En sus películas más emblemáticas -Repulsión (1965), La semilla del diablo (1968), El quimérico inquilino (1968)- Roman Polanski plantea siempre la duda de si lo que estamos viendo ocurre objetivamente, o si el relato se ve modificado por la subjetividad del protagonista. En Basada en hechos reales, esa duda se despeja desde el primer plano del film, cuando Delphine (Emmanuelle Seigner) firma ejemplares de su última novela. El film sigue la línea de repartos mínimos de las últimas cintas del director de 84 años -Un dios salvaje (2011), La venus de las pieles (2013)- centrándose en apenas dos figuras principales, la mencionada Delphine y una enigmática Elle -deliciosa Eva Green, menudos ojos tiene- que se presenta como un "negro" literario -recordemos a Ewan McGregor en El escritor (2011)-. La relación entre estas dos mujeres genera suspense -en la línea de Hitchcock y Clouzot-, tensión, tiene un punto erótico y sobre todo resulta muy divertida. Esta relación soporta toda la historia, que habla de los terrores del autor -o de cualquier persona- representados por el qué dirán los demás de nosotros -esos comentarios en Facebook-; el miedo a explorar dentro de uno mismo para sacar arte y, por supuesto, el consabido bloqueo creativo -¿Una sesión doble con Barton Fink (Joel & Ethan Coen, 1991)?-. Apuntemos además la paranoia del autor famoso ante la posibilidad de que el fan acabe apropiándose de la obra -y hasta de la vida- de su ídolo. En esto último encontramos conexiones con el Misery (Rob Reiner, 1990) de Stephen King, pero también con un thriller como Mujer blanca soltera busca (Barbet Schroeder,1992). Basada en hechos reales no estará entre las grandes obras de Polanski, pero es un divertimento impecable, que nos reencuentra con las constantes de su cine.
EN TRÁNSITO -LOS FANTASMAS SOMOS NOSOTROS
Lo que propone En Tránsito, del director alemán Christian Petzold -Barbara (2012), Phoenix (2014)-, es que somos fantasmas. La historia plantea una huida de Europa por el fascismo; el exilio como única escapatoria. Lo más llamativo de la propuesta es que, mientras el argumento y los diálogos hablan de judíos que intentan escapar de la Alemania Nazi -es lo que cuenta la novela original de Anna Seghers- las imágenes nos remiten a la actualidad. Así, no vemos los uniformes de las SS, sino los de los policías antidisturbios de hoy. Diferentes cuerpos de seguridad, sí, pero los perseguidos siguen siendo, por supuesto, los más débiles. Este atrevimiento de Petzold tiene un efecto distanciador, algo teatral, kafkiano, pero también devastador. Como si esos refugiados del fascismo de los años 40 del siglo XX, se reencarnaran en los que huyen hoy de poderes en apariencia más civilizados, democráticos y humanitarios, pero igualmente despiadados. Como si esos fantasmas siguieran recorriendo el continente europeo, convertido en un purgatorio.
El desesperado protagonista de la historia, Georg (Franz Rogowski), ha perdido su vida al huir del fascismo y se ve abocado a poseer otras identidades para seguir existiendo. Primero se apropia del pasaporte de un escritor que se ha suicidado. Consigue incluso interiorizar sus últimos textos, en uno de los momentos más poéticos de la película. También suplanta Georg al padre fallecido de un niño que busca con quién jugar a la pelota. Luego, se enamora de una mujer, Marie (Paula Beer), de apariciones tan espectrales, que no requieren siquiera de su presencia física. Por último, sustituye Georg al marido que Marie esperaba pacientemente, formando un triángulo amoroso que recuerda a Casablanca (1942). Todo esto ocurre en un escenario fantasmagórico. Las calles de Marsella tienen vida, sí, pero no alma, completamente ajenas al drama humano: el momento en el que una madre es separada de sus hijos, mientras sus vecinos, protagonista incluido, se limitan a mirar lo que ocurre sin intervenir.
