Si estáis lejos de vuestra familia estas Navidades, o si directamente os aburren vuestros parientes, un buen sustitutivo es Muchos hijos, un mono y un castillo. El documental del actor Gustavo Salmerón consigue el pequeño milagro de hacernos sentir, durante 90 minutos, parte de su familia. Esto se debe a la honestidad con la que muestra a sus parientes y su peculiar idiosincrasia. Salmerón ha hecho una película tan desquiciada como divertida, algo así como el vídeo casero más gracioso -y bonito- de la historia. Y el primero que alguien ajeno a la familia protagonista querrá ver. En el centro de todo está Julita, matriarca del clan Salmerón, que hace bueno -por segunda vez en la historia, tras la de Paco León- aquello de "mi madre es un personaje". Julita es una mezcla explosiva de inocencia e ilusión, con la sabiduría que aportan los años sobre los reveses de la vida. Tengo que destacar especialmente su capacidad asombrosa para hablar de temas profundos -casi siempre de la muerte- para luego rematar su discurso con una ocurrencia excéntrica, que provoca auténticas carcajadas. La película de Salmerón está hecha con el detrás de las cámaras, con los gazapos, con la vida que surge cuando los protagonistas creen que ya no se está grabando. El montaje hace de estos momentos una comedia fantástica, que un guión literario tendría complicado igualar. Pero no se equivoquen, Julita acaba "interpretando", entra en el juego de su hijo y domina cada plano como si fuera una actriz cómica consumada. Alrededor de ella conoceremos a la familia Salmerón, un padre y muchos hermanos, que forman algo así como un coro para Julita y sus ocurrencias. La más grande de estas, sin duda, la de comprar el castillo del título, cuya mudanza constituye el episodio principal de la historia, dejando al descubierto la agobiante capacidad de esta gente para acumular trastos, muy cerca del síndrome de Diógenes. Muchos hijos, un mono y un castillo sorprende por su capacidad para hacer reír, para divertir, y para provocar sentimientos por los Salmerón, por los que llegamos a sentir una mezcla de pudor y de amor. Como si fuera nuestra propia familia.
BRIGHT -BLOCKBUSTER DE ANDAR POR CASA
Mientras Star Wars: El último Jedi bate récords en las salas de cine, Netflix sigue apostando fuerte por un modelo diferente de consumo cinematográfico. La promoción de Bright hace pensar en un estreno en cines, con trailer y carteles en las calles. Protagoniza toda una estrella taquillera -aunque venida a menos- como Will Smith -Independence Day (1996)- quien paradójicamente se convirtió en lo que es gracias a la televisión -El príncipe de Bel-Air (1990-1996)-. Dirige David Ayer -guionista de Training Day (20019- que aquí se recupera parcialmente del desastre de Escuadrón suicida (2016). El guión es de Max Landis -hijo de John Landis- y de irregular carrera -Chronicle (2012), American Ultra (2015) y Víctor Frankenstein (2015)- que aquí propone una buddy movie en la que Smith es un policía humano y su compañero es un orco, interpretado por Joel Edgerton -El regalo (2015), Loving (2016)-. Estamos en un mundo que parece una secuela muy tardía -2.000 años después- y urbana -en Los Angeles- de El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001). La idea tiene gracia, pero el desarrollo carece del ingenio necesario para que la historia resulte fresca. El orco de Edgerton está desaprovechado y no se explota su relación con Smith: recordemos que este tiene experiencia en este tipo de papeles -Dos policías rebeldes (1994), Men In Black (1997)-. En el mundo que dibuja Bright los conflictos raciales, de clase, la crisis económica y la corrupción policial conviven con elfos, hadas, centauros y varitas mágicas. Esto, que podría ser muy estimulante, se queda en ideas que Landis va apuntando sin darles más recorrido. Consigue hacer el relato entretenido, sin duda, pero pronto el argumento parece rutinario, ya visto. Y es que, al menos yo, todavía recuerdo Alien nación (1988). A pesar de algunos chistes afortunados, de unas pocas escenas de acción espectacular, de caras conocidas en el reparto -Noomi Rapace, Edgar Ramírez- y del intento de buscar ecos de crítica social -al estilo de la estupenda Distrito 9 (2009)- nada hace que Bright resulte mínimamente memorable al acabar su visionado, tras el cual, simplemente, apagaremos la tele. ¿Sería mayor la decepción si saliéramos de una sala de cine?
LAS MEJORES PELÍCULAS Y SERIES DE 2017
Un año más, emprendo la complicada tarea de elegir las mejores películas y las mejores series del año. Quiero aclarar que la lista que sigue atiende, primero, a mis gustos y no se puede considerar ni remotamente objetiva. Este año, solo en cines, he visto casi 120 películas y no me atrevo a contar las series a las que le he echado un vistazo. Sin embargo, la totalidad del audiovisual es inabarcable, por lo que tengan ustedes en cuenta que esta lista es necesariamente parcial e incompleta. He decidido, además, no incluir films estrenados en España en 2017, pero que han sido ya premiados en los Oscars: La La Land, Moonlight, Loving y Toni Erdmann merecen estar aquí, pero se quedan un poco lejos en el tiempo. Dicho esto, espero vuestras películas y series del año en los comentarios.
MEJORES PELÍCULAS 2017
1. Dunquerke de Christopher Nolan
No es una película perfecta, pero resulta complicado no rendirse ante la ambición de Nolan y sobre todo a su pericia técnica, su esfuerzo por recrear físicamente un episodio épico pero anticlimático de la Segunda Guerra Mundial. Dunquerke es una experiencia cinematográfica total.
2. Una mujer fantástica de Sebastián Lelio
3. Crudo de Julia Ducornau
4. A Ghost Story de David Lowery
5. Baby Driver de Edgar Wright
6. La guerra del planeta de los simios de Matt Reeves
7. It de Andy Muschietti
8. Verano 1993 de Carla Simón
9. Coco de Lee Unkrich y Adrián Molina
MEJORES SERIES 2017
1. The Deuce de David Simon y George Pelecanos
La nueva serie del creador de The Wire es simplemente magistral, con unos personajes fantásticos, con detalles tan realistas como apasionantes sobre el terrible mundo de la prostitución y de fondo, la habitual crítica del capitalismo de Simon.
