Cada generación tiene sus mosqueteros. La historia ideada por Alexandre Dumas ha tenido numerosas versiones cinematográficas, tanto en Hollywood como en Francia, entre las que cabe destacar al sonriente Gene Kelly como D'Artagnan en 1948 o a Michael York en el mismo papel en 1973 -el de mi generación-, sin olvidar las versiones de los 90 -Chris O'Donnell- y de los años 2000 -con Milla Jojovich como Milady de Winter- entre muchas otras. En 2023 llega a los cines una superproducción francesa, dirigida por Martin Bourboulon, titulada Los tres mosquereros: D'Artagnan y con un elenco repleto de estrellas del cine galo: Eva Green, Vincent Cassel, Louis Garrel, Romain Duris, Lyna Khouduri, la importada Vicky Krieps, y con François Civil en el papel del famoso espadachín protagonista. Esta nueva propuesta se mantiene más o menos fiel a la historia original, y visualmente apuesta por un look moderno, oscuro y sucio. Si Gene Kelly peleaba y saltaba sin esfuerzo, con una sonrisa, aquí veremos a Civil jadeando tras las duras batallas que tendrá que librar. Lamentablemente, ese afán de convertir la película en un blockbuster moderno y 'realista' para los espectadores de hoy conlleva una fotografía espectacular, sí, pero en mi opinión demasiado oscura -bajo el sombrero, cuesta ver los rostros de los actores-, por no hablar de unos interiores abarrotados de velas: la influencia de una obra maestra como Barry Lyndon (1975) se sigue notando. Apuntemos también la música, en la que Guillaume Roussel parece fijarse en Hans Zimmer, para darle un tono épico al relato, cuyo guión, afortunadamente, tiene el ritmo de un folletín, en el que vamos saltando de una peripecia a la siguiente, como sería de esperar en la adaptación que nos ocupa. Aún así, creo que a esta superproducción le falta humor y ligereza, y le sobran sombras y detalles escabrosos para pasar por 'cine adulto'.
VIEJOS -MIEDO A SER MAYOR
20.000 ESPECIES DE ABEJAS -IDENTIDAD DE GÉNERO
Cuando tu nombre no te representa. 20.000 especies de abejas plantea dramáticamente que el nombre es el elemento clave para definir la identidad. En la película, Aitor (Sofía Otero) es un niño que se sabe niña y que viaja con su madre y hermanos al pueblo de su familia materna, en el que se ha perdido, no por casualidad, la imagen de San Juan Bautista. La ópera prima de Estibaliz Urresola Solaguren está llena de metáforas sobre la identidad de género, sobre lo masculino y lo femenino, sobre los cuerpos: Aitor juega con una muñeca rota, que solo tiene piernas; la charla sobre cómo una larva de abeja se puede convertir en obrera, zángano o reina; como Aitor se crea 'pechos' de espuma durante un juego infantil; la forma en la que la madre del niño moldea esculturas de cera, modificando los cuerpos como si fuera Prometeo; la idea religiosa de que al morir, nuestros cuerpos serán polvo mientras nuestras almas -nuestra identidad- asciende; y muchas otras más. Aitor -que se ha rebautizado a sí mismo como Coco, un nombre sin género- se enfrenta constantemente a las ideas sociales preconcebidas sobre lo que debe hacer un niño y lo que se supone que es una niña. Su madre, Ane (Patricia López Arnaiz), intentará defenderle de las ideas conservadoras de su familia -muy religiosa- y de los prejuicios del pueblo, aún sin ser del todo consciente de lo que está pasando con su hijo. Por otro lado, Ane, se enfrenta también a la búsqueda de su propia identidad, bajo la sombra artística de su padre -precisamente, el escultor de la talla perdida del Bautista- y al choque generacional con su propia madre. 20.000 especies de abejas es también una película sobre la educación de nuestros hijos y toca temas muy presentes en la sociedad de 2023: ¿Debemos ponerles límites a los niños o estimularlos para que encuentren su propio camino, por difícil que éste sea? Con un guión muy trabajado para que todas estas ideas se desarollen a través de situaciones cotidianas y realistas, la película de Urresola consigue también que sus personajes nos resulten cercanos y reconocibles, gracias también a las estupendas interpretaciones de López Arnaiz y Otero -Oso de Plata a la mejor actriz en el Festival de Berlín- y a un ajustado reparto -estupenda también Ane Gabarain, en un personaje funcional, pero muy humano-. En el clímax de la película -que no es más que un principio-, de nuevo, el nombre juega un papel clave, en la escena más emocionante de la película.