En tránsito ha inaugurado la 20 edición del Festival de cine alemán de Madrid, que contó con la presencia de Petzold, para presentar su película. Relató el director que en las entrevistas que ha realizado en nuestro país, la primera pregunta siempre ha sido sobre el 'Aquarius' y sus 629 almas. Sin duda, esta película nos habla de los refugiados de hoy, a través de los fantasmas del pasado. Pero cuidado, porque Petzold dice que, los fantasmas, somos nosotros. Somos esos zombies que mencionan los personajes de su película en otro estimulante anacronismo, refiriéndose a los muertos vivientes de George A. Romero que, en Zombi (1978), siguen acudiendo al centro comercial.
SALYUT-7 -MOSCÚ, TENEMOS UN PROBLEMA
Basada en hechos reales, Salyut-7 es la nada despreciable respuesta rusa a películas como Apollo 13 (Ron Howard, 1995) o la más reciente Gravity (Alfonso Cuarón, 2013). La historia narra lo ocurrido en 1985, cuando dos cosmonautas arriesgan sus vidas para salvar la estación espacial que da nombre al film. Lo primero que hay que destacar es que sus efectos especiales son modestos, pero espectaculares. Sin llegar a los alardes del cine de Hollywood, resultan creíbles y eficaces para situar al espectador en el espacio exterior: hay momentos soberbios, como el de las gotas de agua flotando en la estación; o el descubrimiento de que, en gravedad cero, se les ha colado una cucaracha. Es en el desarrollo de los personajes donde encuentro que la película cojea, al ofrecer modelos algo sobados de sus mencionados referentes. Así, el cosmonauta protagonista, Fedorov (Vladimir Vdovichenkov), es eficaz, experimentado y hasta heroico, pero algo rebelde. Recuerda al George Clooney de Gravity en su relación con su compañero en el espacio, Alekhin (Pavel Derevyanko) un científico, un ingeniero -igual que Sandra Bullock- menos preparado para la exigencia de una misión espacial. El argumento no profundiza demasiado en las preocupaciones íntimas de cada uno y prefiere recurrir a los acostumbrados relatos familiares: la relación del protagonista con su mujer y su hija pequeña; el que su compañero, más joven, esté esperando el nacimiento de su primer hijo. El otro vértice de la acción es Shudin (Aleksandr Samoylenko), supervisor de la misión en la Tierra, preocupado por la vida de sus hombres, pero que debe responder a la burocracia del Estado Soviético, que durante la Guerra Fría no estaba dispuesto a ceder terreno ante los Estados Unidos. La película no disimula cierto orgullo patriótico -los americanos llevan décadas haciéndolo- pero tampoco carga las tintas -aunque hay un momento sonrojante en el que los tripulantes del Challenger saludan a nuestros héroes rusos-. Creo que la cinta habría resultado mucho más interesante si se hubiera dejado llevar por los detalles realistas de una misión espacial, antes que apostar por una épica sentimental que, a los estadounidenses, les sigue saliendo mejor -llevan décadas haciéndolo-. La mejor película del año en Rusia -ganó el Golden Eagle Award- Salyut-7 introduce un detalle muy original al que creo que no se le saca provecho: el cosmonauta protagonista, en su primera misión ve una luz en el espacio, que no sabemos si tiene un origen extraterrestre o, si como él piensa, se trata de un ángel. Verídico.
JURASSIC WORLD: EL REINO CAÍDO -UN DINOSAURIO VIENE A VERME
Juan Antonio Bayona aprueba de forma sobresaliente el test que significa hacerse cargo de una superproducción al más alto nivel: la segunda entrega de Jurassic World es un gran entretenimiento que, por si fuera poco, deja algunas imágenes que al menos hacen pensar que detrás de un producto tan aparatoso, se esconde una mínima sensibilidad artística. Cuando hay dinosaurios en pantalla, la película es una fiesta: aventura, acción y emoción. Sin embargo, cuando son los personajes humanos los que ocupan el plano, el film resulta francamente torpe. Con la premisa más endeble de toda la saga, el guión reincide en la estructura de set pieces de las otras películas de la franquicia -como si nos fuéramos subiendo sucesivamente a las atracciones de un parque temático- solo que esta vez el hilo argumental prácticamente no existe. Los amigos de lo verosímil y de buscar agujeros de guión van a pasar un mal rato, a menos que se dejen llevar por el frenesí y por la mayor carga de humor que haya tenido cualquier película de Parque Jurásico: mencionemos la escena en la que Owen (Chris Pratt) intenta escapar de la lava; el T-Rex dormido en un contenedor; y sobre todo al personaje cobarde de Justice Smith.