2. Mindhunter de Joe Penhall
3. Twin Peaks de David Lynch y Mark Frost
4. The Handmaid´s Tale de Bruce Miller
5. Fargo (tercera temporada) de Noah Hawley
6. The Leftovers (tercera temporada) de Tom Perrotta y Damon Lindelof
7. Master of None (segunda temporada) de Aziz Ansari y Alang Yang
8. Girls (sexta temporada) de Lena Dunham
9. Legion de Noah Hawley
10. Better Call Saul (tercera temporada) de Vince Gilligan y Peter Gould
STAR WARS: EPISODIO VIII -LOS ÚLTIMOS JEDI - LA FUERZA CONTRAATACA
Mientras los críticos de cine de la vieja escuela duermen la siesta en sus butacas, los millenials graban con sus móviles el crawl de la última de Star Wars para poder decir "yo estuve ahí". La saga creada por George Lucas en 1977 es probablemente el último gran evento cinematográfico. Un acto comunitario que se resiste al pirateo, a Netflix y al vídeo bajo demanda. La gente sigue haciendo colas en las salas para ver La guerra de las galaxias. Algunos incluso van disfrazados. Pero, sobre todo, la space opera de Lucas ha conseguido saltar por el hiperespacio generacional. Todo el sentido de la nueva trilogía de Disney es, precisamente, pasar el testigo de lo antiguo -Han Solo, Luke y Leia- a una nueva generación de héroes -Poe Dameron, Finn y sobre todo Rey- y también de fans. La operación obedece, sin duda, al afán de hacer dinero. Pero no nos equivoquemos: Star Wars se apoya en mitos que siempre estarán presentes en las historias que consumimos, se llamen como se llamen: tienen mil máscaras. Su renovación es, por tanto, natural y por eso una nueva generación de cineastas, que creció con aquellas películas, se encarga ahora de proponer nuevos episodios de una historia interminable. Si J.J. Abrams hizo un meticuloso esfuerzo para reproducir la magia y las constantes de la trilogía original; aquí Rian Johnson -Looper (2012)- se atreve a despegarse de la textura de la trilogía clásica para aportar sabores distintos. Abrams es el alumno aplicado, Johnson es un pelín rebelde. Y eso es bueno. El director imprime decididamente su mirada a Star Wars y eso resulta estimulante. Hay que decir que visualmente es el episodio más potente de todos, muy lejos del clasicismo impuesto por un Lucas enamorado del western y de Kurosawa. Johnson es un estupendo creador de imágenes, algunas realmente hermosas y de puro sci-fi. Por otro lado, el humor de la película es absolutamente contemporáneo, postmoderno y en ocasiones, roza la parodia. Pero Los últimos Jedi triunfa desarrollando unos personajes que ya han sido presentados previamente, transformándolos y preparándolos para un futuro conflicto final. En la película hay sorpresas mayúsculas y momentos realmente emocionantes para los recién llegados, pero también para los veteranos, que acabarán más que satisfechos. A pesar del mencionado humor sarcástico, hay en este Episodio VIII una emoción honesta, genuina y multiplicada por lo que echaremos de menos a Carrie Fisher. Si El despertar de la Fuerza era un clon de Una nueva esperanza, esto es probablemente El imperio contraataca con algunos instantes robados de El retorno del Jedi. Pero se mantiene fresca, sorprendente y sobre todo, nos devuelve el misterio del qué pasará, ausente en las precuelas. Solo hay que lamentar que Benicio del Toro no funcione y esos zorros de hielo salidos de Pokémon. Pero Rian Jhonson es lo más interesante que podía pasarle a Star Wars: normal que le hayan encargado su propia trilogía.
AMERICAN HORROR STORY: CULT -LA POLÍTICA DEL MIEDO
Los creadores de American Horror Story han sacado provecho creativo de donde parecía imposible: de su frustración por la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. La serie de Brad Falchuck y Ryan Murphy ha mostrado cierto agotamiento tras la estupenda y manierista Hotel y la enrevesada y autoconsciente Roanoke. La victoria del multimillonario ha servido de brillante excusa para Cult, una séptima temporada ingeniosa, retorcida y con un mensaje político contundente. La premisa tiene mala baba, usar un miedo tan actual como real: que tras ganar Trump el mundo se vaya a la mierda en plan The Handmaid´s Tale. Falchuck y Murphy exploran cómo el republicano ha sido aupado por el discurso del odio: machismo, racismo, homofobia, xenofobia. ¿Algo puede dar más miedo que los instintos más bajos del ser humano? La protagonista es Ally (Sarah Paulson), mujer, demócrata, progresista, lesbiana, que vive con terror la victoria de Trump, un hecho que desata sus fobias latentes más locas. Como suele ocurrir en esta serie, el planteamiento no es más que el principio y dramáticamente se supera casi enseguida. Por eso, el argumento cambia gradualmente el punto de vista, de la víctima al agresor, Kai Anderson, interpretado por Evan Peters que vuelve a encarnar los miedos de los estadounidenses -en Murder House era un adolescente pistolero en plan Columbine- y aquí se presenta como el malo de la función. Un lobo solitario introvertido que acaba siendo el líder de una secta de asesinos que se disfraza como siniestros payasos que salen de cacería nocturna, en lo que parece una precuela de La purga (2014). La coulrofobia que padece la protagonista vuelve a estar de moda, y es que Falchuck y Murphy, si algo saben hacer, es pulsar la tecla de la actualidad: el primer episodio, Election Night, coincidió con el esperado estreno de It (Andy Muschietti, 2017). Se recuperaba en él, además, al payaso asesino, Twisty (John Carroll Lynch) de Freak Show.
Tras el primer capítulo, el sucesivo descubrimiento de qué personajes forman parte de la secta, funciona como un whodunit: cada nuevo miembro es una sorpresa hasta que llegamos a la terrorífica conclusión de que la protagonista está completamente sola y que el que sea una paranoica no significa que no esté realmente en peligro. Si temporadas anteriores se han caracterizado por proponer líneas argumentales sin cesar, mezclando vampiros, brujos, fantasmas y asesinos en serie, leyendas urbanas y personajes reales, famosos y guiños al cine de terror, si antes AHS solía tener una estructura argumental en forma de árbol, con ramas que se extienden y se subdividen infinitamente, esta Cult sigue el esquema de una espiral que va girando sobre sí misma, sin desviarse de unos pocos temas principales, hasta llegar a su núcleo central. Así, la temporada se divide en dos partes. Primero, el desarrollo de la historia de Ally como víctima de todo tipo de miedos y del mini-Trump que es Kai Anderson. Si a finales de los años setenta el psycho killer del slasher se dedicaba a castigar a los jóvenes entregados a la revolución sexual, Murphy y Falchuck han sustituido a los descerebrados de campamento por una pareja de lesbianas que, en el fondo, siguen sintiendo miedo de que una sociedad represora y conservadora las castigue. La serie lanza dardos, mezcla los resortes del cine de género -escenas de slasher barato, gore, erotismo lésbico, niñeras asesinas- con los golpes bajos de la política de extrema derecha -el miedo a los extranjeros, al crimen, al empoderamiento femenino- sin ninguna vergüenza. Cada capítulo está repleto de referencias a la actualidad para crear cercanía: la presencia de las redes sociales en las vida de los personajes, el cambio climático, la práctica del pilates, el control de armas, Nicole Kidman y Big Little Lies, ataques terroristas, la referencia constante al hombre -blanco, heterosexual- humillado -Obama humilló a Trump en la cena de corresponsales del año 2011 en Washington-, la posverdad -las estadísticas sacadas de Facebook para atemorizar que usa Kai-. Todos elementos que aportan un tono muy reconocible que crea un efecto casi hiperreal. El mensaje de la historia es diáfano, y se pone en boca de la política Sally Kefler -personaje interpretado por Mare Winningham- atacando directamente a los populistas que se han servido de la política del miedo.
