Despertar al mundo es uno de los temas más recurrentes en la ficción, esas historias de las primeras veces, normalmente protagonizadas por un personaje adolescente que sufre el complicado trance de convertirse en adulto. Esta idea se cumple en Hasta los huesos, adaptación de la novela de Camille DeAngelis, un coming of age que aborda la perspectiva del diferente. La protagonista, Maren (Taylor Russell), además de mujer y afroamericana, es caníbal. Siente un deseo irrefrenable de comer carne humana, lo que, lógicamente, no es bien visto socialmente. Esta idea sirve como metáfora de cualquier condición que nos haga distintos: ser lesbiana, transexual, tener una discapacidad, ser un vampiro o comer carne cuando está de moda ser vegano. Maren despierta entonces a un mundo diferente al 'normal', con otras reglas, una sociedad dentro de la sociedad, secreta y clandestina, conformada por los otros caníbales que irá conociendo durante la historia. Lo que no impide que, como en cualquier relato iniciático, Maren descubra el amor. Timothée Chalamet vuelve a actuar a las órdenes del italiano Luca Guadagnino tras la recordada Call me by your name (2017), encarnado al ideal romántico, una figura misteriosa, atractiva y peligrosa que acaba convirtiéndose en el compañero vital ideal. Hasta los huesos me ha recordado a Crepúsculo (2008), o quizás, a lo que me habría gustado ver en la exitosa película de Catherine Hardwicke: aquí, las escenas de canibalismo -sin llegar al exceso gore, en mi opinión- son sangrientas y el mundo de los antropófagos resulta inquietante y por momentos aterrador. Si Michael Stuhlbarg nos maravilló en Call Me By Your Name como el padre que todos hubiéramos querido tener, aquí se convierte en un redneck caníbal terrorífico. Menos me convence el personaje del siempre estupendo Mark Rylance, que de alguna forma se las arregla para resultar inquietante en el mismo registro de excéntrico inofensivo en el que le hemos visto sobre todo en sus colaboraciones con Steven Spielberg. Sin embargo, el personaje de Rylance me resulta demasiado extravagante. Pero esa es solo mi opinión. La película de Guadagnino es hermosa cuando se convierte en road movie, recorriendo las infinitas carreteras de Estados Unidos en un registro cercano a la Americana, con la estupenda música de Trent Reznor y Atticus Ross, y tiene un punto melancólico, porque en el fondo nos dice que todos estamos solos: tanto los caníbales que viven al margen de la sociedad como sus víctimas, elegidas entre los que tampoco tienen arraigo. Pero también están solos los que aman, porque, tarde o temprano, tendrán que separarse.
HASTA LOS HUESOS (BONES AND ALL) -AMOR CANÍBAL
Despertar al mundo es uno de los temas más recurrentes en la ficción, esas historias de las primeras veces, normalmente protagonizadas por un personaje adolescente que sufre el complicado trance de convertirse en adulto. Esta idea se cumple en Hasta los huesos, adaptación de la novela de Camille DeAngelis, un coming of age que aborda la perspectiva del diferente. La protagonista, Maren (Taylor Russell), además de mujer y afroamericana, es caníbal. Siente un deseo irrefrenable de comer carne humana, lo que, lógicamente, no es bien visto socialmente. Esta idea sirve como metáfora de cualquier condición que nos haga distintos: ser lesbiana, transexual, tener una discapacidad, ser un vampiro o comer carne cuando está de moda ser vegano. Maren despierta entonces a un mundo diferente al 'normal', con otras reglas, una sociedad dentro de la sociedad, secreta y clandestina, conformada por los otros caníbales que irá conociendo durante la historia. Lo que no impide que, como en cualquier relato iniciático, Maren descubra el amor. Timothée Chalamet vuelve a actuar a las órdenes del italiano Luca Guadagnino tras la recordada Call me by your name (2017), encarnado al ideal romántico, una figura misteriosa, atractiva y peligrosa que acaba convirtiéndose en el compañero vital ideal. Hasta los huesos me ha recordado a Crepúsculo (2008), o quizás, a lo que me habría gustado ver en la exitosa película de Catherine Hardwicke: aquí, las escenas de canibalismo -sin llegar al exceso gore, en mi opinión- son sangrientas y el mundo de los antropófagos resulta inquietante y por momentos aterrador. Si Michael Stuhlbarg nos maravilló en Call Me By Your Name como el padre que todos hubiéramos querido tener, aquí se convierte en un redneck caníbal terrorífico. Menos me convence el personaje del siempre estupendo Mark Rylance, que de alguna forma se las arregla para resultar inquietante en el mismo registro de excéntrico inofensivo en el que le hemos visto sobre todo en sus colaboraciones con Steven Spielberg. Sin embargo, el personaje de Rylance me resulta demasiado extravagante. Pero esa es solo mi opinión. La película de Guadagnino es hermosa cuando se convierte en road movie, recorriendo las infinitas carreteras de Estados Unidos en un registro cercano a la Americana, con la estupenda música de Trent Reznor y Atticus Ross, y tiene un punto melancólico, porque en el fondo nos dice que todos estamos solos: tanto los caníbales que viven al margen de la sociedad como sus víctimas, elegidas entre los que tampoco tienen arraigo. Pero también están solos los que aman, porque, tarde o temprano, tendrán que separarse.
CLOSE -LA MIRADA DEL OTRO
En su segunda película tras la contundente Girl (2018) -hablé de ella en Indienauta- el belga Lukas Dhont aborda de nuevo en Close las tensiones entre el individuo y la sociedad con respecto a la identidad. La película ha recibido el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes y podría representar a Bélgica de cara a los premios Óscar. Dhont vuelve a elegir como protagonista a un adolescente, Léo -Eden Dambrine, ganador del premio al mejor actor en el Festival de Sevilla- porque es en esa etapa de la vida cuando nos definimos como personas (o al menos, lo intentamos). Léo es un niño feliz que vive una bonita relación con su mejor amigo, Rémi (Gustav de Waele). Los dos preadolescentes disfrutan de una suerte de paraíso, es verano y viven en el campo, hasta que acaba el estío y deben comenzar una nueva etapa educativa en el instituto. Es entonces cuando todo se quiebra. Cuando la mirada del otro escruta la amistad de Léo y Rémi y la somete a juicio, todo cambia para ellos. Esa mirada colectiva, que censura lo diferente, pondrá a prueba a los dos niños y la relación entre ellos. Close es una película dura, triste y hermosa, que habla de la pérdida y de cómo podemos seguir adelante. Una película que pone en entredicho la masculinidad, o lo que la sociedad entiende que debe ser el comportamiento masculino. En ese sentido, me parece un hallazgo el uso que hace Dhont del hockey sobre hielo como imagen de la agresividad de la que tenemos que hacer gala -supuestamente- los hombres; y ese deporte funciona también como una metáfora de los golpes de la vida, de tener que levantarse una y otra vez aunque nunca lleguemos a dominar del todo el equilibrio sobre los patines; de cómo tras rompernos un hueso, la fractura puede sanar, pero no volvemos a ser los mismos.
LA MATERNAL -LA CULPA FUE DEL REGUETÓN
En su segunda película, Pilar Palomero cambia el relato íntimo y autobiográfico, que se proyectaba en el retrato de la sociedad española de los años 90, que proponía en Las niñas (2020), por la crítica social. La maternal puede ser una película menos personal, ya no juega la baza de la nostalgia sentimental, pero creo que es un paso adelante, un film más sólido y riguroso. También es mucho más duro, ya que plantea realidades incómodas y no permite la identificación con sus personajes, como sí ocurría en la ópera prima de Palomero. En La maternal nos encontramos con Carla, una adolescente que se queda embarazada y acaba en un centro de acogida. La película relata con dureza cómo Carla, que sigue siendo una niña, tiene que enfrentarse a la responsabilidad -no deseada- de tener un bebé en sus brazos. Para plantear el conflicto, Palomero nos presenta la vida de Carla en un pueblo pequeño; nos dice que su madre es una mujer inmadura, más pendiente de su novio que de su hija; nos muestra que su protagonista falta a clases, siempre está mirando sus redes sociales en la pantalla de su móvil y su única afición es practicar coreografías de música urbana. En resumidas cuentas, Carla está indefensa ante la vida y se expone a experiencias impropias de su edad: consume porno, alcohol y comete pequeños delitos. El retrato social es preciso, de veracidad estadística, quizás, un poco manido. Palomero nos muestra a Carla con todos sus defectos, rebelde ante su situación, pero finalmente, también consciente de ella. Cuando su madre le pregunta que qué quiere ser de mayor, Carla responde con ironía. Palomero no salva a su personaje ¿Qué futuro puede tener? pero sí ofrece alguna esperanza en un final abierto que apunta a que la vida sigue. La maternal es contundente en la dureza de su denuncia de una situación social, que matiza con momentos de humanidad que son lo mejor de la película: el espejo en el que se mira Carla -una Carla Quílez de naturalidad pasmosa- es su madre (Ángela Cervantes), cuyos errores está condenada a repetir a pesar del cambio generacional -si Carla escucha reguetón, la madre es fan de Estopa- y a la que, tras dar a luz, consigue entender mucho mejor; también brillan los terribles testimonios de las madres adolescentes del centro de acogida y la sororidad que se ha forjado entre ellas; y ese último paseo en bicicleta de Carla por su pueblo, cuando la vida ya le ha pasado por encima, que nos muestra que la infancia se le ha escapado.
ARMAGGEDON TIME -EL COMIENZO DEL FIN DEL MUNDO
Cuando llegas a una cierta edad, es inevitable echar la vista atrás. Un ejercicio que no necesariamente se hace con nostalgia, sino con la voluntad de entender. James Gray, con 53 años, lo hace en la maravillosa Armaggedon Time, una película en la que el director neoyorkino vuelve la mirada hacia su infancia. Tras una estupenda filmografía que parte de los géneros -cine negro, policial, romance, aventura y hasta ciencia ficción- para contar historias que parecen ser muy personales, Gray vuelve literalmente a la casa de su niñez para hablarnos de un chaval, Paul Graff (Michael Banks Repeta), que sueña con ser artista en una familia de origen judío de clase media. Si los lazos -y los conflictos- familiares han sido la sangre de todo el cine de Gray -desde The Yards (2000) hasta Ad Astra (2019)- aquí pasan a primer plano las relaciones de Paul con su abuelo (Anthony Hopkins), su padre (Jeremy Strong), su madre (Anne Hathaway) y su hermano (Ryan Sell). La historia contrapone el universo familiar, que puede ser tan acogedor como hostil por la incomprensión de los adultos, con el exterior, representado en los diferentes centros escolares a los que asiste Paul durante el film. En ese mundo que está fuera, el protagonista encuentra también la aventura -la visita al museo Guggenheim- y sobre todo la amistad de un niño afroamericano (Jaylin Webb). Estos elementos argumentales le sirven a Gray para escribir en imágenes sus memorias en un relato puramente emocional. Gray hace la crónica de un momento de inflexión de su vida, en el que los sueños infantiles comienza a chocar con la realidad de los adultos. Un tránsito traumático de la infancia a la adolescencia que Gray amplifica de manera perfecta, casi imperceptible, para proponer una mirada personal sobre la historia de Estados Unidos. Es el año 1980, en el que Gray parece ver el fin del idealismo de los sesenta y setenta -los Beatles no volvieron a unirse, todo lo contrario, John Lennon fue asesinado a finales de ese mismo año- y el comienzo de la conservadora era Reagan. Yo también fui niño en aquellos años y relaciono inevitablemente a aquel presidente con la amenaza del apocalipsis nuclear. Pero además, Gray nos presenta las raíces de lo que será el futuro, marcado por el apellido Trump, que es nuestro presente y en el que la sensación de que nos asomamos al fin del mundo es más acuciante que nunca. Gray entona el mea culpa como privilegiado de clase media, de raza blanca, que no hizo nada para combatir el ascenso de la ultraderecha y que no puede evitar sentirse mal porque ha jugado con mejores cartas que muchos otros. Sabemos que sus sueños infantiles de ser un artista se cumplieron, pero ¿De qué sirve eso en un mundo que sigue siendo racista, antisemita y en el que los ucranianos deben escapar de nuevo de su país?
