Aquí, una cámara fantasmal se mueve continuamente, visitando habitaciones y paisajes, en recorridos en los que parece toparse casi por casualidad con los personajes. A veces, incluso, la cámara se pasea por escenarios completamente vacíos. En otros momentos, nos obligan a escuchar voces en off, a imaginar las acciones de los intérpretes. Una planificación distanciadora para el argumento, quizás, menos realista de Rosales. Lo que plantea es una tragedia griega -me recuerda a El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963)- en la que el destino es ineludible, en el que hay giros inesperados, revelaciones terribles y mucho sentimiento de culpa. Y todo esto ocurre mientras la cámara se pasea, como si nada. En términos de planificación, es lo mismo que un personaje se prepare una tortilla, a que apunte a alguien con una escopeta. Igual que el mundo no diferencia entre un accidente de coche y un pícnic. Ante algunos de los hechos trágicos de la historia, Rosales nos muestra los árboles, impasibles ante el drama. El viento sigue moviendo las hojas, los pájaros graznan aunque haya ocurrido lo más terrible. El sol del mediodía sigue calentando inclemente. Quizás el mismo sol que sufre en la playa el protagonista de El extranjero. Esta mirada me parece devastadora. Rosales, además, desordena el relato para que incluso los momentos felices de sus personajes se tornen amargos, cuando ya sabemos que las ilusiones no sirvieron de nada. Propone Rosales padres terribles para sus hijos. Como dioses que devoran a sus descendientes. Joan Botey está enorme en un personaje, Jaume, que es como un rey tirano, con el subconsciente a la vista, capaz de escupir frases terribles, que destacan como rayos entre los amables diálogos naturalistas del resto del elenco. Se enfrentan a él Bárbara Lennie -siempre estupenda- y un habitual del cine de Rosales, Alex Brendemühl. Completa el reparto una Marisa Paredes que puede parecer una Hera celosa de Zeus, capaz de grandes crueldades, pero diosa madre al fin y al cabo. Estos personajes afrontan su destino trágico ante la impasibilidad del mundo. Dijo también Albert Camus que el suicidio es el único problema serio del que debería ocuparse la filosofía. Rosales presenta a sus espectadores, además, otro dilema: el del arte y lo comercial. Contrapone la verdad, al éxito, al dinero. Curiosamente, en esta historia, saber la verdad resultará trágico.
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