En la segunda parte de la temporada, Falchuck y Murphy proponen una historia alternativa y enloquecida de Estados Unidos, a través de sus sectas. En quizás el mejor episodio, un apasionante flashback nos lleva a finales de los años sesenta, proponiendo como protagonista a Valerie Solanas, la mujer que disparó contra Andy Warhol -interpretado por Evan Peters como si fuera también un líder sectario-. Solanas, es nada menos que Lena Dunham -Girls- feminista y combativa, pero desequilibrada. El episodio cuenta que Solanas creó una secta -a partir del manifiesto SCUM- responsable nada menos que de los asesinatos sin resolver del Zodiaco -véase Zodiac (David Fincher, 2007)- por los que no reciben castigo ninguno, a pesar de confesarlos, por ser mujeres. Este capítulo propone como respuesta al machismo reaccionario de Kai Anderson, un feminismo rabioso, aunque surgido también del odio y liderado por la desequilibrada Solanas. El mensaje derivado es muy actual, al proponer que la victoria de Trump tiene una contraparte positiva: ha puesto en pie de guerra a las feministas que luchan más que nunca por la igualdad. Una idea, como poco, interesante. Tras esto, el episodio Drink the Kool-Aid es clave para entender las intenciones de Murphy y Falchuk. En él, Evan Peters interpreta, atención, a los líderes de varias sectas destructivas reales: el David Koresh de los Davidianos, el Marshall Applewhite de Heaven´s Gate y el Jim Jones fundador del Templo del Pueblo. Los tres provocaron los suicidios masivos de sus seguidores. Por supuesto, no podía faltar el más chungo y famoso de todos, Charles Manson -fallecido recientemente- también interpretado por Peters, en un episodio que incluye una atrevida recreación de estética grindhouse de los terribles asesinatos de Sharon Tate y otras cuatro personas en Beverly Hills. Todo esto es francamente entretenido, pero la verdadera razón de ser de AHS: Cult es proponer un paralelismo entre las causas que llevan a un individuo a unirse a una secta destructiva, y la victoria electoral de Trump. La coprotagonista, Ivy (Allison Pill), confiesa que una insatisfacción y una desorientación vital le llevaron a dejarse guiar por un líder que le decía claramente lo que tenía que hacer. Obedecer órdenes simples -dejar de pensar- le hacía sentirse segura y completa en un mundo lleno de incertidumbres. ¿No es ese un proceso similar al de un electorado que, tras una crisis económica grave, altos índices de desempleo, desconfianza en las instituciones, se deja llevar por candidatos que repiten machaconamente ideas muy simples? Pensemos en el Brexit o en la mencionada victoria de Trump, guiadas siempre por lo emocional. Seguro que encontráis algún ejemplo más. ¿Somos los votantes parte de una secta que nos abduce y nos radicaliza? El mensaje final de esta entrega de AHS no es precisamente alentador. ¿Hace falta una secta para combatir a otra?
PERFECTOS DESCONOCIDOS- SECRETOS DE MATRIMONIOS
Habría que valorar en su justa medida que Álex de la Iglesia estrene en el mismo año dos películas como El bar y esta Perfectos desconocidos. Dos films tremendamente entretenidos, de una factura impecable, que hacen pensar que el director de El día de la bestia (1995) está en un estupendo momento artístico y profesional. Las dos películas tienen puntos en común: son comedias en la superficie, se desarrollan prácticamente en su totalidad en un espacio único -aquí el salón de una vivienda en la que cenan varias parejas de amigos de toda la vida- y en ambas salen a flote lo miserables que somos. Eso es el cine de Álex de la Iglesia, aunque esto sea el remake de un éxito italiano, Perfetti sconosciuti (2016). Y es que la idea de partida vale mucho la pena: ingeniosa y completamente de nuestro tiempo. Los protagonistas deben colocar sus teléfonos móviles -es decir, sus secretos- sobre la mesa, a la vista de todos. Si salir de El bar puede significar la muerte, aquí un sms comprometido bien puede ser el final de una vida, de una pareja, de una familia. Los diálogos escritos por el director y su guionista habitual Jorge Guerricaechevarría van del cliché de la guerra de sexos y de la "matrimoniada" a momentos verdaderamente inspirados, de mala leche, de conocimiento profundo del prójimo. Sobre todo cuando la historia nos ofrece otro tipo de conflictos humanos, alejados de las predecibles infidelidades. Momentos que se sostienen gracias al buen hacer de unos actores más que contrastados, pero que aquí, además, están muy bien. Sobresale Eduard Fernández, absolutamente magnífico en un personaje que aporta la humanidad y la emoción a una película en la que reina el sarcasmo. Le acompañan Belén Rueda, Pepón Nieto, Eduardo Noriega, Dafne Fernández, Juana Acosta y el siempre eficiente Ernesto Alterio. Todos están muy bien en una cinta que tiene cierto sabor teatral, pero en la que la cámara del director se luce -como siempre- consiguiendo una narración fluida y brillante. Álex de la Iglesia no esconde su amor por el cine y aquí hay momentos que recuerdan a Hitchcock, a Buñuel, a Almodóvar. Y es gracias al director que la película consigue dar un pequeño giro hacia lo fantástico -eclipse mediante- que me ha hecho recordar un peliculón reciente como Coherence (2013), aunque más bien habría que pensar en un clásico como La vida en un hilo (Edgar Neville, 1945). Y aunque hay cierta crítica a las nuevas tecnologías -móviles, chats, redes sociales, whatsapp- el mensaje es claro: por mucho que las satanicemos estas no son más que nuestro propio reflejo.
