Cada nueva película de Pedro Almodóvar es un acontecimiento. No es para menos. Actualmente es nuestro director más conocido y respetado, con una exitosa carrera de premios del mayor prestigio. Lo que no sé muy bien es qué nos pasa con Pedro. Sus películas polarizan más que las de ningún otro autor. Las amamos o las odiamos. Creo que con Almodóvar pasa como con todo en España: es una cuestión emocional. Al igual que sobre la política, el fútbol, o la mejor tortilla de patatas, hablamos sobre él desde el corazón. Para bien o para mal, Almodóvar está ahí arriba con la selección nacional: la misma capacidad para despertar amores y odios. Si eres "almodovariano" -¿Cuántos directores tienen un adjetivo propio?- te gustará (casi) todo lo que hace el manchego. Y es perfectamente legítimo. La mayoría de los autores repiten esquemas, temas, preocupaciones y actores: desde Steven Spielberg a Woody Allen pasando por Eric Rohmer y Hitchcock. Pero también es perfectamente legítimo que no te interese el cine de este señor. Cualquier espectador puede decir que una película "no le interesa" o que "le aburre". (Un critico de cine, en mi opinión, debería aportar algo más). Un autor es como un amigo; si te cae bien, si te identificas con él, disfrutarás de su compañía. ¿Cuántos amigos tenéis que estén igual de graciosos todas la veces que quedáis? ¿Y siempre tienen algo interesante que contar? Exigirle a un director de cine que esté "bien" en todas sus películas es absurdo. Comparar cada nueva obra con sus mayores éxitos pasados, una buena forma de amargarse y de no disfrutar con el presente. Yo nunca he comulgado con el cine de Almodóvar. Ni siquiera con esas películas que en tu mente son "las buenas". Pero creo que si escribo un texto sobre Dolor y gloria, debo -intentar- ser objetivo. A nadie le importa si algo me gusta o no me gusta, aunque la subjetividad es imposible de eliminar si hablamos de arte. Por eso, me tomo la libertad de hacer los dos papeles, a la vez: el de espectador complacido y el de hater. Aquí van tres razones por las que la nueva película de Almodóvar está muy bien y otras tantas por las que nos ha vuelto a tomar el pelo.
En contra: Almodóvar es una vieja gloria
1. Almodóvar habla de sí mismo. Hay algo de vergüenza ajena en todo ejercicio de nudismo artístico. En Dolor y gloria, no encontramos al Almodóvar de las comedias mordaces, ni el de los grandes dramas arrebatados. ¿Quién es entonces? Un Almodóvar menor. No sabemos muy bien si es que se le han acabado las historias para contar y por eso decide mirarse el ombligo, o si realmente cree que su figura tiene ya la estatura suficiente para justificar este auto homenaje.
2. El Almodóvar guionista se libera de tener una historia que contar. Y por eso no cuenta nada. Pasa de una cosa a la otra, sin continuidad, enlazando ideas con flashbacks, de la forma más elemental posible. Le interesa demasiado hablar de sí mismo y mostrar sus películas, libros y obras de arte de cabecera. ¿Por qué nos tiene que interesar todo eso?
3. Todo es falso. Nada es creíble en Dolor y gloria. Desde la escena inicial con esas mujeres cantando -Rosalía incluida-, pasando por un Antonio Banderas casi paródico, sin olvidar esos diálogos impostados y las citas literarias a destiempo. Muchos momentos del film te dejarán con cara de WTF y no sabrás si estás viendo la última de Almodóvar o su parodia.
A favor: Almodóvar es un autor en plena forma
1. Almodóvar habla de sí mismo. Y eso es bueno, porque, sin duda, sabe de lo que habla. El personaje cinematográfico de Almodóvar -interpretado con gracia y cariño por Antonio Banderas- me parece un gran hallazgo. Se dibuja a sí mismo como exitoso, pero incapaz de ser feliz. Agobiado por los achaques, la nostalgia y los rencores del pasado. La idea de partida es digna de Woody Allen: el trasunto almodovariano se engancha a la heroína en la tercera edad. A partir de ahí, hace repaso de su vida: su relación con su madre, el despertar de su pasión por el cine y la literatura, su homosexualidad, pero también las broncas con actores, los amores que siguen doliendo y un bloqueo creativo que es existencial. Almodóvar contempla su éxito, pero con humor: la frase "no entiendo por qué gusto tanto en Islandia" debe estar entre las más graciosas de su filmografía. Encuentro aquí al Almodóvar menos pretencioso, más mundano y humano, con sus pequeñas manías y excentricidades.
2. El Almodóvar guionista se libera de tener que contar una historia. En mi opinión, muchas películas del director compensan un argumento débil -por no decir demencial- con la pura emoción de las situaciones. Suele buscar en su filmografía el giro sorprendente de culebrón y retorcer las situaciones hacia el melodrama. En Dolor y gloria, al utilizar el hilo (auto)biográfico como único conductor, tenemos a un Almodóvar libre y juguetón, lo que permite una narración ágil, episódica y ligera. Esto es así porque cada episodio funciona: la emotiva relación infantil con la madre -Penélope Cruz vuelve a estar en clave 'madre del cine italiano' y, como siempre en este registro, está estupenda-; la reconciliación con el actor que interpreta Asier Etxeandía, que forma una gran pareja con Banderas; el emocionante encuentro con un antiguo amor (Leonardo Sbaraglia); la entrañable relación adulta con la madre (Julieta Serrano). La libertad narrativa permite también licencias como acercarse al cine-ensayo o más bien al cine-diario personal: la secuencia que habla de cómo el protagonista aprendió geografía -viajando- y anatomía -con sus dolores- es divertida y sorprendente.
3. Todo es falso. Como varios de los grandes directores de la historia del cine, Almodóvar no intenta copiar la realidad, sino que crea su propio universo. En Dolor y gloria esto está mucho más justificado que de costumbre, al partir de la subjetividad del narrador. La imposible escena inicial de las mujeres cantando a la orilla del río se justifica como un recuerdo feliz de la infancia, filtrado por la nostalgia. Y cuando hablo de un universo propio, no me refiero únicamente al diseño de producción -su sensibilidad pop para el vestuario y los decorados son una seña de identidad más que conocida- sino al tono de las interpretaciones y de los diálogos, que, aún teniendo elementos costumbristas, se pueden mezclar fácilmente con la cita literaria, convertirse en un monólogo teatral, o permitir que un fotograma de cine clásico invada la pantalla. Almodóvar usa aquí la fotografía, el montaje y la música -de Alberto Iglesias- para crear un artefacto que reflexiona sobre el cine y su relación con otras artes y con la persona misma del autor.
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