INGMAR BERGMAN -TODAS SUS PELÍCULAS
Tortura (1944) es la primera experiencia cinematográfica de Ingmar Bergman, su prometedor estreno como guionista. Entonces trabajaba como escritor a sueldo para la productora Svensk Filmindustri y de esa labor surge este texto basado en experiencias de su vida como estudiante. El argumento enfrenta al joven Jan-Erik (Alf Kjellin) contra su sádico profesor de latín, apodado Calígula (Stig Järrel), en el que no resulta difícil ver un reflejo de una terrible figura autoritaria en la vida del propio Bergman: su padre, un estricto pastor luterano que aparecerá reflejado en no pocas de las futuras obras del director sueco. Dirigida con oficio por Alf Sjöberg, la película pasa del costumbrismo de la vida estudiantil al melodrama romántico, cuando el protagonista se enamora de una 'mujer fatal', la joven Bertha (Mai Zetterling), una chica torturada por la culpa de mantener una relación con el mencionado profesor. Jan-Erik tendrá que enfrentarse a este 'padre terrible' para madurar, aunque eso signifique apartarse de sus estudios y de su familia. Sjöberg rueda las escenas del amenazador Calígula como si fueran momentos de cine de terror, utilizando expresivas sombras expresionistas. La película anticipa las líneas de lo que serán las primeras obras de Bergman como director, en las que dibuja una sociedad conservadora e hipócrita que oprime a jóvenes protagonistas que viven una historia de amor que sirve como eje del relato. Además, aquí se asoman algunos actores que veremos enseguida en la filmografía del autor sueco, como Stig Olin, Birger Malmstem o Jan Molander. Bergman, que pudo dirigir algunas escenas de Tortura estrenándose como director, fue un creador prolífico que seguiría firmando guiones rodados por otros directores, mientras realizaba sus propias películas como autor total, compaginando todo esto además con su exitosa carrera como director teatral.
En sus memorias, Linterna mágica (1987), Ingmar Bergman describe el rodaje de Crisis (1946) como un auténtico desastre en el que acabó peleándose con todo el equipo -y con los jefes de los estudios Svenk Filmindustri-. En el debut de Bergman tras la cámara, adaptando una obra de teatro de Leck Fischer, una voz en off nos introduce en la vida de un pequeño pueblo y nos anticipa que la historia no es un gran drama, sino casi una comedia. Falso. La historia de Nelly (Inga Landgré) es un melodrama en toda regla, que roza la tragedia, con aires teatrales. Sobresalen los personajes femeninos fuertes: todo gira alrededor de la inocencia y la pureza de la joven Nelly, luminoso personaje que se embarca en un proceso de maduración. También están las miradas perdidas de Ingeborg (Dagny Lind), esforzada y endeudada madre adoptiva, carcomida por la pérdida de su hija. La película establece desde el principio una oposición entre lo rural, el pueblo, y la gran ciudad, capaz de corromper. Son las luces de la urbe las que encandilan a Nelly, que siente en su interior cierta rebeldía frívola, que representan los dos personajes malditos de la película, Jack (Stig Olin) y Jenny (Marianne Löfgren), y que se expresa en la secuencia más vibrante del film, la fiesta alocada de rock & roll que revienta el aburrido baile de pueblo en el que sólo se ponen vals. A esto se contrapone la decencia, encarnada por Ulf (Allan Bohlin), galán imposible que aspira al amor de la joven Nelly. El principal interés de la primera película de Ingmar Bergman es precisamente ese: que es su ópera prima; pero Crisis marca las líneas -melodramáticas- de las primeras obras del sueco e incluso apunta algunas de sus constantes autorales. Disponible en Filmin.
Llueve sobre nuestro amor (1946) es un melodrama que podría ser neorrealista si no fuera por el tono teatral de este segundo film de Ingmar Bergman, que transcurre casi enteramente en una pequeña y destartalada cabaña. Nos cuenta el encuentro de la pareja, que se enamora casi instantáneamente, formada por Maggi (Barbro Kollberg) y David, interpretado por Birger Malmsten, quien será el actor fetiche de Bergman en la prehistoria de su filmografía. El amor de pareja protagonista se enfrentará a varios obstáculos: la falta de dinero, de trabajo y de un techo bajo el que vivir. Pero también el rechazo de la sociedad que los rodea, desconfiada y prejuiciosa, que les pondrá las cosas difíciles, cuando no intentará directamente aprovecharse de su precaria situación. Casi todos los personajes son viles en esta historia basada en una obra de teatro de Oscar Braathen, menos, el hombre del paraguas, un misterioso narrador (Gösta Cederlund) cuyo papel acabará siendo clave para resolver la trama de forma milagrosa. El argumento pone el acento no solo en la falta de solidaridad humana, sino también en un sistema cruel -el judicial, el religioso, el económico- que machaca a los desfavorecidos. Todos los esfuerzos de Maggi y David por integrarse en la sociedad serán vanos. Además, tendrán que lidiar con sus propios pecados del pasado.
Llueve sobre nuestro amor (1946) es un melodrama que podría ser neorrealista si no fuera por el tono teatral de este segundo film de Ingmar Bergman, que transcurre casi enteramente en una pequeña y destartalada cabaña. Nos cuenta el encuentro de la pareja, que se enamora casi instantáneamente, formada por Maggi (Barbro Kollberg) y David, interpretado por Birger Malmsten, quien será el actor fetiche de Bergman en la prehistoria de su filmografía. El amor de pareja protagonista se enfrentará a varios obstáculos: la falta de dinero, de trabajo y de un techo bajo el que vivir. Pero también el rechazo de la sociedad que los rodea, desconfiada y prejuiciosa, que les pondrá las cosas difíciles, cuando no intentará directamente aprovecharse de su precaria situación. Casi todos los personajes son viles en esta historia basada en una obra de teatro de Oscar Braathen, menos, el hombre del paraguas, un misterioso narrador (Gösta Cederlund) cuyo papel acabará siendo clave para resolver la trama de forma milagrosa. El argumento pone el acento no solo en la falta de solidaridad humana, sino también en un sistema cruel -el judicial, el religioso, el económico- que machaca a los desfavorecidos. Todos los esfuerzos de Maggi y David por integrarse en la sociedad serán vanos. Además, tendrán que lidiar con sus propios pecados del pasado.
En Barco a la India (1947) Ingmar Bergman adapta otra vez una obra de teatro -de Martin Söderhjelm- pero creo que su puesta en escena en esta, su tercera película, es más cinematográfica -menos teatral- que en sus esfuerzos anteriores. Aprovecha bien Bergman, de forma expresiva, los escenarios del puerto marítimo o los grandes barcos donde ocurre la historia. Aún así, el drama que plantea la historia se resuelve en largos monólogos o a través de diálogos entre los personajes, de indudable textura teatral. Repite Bergman con el protagonista de Llueve sobre nuestro amor: Birger Malmsten, Johannes, es un joven jorobado que vive en un barco y sueña con escapar de su vida, sobre todo de su padre, un tirano capitán interpretado por Holger Löwenadler, matizado en su maldad por un trágico destino. Una conflictiva relación pade-hijo que seguramente resonaba en la mente de Bergman, marcado por el rencor hacia a su padre, un estricto pastor luterano del que vivió distanciado. En la película, ambos personajes, enfrascados en un conflicto freudiano, forman un 'cuadrado' amoroso con dos mujeres: Sally (Gertrud Fridh), una actriz de vida disipada que permite a la cámara de Bergman meterse detrás de bambalinas -en un travelling que muestra al público, la orquesta, a los artistas y enanos, en un plano que demuestra su interés por estos ambientes, que veremos reflejados en futuras obras-; y la madre de Johannes, Alice (Anna Lindahl), una mujer madura que siente que la vida la ha dejado atrás al perder su juventud. Puro melodrama, que Bergman trasciende relativamente indagando en el alma de sus personajes. Hay además un idílico paseo en barca a una isla que inaugura en la obra de Bergman esa idea del verano, el sol, la naturaleza y el amor, como los elementos representativos de la felicidad (siempre efímera). Mencionemos también una estupenda secuencia de tensión cuando el protagonista se sumerge con escafandra en las aguas del muelle y debe depender de su padre -y rival amoroso- para proveerse de oxígeno.
En Música en la oscuridad (1948) el protagonista vuelve a ser Birger Malmsten, esta vez como un exmilitar que se ha quedado ciego accidentalmente. En la cuarta película como director de Ingmar Bergman nos encontramos ante un nuevo melodrama, que sin embargo gana solidez con respecto a las anteriores por el mayor rigor de su guión, que evita recargar demasiado las tintas sobre la historia de amor, y no utiliza excesivos giros provocados por el destino. Bergman prefiere explorar la lucha de su héroe, Bengt, para aprender a vivir con su ceguera, enfrentándose a varios obstáculos inherentes a su discapacidad. Emparejándole con la criada Ingrid (Mai Zetterling), Bergman, que todavía no firma un guión original -sino que adapta una novela de Dagmar Edqvist- introduce un subtexto social provocado por las diferentes posiciones económicas y sociales de la pareja. Pero sobre todo, Bergman explora el conflicto existencial de su personaje principal, que se enfrenta a la pérdida de la visión, lo que le convierte en un ser desesperanzado, sin fe, que contrasta con la trayectoria ascendente de Ingrid, que, a través de la educación -¿la luz?- conseguirá superarse. Bergman se muestra experimental en la puesta en escena, en muchos momentos de estética expresionista, y atención la secuencia onírica de corte surrealista en la que un martillo golpea un yunque delante de la imagen de un ojo para expresar el dolor que siente el héroe cegado. No se puede decir que Música en la oscuridad sea una gran obra -Bergman todavía tardaría en revelarse como el autor único que luego fue- pero aún así, fue nominada al Gran Premio Internacional en el Festival de Venecia. Disponible en Filmin.