VERGÜENZA- CUANDO LA RISA DUELE
Vergüenza es hardcore. Una propuesta humorística radical que produce, a partes iguales, carcajadas nerviosas y una sensación de incomodidad casi insoportable. La serie producida por Movistar y creada por Juan Cavestany -Gente en sitios (2013)- y Álvaro Fernández Armero -Las ovejas no pierden el tren (2104)- es un nuevo ejemplo del llamado posthumor o lo que debe ser lo mismo, la comicidad de la vergüenza ajena, llevada a su extremo. El protagonista es un fotógrafo de la BBC -bodas, bautizos y comuniones- Jesús "Paquete" Gutiérrez, que un genio como Javier Gutiérrez compone como un auténtico imbécil. Jesús es moderadamente salido, machista, racista, prejuicioso, infantil y envidioso, lo peor del ser humano y encima bocazas. Es muy complicado sentir simpatía alguna por él. Jesús es una versión depurada del asqueroso David Brent (Ricky Gervais) de The Office; mucho menos entrañable que el Michael Scott (Steve Carell) de la versión estadounidense; menos inteligente que el Larry David de Curb Your Enthusiasm; con similares éxitos amorosos que Suart Pritchard (Stephen Merchant) de Hello Ladies; rácano, mentiroso y obsesivo como el grandísimo George Costanza (Jason Alexander) de Seinfeld. Solo un actor de la talla de Gutiérrez podía haber salido airoso de la interpretación de un personaje tan absolutamente desagradable. Justo por eso, para que esta serie funcione, era imprescindible una actriz de la talla de Malena Alterio dándole la réplica. Ella interpreta a la mujer de Jesús, Nuria. Comparte con su marido la capacidad innata para meterse en situaciones incómodas, pero con ella la vergüenza que sentimos no es ajena: sufrimos con Nuria sus meteduras de pata. A diferencia de Jesús, ella lo pasa mal, pide disculpas a todos, es humana y un personaje adorable. Con estos dos protagonistas principales, arropados por unos secundarios más que afortunados, Cavestany y Fernández Armero demuestran un ingenio sádico para crear situaciones de pesadilla social que nos harán chirriar los dientes: la aparición de unos calzoncillos cagados; el mirar fijo las tetas de la suegra; una discapacitada tratando de bajar unas escaleras; masturbarse con una foto de Mariló Montero en la revista Lecturas; hablar inglés en público sin tener ni idea; enamorarse unilateralmente de una novia tocona recién casada. A la pareja protagonista le pasan todas estas cosas, que en el fondo les van uniendo poco a poco. Un compartir situaciones bochornosas, que acaba haciendo entrañables a Jesús y a Nuria, sobre todo cuando cobran consciencia de que son unos auténticos perdedores. Vergüenza es una propuesta soberbia y necesaria en la comedia española. Esperamos impacientes la segunda temporada.
COCO -MUERTE A LA MEXICANA
En la magnífica Toy Story 3, Lee Unkrich proponía una reflexión sobre la muerte: esta es para los juguetes la madurez del niño que los posee, siendo la caja del mercadillo una especie de purgatorio y la guardería infantil algo muy parecido al infierno. Tras jubilar a Rayo McQueen en Cars 3, Pixar retoma el tema del paso del tiempo y la trascendencia del alma en Coco, una auténtica maravilla animada, que se atreve con el tema supuestamente menos infantil. Lo que no significa que los más pequeños no tengan, desde muy temprano, una poderosa curiosidad al respecto. Lo que sorprende de esta nueva cinta de Unkrich es que se prescinda de subterfugios: los protagonistas son seres humanos, no coches, ni juguetes. También es curioso que Coco apele a México, no solo como afortunada referencia estética -el colorido del Día de los muertos es apabullante- ni para tomar prestada una imaginería muy rica que aporta un tono de fábula, sino para servirse de la forma de entender la muerte en la cultura mexicana. El vínculo, muy vivo, que siguen teniendo con sus parientes fallecidos. Una tradición perdida, seguramente, en otros países occidentales donde el día de todos los Santos es aprovechado antes para disfrazarnos que para visitar las tumbas de los ancestros. El film se sirve de esta tradición para establecer la lógica del argumento -por otro lado, muy parecido al de la mencionada Toy Story 3- en el que un niño, Miguel, debe encontrar su identidad -quiere ser un artista musical- y para ello debe descubrir sus orígenes, lo que significa un viaje a la tierra de las muertos. El planteamiento de la historia, el diseño de los personajes, los toques de humor, brillan como de costumbre en una producción Pixar. El apartado técnico vuelve a ser espectacular, con una animación increíble que ensaya con movimientos de cámara del cine de imagen real -véase la fiesta en la que se cuela Miguel a codazos, con una cámara "al hombro" persiguiéndole- sin renunciar a las posibilidades del medio -el hermoso prólogo animado en 2D sobre las guirnaldas de papel-. Pero es en el viaje al más allá cuando Coco se gana el corazón de los que, como yo, hemos crecido con el cine mexicano. Hay referencias preciosas a las películas de charros cantantes -como Pedro Infante o Jorge Negrete- a las mujeres fuertes como María Félix, pero también pequeños guiños al subgénero de los luchadores e incluso un cameo del grandísimo Cantinflas. Eso sin contar a la divertida Frida Kahlo convertida en una especie de Lady Gaga. El desenlace del film, instalado en el melodrama, es coherente también con la larga tradición mexicana de seriales, radionovelas y telenovelas, pero aún así resulta verdaderamente emocionante. Porque Coco eleva el listón de la animación para todos los públicos al buscar emociones humanas profundas.
EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO- TRAGEDIA GRIEGA
Lo primero que vemos en El sacrificio de un ciervo sagrado es una operación a corazón abierto. Una imagen chocante que se nos muestra con frialdad y limpieza quirúrgica. Una imagen que para mí resume el espíritu de un film que plantea un conflicto entre lo racional y las bajas pasiones humanas. El griego Yorgos Lanthimos coloca su cámara a una distancia considerable de la acción, observando a sus personajes con mirada documental: al principio de cada escena no distinguimos sus rostros, escuchamos sus voces prácticamente en off. Los planos abiertos nos distancian de unos actores robóticos: el magnífico reparto realiza interpretaciones brechtianas. Una banda sonora de ruidos y chirridos evita que nos sintamos cómodos durante el visionado de una película tan bella como exigente. El argumento tiene un planteamiento alegórico y su conflicto central es irracional, mágico, bíblico. Todos estos elementos distanciadores nos cuentan una historia durísima en la que el protagonista, Colin Farrell -La seducción (2017)- da vida a un exitoso cirujano, que debe enfrentarse a un misterioso joven, Martin, interpretado soberbiamente por un inquietante Barry Keoghan -Dunkerque (2017)-. Si en Canino (2009), Lanthimos seguía los perturbadores pasos de Michael Haneke -Amor (2012)- y en la estupenda Langosta (2015) añadía un agradecido sentido del humor a su surrealista propuesta de ciencia ficción, aquí el autor griego parece mirarse en Stanley Kubrick: las líneas de fuga de unos planos tan fríos como hermosos; el uso del travelling que remite a El resplandor (1980), igual que el argumento críptico sobre un padre enfrentado a su familia; mencionemos también el uso de la música clásica; y que ver a Nicole Kidman -Big Little Lies- en ropa interior, inevitablemente nos recuerda a Eyes Wide Shut (1999). El sacrificio de un ciervo sagrado es cine de alta calidad, pero no es una película para todos, con sus inquietantes imágenes de niños que se arrastran; de juegos sexuales carentes de afecto; de rabiosas masturbaciones mecánicas; de incómodos comentarios en sociedad sobre la primera menstruación. Estamos ante una película dura pero cerebral, descarnada pero fría, con medidos exabruptos de sexo, violencia y amoralidad. Su argumento de pesadilla se desenvuelve lentamente siguiendo sin piedad una coherencia irracional hacia un desenlace casi insoportable: el clímax es francamente brutal.
EN REALIDAD, NUNCA ESTUVISTE AQUÍ- A MARTILLAZOS
Es posible que En realidad, nunca estuviste aquí provoque una fuerte impresión en el espectador. Su violencia descarnada, la desesperación de su protagonista, la despiadada mirada sobre la humanidad, seguramente resulten difíciles de digerir. Pero hay una escena que me parece representativa del espíritu de este film sobresaliente -espero que esto no sea un spoiler- en la que dos matones a sueldo, enfrentados, heridos, cantan juntos una canción de la radio, tirados en el suelo de una cocina, cogidos de la mano, esperando la muerte pacientemente. Son enemigos, sí, pero de alguna manera se hacen solidarios ante el fin definitivo. Un momento hermoso extraído de un hecho sórdido y terrible por la directora y guionista Lynne Ramsay -basándose en una novela de Jonathan Ames-. Ramsay, aplica la mirada del cine de autor a lo que bien podría haber sido un violento film de acción. Esto es importante dejarlo claro, porque la directora de Tenemos que hablar de Kevin (2011) no satisface las expectativas del público. Muestra la violencia de una forma brutal y nunca como una válvula de escape para las frustraciones del protagonista -o de los espectadores-. La violencia es siempre desagradable, anticlimática, el producto de una sociedad corrupta. El resultado de que la vida sea una mierda. Lo que hace Ramsay es prácticamente una puesta al día de una obra maestra como Taxi Driver (1976). Juega casi exactamente con los mismos elementos argumentales: un protagonista a la deriva, veterano de una guerra; una niña prostituida más madura que el héroe, un político corrupto, unas calles podridas. La película de Ramsay, sin embargo, agrega una coartada psicológica, una historia familiar de abusos paternos y una relación madre-hijo que se compara de forma divertida con Psicosis (1960). Pero la gran diferencia con respecto a Taxi Driver es que Scorsese cuenta el descenso a los infiernos de Robert De Niro de forma objetiva, mientras que aquí la directora se deja llevar por los recuerdos de su (anti)héroe, que aparecen como fogonazos torturadores. Ramsay prefiere crear sensaciones a través de los detalles, de lo táctil, que fijarse en lo narrativo. También se vale de mecanismos de distanciamiento: el asalto a una casa que ocurre a través de las imágenes de las cámaras de seguridad; el tiroteo con dos matones que ocurre fuera de campo, como mirando desde las esquinas. En cambio, el clímax del film, producto de la psique del protagonista, se nos muestra brutal y frontalmente en toda su fuerza. En realidad, nunca estuviste aquí está dirigida de forma inspirada por Ramsay, que crea imágenes potentes, apoyadas en una banda sonora absorbente de Jonny Greenwood de Radiohead. Por último, la película inscribe a Joaquin Phoenix -mejor actor en Cannes- en la lista imaginaria de héroes atormentados abocados a la violencia, junto al hombre sin nombre de Clint Eastwood en la trilogía del dólar de Sergio Leone; junto al mencionado Travis Bickle de Taxi Driver; el Jean Reno de El profesional (León) (1994); el vengativo Dae-su de Oldboy (2003); el silencioso conductor de Driver (2011), todos de pasado escarpado y residente en universos cinematográficos antes que reales. Pero este Joe que hace Phoenix es quizás el más físico y nihilista de todos, el que mejor habla de una soledad insoportable.
LIGA DE LA JUSTICIA- HABLEMOS DE SUPERHÉROES
Liga de la Justicia tenía que haber sido la mayor película de superhéroes de todos los tiempos. La culminación de un subgénero que comenzó con el Superman (1978) de Richard Donner, que tiene una obra maestra en El caballero oscuro (2008) y que no ha tocado techo, como demuestra la refrescante Thor: Raganarok (2017). Liga de la Justicia tenía a favor que, en la jerarquía de supertipos de la cultura popular, los más grandes siguen siendo Superman, Batman, Spiderman y Wonder Woman. Tres de esos cuatro nombres están en una película que fracasa en todos los sentidos. Estamos ante una continuación directa de la espesa Batman v Superman (2016), que es un nuevo capítulo antes que una historia con entidad propia. Se nota el esfuerzo para apartarse del tono grave de aquella, en favor de una acción superheroica más colorida. Funciona en parte, esto es mucho más divertido, pero sigue habiendo momentos con un tono grandilocuente que ahora desentonan, desequilibrando el conjunto. Recordemos, además, que Joss Whedon -Los Vengadores (2015)- reescribió y rodó nuevas escenas -tras el suceso trágico que apartó a Zack Snyder del rodaje- por lo que la película ha acabado siendo tremendamente irregular. La estructura argumental no ofrece demasiada cohesión, contando la historia "a saltos", de un personaje a otro, en lugar de elegir a un protagonista claro, que lógicamente debería haber sido Batman. Así, tengo que decir que Liga de la Justicia se agota en su cartel: sabemos que vamos a ver una reunión de superhéroes, y damos por hecho que se enfrentarán a un villano. Pues esto es exactamente lo que ocurre, sin más, y el guión no esconde la más mínima sorpresa. El plantel de héroes ya fue presentado en Batman v Superman, los hemos visto en el marketing hasta la saciedad y aquí aparecen como si ya los conociéramos. La amenaza extraterrestre y el villano también son presentados sin el más mínimo gancho, ni intriga, ni sentido de la maravilla. Tampoco tienen demasiado peso, ni siquiera como excusa para reunir a los protagonistas. Todo es mecánico en una película en la que, además, el retrato de personajes no ayuda. Cada héroe tiene su papel muy claro: Wonder Woman (Gal Gadot) es la idealista, Aquaman (Jason Momoa) es el solitario rebelde, Cyborg (Ray Fisher) es el atormentado; The Flash (Ezra Miller) es el gracioso (sin gracia). Pero ninguno trasciende esos roles, sino que se reinciden en ellos sin ninguna variación interesante. Creo que ya no es spoiler la cantada resurrección de Superman, que vuelve a ser el mayor héroe de todos, pero casi sin personalidad. A las torpes escenas entre el héroe (Henry Cavill) y su pareja, Lois Lane -desperdiciada Amy Adams- y su madre (Diane Lane) hay que añadir la sospecha del bigote borrado digitalmente al actor. Por último, el Batman de Ben Affleck aporta lo más original de la cinta, una versión fresca del héroe de Gotham. Este Bruce Wayne está mayor, de vuelta de todo, y no está tan obsesionado por la muerte de sus padres. En definitiva, si Wonder Woman (2017) ha sido un éxito por su sencillez, falta de pretensiones y personajes simpáticos, esta Liga de la Justicia supone un paso atrás, a la altura de desastres como Escuadrón Suicida (2016). Lo que nos hace cuestionar el interés que puedan tener futuras entregas del Universo DC, como las aventuras en solitario de Aquaman (2018) y The Flash (2018).