CONSPIRACIÓN EN EL CAIRO -LOS CAMINOS DE LA FE
Un montaje abrupto, que va cortando los planos de forma tajante, imprime un ritmo tremendo a Conspiración en el Cairo, impidiendo al espectador un momento de descanso. El efecto llega a ser desasosegante porque sentimos que el protagonista, Adam (Tawfeek Barhom), es empujado continuamente por fuerzas externas: un padre estricto y religioso que controla la conducta de sus hijos; una carta que llega desde el Cairo que le cambiará la vida y que desencadena la acción; luego, el entorno del centro de estudios -la universidad de Al-Azhar- al que accede y en el que ocurre la historia del film. Conspiración en el Cairo es una película de espías en la que Adam se ve implicado en una intriga política en un entorno religioso. El director Tarik Saleh firma un thriller tenso, de personajes en los que cuesta encontrar muestras de humanidad. Estamos ante lo peor del ser humano. Conspiraciones, asesinatos, corrupción y continuas traiciones en una reflexión sobre el uso del poder en las altas esferas desde la perspectiva de un hombre común, del hijo de un simple pescador. Pero, sobre todo, creo que Saleh se interesa por la religión y por la fe, que aparecen como formas de entender el mundo y como una guía de comportamiento que no se corresponde con la realidad, ni con la conducta de los que la profesan. La fe como excusa para no pensar -ese padre que castiga duramente a sus hijos, pero que no se opone a que Adam se marche porque es la voluntad de Dios-; la fe como instrumento de manipulación para conseguir el poder dentro de Al-Azhar; la fe, también, como una convicción que puede a convertir en un individuo en alguien incorruptible, y por tanto, en una amenaza para los poderes.
THE MANDALORIAN -TERCERA TEMPORADA -LA CONFIRMACIÓN
Star Wars es la aventura soñada y Jon Favreau es quien mejor ha sabido entenderlo en The Mandalorian. En su tercera temporada, la verdad, es que la serie no tiene mucho más que contar. Poco importa. Favreau está empeñado en seguir con su estupendo serial apostando por el entretenimiento puro, valiéndose de una mezcla de géneros y referencias que potencian el placer del fan y del cinéfilo.
Favreau parte del western con un protagonista, el Mandaloriano, que es una actualización del misterioso pistolero que deshace entuertos en el Oeste americano, llevado a su máxima expresión por Sergio Leone, inspirado a su vez por el samurái sin señor de Kurosawa. En esta tercera temporada veremos cómo Greef Karga (Carl Weathers) le ofrece a Din Djarin (Pedro Pascal) ser el sheriff del planeta a cambio de tierras para un retiro dorado como granjero. No hay nada más 'western' que eso. Por no hablar de ese último plano de la temporada, claro homenaje a Pasión de los fuertes (1946) de John Ford. Pero el cine del oeste no es la única referencia que maneja Favreau. En esta temporada, el héroe busca la redención para volver al seno de su pueblo, los mandalorianos, una suerte de caballeros de la mesa redonda, de coloridas armaduras, que tienen su propia Excalibur en la espada oscura, siempre listos para luchar en diferentes aventuras asaltando castillos, internándose en oscuras grutas y luchando contra peligrosos dragones. Favreau ha conseguido desarrollar una mitología estimulante alrededor de las tradiciones de los mandalorianos y que el lema 'Este es el camino' sea ya casi tan conocido como 'Que la Fuerza te acompañe'. Y por si fuera poco con el western y los caballeros medievales, Favreau agrega otros elementos del cine clásico de aventuras, como los piratas, que son aquí los primeros grandes enemigos a batir y que permiten unas divertidísimas batallas espaciales al más puro estilo Star Wars y que dan pie a una referencia que ya es clásica en esta serie: la de Los siete samurais (1954) -o Los siete magníficos (1960)- en el episodio The Pirate. Sumemos a todo esto referencias al cine de monstruos de Ray Harryhaussen: la lucha de los mandalorianos contra una especie de cocodrilo gigante, el rapto de un niño por parte de una criatura voladora, esa suerte de Kraken que es el misterioso Mythosaurio, la criatura colosal en el planeta Mandalore. Todo esto da como resultado un festín irresistible. Favreau se permite, además, divertidas digresiones como el episodio Guns for Hire, mezcla de cine negro con ciencia ficción a lo Blade Runner (1982) en el que el protagonista actúa como un policía racista ante una minoría étnica: los robots.