Recuperando elementos de El mundo perdido (1997), la historia nos devuelve a la isla de Jurassic World en un prometedor prólogo de serie B y luego en una secuencia divertidísima, que recuerda al segmento de La consagración de la primavera de Fantasía (1940). Más tarde, los personajes viven un periplo que aspira al tono de En busca del arca perdida (1981). Todo esto desemboca en un sorprendente y arriesgado tramo final, de terror gótico: como si Bayona volviese al caserón de El orfanato (2007), con guiños incluidos a Un monstruo viene a verme (2016). A este batiburrillo, hay que añadir un giro sorpresa, temáticamente coherente, pero de calado tan superficial que resulta innecesario e intrascendente. Jurassic World: el reino caído, renuncia completamente a construir un argumento. Tampoco tiene demasiado interés en el desarrollo de sus personajes: la relación entre Owen y Claire (Bryce Dallas Howard) se reinicia para repetir el esquema de la película anterior; y el villano al que da vida Rafe Spall no tiene matices. Además, no hay la más mínima vergüenza en clonar -nunca mejor dicho- momentos, escenas y hasta el clímax de películas anteriores. Hay un pequeño intento de hablar de lo simulado como tema de fondo: ese diorama con réplicas de dinosaurios que se ve invadido por los animales reales; o de los monstruos del subconsciente que pasan de la isla misteriosa al sótano de un caserón de las sombras. Una pena que estas ideas no se hayan aprovechado más que superficialmente.
Rescatemos dos secuencias estupendas, en las que Bayona utiliza el montaje en paralelo. Primero, la operación a vida o muerte de un velociraptor, que se mezcla con imágenes del animal siendo criado por Owen, un recurso sentimental que busca la empatía con el destino del dinosaurio. Una idea sencilla, pero eficaz, que establece un interés por la relación de Owen con sus dinosaurios que no se consiguió nunca en la película previa. Segundo, el martillo del malvado Toby Jones, en una subasta imposible, sincronizado con los golpes del cómico pachycephalosaurus. Apuntemos, además, imágenes afortunadas, como ese compsognathus que se confunde con los dinosaurios de juguete; o el lánguido cuello de un brontosaurio emergiendo de una nube de ceniza, enfrentando a su extinción.
EL HOMBRE QUE MATÓ A DON QUIJOTE -GILLIAM INMORTAL
Caballeros artúricos que "cabalgan" chocando dos cocos; un niño ignorado por unos padres que nunca creerían en sus viajes a otras épocas; contables que se imaginan piratas; un barón que cuenta hazañas imposibles; un mendigo que dice ser un caballero medieval; un viajero del tiempo encerrado en un manicomio; un periodista y escritor que vive en un mundo alucinado provocado por las drogas; las películas de Terry Gilliam siempre han tenido como protagonista a un Quijote aunque la Mancha se transforme en escenarios de ciencia ficción o de fantasía desatada. Siempre la historia de un hombre que vive en la ilusión de salvar el mundo y que choca continuamente con la realidad. El mismo Gilliam se convirtió en un director quijotesco cuando fracasó en sus varios intentos de rodar esta película, con Jean Rochefort y Johnny Depp, en 1998. Entonces sus molinos fueron los elementos, los problemas de salud de Rochefort, y la financiación, todo ello recogido en el documental Lost in la Mancha (2002). Hoy, asistimos al estreno de una película que es un milagro. Porque lo lógico es que el Don Quijote de Gilliam hubiera acabado siendo otra película maldita, proyectada solo en la imaginación del director y de sus incondicionales, compartiendo filmoteca con el proyecto inacabado de Orson Welles.