JUPITER´S MOON -EL HOMBRE QUE PODÍA VOLAR
No sé si habéis pensado alguna vez que Superman tuvo que falsificar sus papeles tras llegar a la Tierra. El superhéroe kriptoniano es la gran metáfora del inmigrante, creado por dos judíos aficionados a la ciencia ficción en 1938. Hoy, Kal-El tendría el pasaporte falso de un refugiado. Aryan Dashni (Zsombor Jéger), también puede volar y es invulnerable a las balas, pero no esperéis que se convierta en el salvador de los oprimidos en Jupiter´s Moon, la película ganadora del pasado festival de Sitges. El referente explícito del director húngaro Kornél Mundruczó -White God (2014)- es cristiano -aunque su "mesías" es musulmán- con referencias constantes a crucifijos, milagros, y resurrecciones; pero sus potentes imágenes de un hombre flotando, desafiando las leyes de la naturaleza, y de las caras de asombro de los que miran hacia arriba por primera vez, remiten al álter ego de Clark Kent con una inocencia que echaba de menos. Dashni recibirá la ayuda del verdadero protagonista, Gabor Stern (Merab Ninidze), un médico con pasado oscuro y presente corrupto, que busca expiar una culpa. Si Dashni intenta colarse por la frontera hacia Europa, la tierra prometida, Stern suele entrar por la puerta trasera de hospitales, zonas militares, restaurantes y hoteles para sus trapicheos. Estos movimientos clandestinos de los personajes son seguidos con nervio por la cámara de Mundruczó -nominado a mejor director en Cannes- elaborando planos secuencia encadenados que imprimen un ritmo tremendo al film. En esto recuerda a la soberbia, y también húngara, El hijo de Saúl (2015). Destaca además una vibrante secuencia de persecución en la que los coches corren entre el tráfico urbano. Visualmente, Jupiter´s Moon es de un virtuosismo constante. Luego están las hermosas escenas que hacen uso de unos eficientes efectos especiales para hacer creíble que un hombre se eleve, y que están resueltas de forma poética, bien apoyadas en la banda sonora. El mayor valor de esta película es su capacidad para combinar el dinamismo de un film de género con temas de calado como el drama de los refugiados, la corrupción institucional, y sobre todo el dilema de mantener una moral individual cuando todo alrededor se desmorona.
THE DEUCE - MONEY MONEY MONEY
Un diálogo que compara a Richard Nixon con un proxeneta -con un "chuloputas"- abre la nueva ficción de David Simon dejando muy claro de qué va The Deuce. Simon es el responsable de la mejor serie de televisión de todos los tiempos, The Wire (2002-2008), en la que abordaba el ambicioso retrato de una ciudad -de cualquier ciudad, pero, específicamente, de Baltimore-. Ahora, junto a escritores como George Pelecanos -aquí cocreador- y Richard Price -The Night Of- el show runner de Treme (2010) nos lleva a los peores barrios de Nueva York, en los años 70. Este escenario de prostitutas, chulos, camellos, policías y mafiosos italianos de poca monta, le sirve a Simon para hacer lo que hace siempre: una crítica feroz del sistema capitalista. Todos los personajes de la comedia humana de The Deuce huyen de algo. Todos están insatisfechos con sus vidas. Y todos creen que sus problemas se resolverían si tuviesen más dinero. Una creencia que evidentemente les convierte en esclavos. Simon y el resto de guionistas nos muestran cómo esta mentalidad capitalista, asimilada por los marginados, lleva a la degradación, la violencia, la deshumanización. La sociedad en sus niveles más bajos. Pero si Simon es un gigante de la ficción -su estatura artística trasciende la televisión- es por su mirada humanista. Por su capacidad para encontrar una solidaridad entre todos estos personajes miserables que produce una empatía sin igual. No hay un juicio moral sobre estos seres que malviven, en su mayoría, al margen de la Ley. Simplemente se les describe como defectuosos, contradictorios, humanos. Y con ellos, vaya si nos identificamos. The Deuce teje un magnífico tapiz sórdido y realista con una de las mejores ambientaciones que he visto en una serie de televisión: esas marquesinas de cine que anuncian El conformista (Bernardo Bertolucci, 1970) y El pájaro de las pumas de cristal (Dario Argento, 1970); ese plano general que nos deja ver unas torres gemelas en construcción; el humo constante de los cigarrillos consumidos en bares y puestos de trabajo. Sobre este escenario se mueve un elenco soberbio de grandes actores. Empezando por su cara más visible -por partida doble- la del hiperactivo James Franco -que también dirige un par de episodios- que da vida a los hermanos gemelos Martino. Uno es un emprendedor avispado pero responsable, honesto y con don de gentes, que vive en la tenue frontera entre el bien y el mal; el otro es un sinvergüenza ludópata, en principio menos interesante, pero que va ganando algunos matices conforme avanza la trama. Luego hay que alabar a la prostituta feminista que es Maggie Gylenhaal, Candy, auténtica madre coraje, con una presencia, una fuerza y un atractivo difícil de superar. Veremos si se acuerdan de ella en los Globos de Oro y los Emmy.
