Cuando llegas a una cierta edad, es inevitable echar la vista atrás. Un ejercicio que no necesariamente se hace con nostalgia, sino con la voluntad de entender. James Gray, con 53 años, lo hace en la maravillosa Armaggedon Time, una película en la que el director neoyorkino vuelve la mirada hacia su infancia. Tras una estupenda filmografía que parte de los géneros -cine negro, policial, romance, aventura y hasta ciencia ficción- para contar historias que parecen ser muy personales, Gray vuelve literalmente a la casa de su niñez para hablarnos de un chaval, Paul Graff (Michael Banks Repeta), que sueña con ser artista en una familia de origen judío de clase media. Si los lazos -y los conflictos- familiares han sido la sangre de todo el cine de Gray -desde The Yards (2000) hasta Ad Astra (2019)- aquí pasan a primer plano las relaciones de Paul con su abuelo (Anthony Hopkins), su padre (Jeremy Strong), su madre (Anne Hathaway) y su hermano (Ryan Sell). La historia contrapone el universo familiar, que puede ser tan acogedor como hostil por la incomprensión de los adultos, con el exterior, representado en los diferentes centros escolares a los que asiste Paul durante el film. En ese mundo que está fuera, el protagonista encuentra también la aventura -la visita al museo Guggenheim- y sobre todo la amistad de un niño afroamericano (Jaylin Webb). Estos elementos argumentales le sirven a Gray para escribir en imágenes sus memorias en un relato puramente emocional. Gray hace la crónica de un momento de inflexión de su vida, en el que los sueños infantiles comienza a chocar con la realidad de los adultos. Un tránsito traumático de la infancia a la adolescencia que Gray amplifica de manera perfecta, casi imperceptible, para proponer una mirada personal sobre la historia de Estados Unidos. Es el año 1980, en el que Gray parece ver el fin del idealismo de los sesenta y setenta -los Beatles no volvieron a unirse, todo lo contrario, John Lennon fue asesinado a finales de ese mismo año- y el comienzo de la conservadora era Reagan. Yo también fui niño en aquellos años y relaciono inevitablemente a aquel presidente con la amenaza del apocalipsis nuclear. Pero además, Gray nos presenta las raíces de lo que será el futuro, marcado por el apellido Trump, que es nuestro presente y en el que la sensación de que nos asomamos al fin del mundo es más acuciante que nunca. Gray entona el mea culpa como privilegiado de clase media, de raza blanca, que no hizo nada para combatir el ascenso de la ultraderecha y que no puede evitar sentirse mal porque ha jugado con mejores cartas que muchos otros. Sabemos que sus sueños infantiles de ser un artista se cumplieron, pero ¿De qué sirve eso en un mundo que sigue siendo racista, antisemita y en el que los ucranianos deben escapar de nuevo de su país?
ARMAGGEDON TIME -EL COMIENZO DEL FIN DEL MUNDO
Cuando llegas a una cierta edad, es inevitable echar la vista atrás. Un ejercicio que no necesariamente se hace con nostalgia, sino con la voluntad de entender. James Gray, con 53 años, lo hace en la maravillosa Armaggedon Time, una película en la que el director neoyorkino vuelve la mirada hacia su infancia. Tras una estupenda filmografía que parte de los géneros -cine negro, policial, romance, aventura y hasta ciencia ficción- para contar historias que parecen ser muy personales, Gray vuelve literalmente a la casa de su niñez para hablarnos de un chaval, Paul Graff (Michael Banks Repeta), que sueña con ser artista en una familia de origen judío de clase media. Si los lazos -y los conflictos- familiares han sido la sangre de todo el cine de Gray -desde The Yards (2000) hasta Ad Astra (2019)- aquí pasan a primer plano las relaciones de Paul con su abuelo (Anthony Hopkins), su padre (Jeremy Strong), su madre (Anne Hathaway) y su hermano (Ryan Sell). La historia contrapone el universo familiar, que puede ser tan acogedor como hostil por la incomprensión de los adultos, con el exterior, representado en los diferentes centros escolares a los que asiste Paul durante el film. En ese mundo que está fuera, el protagonista encuentra también la aventura -la visita al museo Guggenheim- y sobre todo la amistad de un niño afroamericano (Jaylin Webb). Estos elementos argumentales le sirven a Gray para escribir en imágenes sus memorias en un relato puramente emocional. Gray hace la crónica de un momento de inflexión de su vida, en el que los sueños infantiles comienza a chocar con la realidad de los adultos. Un tránsito traumático de la infancia a la adolescencia que Gray amplifica de manera perfecta, casi imperceptible, para proponer una mirada personal sobre la historia de Estados Unidos. Es el año 1980, en el que Gray parece ver el fin del idealismo de los sesenta y setenta -los Beatles no volvieron a unirse, todo lo contrario, John Lennon fue asesinado a finales de ese mismo año- y el comienzo de la conservadora era Reagan. Yo también fui niño en aquellos años y relaciono inevitablemente a aquel presidente con la amenaza del apocalipsis nuclear. Pero además, Gray nos presenta las raíces de lo que será el futuro, marcado por el apellido Trump, que es nuestro presente y en el que la sensación de que nos asomamos al fin del mundo es más acuciante que nunca. Gray entona el mea culpa como privilegiado de clase media, de raza blanca, que no hizo nada para combatir el ascenso de la ultraderecha y que no puede evitar sentirse mal porque ha jugado con mejores cartas que muchos otros. Sabemos que sus sueños infantiles de ser un artista se cumplieron, pero ¿De qué sirve eso en un mundo que sigue siendo racista, antisemita y en el que los ucranianos deben escapar de nuevo de su país?
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