Ciudad portuaria (1948) es otro melodrama de Ingmar Bergman, como la mayoría de las películas que dirigió en la primera etapa de su carrera. No firmaba entonces su guiones el autor sueco, que en esta ocasión se basa en una novela de Olle Länsberg. Sin embargo, Bergman parece querer disfrazar un argumento sencillo con diferentes elementos de interés. Primero, el protagonismo de Gosta (Bengt Enknd) no es tal, el personaje principal es Berit (Nine-Christine Jonsson), una joven atormentada, desorientada, marcada por una familia conflictiva y violenta, que acaba en un reformatorio y que luego se convierte en una chica de 'mala vida'. La película toca temas similares a los de la ópera prima de Bergman, Crisis (1946), para denunciar la hipocresía y la falsa moral de la sociedad en un sistema injusto que acaba aplastando al individuo. Bergman utiliza dos personajes de clase obrera para contar esto, dos trabajadores del puerto y se recrea en las primeras escenas en la descripción neorrealista de sus trabajos -alienantes y duros- y de los protagonistas. Se asoman además temas existencialistas sobre el absurdo de la vida, el suicidio y la idea de escapar a otro lugar para huir de los problemas, siendo el amor romántico el único consuelo ante el vacío existencial. En esto ya reconocemos a Bergman. Disponible en Filmin.
En Tres amores extraños (1949) -o La sed- Ingmar Bergman rueda la adaptación de varios cuentos cortos de la actriz Birgit Tengroth, escritos por el guionista Herbert Grevenius. La protagonista es Ruth, interpretada por Eva Henning, cuyos conflictos existenciales marcan el relato. Sobre todo es el pasado lo que pesa en los personajes de la película. Ruth sufrió por una relación con un hombre casado, Raoul, (Bengt Eklund), que se nos presenta primero en un flashback con imágenes de los amantes, que relacionan el verano, el sol, y el mar con la felicidad y la sensualidad. Un paraíso perdido tras el enfrentamiento con la mujer de Raoul, y tras tener que sufrir un aborto cuando este se desentiende de la paternidad. Ruth luego aparecerá atormentada ante la idea de no poder tener hijos y por las estrecheces económicas con su nueva pareja, Bertil (Birger Malmsten). La película se desarrolla en escenas de marcado acento teatral -los actores tienen la oportunidad de lucirse en varios monólogos- que ocurren en escenarios interiores, como la habitación de un hotel o el vagón de un tren que vuelve de Roma -ciudad del amor- a Estocolmo -la rutina matrimonial-. Bergman coloca a sus personajes al límite, y vemos aquí los conflictos de pareja que marcarán la carrera del autor sueco, pero luego propone, como es habitual en la primera etapa de su filmografía, el amor como tabla de salvación. Menos compactos resultan los otros dos relatos que se cruzan con la narración principal, otra mujer que comparte pasado con Ruth, y que se enfrenta a dos extraños intentos de seducción, por parte de su psiquiatra y de una vieja conocida. Dicho personaje, Viola, es interpretada por la propia Birgit Tengroth, autora de los relatos que conforman el material de partida de esta película. Bergman recurrió a ella para asegurarse su aprobación 'oficial' en lo referente al personaje, una lesbiana. Los cortes provocados por la censura de la época son los culpables de que la historia no se entienda del todo.
Esto no puede ocurrir aquí (1950) es la película de la que Ingmar Bergman no se sentía precisamente orgulloso, un mero encargo para sobrevivir. Un drama con el tono de una película de espías, trasfondo político anticomunista, sobre los refugiados de un país ficticio, enfrentados a la persecución de una dictadura totalitaria, con ecos del terrible holocausto nazi. La película tiene momentos de tensión, peleas, persecuciones, asesinatos, pero en el fondo, Bergman se las arregla -aunque no firme el guión- para resaltar de nuevo a una heroína en apuros, Vera (Signe Hasso), enfrentada a una situación que la aprisiona, a una sociedad que la rechaza, y a la que solo podrá salvar el amor. Y siendo una película de espías, de traiciones y lealtades traicionadas, se puede hablar de otro tema caro al director, el de las máscaras que usamos en sociedad, el de la representación. Hasta donde yo sé, la película no ha sido editada en ningún formato, aunque en Youtube se puede ver en una copia con muy mala calidad de imagen.
En Juegos de verano (1951) creo que Ingmar Bergman reincide en un mensaje que puede parecer contradictorio con respecto a la idea que tenemos sobre su cine eminentemente trágico: el de la alegría, a pesar de todo. Bergman nos dice que, sobrellevando la tragedia y del sinsentido de la vida, podemos ser felices, aunque sea de vez en cuando. Una idea probablemente existencialista: Albert Camus nos pedía imaginar feliz a Sísifo empujando su roca, aunque luego volviera a caer por el otro lado de la colina. Bergman firma el guión junto a Herbert Grevenius en una historia con una estructura habitual en el director sueco: se desarrolla como un flashback que nos permitirá descubrir una pena del pasado que impide la felicidad actual de Marie (Maj-Britt Nilsson) -una bailarina, como la protagonista de Tres amores extraños, que Bergman retrata acordándose de Degas- y nos cuenta también su relación sentimental con Henrik (Birger Malmsten). Bergman vuelve a colaborar con Gunnar Fischer como director de fotografía y juntos consiguen evocar las sensaciones del verano, los sabores de las fresas silvestres, del agua fría y del viento caliente, de los besos sobre la hierba. Mencionemos también el simpático atrevimiento de incluir una breve animación, un simpático cartoon que los protagonistas imaginan divertidos, y cómo luego se anticipa la tragedia futura con el grito de un águila. Los protagonistas -y los espectadores- no tienen ninguna razón para esperar que ocurra algo malo, más que la constatación de que son felices y pueden perderlo todo. Y cuando la tragedia acontece, el cielo, las nubes y el mar siguen siendo hermosos, ajenos al destino oscuro de los protagonistas. En la escena final, en el camerino, la bailarina Marie se desmaquilla mientras se enfrenta al director del ballet (Stig Olin) caracterizado y Bergman hace uso de la metáfora más recurrente de su cine: la de las máscaras que utilizamos para esconder nuestro dolor, para escapar de nuestros demonios o de las penas del pasado. En esta película Bergman todavía no es Bergman, no del todo, pero ya se le ve venir.
Tres mujeres (1952) es un salto tremendo en la filmografía de Ingmar Bergman, y aunque en sus films anteriores siempre había un interesante retrato femenino, aquí las mujeres se convierten en personajes profundos, reales y dejan de ser heroínas melodramáticas; mujeres de verdad que, además, vehiculan el tema principal de la película: su papel en las relaciones románticas con los hombres, siempre en segundo plano, cumpliendo labores como la maternidad o el cuidado de la casa, detrás del exitoso empresario, soportando en silencio infidelidades y sobre todo, esperando. Bergman propone a tres mujeres, encarnadas por Anita Björk, Maj-Britt Nilson -con la que repite tras Juegos de verano-, y la estupenda Eva Dahlbeck -actriz importante en futuros títulos bergmanianos-. El autor sueco propone una suerte de alianza -sororidad diríamos ahora- entre estas mujeres insatisfechas y atrapadas en sus vidas que comparten sus historias cuando sus maridos están ausentes, y ante los que fingen cierta felicidad, aunque sea por pragmatismo. Otra vez, el tema de la máscara. Estas tres mujeres están emparejadas con tres hombres, de diferentes personalidades, pero todos distantes y machistas, interpretados por Birger Malmsten -el rostro más presente en la primera parte de la carrera del director-, Gunnar Björnstrand -que será habitual y clave en películas futuras- y Jarl Kulle -otro predilecto de Bergman-. Los maridos que aparecen en la historia son los típicos hombres bergmanianos: mentirosos, egoístas, cobardes, infieles, incapaces de entender los problemas de sus parejas. Nominada al León de Oro en el Festival de Venecia, en Tres mujeres Bergman despliega sus dotes como guionista, creando personajes femeninos memorables; su talento como director de actrices y también su destreza en la puesta en escena, con soluciones ingeniosas, por ejemplo, en el segmento protagonizado por Marta (Maj-Britt Nilson), un relato que viaja al pasado constantemente, escenificado en París y que juega además con las ensoñaciones de la protagonista. Mencionemos también la sensualidad el relato inicial, sobre todo de la escena entre Anita Björk y Jarl Kulle en una piscina; y quizás la primera radiografía de un matrimonio maduro que hace Bergman, en el episodio final del film, cuando la pareja formada por Björnstrand y Dahlbeck se queda atrapada en un ascensor y no les queda más remedio que hablar, confesar e intentar luchar contra el paso del tiempo, para acabar besándose de nuevo como si fuera la primera vez. A pesar de la constatación del fracaso de la pareja, la película se permite un final pragmáticamente optimista e incluso el mantener la esperanza de la posibilidad del amor en esa pareja de jóvenes ilusos que se fugan en una barca.
Un verano con Mónica (1953) es la primera obra mayor de Ingmar Bergman, la confirmación de la trayectoria ascendente de sus trabajos anteriores. Con guión de Per Anders Fogelström, la película nos cuenta una historia en la línea de las primeras obras de Bergman: una pareja de jóvenes de clase trabajadora se enfrenta a una sociedad que les pone las cosas muy complicadas, por cuestiones morales, económicas y sobre todo por cierta hipocresía y ruindad. Mónica -arrolladora Harriet Andersson, que debuta aquí en una película hecha a su medida- es una joven maltratada, enfrentada a la pobreza y al machismo, que ve en el amor una posibilidad de fuga. Y eso hace junto a Harry (Lars Ekborg), en una escapada que vale la película. La pareja, en un bote, se marcha a una pequeña isla donde experimentan una suerte de regresión a un estado primitivo, a un pequeño paraíso, sin responsabilidades, en el que de nuevo aparece el verano, el sol y el mar como equivalentes visuales a la felicidad vital en un escenario maravillosamente fotografiado en blanco y negro por Gunnar Fischer, en la línea de la anterior Juegos de verano. Bergman abandona el tono teatral y se deja lleva por las imágenes y por la sensualidad de su protagonista. Con la misma efectividad, el director nos contará luego la pérdida de ese paraíso, la vuelta a la realidad, el desgaste de la pareja por la rutina, la llegada de la paternidad y las estrecheces económicas, en un final amargo y anticlimático que parece contradecir, aplastar, la idea que hemos visto antes sobre la felicidad, derrumbándola como una mera ilusión. Inolvidable la forma en que Mónica mira directamente a cámara, mientras fuma un cigarrillo, desafiando al espectador a juzgarla, o quizás, esperando su comprensión. Disponible en Filmin y en Amazon Prime Video.
Noche de circo (1953) aborda temas recurrentes en Ingmar Bergman como la pareja, la fidelidad y las estrecheces económicas, en el escenario del mundo del arte -el teatro- y el espectáculo -el circo-, cuya trastienda suele aparecer también en la filmografía del sueco. El relato es crepuscular y se centra en una compañía circense en crisis, cuyo director no tiene ni para camisas, Albert Johansson (Ake Grönberg) que hace una extraña pareja con la arrebatadora Anne -Harriet Anderson, que demuestra de nuevo su fuerza, interpretando a una artista ecuestre que se hace pasar, nada menos, que por andaluza-. Albert es, de nuevo, ese padre irresponsable, que abandona a la familia por amor al arte y a sus amantes, que reaparece una y otra vez en la filmografía de Bergman, en un reflejo autobiográfico, expiando quizás un sentimiento del culpa. El propio Bergman firma un guión que enfrenta a unos personajes sometidos a humillaciones y a un destino trágico ineludible, y que acaba quitándoles toda dignidad. Esto es así desde el payaso triste Frost (Anders Ek) que sufre una terrible afrenta por culpa de su mujer, nada más empezar el film, en una vibrante secuencia que Bergman parece haber arrancado del cine mudo y que resumen las intenciones del film. La película está espléndidamente fotografiada por Sven Nykvist, con el que Bergman colabora aquí por primera vez. Disponible en Filmin.