A estos protagonistas hay que añadir un reparto coral. Primero, los variopintos chulos encarnados por Gbenga Akinnagbe, Method Man, Tariq Trotter o el hippie Matthew James Ballinger. De ellos hay que destacar lo diferenciados que están sus personajes, que en otras manos habrían sido meros estereotipos: afroamericanos, proxenetas, machistas, explotadores sexuales. Resalta el retrato de C.C (Gary Carr), un chulo capaz de soñar con sentar la cabeza, con tener una familia ¡Con ir a París! pero también capaz de rajar con una navaja las axilas de su prostituta para que obedezca sin estropear su "producto". Lo mismo ocurre con las meretrices: cada una es una persona completamente diferente y no simplemente una víctima: ahí está la curiosidad cultural de Darlene (Dominique Fishback); el pragamatismo anestesiado de Lori (Emily Meade); el sentirse desplazada de Ashley (Jamie Neumann); la adicción de Shay (Kim Director); las ladronas lésbicas Barbara (Kayla Foster) y Melissa (Olivia Luccardi); los muslos de trueno de Ruby (Pernell Walker). Una de las mejores cosas que sabe hacer Simon -y su equipo de escritores- es introducirnos en mundos ajenos al nuestro, en este caso, el de la prostitución, con una gran cantidad de detalles que aportan una verosimilitud de investigación periodística, de documental, simplemente apasionante: ¿Qué hace una prostituta cuando tiene la menstruación? Este realismo, no impide, sin embargo, leer en la relación del proxeneta con sus prostitutas una metáfora de la explotación laboral a todos los niveles.
Pero hay más personajes igual de importantes e interesantes: Abby (Margarita Levieva) la estudiante que renuncia a vivir en una burbuja; Chris, el policía crítico que se compara con Sísifo, interpretado por el ex de The Wire, Lawrence Gilliard; la periodista concienciada Sandra Washington (Natalie Paul); el cuñado obrero que es Chris Bauer, magnífico Sobotka de la segunda temporada de The Wire; Paul (Chris Kay) el barman que nos muestra la complicada vida de un homosexual en esos años; los mafiosos italianos que también escapan del cliché, Rudy Pipilo (Michael Rispoli) y Tommy Longo (Daniel Sauli); Harvey (David Krumholtz) el desencantado director de cine porno; el físico poderoso del misterioso y silencioso Gran Mike (Mustaf Shakir); el que fuera Karate Kid, Ralph Macchio, como otro policía corrupto; o la mujer infiel que hace brevemente Zoe Kazan. Casi todos estos seres acaban encontrándose en el bar que regenta el personaje de James Franco, otro ambiente perfectamente recreado: parece que hemos estado allí. Y como veis, Simon hace un nuevo esfuerzo para reflejar todos los estamentos de la sociedad: criminales, trabajadores, policías, periodistas, y empresarios. Por si fuera poco, Simon y sus guionistas le dan a su serie una densidad literaria que no teme detenerse en pequeñas historias que aportan riqueza y profundidad a lo contado: el niño que se estrena sexualmente -con un plano hitchcockiano del metro para expresar el orgasmo-; el solitario que paga por ver una película con una prostituta -Historia de dos ciudades (1935)-; el pervertido que hace realidad oscuras fantasías de violación y maltrato; los policías compartiendo comida china con trabajadoras sexuales detenidas que saldrán libres enseguida; son momentos maravillosos que elevan esta ficción muy por encima de otras series. Con un final de temporada abierto, que apenas comienza a rascar en los inicios de la industria del cine porno -no podría faltar la referencia a Garganta profunda (1972)- la serie despide su primera temporada recuperando una vieja costumbre de la mencionada The Wire, la del videoclip que, con una canción -aquí Careless Love de Ray Charles-, hace una panorámica de todos los personajes en liza. Me permito un consejo: es mejor comenzar a ver desde ya The Deuce y no esperar a que se convierta en la mejor serie de la historia.
THE SQUARE -HACIENDO EL MONO
The Square es una película sobre el chimpancé en la habitación del que nadie se atreve hablar. Sobre el mendigo que vemos cada día en nuestro recorrido hacia la jornada laboral, hacia la seguridad del hogar, hacia el desembolso consumista. Ruben Östlund -Fuerza Mayor (2014)- ha creado una película alegórica, de imágenes potentes, con mucho sentido del humor, surrealista y tan estimulante como desconcertante. Ganadora de la Palma de Oro en Cannes y posible candidata al Oscar a la mejor película extranjera por Suecia, este film nos obliga a pensar cuánto confiamos en los demás y cuánto tardaríamos en ayudar a alguien que lo necesitase. Seguramente, esperaríamos hasta el último segundo posible.
Christian -Claes Bang- es el exitoso, elegante y snob director de un museo de arte moderno. Un personaje similar -para mí- al Marcello Rubini de La dolce vita (Federico Fellini, 1960) y al Jep Gambardella de La gran belleza (Paolo Sorrentino, 2013). Pero su historia es lo de menos, porque The Square es una experiencia antes que una narración. La película está estructurada en set pieces y aunque hay continuidad en lo que se cuenta, nos enfrentaremos a situaciones entre humorísticas y tensas de las que tendremos que extraer su significado. La cinta muestra cómo ese chimpancé del que nadie quiere hablar nos obliga básicamente a fingir, a ser hipócritas. La periodista a la que da vida Elisabeth Moss -The Handmaid´s Tale- obliga a Christian a explicar sus propias palabras sobre su museo, en las que se expresaba con un lenguaje elitista y vacío, lo que equivale a quitarse la careta. Justo antes, Christian había confesado que lo más difícil de dirigir un ente cultural es conseguir financiación. Todo es fingido en la sociedad que dibuja The Square, incluso la espontaneidad: en una presentación que hace Christian, este finge que algo va mal en su discurso, para parecer más cercano. Por otra parte, todo lo espontáneo en la película, todo lo que es "verdad", produce tensión, incluso miedo: la mujer que grita desesperada porque necesita ayuda; el espectador con síndrome de Tourette que impide hablar a un artista (Dominic West); el niño enfadado que se atreve a exigir responsabilidades; el soberbio Terry Notary, que imita a un simio para incomodidad de los elegantes invitados de una cena de gala, en la imagen más imperecedera de esta obra, en la que veo puntos de conexión con la estupenda Toni Erdmann (2016).