Y me parece también ejemplar cómo esta serie se sitúa en cronología de Star Wars, jugando con las referencias a las fallidas precuelas -el espectacular prólogo sobre el origen de Grogu, con la recuperación de Ahmed Best, quien fuera Jar Jar Binks, dignificado aquí como uno de los últimos Jedi-, manteniendo el tono de la trilogía original que todos amamos y presentándose como un prólogo con la discutida trilogía final. Si George Lucas enfrentaba a sus jóvenes héroes al fascismo de un Imperio Galáctico creado a imagen del nazismo, The Mandalorian nos muestra a los neonazis, a la ultraderecha escondida en los fallos de la democracia, preparándose para volver al poder, como bien demuestra el episodio The Convert.
En el último episodio de esta temporada, The Return, sin revelar spoilers, nos queda clara la sabiduría de Favreau: un argumento que es pura diversión, acción espectacular y estupendas ideas. Hay referencias a Star Wars (1977) con el droide R5 haciendo la mejor imitación de R2D2, y también hay elementos de las precuelas, con esa estupenda pelea marcada por las barreras láser que recuerda al mejor momento del Episodio I (1999), además de un desenlace con tres acciones paralelas a imagen y semejanza del El retorno del Jedi (1983). Y por encima de este buen hacer de Favreau, creo que su gran logro es haber desarrollado, dentro del Universo Star Wars, su propia historia, su propia mitología -la de los mandalorianos- que, por fin, se consolida como una alternativa interesante y divertida a la saga de Skywalker.
POSESIONES INFERNALES -LA SAGA DE EVIL DEAD
El estreno de Posesión infernal: El despertar (2023) es la excusa perfecta para repasar una de mis obras cinematográficas favoritas, The Evil Dead, creada por Sam Raimi en 1981 para convertirse en un fenómeno de culto, del cine de terror y de los añorados videoclubs. En las siguientes líneas comento esa primera película, sus secuelas y prolongaciones.
Posesión infernal (1981) es un título mítico. No solo por sus valores cinematográficos, que los tiene, sino también por la historia de su rodaje. El director, Sam Raimi, rodeado de un grupo de colaboradores -entonces amigos de instituto, como Bruce Campbell y Rob Tapert, o su hermano Ted Raimi- fabricaron esta película prácticamente sin dinero, de forma completamente independiente, rodando los fines de semana. El resultado es una de las películas de terror más icónicas de todos los tiempos, un éxito comercial en su momento, un título imprescindible de la cultura de los videoclubs, y la película que supuso la entrada de Raimi en la industria del cine, en Hollywood. Un sueño hecho realidad. Pero si hablamos de lo estrictamente cinematográfico, Posesión infernal también resulta única. Quiero apuntar el análisis que hace Quentin Tarantino en el documental History of Horror de Eli Roth sobre la obra de Raimi: si no aceptas el juego que propone la película, te parecerá una mierda. Y ese juego que plantea el futuro director de Spider-Man (202) es el cine. Si atendemos únicamente al argumento de la película, nos encontraremos con una serie de clichés del género de terror más casposo. Un grupo de adolescentes idiotas e insufribles -capitaneados por Bruce Campbell, socio de Raimi en toda su carrera- se prepara para un fin de semana de cervezas, porros y sexo en una cabaña aislada. Lo esperable es que sean atacados por uno o varios asesinos, en la línea de La Matanza de Texas (1974), Las colinas tienen ojos (1977) o Viernes 13 (1980). Pero aquí la amenaza tiene que ver más con El exorcista (1973): los personajes son poséidos y se convierten en una suerte de no-muertos, que recuerdan también, en algunos momentos a los zombies -La noche de los muertos vivientes (1968)-. Este pastiche se sostiene apelando a una mitología Lovecraftiana, con mención directa al Necronomicón, que