Una lección de amor (1954) retoma los personajes del matrimonio que se quedaba encerrado en un ascensor en Tres mujeres (1952), que aquí vuelven a interpretar dos actores recurrentes en la filmografía de Ingmar Bergman: Eva Dahlbeck y Gunnar Björnstrand -este último como el típico personaje masculino bergmaniano: marido y padre al borde de abandonar a su familia-. Ambos dan vida a un matrimonio que tras 15 años se desmorona, sobre todo tras la irrupción de una joven que dice estar locamente enamorada de él. Bergman nos cuenta la historia de esta pareja a través de flashbacks sobre su relación, el origen de la misma, en la que está implicado un artista, Carl-Adam -el imponente Ake Grönberg-, que reaparecerá en el peor momento. El pasado siempre tiene un peso importante en los personajes de Bergman y aquí se presenta al espectador para hacerle reflexionar sobre si la pareja principal merece ser salvada. Más interesante es cómo el autor habla del amor y de la vida a través de pequeños personajes secundarios, como la adolescente rebelde Nix -Harriet Andersson en un papel de cría- y sobre todo el patriarca de la familia, el profesor Henrik Erneman (Olof Winnerstrand), cuyas reflexiones son lo mejor de la cinta, que, por cierto, hereda el tono de comedia de la mencionada secuencia en el ascensor de Tres mujeres. Bergman se aleja del drama.
En Sueños (1955) Eva Dahlbeck deja de ser para Ingmar Bergman la esposa de un matrimonio en crisis para convertirse en 'la otra', una productora del mundo de la moda que a pesar del poder que tiene en su profesión, se ve humillada y desvalida por estar enamorada de un hombre casado (Ulf Palme), que la lleva a suplicar por un último encuentro furtivo. Bergman dibuja dos triángulos amorosos, el primero ya ha sido mencionado, el segundo está protagonizado por una joven modelo (Harriet Andersson) y un hombre mayor (Gunnar Björnstrand), que busca en ella el consuelo tras la demencia de su mujer y el desamor de su hija rebelde. De alguna forma retorcida, el personaje de Andersson sería ambas cosas. Sueños es una película de hombres débiles, a merced de mujeres fuertes -como la mayor parte del cine de Bergman- que al mismo tiempo acaban siendo presas del amor y sobre todo, de las imposiciones morales de una rígida sociedad. En sus memorias cinematográficas Imágenes, el propio Bergman recuerda que Sueños está lastrada por el momento deprimente que vivía tras el fin de su relación sentimental con Andersson. Disponible en Filmin y en Amazon Prime Video.
Sonrisas de una noche de verano (1955) parece una comedia ligera, sobre todo para lo que ha mostrado Ingmar Bergman en su filmografía anterior. Algo curioso si hacemos caso al propio autor sueco, que llegó a decir que en esa época atravesaba una depresión tan profunda que llegó a pensar en quitarse la vida. Obviamente inspirado en Shakespeare, los temas de la película no son precisamente ligeros y siguen siendo los recurrentes de su obra: el tiempo como enemigo del amor y de la pareja, las infidelidades y los celos, la pasión de la juventud que se opone a la decepción de la madurez, incluso el suicidio ante la falta de fe. Pero todo esto lo cuenta Bergman con una (falsa) alegría que no había demostrado hasta entonces en la pantalla, en una comedia de enredos, una guerra de sexos de época, que enfrenta a tres parejas: Fredrik Egerman -un irreconocible Gunnar Björnstrand- y la joven Anne (Ulla Jacobsson); el caricaturesco conde Carl Magnus Malcolm (Jarl Kulle) y Charlotte (Margit Carlqvist); la criada Petra (Harriet Andersson) y el hijo de Fredrik, Henrik (Björn Bjelfvenstam). Liándolo todo, con sus propios intereses, está la actriz Desirée Armfeldt (Eva Dahlbeck). Los personajes de Björnstrand y Dahlbeck, aunque en teoría son amantes, funcionan como un matrimonio veterano, con sus idas y venidas, infidelidades y su 'no puedo vivir contigo, pero tampoco sin ti', que han interpretado ya estos actores en películas anteriores de Bergman. Mencionemos también la idea de los hijos abandonados o la mala relación entre padre e hijo, elementos claramente autobiográficos. No hay que olvidar tampoco la voz de la sabiduría, la matriarca, la señora Armfeldt (Naima Wifstrand), quien, como una 'reina madre', sabe a qué juegan todos y se ríe de ellos, y de la vida. Como curiosidad, en un pequeño papel, Bibi Andersson -es una de las actrices que aparece en la representación teatral- intérprete importante en el futuro del director, que comenzaba entonces su romance con él en la vida real. Nominada a tres premios Bafta y a la Palma de Oro en Cannes, ganó el premio al 'humor poético' en este último certamen y dio a conocer a Bergman en el panorama internacional. Disponible en Filmin.
El séptimo sello (1957), cuya inspiración surge en una obra teatral que Ingmar Bergman escribió como ejemplo didáctico para sus alumnos de arte dramático, significó su confirmación como un gran director, tras hacerse con el Gran Premio del Jurado en Cannes. Si en sus 16 cintas anteriores, Bergman había planteado historias realistas, casi todas actuales, sobre problemas humanos y sociales, aquí propone una alegoría, partiendo de la imagen de la Muerte jugando al ajedrez con su próxima víctima. Es esta la primera colaboración en la pantalla con Max Von Sydow, al que siempre relacionaremos inevitablemente con el director, que encarna a un caballero, que vuelve de las Cruzadas y se cuestiona el sentido de la existencia. Su encuentro con la Muerte (Bengt Ekerot) le llevará a pedir una prórroga -la partida de ajedrez- para llevar a cabo una última acción 'con sentido' en su vida. Así, los temas recurrentes de las anteriores películas de Bergman se trasladan aquí con un tono metafísico, pero tan humanos como siempre: el matrimonio que se rompe -por una infidelidad- aparece en el trío formado por el herrero, su mujer y un artista ambulante. La crisis de fe y el absurdo de la existencia están encarnados en el caballero. El amor y la idea de la pareja como tabla de salvación aparecen representados por los cómicos Jof (Nils Poppe) y Mia -Bibi Andersson, entonces pareja del director, en su primer papel relevante en una de sus películas- que representan a la sagrada familia junto a su pequeño hijo. Ellos permiten a Bergman hablar del mundo del espectáculo y de lo que ocurre tras bambalinas, otro de los temas preferidos bergmanianos. Mencionemos, por último, la sabiduría del veterano, escéptico y pesimista, que se burla de todo, en la figura del escudero Jöns, interpretado por Gunnar Björnstrand, actor importante en el elenco habitual de Bergman. El séptimo sello es un film grave que muestra la visión desencantada del autor sueco: un mundo oscuro y sin esperanza, aquí una Edad Media que suena al Carmina Burana, azotada por la peste en la que la sociedad se vuelve más egoísta que nunca por el miedo al contagio -la escena en la que intentan linchar a Jof-. Se refleja el miedo personal a la muerte cuando no se cree en nada, el terror ante el vacío; pero Bergman expresa también, de nuevo, su idea de la felicidad, siempre esquiva y momentánea, en esa tarde de campo que el caballero comparte con la familia de artistas ambulantes, comiendo fresas silvestres y bebiendo leche recién ordeñada, un breve instante en un paraíso en el que no hay preocupaciones ni miedos. ¿Qué es la vida sino una partida de ajedrez con la muerte que hemos perdido de antemano? El famoso momento de la 'danza de la muerte' fue improvisado en un instante, cuando ya se había terminado el rodaje y se retiraban técnicos y actores. Disponible en Filmin y Amazon Prime Video.
Fresas salvajes (1957) está considerada como una de las mejores películas de Ingmar Bergman. Premios no le faltan: nominada al mejor guión en los Oscar, Globo de Oro a la mejor película extranjera, Oso de Oro en el Festival de Berlín, y una mención especial en el Festival de Venecia. Bergman coloca sus preocupaciones habituales y los temas recurrentes de su obra en una figura que representa la generación de su padre, un médico retirado a punto de recibir un homenaje, que decide viajar en coche para asistir a la ceremonia, lo que da pie a una road movie de la memoria. Sueños y recuerdos invaden al médico, Isak Borg, que representa al mismo tiempo a su padre y al propio Bergman, en una película testamento que aparece más o menos en la mita de la filmografía del sueco, cuando aún le quedaban varias obras maestras por rodar y mucho por vivir. Ese Isak Borg es interpretado por el gran director sueco, Victor Sjöstrom, con homenaje a su película La carreta fantasma (1921) incluido, obra que Bergman consideraba su mayor influencia cinematográfica. El director acusaría en sus memorias, Imágenes (1987), a Sjöstrom de apoderarse de su película, de hacer suyo ese personaje que hace balance de su vida y se enfrenta al paso del tiempo -ese reloj que ha perdido las manecillas- y, claro, a la muerte -cuando presencia su propio entierro en un sueño recurrente el propio Bergman-. Isak vuelve a su vieja casa familiar, donde recuerda veranos felices -ese paraíso perdido, presente en muchas películas de Bergman, ese instante de felicidad plena que, por definición, no puede durar- y en el rincón de las fresas silvestres rememora la vida no vivida, los caminos no tomados, como el amor de Sara, interpretada por Bibi Andersson, que hace un doble papel: también es la joven alocada que Isak recoge en su coche, junto a dos amigos de esta, que reproducen la rivalidad amorosa que este vivió con su hermano. Pero también, los dos jóvenes representan, una vez más, el conflicto entre la fe y el nihilismo, entre el camino recto y la roca que gira y gira de Sísifo. Esa idea del absurdo de la existencia se refleja también en el hijo de Isak, Evald, interpretado por el habitual Gunnar Björnstrand. Evald y su mujer, Marianne (Ingrid Thulin) hablan de los problemas del matrimonio, los eternos conflictos de compartir trayecto vital y la compleja decisión de traer una nueva vida a un mundo carente de sentido. Relato más nostálgico que crepuscular, Fresas salvajes es la suma del cine de Bergman -como lo es El séptimo sello- pero con el envoltorio de la memoria, buscando -y encontrando- emociones humanas con las que todos nos identificamos. Su gran hazaña es mezclar en un mismo plano varios tiempos sin que nos demos cuenta de cómo se ha producido dicha transición. Disponible en Filmin y en Amazon Prime Video.