Östlund juega con nuestras contradicciones, y a veces peca de inocente. Como cuando una voluntaria intenta captar donaciones preguntándole a todo el que pasa si está dispuesto a salvar una vida humana, y nadie le hace caso, mientras, justo al lado, un indigente ya no espera ayuda ninguna. Pero en otros instantes de la película, el director y guionista sueco consigue momentos afortunados: sobre lo que nos cuesta hablar de sexo -o del chimpancé que llevamos dentro- o lo difícil que es pedir perdón -aunque seamos culpables-. Nos habla también de cómo estamos obligados a hacernos responsables del mensaje que emitimos incluso sin querer -un vídeo de youtube, una carta de amenaza-. Y Östlund juega con el título de su película, con ese cuadrado vacío como obra de arte -que debe ser llenado por el espectador-; con el cuadrado de una instalación artística donde debes colocar tu cartera y tu móvil esperando que nadie los robe; con el cuadrado de la alfombra en la que un mendigo pide limosna; el cuadrado del tapiz sobre el que unas niñas -el futuro- ejecutan una coreografía; el cuadrado de un plano desde el rellano de unas escaleras, que se suben y se bajan para comunicarse con el otro. The Square es una película sorprendente sobre el entramado social de falsedades que hemos construido para sentirnos seguros, líneas imaginarias que no se deben cruzar para tener la conciencia tranquila.
MINDHUNTER -CUANDO MIRAS AL ABISMO
Mindhunter es una maravilla macabra que aborda un tema tan manido como el de los asesinos en serie, desde una perspectiva original y sin concesiones a los excesos sangrientos. Es esa decisión, la de no mostrar gráficamente los crímenes, lo que la hace todavía más perturbadora. Detrás de la propuesta aparece nada menos que David Fincher, uno de los mejores directores estadounidenses actuales, conocido sobre todo por Seven (1995) y El club de la lucha (1999), pero cuya auténtica obra maestra probablemente sea Zodiac (2007). Su género más representativo es seguramente el thriller y la figura del psicópata es sin duda importante en su filmografía. Por eso no es de extrañar que Fincher produzca esto -ya lo hizo con la cancelada House of Cards- y además dirija cuatro episodios brillantes. Creada por el guionista Joe Penhall -La carretera (John Hillcoat, 2009)- la serie nos sitúa a finales de los años setenta, cuando un agente del FBI comienza a desarrollar técnicas psicológicas para entender los motivos de un nuevo tipo de crímenes, perpetrados por los que ahora conocemos como asesinos en serie. Esto equivale a sumergirse en lo más oscuro del alma humana. Si he hablado de Zodiac, es porque aquí también se aborda esta temática de una forma intelectual antes que espectacular. Si en aquella nos contaban una investigación periodística, aquí presenciamos el desarrollo de métodos policiales para enfrentarse a los psicópatas. No veremos nunca los asesinatos, más que a través del relato de los policías, o de los propios homicidas. La sangre solo aparece en las perturbadoras fotos de la escena del crimen de cada caso. Fincher es un maestro y lo demuestra cuando esas mismas fotos resultan más inquietantes que la violencia explícita de cientos de películas nacidas a rebufo de El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991).
Mindhunter está basada en el libro homónimo de John Douglas y Mark Olshaker, siendo el primero el agente del FBI que comenzó a trazar perfiles de los asesinos para conseguir atraparles. Douglas ha servido de inspiración para el Jack Crawford de las novelas de Thomas Harris sobre Hannibal Lecter; para el Will Graham de la serie Hannibal y ahora es el modelo del agente especial Holden Ford (Jonathan Groff). Esta base biográfica se traduce en una ficción perturbadora y verosímil en la que los policías, más que resolver casos, realizan una investigación académica, que se basa en entrevistar a los psicópatas que ya han sido apresados por este tipo de crímenes. Empezando por Edmund Kemper -magníficamente interpretado por el gigantón Cameron Britton, que calca al verdadero psicópata, como podéis comprobar en Youtube-. Kemper resulta inquietante por lo educado, calmado y amigable de sus maneras, que contrastan con sus palabras, que desvelan una oscuridad insoportable. Como he dicho, el argumento se vertebra principalmente a través de estas entrevistas en prisión, que resultan absorbentes, y aunque los agentes encaran algunos casos, estos se resuelven también con interrogatorios similares, en los que intentan penetrar la psicología del asesino en serie, término que ni siquiera había sido acuñado en 1977. Si esto se titula cazador de mentes, es porque la escena del crimen es la cabeza de los psicópatas.
Tras Ed Kemper, conoceremos a un agresivo y poco interesante Monte Rissell (Sam Strike), y luego a otro depredador de peso, Jerry Brudos (Happy Anderson), necrófilo, travesti y fetichista de los zapatos, cuya risa produce escalofríos. Brudos es importante porque las dificultades que pone a los agentes en su entrevista -que se desarrolla en varios capítulos-, afectan a los protagonistas. De hecho, provocan que la serie explore también sus personalidades, planteando claramente que nadie es "normal" y que todos tenemos secretos. Si Brudos escondía sus desviaciones sexuales a su mujer, el agente Bill Tench (Holt McCallany) no comparte con su pareja su vida profesional ni lo escabroso de los casos que enfrenta; el propio Bill y su mujer, Nancy (Stacey Roca), son reservados acerca de los problemas de su hijo adoptado; la colaboradora académica Wendy Carr (Anna Torv) esconde que trabaja para la burocracia estatal del FBI, tanto como su orientación sexual; la novia del protagonista, Debbie (Hannah Gross), consume drogas y se adscribe a la contracultura, a pesar de ser una estudiante dedicada. Gran parte del peso dramático de la serie se centra en cómo afecta la oscuridad de los sujetos de estudio a las vidas personales de los investigadores: Wendy se siente sola e intenta atraer con comida a un gato, igual que Holden Ford busca sonsacar a Brudos con un par de zapatos. Bill Tench intenta mantener separado su trabajo de su vida familiar, pero la maldad se cuela por rendijas insospechadas: la canguro encuentra la foto de una víctima asesinada bajo la cama de su hijo pequeño. Resaltemos un episodio que explora las fronteras entre la normalidad y lo perverso, utilizando nada menos que un colegio como escenario, en una historia con ecos de La caza (Thomas Vinterberg, 2012) y que habla de la famosa tríada homicida. Mindhunter propone que para atrapar a un monstruo, hay que convertirse en otro, o alimentar el que todos llevamos dentro. El protagonista, Holden Ford, es un "buen tipo" que parece no tener un lado oscuro y que experimenta la evolución más interesante de esta primera temporada, adquiriendo poco a poco parte de la oscuridad de los criminales a los que se enfrenta, sirviéndose de esta para cazarles. Escribió Nietszche que "quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti."
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