Matteo Garrone firma en Pinocho uno de los films más inusuales del año. Puede decirse que la filmografía reciente del italiano gravita en sus últimas películas entre el realismo social de Gomorra (2008) y el cuento de hadas de El cuento de los cuentos (2015), si bien lograba un equilibrio entre ambos tonos en Dogman (2018), su penúltima y muy redonda película. En Pinocho, basándose en el texto original de Carlo Collodi, Garrone encuentra también elementos de ambos mundos. Está la marioneta animada protagonista, el hada y los animales que se comportan como personas, pero todo esto Garrone lo retrata de la forma más sencilla posible, evitando el sense of wonder de la maravillosa versión animada de Disney de 1940, para proponer una suerte de cotidianidad de lo fantástico. Nadie se asombra de que un muñeco de madera vaya al colegio, pero es que además, Garrone retrata a Gepetto -Roberto Benigni, que fue su propio Pinocho en 2002- como un muerto de hambre. Con esa mirada social que encontramos en sus otras películas, Garrone nos habla de los desamparados. Os dirán que este Pinocho no es para niños, que es demasiado oscuro -yo mismo tenía mis dudas- pero, tras verla creo que Garrone apunta a todos los públicos y que su mensaje tiene valor. Por otro lado, el diseño de producción es bonito, pero modesto, con animales antropomorfos que parecen salidos de una pintura del Bosco -ese atún-, pero es el realismo lo que impera, así como la ternura entre Pinocho y Gepetto. La versión de Disney, vista ahora, tampoco era demasiado luminosa y el tema central sigue siendo el mismo: si no obedeces a tus padres y estudias, acabarás siendo un burro, un mensaje casi tan problemático como el de La naranja mecánica (1971) de Kubrick. Garrone se aleja de esta visión conformista y premia a su Pinocho (Federico Ielapi) cuando, por fin, decide preocuparse por los demás.
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