le da un toque pulp y de misterio -queremos saber más- a la película. Pero nada de esto importa mucho. El argumento es una excusa para una sucesión de set pieces, con diálogos tan simples que parecen -y son- paródicos, y con el solo fin de encadenar un susto tras otro. Entonces ¿Dónde radica el interés de Posesión infernal? En la cámara. Sam Raimi convierte a su cámara en la gran protagonista del film, y persigue con ella a los personajes como una amenaza sobrenatural. Cada escena de la película, cada plano, más que buscar que la historia progrese, intenta meternos dentro de una experiencia tan aterradora como lúdica. Planos de cine mudo -porque podríamos prescindir de los diálogos-, movimientos de cámara ingeniosos, y todo tipo de recursos y trucos: ralentizados, acelerados, planos rodados al revés, y perspectivas forzadas que convierta esta obra en una fiesta visual que, tras un inicio convencional, se va volviendo cada vez más loca. Todo es exagerado: el gore -ese lápiz clavado en el tobillo sigue doliendo-, las desbocadas interpretaciones de los poseídos y el suspense están forzados al límite. Por no hablar de la infame escena en la que Cheryl (Ellen Sandweiss) es violada ¡Por el bosque! Una experiencia tan terrorífica que roza la comedia. El último tercio del film, en el que Bruce Campbel se convierte en la final girl y se enfrenta a una enloquecida cabaña, es cine experimental y de vanguardia, una experiencia abstracta de metaficción -la escena en la que Ash se enfrenta a un proyector- que incluye todo tipo de ensayos con la cámara, animaciones stop motion y ejercicios de montaje y sonido. Posesión infernal tiene la fuerza del cine primitivo y es, además, la película perfecta para chillar y reírse en una sala repleta. Eso, claro, como decía Tarantino, si aceptamos el juego.
RENFIELD -LA SANGRE ES VIDA
Si no soportas a Nicolas Cage, probablemente no se te ocurrirá ir a ver Renfield (2023). Pero el actor está lejos de ser lo peor de la película de Chris McKay -director de la estupenda Batman: La Lego película (2017)-, que lamento haber encontrado completamente fallida. La premisa era estupenda y paródica: Renfield (Nicholas Hoult), el famoso ayudante de Drácula que enloquece para satisfacer a su amo y que desarrolla un gusto gastronómico por los insectos -y luego por animales cada vez más grandes- se apunta a un grupo de terapia para personas atrapadas en relaciones tóxicas. Una idea prometedora que, sin embargo, se queda casi en segundo plano, porque Renfield se desarrolla como una comedia de acción gracias a la trama que protagoniza una mujer policía, Rebecca Quincy -su apellido debe ser un homenaje al personaje estadounidense de la novela de Stoker, Quincey Morris- interpretada por Awkwafina. Personaje y trama que, en mi opinión, entorpece y resta importancia al personaje del título, introduciendo elementos tan ajenos al cine de vampiros como la corrupción policial o una familia de narcotraficantes como antagonistas. Gracias a esto veremos secuencias de acción espectaculares, con Renfield repartiendo puñetazos y patadas como si fuera un superhéroe. Los excesos hemoglobínicos -chorros de sangre digital y amputaciones varias- son divertidos, pero no salvan el asunto. Renfield tiene un par de momentos destacables, como la recreación en blanco y negro del Drácula de Tod Browning de 1931 que inmortalizó a Bela Lugosi, o cuando Hoult imita la peculiar risa del Renfield de aquella, Dwight Frye. Nicolas Cage, que ya fue el vampiro más pasado de rosca posible en la inclasificable Besos de vampiro (1989), está correcto como un Drácula paródico, pero su personaje acaba siendo demasiado caricaturesco. En resumen, Renfield no nos hará olvidar al personaje definitivo sobre el asunto, el entrañable Guillermo (Harvey Guillén) de la serie Lo que hacemos en las sombras.
