En 2009 un número indeterminado de personas descubrió algo que muchos filósofos llevan siglos afirmando: la vida no tiene sentido. Estas personas no abrieron los ojos al absurdo de la existencia tras leer El mito de Sísifo de Albert Camus, ni tras una decepción amorosa de esas que te quitan las ganas de vivir. Eso no habría sido noticia. Estas personas que abandonaron -¿para siempre?- el rebaño de los borregos que prefieren no pensar-no decidir-no cambiar despertaron del letargo al salir de una sala de cine abarrotada en la que se proyectaba Avatar (James Cameron, 2009). Al regresar a la "vida real" y descubrir que el planeta Pandora no existe... se deprimieron. Es fácil sentir pena por estas personas, y descalificar sus sentimientos diciendo que son idiotas, frikis o locos. Pero yo me solidarizo con ellos. Porque yo he sentido lo mismo. Más de una vez. Aunque es verdad que no siento ninguna añoranza por el planeta Pandora, ni por Tatooine, ni por Vulcano.
A mí me gustaría que la vida fuera en blanco y negro. Y me gustaría que mi planeta fuera París. Y que siempre fuera 1964.
Me hubiera gustado vivir hace 50 años, y que Anna Karina fuera la chica que me rompió el corazón porque prefiere a otro...
Me hubiera gustado correr a través del Louvre en 9 minutos...
Y quién sabe, quizás hace 50 años, en blanco y negro, en París, me habría atrevido a hacer algo que pocas veces he hecho: bailar.
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