En su Cuaderno de trabajo (1955-1974), editado por Nórdica libros, Ingmar Bergman asegura que no comprende el éxito de En el umbral de la vida (1958), película con la que ganó un premio como director en Cannes y otro para sus actrices, realmente estupendas, Ingrid Thulin, Eva Dahlbeck, Bibi Andersson y Barbro Hiort af Ornäs. Película 'de encargo', el argumento -firmado por Ulla Isaksson, adaptando su propia novela- presenta a tres mujeres embarazadas, y una enfermera, que coinciden en un hospital, un poco a la manera de Tres mujeres. Cada una se enfrenta a la llegada de un bebé de una forma diferente: con inseguridad, con esperanza o incluso con rechazo. Bergman se muestra especialmente amargo al hablar de la maternidad, le da a los maridos -y padres- papeles muy secundarios y se concentra en las mujeres y su complejos sentimientos durante ese trance vital que lo cambia todo. El nacimiento es, curiosamente, un momento en el que se teme mucho a la muerte. En la filmografía del sueco, el aborto, todavía más que el suicidio, aparece una y otra vez como una opción ante el absurdo de la existencia. El embarazo, además, suele ser un punto de inflexión -para mal- en la trayectoria de una pareja. Aquí, Bergman se muestra especialmente pesimista en el desenlace y, por alguna razón, no nos creemos demasiado el final 'feliz' que propone. Aún así, la película resulta conmovedora, perturbadora -la intensa escena del parto- y emocionante. Una curiosidad: aunque en el momento del rodaje Bergman tenía ya seis hijos, en su autobiografía, Imágenes (1992), confiesa que nunca asistió -por diversas razones- al parto de ninguno de ellos, por lo que tuvo que pedir a un médico que le permitiera el acceso a un alumbramiento para plasmarlo correctamente en la pantalla. Casi se desmayó. En el umbral de la vida está disponible en Filmin y Amazon Prime Video.
En El rostro (1958) se oponen la fe y el misticismo -el arte, el teatro, el cine- con la razón, la mirada científica descreída, las instituciones, la mentalidad burguesa. El enfrentamiento entre el mago Vogler -irreconocible Max Von Sydow- y el consejero médico Vergerus (Gunnar Björnstrand) marca el dilema presente en la filmografía de Ingmar Bergman sobre la fe. Si los milagros que Vogler ofrece en su espectáculo, son ciertos, habría que aceptar la existencia de Dios, dice Vergerus, apellido este último de villano, que reaparecerá en la filmografía de Bergman en El huevo de la serpiente (1977) y Fanny y Alexander (1982). Bergman habla de la ignorancia del pueblo -los sirvientes son los únicos que creen en la magia de los feriantes- pero sobre todo se refiere a la representación, a los trucos de la ficción -las poleas que hacen levitar al ayudante de Vogler, que en realidad es su mujer, una magnética Ingrid Thulin- al recurso a las máscaras que llevamos todos -el actor que 'vuelve' a la vida como un fantasma reconoce la barba falsa de Vogler-, incluso los cargos públicos: vemos borracho al jefe de policía, la mujer del cónsul le es infiel y el propio consejero médico Vegerus sucumbe a las supersticiones que él mismo desprecia. Su escepticismo no es más que miedo disfrazado de arrogancia: tiene tanto temor a la vida como el resto. Si hay algo, o si no hay nada, después de la muerte, vuelve a ser la gran preocupación detrás de cualquier mascarada, de los personajes de Bergman. El rostro le valió al director tres premios en el Festival de Venecia. Está disponible en Filmin.
Con El manantial de la doncella (1960), Ingmar Bergman vuelve a esa Edad Media que refleja bien su idea de la existencia: una época oscura de fervor religioso y tremendas desigualdades sociales. Bergman parece decirnos que la pobreza, la ignorancia y sobre todo el hambre llevan a la vileza. La moral católica, estricta y basada sobre todo en la culpa, no te salvará tampoco de los bajos instintos, de la venganza. Hay un personaje importante entre estos dos mundos, la bastarda Ingeri (Gunnel Lindblom), embarazada, casi salvaje, de mirada diabólica, pagana adoradora de Odín, obediente sirvienta de la familia protagonista, pero que alberga un profundo rencor hacia la privilegiada Karin (Birgitta Pettersson), imagen de la pureza y la inocencia que acabará violada y asesinada por unos pastores más cerca de la bestia que del hombre. Tras el crimen, la película se convierte en una revenge movie en la que el padre de la doncella, Töre (Max Von Sydow), ejecuta a los 'malvados' pero solo para encontrar más culpa. El momento en el que se azota a sí mismo, con ramas de abedul, para purificarse antes de consumar su venganza, es portentoso. Bergman nos habla, de nuevo, del silencio de Dios y del absurdo de la existencia, en una película cargada de imaginería religiosa y de momentos muy poderosos. La moraleja, quizás, es que el burgués de Töre forma parte del sistema que ha provocado la muerte de su hija, y es tan culpable como los asesinos. El final, con el manantial de agua pura brotando debe ser de los más impactantes de la historia del cine: Bergman no cree en Dios, pero sí en los milagros. Esta cinta ganó el Oscar y el Globo de Oro a la mejor película extranjera, obtuvo una mención especial en el Festival de Cannes y también fue premiada en Valladolid. Está disponible en Filmin y en Amazon Prime Video. En 1972, Wes Craven se inspiraría en Bergman para rodar La última casa a la izquierda, un remake en clave exploit y de terror.
El ojo del diablo (1960) es lo que suele denominar una pieza menor, una obra ligera, con tono de humor existencialista, en la que Ingmar Bergman habla de nuevo del amor, de la pareja, de la fe y de la moral. Otro de sus temas más queridos es el teatro de la vida, lo que tiene de representación nuestras relaciones sociales. Aquí ejerce de narrador uno de los actores fetiche de Bergman, Gunnar Björntrand, y la excusa argumental es un orzuelo en el ojo de Satán (Stig Järrel), producido por la supuesta pureza de una joven, Britt-Marie (Bibi Andersson), a punto de casarse virgen. Para evitarlo, Satán revive y envía a la tierra nada menos que a Don Juan (Jarl Kulle), personaje legendario en el que el existencialista Albert Camus vio una forma de obrar acorde con el absurdo de la existencia: la conquista amorosa inagotable como sentido de la vida, tan válido como cualquier otro. Pero este Don Juan, claro, acaba enamorado. Como un reflejo en clave de comedia del Séptimo Sello (1957), el Diablo y Dios -ausente- juegan una partida de ajedrez en la que la tentación también amenaza el matrimonio del vicario (Nils Poppe) y su mujer (Gertrud Fridh). Un par de metáforas ejemplares resumen la mirada de Bergman sobre la hipocresía social: el demonio encerrado en el armario por el vicario; y que al final Britt-Marie se case con su prometido como Dios manda, sí, pero ocultándole que antes ha besado a Don Juan... y a 37 hombres más.
Como en un espejo (1961) es una de mis películas preferidas de Ingmar Bergman. Un duro retrato de la enfermedad mental que le valió al director importantes premios internacionales: ganó el Oscar a la mejor película extranjera y fue nominado al mejor guión; además de llevarse un galardón en el Festival de Berlín. El argumento gira alrededor de Karin, soberbiamente interpretada por Harriet Anderson, una actriz de una fuerza tremenda con una presencia poderosa en pantalla, capaz también de expresar una fragilidad que desarma. Su trastorno mental, incurable, le sirve a Bergman para plantear su pesimista visión de la existencia y su conflicto con la fe: Karin cree que Dios la visitará de forma inminente. Alrededor de ella, Bergman parece reflejar sus preocupaciones más íntimas en tres personajes masculinos: un marido que sufre, Martin (Max Von Sydow); el joven hermano de Karin, Minus (Lars Passgard) en problemático paso a la vida adulta -juega a los espadachines, mira revistas pornográficas- que sueña con escribir obras de teatro y mantiene una relación cercana al incesto con su hermana; y el padre de Karin, David, el habitual álter ego de Bergman, Gunnar Bjôrnstrand, como un escritor que ha descuidado a su familia y se ha quedado solo por culpa de su obsesión por ser un gran artista, hasta el extremo de haberse planteado el suicidio. Todos sufren y el escenario elegido por Bergman, acompaña, una isla solitaria que parece situada en el fin del mundo, una casa destartalada, primitiva -ni siquiera tiene agua corriente- con una segunda planta abandonada que refleja el subconsciente de Karin; y los restos de naufragios abandonados en la arena, esqueletos de barcos en los que ella se refugia también de sus demonios. El panorama es desolador, pero Bergman pone en boca de David, una vez más, su filosofía vital: el mundo no tiene sentido, pero el amor nos salvará. En la vida no todo es drama, como la cena familiar al aire libre tras la que se produce una representación teatral espontánea, ese instante fugaz de felicidad plena que suele aparecer en las películas del director sueco. Bergman llegó a decir que Como en un espejo era su primera película y que todos sus films anteriores no eran más que bocetos. Esta cinta es además clave en la vida del sueco, la primera rodada en la isla de Faro, cuyas playas relacionaremos a partir de ahora con su obra y en la que fijará su residencia hasta su muerte. Disponible en Filmin y Amazon Prime Video.
Los comulgantes (1963) reincide, cómo no, en los temas que más preocupan a Ingmar Bergman. Protagoniza un sacerdote -Bergman fue hijo de un pastor y que aquí el religioso sufra un resfriado proviene de una anécdota vivida por el director con su progenitor- interpretado por uno de sus actores fetiche, Gunnar Björnstrand, que ha perdido la fe y sufre el silencio de Dios. La película se abre y se cierra con este sacerdote, Tomas Ericsson, dando la misa, y el film se irá desarrollando a través de intensos monólogos de sus personajes, que son los que reciben la eucaristía al principio de la historia: un hombre agobiado con ideas suicidas por lo mal que va el mundo, Jonas Persson (Max Von Sydow); su mujer, Karin (Gunnel Lindblom); el contrahecho Algot (Allan Edwall); y sobre todo Märta, una mujer enamorada del sacerdote, interpretada por la gran Ingrid Thulin, que realiza un descomunal monólogo mirando a cámara, en el que lee una desgarradora carta dirigida a Tomas. El suicidio, la pérdida de la fe, el desamor, son los temas recurrentes de la obra de Bergman y los que aparecen en esta poderosa obra. Pero Los comulgantes -título que traduce el original Luz de invierno- es un film incluso más amargo que los otros, agobiante y pesado como ese catarro que hace de la jornada del padre Tomas un via cruxis, y que carece de ese momento de felicidad, si bien fugaz, que Bergman suele imprimir en sus historias, como los que le dan sentido a la vida.