SCARLET -LA BELLEZA COMO DEFENSA
En Scarlet, el director italiano Pietro Marcello prosigue en su empeño por recuperar la fuerza y la belleza del cine primitivo. Ya lo hizo en la magistral Martin Eden (2019), película compleja que reflexionaba sobre la vida a través de su protagonista y partiendo del texto de Jack London, con una narración que abarcaba décadas, con un claro trasfondo político. En su siguiente película, Marcello propone una historia mucho más sencilla y contenida, sobre un personaje memorable, un carpintero de rasgos físicos toscos -la cámara presta especial atención, al inicio de la narración, a sus manos de dedos gruesos- que vuelve de la guerra para encontrar que su mujer ha fallecido, que tiene una hija y que sus vecinos del pueblo lo rechazan. Este personaje, Raphael, está interpretado por el artista francés Raphael Thierry -afectado de atrofia muscular- que da vida a un marginado, un freak, cuyo rostro de gigante esconde un alma noble y cuyas manos monstruosas tienen la capacidad de crear obras de arte que reflejan la belleza de su espíritu. Scarlet tiene la sencillez argumental de un film de Griffith y Marcello trata las imágenes como si estuviéramos ante una cinta silente de Murnau, coloreada a mano. La fotografía de Marco Graziaplena es preciosa, tiene la textura de un metraje recuperado de los primeros años del siglo XX, efecto potenciado por el uso que hace Marcello de imágenes de archivo, que se mezclan con las de la película casi sin notarse. El italiano nos cuenta un melodrama precioso, en el que los protagonistas son este carpintero y luego su hija, Juliette (Juliette Jouan) -casi como la Bella y la Bestia-, una chica hermosa, salvaje, capaz también de crear belleza a través de la música y de su voz. En Scarlet los 'buenos' son los diferentes, los artistas, los soñadores -el aviador al que da vida Louis Garrel-, y los 'malos' son los otros, los que odian, los que se esconden en la mayoría, los violentos y los machistas. Y ante un mundo hostil, Scarlet propone buscar la creación, la belleza y el amor.
UNA BONITA MAÑANA -LAS COSAS DE LA VIDA
Es de admirar la ligereza con la que cierto cine francés puede hablar de los grandes temas de la vida, sin hacer una tragedia de ello. En Una bonita mañana, la directora Mia Hansen-Love nos presenta a Sandra, una mujer normal y corriente -aunque sea interpretada por la bellísima Léa Seydoux, fantástica actriz- que aquí es una madre -viuda- que debe afrontar la enfermedad degenerativa de su padre -un inmenso Pascal Gregory-. La relación padre-hija es la que marca el tono de la película: Sandra ve como la luz de su padre -un profesor de filosofía- se va apagando poco a poco y sin remedio. Hansen-Love habla de cómo despedirnos de los seres queridos, de cómo los libros de una biblioteca personal, construida durante toda una vida, deben encontrar un nuevo dueño. Y a través de esa vivienda personal, autobiográfica, la realizadora y guionista nos habla también de la sanidad pública y del problema de nuestra sociedad para cuidar de los mayores y de los dependientes. Pero además, veremos cómo Sandra debe lidiar con la vida, que no se detiene a pesar de las desgracias: debe trabajar y cuidar de su hija. ¿Le queda tiempo para intentar ser feliz? Una bonita mañana es también la historia de Sandra y Clément (Melvil Poupaud), un viejo amigo que se convierte en compañero y que también tiene una tremendad necesidad de amor, de piel, de llenar un vacío y de curar su soledad. Hansen-Love nos muestra una relación de amor, complicada por la situación de cada uno y por el pasado, pero también una relación de deseo carnal. Es admirable cómo Hansen-Love equilibra todos estos elementos en un relato compuesto por paseos por el parque, viajes en metro y autobús, visitas al hospital, las cosas de la vida.
DUNGEONS AND DRAGONS: HONOR ENTRE LADRONES -AVENTURA CLÓNICA
SUPER MARIO BROS: LA PELÍCULA -REVUELTO DE SETAS
Yo es que era de Sega. Pero hay que admitir que Super Mario Bros: La película cumple con su misión principal, entretener a nuestros niños. Una aventura en la que el famoso fontanero, Mario (Chris Pratt) deberá luchar contra el malvado Bowser (Jack Black), si bien ya no es necesario rescatar a la princesa Peach (Anya Taylor-Joy) que sabe valerse por sí misma. La animación es soberbia, colorida y luminosa. Los momentos de aventura y acción son trepidantes y espectaculares. Hay mucho humor, y algunos momentos paródicos que solo los padres sabrán captar -esa cursi canción al piano de Bowser-, como es habitual en los productos de Illumination. Todo esto garantiza 92 minutos en los que los niños pasarán un buen rato. Lo que no impide que lamente en esta película la ausencia de inspiración. Estamos ante un producto calculado para explotar una franquicia