El plano subjetivo que abre Van Gogh, a las puertas de la eternidad es toda una declaración de intenciones: la intención de esta película es meternos dentro de la cabeza de Vincent Van Gogh, con todo lo que eso conlleva. Vemos los colores que él veía y esa realidad, sospechamos, distorsionada que plasmaba en sus cuadros, consiguiendo una fuerza que sus contemporáneos fueron incapaces de apreciar. Planos subjetivos, desenfocados en los bordes y un estilo pictórico antes que narrativo, le sirven a Julian Schnabel, que fue pintor antes que director de cine -Basquiat (1996)-, para introducirnos en la mente del atormentado artista. Esa subjetividad es encarnada por un entrañable Willem Dafoe -nominado al Oscar por esta interpretación- capaz de hacernos entender su genio, pero también su soledad y su desequilibrio. Porque ese primer plano subjetivo que he mencionado antes también evidencia otro eje temático de la película: la desconfianza con la que la campesina abordada por Van Gogh responde al artista. El film nos cuenta la conocida historia del pintor, de una forma mucho más efectiva, interesante y emocionante que la reciente Loving Vincent (2017). Pero aunque el hilo biográfico guía la trama -su relación con su hermano Theo (Rupert Friend), su encuentro con Gauguin (Oscar Isaac)- lo importante aquí es la incomprensión de una sociedad rígida, incapaz de aceptar algo nuevo, que quizás hay que leer en clave de actualidad, cuando resurgen en todo el mundo fuerzas retrogradas: esa maestra y esos niños que no comprenden que Vincent pinte las raíces y no la copa de un árbol; el sacerdote (Mads Mikkelsen) que encuentra feos sus cuadros y no entiende que se llame a sí mismo 'pintor'. El film -escrito por Jean-Claude Carriere- elige centrarse en la forma mística en la que Van Gogh entiende la pintura, dejando prácticamente en off sus arranques violentos. El neerlandés se ve a sí mismo como una figura mesiánica -capaz de perdonar a los que no saben lo que hacen- que busca inmortalizar en sus cuadros un mundo absurdo condenado a ser efímero. Todos los que marginaron a Van Gogh, en cambio, han sido olvidados.
VAN GOGH, A LAS PUERTAS DE LA ETERNIDAD -EL SANTO DEL PELO ROJO
El plano subjetivo que abre Van Gogh, a las puertas de la eternidad es toda una declaración de intenciones: la intención de esta película es meternos dentro de la cabeza de Vincent Van Gogh, con todo lo que eso conlleva. Vemos los colores que él veía y esa realidad, sospechamos, distorsionada que plasmaba en sus cuadros, consiguiendo una fuerza que sus contemporáneos fueron incapaces de apreciar. Planos subjetivos, desenfocados en los bordes y un estilo pictórico antes que narrativo, le sirven a Julian Schnabel, que fue pintor antes que director de cine -Basquiat (1996)-, para introducirnos en la mente del atormentado artista. Esa subjetividad es encarnada por un entrañable Willem Dafoe -nominado al Oscar por esta interpretación- capaz de hacernos entender su genio, pero también su soledad y su desequilibrio. Porque ese primer plano subjetivo que he mencionado antes también evidencia otro eje temático de la película: la desconfianza con la que la campesina abordada por Van Gogh responde al artista. El film nos cuenta la conocida historia del pintor, de una forma mucho más efectiva, interesante y emocionante que la reciente Loving Vincent (2017). Pero aunque el hilo biográfico guía la trama -su relación con su hermano Theo (Rupert Friend), su encuentro con Gauguin (Oscar Isaac)- lo importante aquí es la incomprensión de una sociedad rígida, incapaz de aceptar algo nuevo, que quizás hay que leer en clave de actualidad, cuando resurgen en todo el mundo fuerzas retrogradas: esa maestra y esos niños que no comprenden que Vincent pinte las raíces y no la copa de un árbol; el sacerdote (Mads Mikkelsen) que encuentra feos sus cuadros y no entiende que se llame a sí mismo 'pintor'. El film -escrito por Jean-Claude Carriere- elige centrarse en la forma mística en la que Van Gogh entiende la pintura, dejando prácticamente en off sus arranques violentos. El neerlandés se ve a sí mismo como una figura mesiánica -capaz de perdonar a los que no saben lo que hacen- que busca inmortalizar en sus cuadros un mundo absurdo condenado a ser efímero. Todos los que marginaron a Van Gogh, en cambio, han sido olvidados.
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