En su cuaderno de trabajo, Ingmar Bergman apunta que lo que pretendía con El silencio (1963) era conseguir una narración puramente visual que dependa lo menos posible de esos diálogos que han sido la norma a lo largo de su filmografía. Desde luego, el director sueco lo consigue, con largos pasajes de la película en los que la acción es visual y los personajes no se expresan con palabras, un efecto apoyado, además, en que se nos cuenta la visita a un país y una ciudad ficticias, Timoka, cuyo extraño idioma impide a los protagonistas comunicarse con los que que les rodean. Curiosamente, un director obsesionado con contar en imágenes como Alfred Hitchcock, también se inventó un país y un idioma en la maravillosa Alarma en el expreso (1938). En El silencio, todos los elementos inciden en la sensación de incomprensión, soledad y aislamiento de los tres protagonistas del relato, dos hermanas y el hijo de una de ellas, que viajan de vuelta a su hogar, pero que deben hacer un alto en el camino ante la enfermedad de una de las mujeres. La película transcurre en no-lugares como trenes o un hotel y el conflicto central es la extraña relación de rencor que enfrenta a las dos hermanas, Anna (Gunnel Lindblom) y Ester (Ingrid Thulin). La primera aprovechará la convalecencia de la segunda para 'liberarse' del control de su hermana y de la responsabilidad de su hijo, para irse de bares, al cine o ligar con un desconocido -protagonizando escenas sexuales que en su momento provocaron el escándalo-. Comportamientos de Anna que parecen, en realidad, destinados a llamar la atención de Ester, desafiándola. La distancia entre las hermanas llevará al niño, Johan (Jörgen Lindström), a deambular en solitario por el hotel, lo que lleva a encuentros surrealistas, como esos enanos españoles de una compañía de artistas con los que acaba jugando. El silencio es la tercera parte de una supuesta trilogía sobre 'el silencio de Dios', formada por Como en un espejo (1961) y Los comulgantes (1963). Años más tarde, el propio Bergman negaba que esa fuera su intención real. Pero sí vemos en esta película semillas de films posteriores: el niño que deambula por el hotel, al margen de los adultos, me recuerda al de Fanny y Alexander (1982) y es directamente el que aparece en el prólogo de Persona (1966), película que también presenta la compleja relación psicológica entre dos mujeres que podrían ser la misma.
¡Esas mujeres! (1964) es la primera película en color que dirige Ingmar Bergman para el cine, junto a su inseparable director de fotografía, Sven Nykvist. Es además una comedia pura sobre un crítico, Cornelius (Jarl Kulle), que se enfrenta a escribir la biografía de un exitoso músico, al que nunca llegaremos a conocer. Sí conoceremos a siete mujeres que comparten su vida con el artista, en diferentes papeles, e interpretadas por Bibi Andersson, Harriet Andersson, Eva Dahlbeck, Karin Kavli, Gertrud Fridh, Mona Malm y Barbro Hiort af Ornäs. La película se desarrolla en decorados teatrales, con mucha fantasía, y la trama busca siempre el tono de farsa, con rupturas de la cuarta pared, interpretaciones exageradas y varios efectos cómicos algo desfasados -como la cámara rápida-. El humor, ya lo sabéis, es una cuestión muy personal. Lo cierto es que la película parece un respiro tras la oscura El silencio (1963) y antes de emprender la que puede ser la obra cumbre de Bergman, Persona (1966). Un film ligero, luminoso y colorido que parece un ajuste de cuentas con la crítica profesional.
Persona (1966) es la obra maestra de Ingmar Bergman. Al menos, esa es mi opinión. Una película en la que su autor expande el lenguaje del cine, un film que es consciente de ser un film y que supone un desafío para el espectador. Persona es el 2001: Una odisea del espacio de Ingmar Bergman, estrenada dos años antes que la enigmática obra maestra de Stanley Kubrick. La película arranca con experimentos visuales diversos, imágenes no narrativas, provocadoras -aparece un pene erecto, una crucifixión- y con el niño de El silencio (1963), como trasunto infantil del propio Bergman, posando su mano sobre la pantalla cinematográfica como los simios primitivos posaron sus patas sobre el monolito de Kubrick y Arthur C. Clarke. Imágenes cuyo significado y relación con la trama posterior debemos interpretar, o no. Luego, se nos plantea otro misterio: la actriz Elisabeth Vogler -la gran Liv Ullman se estrena aquí en el cine de Bergman- se ha quedado muda interpretando a Electra. Ha dejado de hablar sin que ninguna enfermedad o trastorno físico lo justifique. Cuidará de ella una enfermera llamada, significativamente, Alma (Bibi Andersson). Bergman desarrolla la relación entre estas dos mujeres, que acaban confundiéndose la una con la otra, confundiéndose en los planos de sus rostros, superponiendo la voz de una a la imagen de la otra, en un juego misterioso y puramente cinematográfico. Mientras Elisabeth permanece muda, Alma cuenta todo tipo de anécdotas personales, vaciándose de su vida para alimentar a su paciente en un ejercicio casi de vampirismo. En esos relatos aparecen, por supuesto, los temas recurrentes del autor sueco: el sexo, la muerte, la maternidad, el suicidio o el aborto, pero el significado de lo que vemos y escuchamos queda más que nunca a nuestra interpretación. En el guión de la película -editado en España por Nórdica Libros- se sugiere la experimentación formal que vemos en la pantalla, pero es en las imágenes donde verdaderamente comprendemos lo que separa el texto impreso, la palabra escrita, del cine. Para Bergman, Persona, junto a Gritos y susurros eran lo más lejos que había llegado con su cine. Está disponible en Filmin y en Amazon Prime Video.
La hora del lobo (1968) parece continuar el camino iniciado en Persona (1966) por Ingmar Bergman, en busca de la abstracción cinematográfica para hablar de los conflictos existenciales desde un plano puramente emocional y sobre todo artístico. Creo que no es casualidad que sea también la incursión de Bergman en los códigos del cine de terror, aunque siempre desde su mirada como autor ajeno a los géneros. Hay una violencia y una oscuridad en el metraje de esta película que no se había manifestado con tanta crudeza en la obra previa del sueco. Aquí, el protagonista es un pintor atormentado -muchos personajes de Bergman se relacionan con el arte-, Johan Borg (Max Von Sydow), que parece estar en contacto, a través de sus obras, con un mundo sobrenatural o fantástico. No sabemos si las extrañas apariciones que presenciamos durante la película son reales, o están solo en la cabeza de Johan, como tampoco lo sabe Alma, su pareja, quien duda de la veracidad de lo que supuestamente ocurre a su alrededor. Alma es un nombre heredado de Persona, solo que aquí la interpreta Liv Ullmann, como si Elisabeth Vogler hubiera completado la vampirización del personaje de Bibi Andersson. Otra mujer se opone a Alma -también de apellido Vogler, por cierto- a la que da vida Ingrid Thulin, hermosa e inquietante. Tampoco sabemos si la culpa de Johan, desvelada en un extraño recuerdo con un niño, es veraz, o si realmente existen los perturbadores moradores de la mansión que visitan Johan y Alma. Bergman nos lleva de la mano, de forma progresiva, hacia la locura, diluyendo la narración en imágenes de pesadilla como un rostro arrancado o ese niño que muerde como un vampiro. Una de las inquietudes como autor de Bergman es la fusión de realidad y sueño mediante el lenguaje cinematográfico: él mismo dice haberlo conseguido en películas como Fresas salvajes (1957), El silencio (1963), Persona (1966) y Gritos y susurros (1972). Desde luego, esa frontera entre lo real y lo soñado, o más bien, entre la vida y la pesadilla, se diluye como nunca en esta aterradora La hora del lobo. Disponible en Amazon Prime Video.
La vergüenza (1968) es una nueva exploración de los conflictos de pareja, que han marcado las principales preocupaciones de Ingmar Bergman en su filmografía. El desgaste de los años, la desconfianza en el otro, el gran paso que significa tener hijos, las infidelidades, todo estos temas reaparecen en la pareja formada por Liv Ullmann y Max von Sydow, que, de nuevo, son dos artistas condenados a buscarse la vida en trabajos mundanos. Lo que diferencia a La vergüenza de otras cintas del director sueco es el escenario: una indeterminada guerra civil, que impide una vida normal y la consecución de los deseos y sueños que suelen llevar a la felicidad. La mezquindad humana aparece bajo la forma del actor fetiche de buena parte de la obra de Bergman, Gunnar Björnstrand, que pone en jaque a la pareja de forma casi mefistofélica. La guerra que plantea Bergman sirve para agobiar y llevar al límite a los personajes; pero las explosiones y tiroteos parecen también una extensión de sus conflictos emocionales, de sus frustraciones y bajos instintos reprimidos. Bergman no quedó satisfecho con el resultado, pero a mí me parece una película estupenda, antibelicista, que convierte la guerra en algo abstracto, en un estado de ánimo -estamos en plena Guerra de Vietnam- que me recuerda a obras cercanas en el tiempo, como El soldadito (1963) o a algunos pasajes de Pierrot el loco (1965) de Jean-Luc Godard que también hablan de la guerra sin ser films propiamente bélicos. La vergüenza está disponible en Amazon Prime Video.
El rito (1969) es todo lo contrario a la idea que tenemos habitualmente de un telefilm. Ingmar Bergman realiza aquí una película experimental, de aliento teatral, abstracta y hermética, cercana a El proceso de Kafka. En blanco y negro, privilegiando los primeros planos de los actores y con fondos mínimos, casi inexistentes. El argumento nos presenta a tres artistas: Thea Winkelmann (Ingrid Thulin), Sebastian Fisher (Anders Ek) y Hans Winkelmann (Gunnar Björnstrand) enfrentados al interrogatorio de un juez despiadado, el doctor Abrahamson (Erik Hell). Solo un cuarto personaje más aparece en escena, un sacerdote en un confesionario, cuyo rostro no vemos, encarnado por el propio Bergman. Los tres actores, al parecer exitosos, se enfrenta a preguntas propias de una caza de brujas: no tengo del todo claro el motivo de la persecución judicial, pero poco importa: el caso es desnudar a los personajes, a esos actores que poco a poco se van despojando de sus máscaras mostrando sus inseguridades, defectos y pecados ocultos. Los tres forman el recurrente triángulo relacional bergmaniano, una pareja desgastada y su amante. El juez se muestra inquisidor y poderoso ante los débiles actores, en un juicio que recuerda la película El rostro (1958) y que curiosamente parece anticipar los problemas fiscales y la persecución real que sufrirá el propio Bergman años más tarde. En la secuencia final, cambian las tornas, y cuando los acusados se colocan sus máscaras de actores para una representación, es el juez el que se ve empequeñecido en una secuencia poderosa que vale la película y que podría anticiparse a La naranja mecánica (1971) y Eyes Wide Shut (1999) de Stanley Kubrick.
En Pasión (1969), Ingmar Bergman nos muestra de nuevo a personajes marcados por una tremenda soledad: Andreas (Max Von Sydow) es prácticamente un ermitaño cuando comienza la historia; Anna (Liv Ullmann) es una mujer traumatizada por una tragedia; Eva (Bibi Andersson) es una esposa infeliz que busca consuelo engañando a su marido; este es Elis (Erland Josephson) una suerte de genio antipático y descreído, aunque generoso; Bergman describe a estos personajes como trágicos, pero las imágenes que crea como escenario de sus conflictos son de una belleza gélida que produce un efecto estético arrebatador, gracias a la fotografía de su fiel colaborador Sven Nykvist. La película es una variación de La vergüenza (1968) eliminando el tema de la guerra. Aparecen las preocupaciones de siempre en el autor sueco: los conflictos de pareja -esos episodios de violencia física y psicológica que se mantienen, aunque cambien los protagonistas-, la infidelidad, el aborto, la pérdida, la fe, y el teatro: cada uno de los actores tiene un monólogo para lucirse y desnudar a su personaje. Bergman, además, rompe la barrera de la ficción y nos presenta a los intérpretes hablando de cómo entienden sus roles en la historia, en la que la voz del propio Bergman aparece como narrador. Curiosamente, en sus memorias -Imágenes-, Bergman afirma que debería haber eliminado esas digresiones. Está disponible en Amazon Prime Video y Filmin.