que ya ha sido tremendamente rentable a través de varias décadas. El videojuego original fue desarrollado en 1983 y si se ha convertido en un clásico es por su mécanica -las plataformas- y no por su supuesta historia, que coloca a un fontanero en un mundo de setas para enfrentarle a tortugas dragón. En la película, resulta casi doloroso el esfuerzo del guión para darle un sentido argumental a todo eso. El guionista Matthew Foggel estructura la historia siguiendo las conocidas etapas del viaje del héroe de Joseph Campbell -utilizadas ya en cientos de películas desde George Lucas en Star Wars (1977)-. Así, conoceremos a Mario en su mundo ordinario -el nuestro- y luego le veremos traspasar el umbral hacia un nuevo escenario maravilloso para vivir aventuras, sortear obstáculos, vencer enemigos y encontrar aliados. La innecsaria escena en el vientre de la bestia (marina) ya me parece de traca. Por último, veremos a Mario regresar convertido en un poderoso héroe (con bigote). Si ese transitado camino puede parecer conservador, el planteamiento estético es todavía menos estimulante: ni rastro del origen pixelado del videojuego original. La película tiene una animación hiperrealista que resulta casi grotesca aplicada a los muñecotes del videojuego y que, sobre todo, la hacen indistinguible de cualquier otro producto infantil actual (aunque su calidad sea enorme). Sumemos a esto una desafortunada trama en la que Bowser intenta casarse por la fuerza con Peach, un intento de introducir un tema feminista que acaba siendo simplemente incómodo. Y lo peor es que la película acaba con una batalla en el mundo real, a tortazo limpio, que parece inspirada en el cine superheroico actual. Un desatino que no se salva ni por los muchos guiños a la historia de Nintendo, que seguramente sabrán apreciar los fans. Yo es que era de Sega.
LIVING -SOLO VIVIR UNA VEZ
EL IMPERIO DE LA LUZ -CINE REVELACIÓN
Una película estupenda como El imperio de la luz no debería pasar desapercibida y merece ser disfrutada en la pantalla grande de una sala de cine. La cinta de Sam Mendes es la historia de la relación entre dos personajes, aparantemente, muy diferentes: una mujer madura, interpretada por una magnífica Olivia Colman, y un joven de raza negra, al que da vida un estupendo Micheal Ward. La relación entre ambos pasará por diferentes etapas: primero pensaremos que se trata de una relación imposible, debido a nuestros prejuicios, pero, según se desarrolla la trama, iremos encontrando esos puntos en común que convierten a los dos protagonistas en el gran hallazgo dramático de la cinta. El imperio de la luz no es una cinta nostálgica: Mendes no nos muestra los años 80 en Inglaterra a través de los ojos del crío que fue, como hace Kenneth Branagh en Belfast (2021), Steven Spielberg en Los Fabelman o James Gray en Armageddon Time, y mantiene de fondo todas las referencias cinéfilas hasta la revelación final. Mendes construye una historia sobre seres sensibles que utilizan el arte para soportar lo dura que es la vida cuando nos enfrentamos a conflictos ineludibles como un trabajo alienante, los problemas de salud mental, o el racismo en el amanecer de la era Thatcher. Hilary (Colman) ama la poesía y Stephen (Ward) la música, así como un tercer personaje, Norman (Toby Jones), se ha creado un refugio cinéfilo en la cabina de proyección de la preciosa sala de cine en la que los tres trabajan. La película nos muestra a estos personajes -y varios más-, todos marginados de alguna forma, todos cargando el peso de errores y frustraciones del pasado, y nos cuenta sus historias hasta un desenlace humanista y conmovedor. Pero, si bien el argumento de Mendes no deja ser un melodrama más o menos inspirado -eso depende de cada quien- lo que convierte esta película en una obra notable es la fotografía del enorme Roger Deakins -nominado al Óscar por este trabajo- que convierte cada plano de El imperio de la luz en una experiencia gozosa. Es la luz que captura Deakins la que convierte el cine Empire en una especie de templo olvidado, en ruinas, y la que nos muestra la soledad de los personajes de la cinta como lo haría Edward Hopper; la que la da a la arena de la playa un brillo cegador y existencialista que recuerda a Magritte, la que apoya la interpretación de Colman dibujando sombras en sus rostro que revelan sus conflictos internos, su desequilibrio psicológico. El cine es imágenes, y en El imperio de la luz esas imágenes son la obra de un maestro. Mencionemos también la estupenda música compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross, que nos lleva de la mano mientras contemplamos esos planos pintados sobre la pantalla por Deakins, para completar una experiencia extática en la sala de cine. No esperéis a ver esta película en casa.