Gritos y susurros (1972) es rojo. Ingmar Bergman hace un uso expresivo y consciente del color y pinta de rojo las paredes y hasta el suelo de los escenarios, casi abstractos, teatrales, que habitan cuatro mujeres, tres de ellas hermanas, una de ellas, moribunda. Harriet Anderson sufre y grita de agonía, mientras sus hermanas susurran atrapadas en vidas encorsetadas. Liv Ullmann e Ingrid Thulin son mujeres infelices y reprimidas, de deseos inconfesables, que necesitan ser escuchadas, acariciadas, amadas. Porque los hombres de esta película callan siempre: comen y beben sin prestar atención a lo que necesitan sus parejas -o amantes-. O incluso ejercen la violencia, aunque sea, contra ellos mismos. Tan sensual como violenta, tremendamente moderna, Gritos y susurros es otra de las cumbres del cine de Ingmar Bergman, en la que aúna su capacidad para conseguir grandes interpretaciones de sus míticas actrices con una experiencia estética sublime. Una película que anticipa las cortinas rojas de David Lynch, al Michael Haneke de La pianista (2001), a Lars Von Trier, quizás al Peter Strickland de The Duke of Burgundy (2014). En su cuaderno de trabajo (1955-1974) -editado por Nórdica Libros- dice el propio Bergman que siente que Gritos y susurros es su "límite extremo" y que todo lo que haga luego en ese "estilo" será una "triste repetición". Nominada en los Oscar a mejor película, director, guión y diseño de vestuario, ganó en la categoría de mejor fotografía, merecido premio para Sven Nykvist, por esos inolvidables rojos. Está disponible en Filmin y Amazon Prime Video.
La carcoma (1973) es la otra película de la que Ingmar Bergman se avergonzaba. No puedo estar menos de acuerdo. También es la primera película rodada en inglés por el sueco, detalle ciertamente menor que permitió que el actor Elliot Gould interpretase el papel principal. La película parece una variación de Pasión (1969) en la que de nuevo la infidelidad es el motor argumental. Bibi Andersson es Karin Vergerus -apellido recurrente en la filmografía de Bergman- una ama de casa aparentemente feliz, esposa de Andreas (Max Von Sydow) y madre de dos adolescentes. La familia perfecta, como parece decirnos el propio Bergman en dos o tres secuencias en las que Karin atiende sus quehaceres domésticos con energía en una casa iluminada por el sol y con una irónica melodía como banda sonora -el tema Sax Kitten de Carlos Diernhammer-. Esta felicidad, claro, es engañosa, porque Bergman nos habla de nuevo de las máscaras que utilizamos para vivir en sociedad. Karin conocerá a Elliot, un arqueólogo extranjero que imprudentemente le declarará su amor. Esto dará inicio a una relación imposible, en la que Karin se muestra como una mujer madura y resolutiva, capaz de llevar una doble vida sin problemas. La interpretación de Bibi Andersson es emocionante en todos los matices que es capaz de imprimir en su personaje, especialmente en una magnífica escena en la que, antes de mantener relaciones sexuales por primera vez, tras quitarse la ropa y meterse a la cama, se desnuda mientras confiesa a su amante todas sus inseguridades físicas y emocionales. Una escena que vale la película. Elliot Gould interpreta a David Kovac, el típico personaje masculino de Bergman, apasionado por su trabajo, enamorado ciegamente, pero cobarde, egoísta y violento. Sus heridas emocionales se explican en sus orígenes: su familia judía fue perseguida por los nazis y llevada a un campo de concentración -la mujer que aparece en la foto que muestra David de su madre, por cierto, es la de Bergman-. La violenta escena en la que David se enfrenta e incluso maltrata a Karin, es también un ejemplo de los niveles de 'verdad' a los que Bergman puede llegar con sus actores, mostrándonos una discusión entre amantes tan desagradable como reconocible. La gran metáfora de la película, que recoge el título en español -La carcoma- es la de esa virgen desenterrada por los arqueólogos y que por dentro está siendo carcomida por insectos. David reflexiona sobre la belleza exterior de la estatua -la vida de casada de Karin- y la iguala a la de los insectos devorándola por dentro -el amor que siente Karin por David-. Al final, Bergman se decanta por la solución más probable en la vida real: Karin elige quedarse con su marido y con sus hijos. Siente que ese es su 'deber'.
Secretos de un matrimonio (1973) es la obra definitiva de Ingmar Bergman sobre uno de los temas que marca la carrera del autor sueco: la pareja. El formato de serie de televisión permite al director extenderse durante más de cinco horas, en las que enfrenta a sus protagonistas a todas las etapas que se pueden atravesar durante una larga relación. Y esto lo hace Bergman de la forma más simple posible, a través de sucesivas conversaciones entre Marianne (Liv Ullmann) y Johan (Erland Josephson), en un tono de profundidad teatral, pero también mediante escenas tremendamente cotidianas y reales. La pareja vive primero un momento idílico, que se contrapone a otra pareja, de amigos, en proceso de desintegración -Bibi Andersson y Jan Malmsjö-. Pero esa felicidad, nos dice el propio Bergman como narrador, es falsa, fabricada en base a la noción de que no discuten casi nunca y sobre todo, en una fachada de puertas para fuera, expresada en la entrevista periodística que conceden los protagonistas. Una infidelidad -otro tema recurrente en Bergman- desencadenará la ruptura del matrimonio. Pero no de la pareja, que seguirá peleándose, separándose y reconciliándose de una forma casi enfermiza, dándole la vuelta a la definición social de marido y mujer hasta convertirlo en un elemento transgresor. Bergman compara su pareja con la de sus padres -juntos hasta la muerte, pero sin contarse nada el uno al otro- y partiendo de experiencias autobiográficas -fue pareja de Liv Ullmann- nos habla de las expectativas y los miedos individuales, existenciales y de cómo su peso se traslada a la pareja, o a sucesivas parejas -en el caso de él-. La serie habla también de sexo, de violencia doméstica, y francamente creo que deja en mejor lugar a la mujer: es habitual que Bergman presente personajes femeninos maduros, y valientes contrapuestos a hombres cobardes e infantiles, que son un reflejo de las inseguridades del director. Tiene mucho esta serie de expiación, que nace de la culpa que sintió Bergman tras dejar a su mujer y a sus hijos para escaparse con una amante a París, tal como aparece reflejado en uno de los episodios y según cuenta el propio autor en sus memorias y en el documental The Bergman Trilogy de Marie Nyreröd -disponible en Filmin-. Secretos de un matrimonio se puede ver en Filmin y en Amazon Prime Video.
La flauta mágica (1975) es la maravillosa puesta en escena que hace Ingmar Bergman de la ópera de Mozart, que acompañó al director desde su infancia y que siempre quiso dirigir. Bergman no rehúye mostrar que estamos ante una representación teatral y nos muestra al público asistente, momentos entre bastidores, y trucos escenográficos prácticos de los que debe haberse acordado Terry Gilliam para Las aventuras del Barón Münchausen (1988). El encanto de la ópera de Mozart está ahí, pero además Bergman aporta soluciones visuales que en varios momentos llegan a ser espléndidas -las escenas bajo la nieve- o características del estilo del autor suecos: esas composiciones con los rostros de los actores que relacionamos, sobre todo, con Persona (1966). Atención a los planos del público que asiste a la supuesta representación de esta ópera durante la obertura, porque aparecen el propio Bergman o algunos de sus actores favoritos como Liv Ullmann y Erland Josephson. Disponible en Filmin y probablemente la única película de Bergman que podemos ver con nuestros hijos.
Cara a cara al desnudo (1976) es un interesante tropiezo -creo yo- en la filmografía de Ingmar Bergman. Una historia dispersa sobre una psiquiatra, la doctora Isaksson (Liv Ullmann) que sufre un colapso mental. Bergman vuelve a los problemas de pareja y de la maternidad -aunque aquí quedan fueran de campo- para centrarse en el conflicto interno de su protagonista, haciendo énfasis en la enfermedad mental y con el mensaje de fondo de que, seguramente, todos somos psicológicamente vulnerables. Cara a cara al desnudo está más cerca de Persona (1966), La hora del lobo (1968) y de Gritos y susurros (1972), llevándonos a un escenario mental de sueños y pesadillas, con momentos de cine de terror -esa anciana con un ojo negro-. Hay en la película un trasfondo de traumas infantiles, padres terribles y represión sexual que se extiende del personaje de Ullmann a toda la sociedad. La actriz lo da todo en sus escenas, pero el conjunto me parece lamentablemente irregular. Se puede ver en Amazon Prime Video.
Durante su exilio por acusaciones fiscales (infundadas), Ingmar Bergman rodó en Alemania El huevo de la serpiente (1977), producida por Dino de Laurentis. El sueco tuvo más dinero que nunca -hasta entonces- para su película y contrató a una estrella internacional como David Carradine -buen actor, también- para conquistar los mercados. La historia ocurre en 1923, y resulta muy curiosa porque parece un film de esa época, incluso en esa anticipación del terror de la guerra y los nazis que tuvieron cintas muy famosas del expresionismo alemán. Una película anticipatoria que parte del conocimiento del destino aciago que vivió Europa con el fascismo. Carradine interpreta al típico protagonista Bergmaniano, un artista -circense- de graves conflictos morales y existenciales, marcado por un suicidio, adicto al alcohol, enfrentado a una mujer -estupenda Liv Ullmann- mucho más práctica, luchadora y vital -se trata de una artista de cabaret-. Como siempre, la película va de máscaras, de las que los personajes se van despojando: mencionemos, precisamente, al personaje de Ullmann, que aparece primero maquillada sobre el escenario y luego avejentada en su trabajo en una fábrica. El dinero no vale nada en la película -como no lo valía realmente en aquellos años- y el film pasa del realismo de mostrar la miseria del pueblo alemán a un tono fantástico, de folletín, con conspiraciones y experimentos a lo Mabuse -con un villano de apellido Vergerus, nombre que Bergman utiliza en varias ocasiones- y jugando a la metaficción al evidenciar que estamos ante una película: esa escena voyeur en la que se desvela que los personajes son observados por cámaras ocultas. No está disponible en ninguna plataforma, pero Arrow Films tiene una estupenda edición en blu-ray (eso sí, con subtítulos en inglés).
Sonata de otoño (1978) es el duelo actoral entre dos grandes intérpretes: la mítica Ingrid Bergman -en su último papel para el cine- y Liv Ullmann. Ambas dan vida a una madre y una hija que tienen mucho que reprocharse la una a la otra. Ingrid Bergman es Charlotte, una exitosa pianista que ha sacrificado a su familia para seguir su carrera -y otros amores- en un rol que coincide con la vida real del propio Bergman, pero también con la de la actriz, que ganó tres premios Óscar durante su trayectoria -por este papel también fue nominada- y que protagonizó un escándalo social y mediático al iniciar una relación con Roberto Rossellini. Por su parte, Ullmann es la niña abandonada, la hija de una madre 'terrible', que además, ha sufrido sus propias tragedias y que en el fondo refleja otra faceta del propio director sueco. Bergman escribe un drama intenso -fue nominado al Óscar por este guión- que repasa todo el catálogo de traumas de su filmografía: la infidelidad, el aborto, y la idea del suicidio. Ganadora del Globo de Oro a la mejor película extranjera, Sonata de otoño tiene algo de crepuscular, de pedirle cuentas a la vida cuando ya no es posible arreglar las cosas. Disponible en Filmin y en Amazon Prime Video.
De la vida de las marionetas (1980) es un curioso film para televisión de Ingmar Bergman, rodado en Alemania -y en alemán- durante el autoexilio del autor sueco por acusaciones de delito fiscal. La película tiene un sabor algo diferente porque no encontramos en ella a los intérpretes habituales de la obra del director. Otro elemento diferenciador es su planteamiento: un crimen cometido por el protagonista Peter Egermann (Robert Atzorn) en sórdidas circunstancias. Bergman desciende a los infiernos de una forma inéditamente explícita, casi exploit, mostrando prostíbulos sin ventilar, perversiones sexuales, y la homosexualidad entendida como algo clandestino, reprimido. Por lo demás, Bergman habla de sus temas habituales: el sentido de la existencia, el suicidio, la infancia traumática, la impotencia sexual, todo desde un punto de vista psicoanalítico. Y sobre todo vuelve a centrarse en los problemas de pareja: aquí los personajes tienen los mismos nombres que la conflictiva pareja que aparece de visita de Secretos de un matrimonio (1973). Otro elemento llamativo es que Bergman, además de los sueños y fantasías que suelen la narración en sus películas, desordena aquí el relato cronológico, siguiendo las causas y las consecuencias del hecho central de la historia, un crimen rodado utilizando el montaje, mostrando cuerpos fragmentados en lucha, a la manera de Hitchcock. Un crimen rodado en color, para luego volver al blanco y negro durante la mayor parte del metraje. Disponible en Filmin y Amazon Prime Video.
Fanny y Alexander (1983) es la obra testamento de Ingmar Bergman, la suma total de sus preocupaciones y temas recurrentes, y probablemente la más autobiográfica de todas sus ficciones. Basta con leer las memorias del autor, Linterna mágica, sobre todo los pasajes acerca de su infancia, para comprobar cómo se reflejan en la pantalla varios episodios de su niñez. Resulta curioso cómo Bergman nos cuenta en este libro lo fantasioso que fue de niño -llegó a inventarse que lo había comprado un circo para su espectáculo- y cómo en esta serie convierte a su padre en un mecenas y actor de una pequeña compañía de teatro que monta obras de Shakespeare y Strindberg, y adjudica el papel de villano al pastor rígido y cruel que fue, en la vida real, su progenitor. Fanny y Alexander es casi inabarcable: 3 horas en su versión estrenada en cines, más de 5 horas si vemos la serie emitida en la televisión sueca. En ella caben el teatro, el cine, el miedo a la muerte, los problemas conyugales, sexuales y las infidelidades. Todo el universo de Bergman en una obra excesiva, que deja que sus actores se expandan, que reúne rostros conocidos de su filmografía como Erland Josephson -que tiene un monólogo fantástico- Harriet Anderson, Gunnar Björnstrand, Jarl Kulle y su propia hija, Anna Bergman, y que narrativamente parece una serie de recuerdos que se vienen a la cabeza de un hombre maduro -como en Fresas salvajes (1957)-. El primer episodio es una exuberante reunión familiar navideña, el segundo capítulo trata sobre el teatro y la muerte del padre, que da pie a la llegada del malvado pastor Vergerus (Jan Malmsjö). Poco a poco, la serie va adentrándose en el territorio de lo soñado, de lo fantástico, como ocurre en Persona (1966) y La hora del lobo (1968), y aparecen fantasmas y una atmósfera sobrenatural que acaba adueñándose de la narración en la última entrega, Demonerma (Demonios). Fanny y Alexander opone realidad y fantasía -la del cine y el teatro-, vida y religión, celebra el caos (la familia Ekdahl) y rechaza la perfección del ascetismo y la culpa que representa para Bergman la fe religiosa. Es también un tratado de auto psicoanálisis. Cuando parece que Alexander se ha librado de los crueles castigos de Vegerus, aparece su fantasma para recordarle que siempre estará con él. Está en Filmin y Amazon Prime Video.
Producida para la televisión, Tras el ensayo (1984) es algo así como el punto intermedio entre el cine y el teatro, las dos artes a las que Ingmar Bergman dedicó su vida. Dos personajes se encuentran sobre un escenario teatral: Henrik Vogler, claro trasunto del propio Bergman, director teatral, ya en la tercera edad, interpretado por el álter ego habitual del director sueco en la última etapa de su filmografía: Erland Josephson. Un personaje de pasado convulso, de relaciones sentimentales y extramatrimoniales, de pasión por el teatro y de sacrificios, y de dinámicas complicadas con sus semejantes, sus actores y los miembros de su equipo. Henrik es el director de un nuevo montaje de 'El sueño' de August Strindberg, autor teatral sueco que Bergman admiró y llevó al escenario en repetidas ocasiones. Frente a este personaje masculino, dos mujeres que son una sola: Anna Egerman, interpretada por Lena Olin, es una joven actriz que mantiene una ambivalente relación con Henrik: de atracción sexual, paternal y de admiración mutua. La otra mujer es una veterana Ingrid Thulin, que interpreta a Rakel Egerman, madre de Anna y ex amante de Henrik, con la que mantiene la clásica relación de pareja bergmaniana, envenenada, de amor-odio, pero también inquebrantable tras el paso de los años. Anna y Rakel son, en realidad, la misma mujer, en diferentes momentos de sus vidas. Anna, además, vive en su conversación con Henrik todos los destinos posibles: está embarazada de su novio -que Henrik desprecia- pero también ha abortado y ha sido abandonada por su pareja. Todo esto ocurre sobre un escenario de teatro, en el que Bergman demuestra su capacidad para escribir textos de profundidad psicológica y para que sus actores lo den todo. Lo mejor: cuando Henrik y Anna se imaginan lo que pudo ser su relación sentimental.
En presencia de un payaso (1997) es un film para televisión escrito y dirigido por Ingmar Bergman. Hay que decir que las obras realizadas por el director sueco para televisión -como El Rito (1969)- son interesantes híbridos entre la técnica cinematográfica, el lenguaje televisivo y el teatro. La historia que se cuenta aquí se desarrolla en dos escenarios estáticos y los personajes se expresan en largos monólogos, en los que suelen contarse breves relatos orales. El protagonista es Carl Akerblom, interpretado por Börje Ahlstedt, que también aparece en Fanny y Alexander (1983) y Las mejores intenciones (1991) -también en Saraband (2003)- interpretando en todas a personajes similares que incluso tienen el mismo nombre y seguramente inspirados en un tío real de Bergman, del que habla en Linterna mágica. Aquí, Carl es un inventor ingresado en un sanatorio mental por sus impulsos homicidas. Carl se encuentra con otro interno en el sanatorio, Ovald Vogler, al que da vida otro álter ego habitual de Bergman, Erland Josephson, y juntos se embarcan en la aventura de 'inventar' el cine sonoro -utilizando una especie de doblaje en directo- para hacer una gira con un melodrama inspirado en Franz Schubert. Bergman construye el argumento como un juego de ficciones dentro de ficciones, además de los diversos relatos que cuentan los personajes sobre sus historias vitales, veremos representada la falsa película y también una versión teatral de la misma, además de las aterradoras apariciones del payaso del título, que atormentan a Carl y que emparentan esta obra con Persona (1966), La hora del lobo (1968) o Cara a cara al desnudo (1976), con esos intentos de Bergman de fundir realidad y sueño -o más bien, pesadilla- en un solo relato cinematográfico. Mencionemos también el guiño a Los comulgantes (1963), cuando se menciona al pastor Ericsson de aquella película, que no puede acudir al espectáculo cinematográfico, seguro que lo habéis advinado, por estar resfriado.
Creadores de imágenes (2000) es una de las últimas películas que pudo realizar Ingmar Bergman. Es un trabajo televisivo -no volvió al cine tras Fanny y Alexander (1983)- con un marcado tono teatral: prácticamente un solo escenario, pocos personajes y preponderancia del diálogo. El argumento, basado en una obra de Per Olov Enquist, se enmarca en el encuentro entre el director sueco Victor Sjöström y la ganadora del Nobel de Literatura, Selma Lagerlöf, para trabajar en una película dirigida por el primero adaptando una obra de la segunda. Sjöström es una de las mayores influencias cinematográficas de Bergman -sobre todo, y precisamente, La carreta fantasma (1921) cuyas imágenes aparecen en esta película sobre el cine-, un mentor y un actor que estuvo a su servicio en dos obras, en la estupenda La alegría (1950) y en la obra maestra, Fresas salvajes (1957). Creo que Sjöström, como personaje, funciona aquí como trasunto de Bergman, un hombre casado enfrentado a las exigencias de su joven amante, la actriz Tora Teje -también un personaje real- interpretada por Elin Kinga. Ella protagoniza un interesante duelo femenino con la actriz Anita Björk -que participó en un film de Bergman de 1952, Tres mujeres- que encarna a la mencionada escritora Selma Lagerlöf. La película resume el amor de Bergman por el cine, por el teatro, por los libros, por las historias y por Sjöström, y puede ser una sesión doble perfecta con En presencia de un payaso (1997). Atención al momento en el que el personaje de Selma Lagerlöf toca la pantalla, como lo hacía el niño del prólogo de Persona (1966).
Saraband (2003), última obra de Ingmar Bergman, es una película engañosa porque se presenta como el reencuentro de la pareja de Secretos de un matrimonio (1973), treinta años después. Pero la puesta al día de las vidas de Marianne (Liv Ullmann) y Johan (Erland Josephson) es una especie de marco para hablar de relaciones conflictivas entre padres e hijos. El núcleo argumental es la incómoda relación entre Henrik (Börje Ahlstedt) -hijo de Johan- y su hija Karin (Julia Dufvenius). Bergman construye un oscuro retrato familiar de rencores, frustraciones, odio e incluso incesto, que seguramente dejará con mal cuerpo al espectador que haya acudido con la esperanza de saber lo que ha pasado en las vidas de Marianne y Johan. Película dura, que, como suele ocurrir con Bergman, se puede ver como una expiación de culpas del pasado. Creo que tanto Johan como Henrik, padre e hijo, representan al propio Bergman en diferentes aspectos: como un hijo que nunca obtuvo lo que quería de su estricto padre, un pastor luterano; pero que como padre no se dedicó a su numerosa familia, lo que debe haber despertado el rencor de sus propios vástagos. Una vez más, las mujeres son retratadas como seres superiores: maduras, comprensivas, intentando poner paz en las violentas relaciones entre los hombres que las rodean. Karin -el nombre de la madre de Bergman- es una joven mucho más equilibrada que su autodestructivo progenitor, y Marianne -que como personaje es un mero espectador de lo que ocurre- aparece como una madre comprensiva y protectora. El amor, casi obsesivo por su mujer fallecida, refleja el recuerdo del propio Bergman por su mujer fallecida, Ingrid Von Rosen, y de hecho, la foto que admira Henrik en la película, es la de ella. Saraband se puede ver en Filmin.
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