El hombre que mató a Don Quijote, la película, es por tanto un molino derrotado finalmente por Gilliam tras 20 años de lucha. Bien podría ser el cierre perfecto de la carrera del cineasta de 77 años, ese que conocimos como miembro de los Monty Python. El film contiene todo su cine: sus personajes excéntricos, su sentido del humor amargo para criticar el estado de las cosas, su gusto por la mascarada y por la ficción dentro de la ficción, su sentido estético barroco y surrealista. Lamentablemente, para que los castillos de Gilliam se sostengan en al aire, hace falta un presupuesto generoso, actores de renombre y un torrente de energía creativa para enmascarar unos guiones algo caóticos y deslavazados. De todo esto adolece la última película de Gilliam, pero creo que hay que entender las circunstancias y saber perdonar. Entender esto como el reencuentro con un viejo amigo, que ya no está en su mejor momento, pero que tiene cosas que decir. La historia retoma la idea de un personaje corrompido por el sistema, por el dinero y la fama, que ha matado sus sueños juveniles y su creatividad, tema ya presente en El rey pescador (1991). Toby iba para director de cine y acabó haciendo spots de publicidad. Lo interpreta un estupendo Adam Driver que se echa la película sobre los hombros. Por suerte, tiene a su lado nada menos que a Jonathan Pryce -el que fuera el héroe de Brazil (1985)- y que aquí es un Don Quijote soberbio, que sin embargo recuerda un poco al Barón Munchausen (1988). Alrededor de ellos, el reparto de secundarios baja un peldaño: Stellan Skarsgard, Olga Kurylenko y caras nuestras como Óscar Jaenada, Jordi Mollà y Rossy de Palma. España está muy presente en la película, pero no esperéis el cariño de Gilliam: en determinado momento, un guardia civil lee una noticia sobre terroristas islámicos, a los que acusa de "vivir en la Edad Media". Acto seguido, el agente debe detener la patrulla para que pase una procesión religiosa. Puro Gilliam. ¿Vale la pena ver esta película? Si has sido seguidor de la carrera del Monty Python americano, no lo dudes, es imprescindible. El autor demuestra que su capacidad para mezclar fantasía y realidad se mantiene intacta. Encima consigue algo tan bonito como decirnos que el espíritu de Don Quijote, lo quijotesco, es inmortal, y capaz incluso de infectar con su locura al propio Sancho Panza.
EL TALLER DE ESCRITURA -FICCIÓN, NO FICCIÓN
Creo firmemente que la ficción es la principal válvula de escape ante el peso de la existencia. No solo usamos la literatura, el cine o las series de televisión para consolarnos, también tenemos la tendencia a hacer ficción de la política, del fútbol, de la historia pasada o de las vidas de los famosos. Necesitamos buenos y malos protagonizando conflictos manejables sobre los que tener una postura clara. Esta tendencia a simplificar realidades complejas lleva incluso a no distinguir la frontera entre la realidad y la ficción. Si escribes sobre asesinos, probablemente estás enfermo. Si ves películas violentas y te gustan los videojuegos, probablemente tienes algún problema. Reflexiono sobre estas ideas tras ver El taller de escritura, película francesa de Laurent Cantet -La clase (2008)- en la que le vuelve a acompañar Robin Campillo -120 pulsaciones por minuto (2017)-. Este interesante film propone a un enigmático protagonista, Antoine (Matthieu Lucci) -en él se reconoce la influencia de El extranjero de Albert Camus- que asiste a un taller de escritura -como parte de un programa de integración social- impartido por una novelista profesional, (Marina Foïs). Los compañeros de Antoine tienen orígenes étnicos diversos, propios de un país multicultural como Francia, lo que acaba siendo la principal fuente de conflicto. La raza, la religión y el origen de los miembros del taller provocan enfrentamientos personales -reales- mientras se discute el proyecto conjunto de una novela -ficción- que intentan desarrollar. Son sesiones que recuerdan a las mejores escenas de la mencionada La clase, y que reflejan la compleja sociedad francesa y sus tensiones: el terrorismo, los atentados recientes en suelo galo, el desconocimiento del islam. Además, en esa novela negra que se intenta escribir, pronto aparece un trasfondo político que habla de la historia pasada de los astilleros de La Ciotat (Provenza), escenario de la historia en el que se produjeron episodios de lucha obrera en los años 80. El personaje de Antoine, un joven aparentemente sin futuro, provocador, cerrado en sí mismo, lo mezcla todo y sus compañeros del taller acaban borrando la línea entre lo que escribe y lo que oculta su personalidad. La propia novelista que imparte el taller querrá convertir a Antoine en un personaje de su novela: un posible 'lobo solitario'. Cantet y Campillo refuerzan este relato al mostrarnos el ecosistema de Antoine: franceses de pura cepa, blancos, mileuristas, que coquetean con ideas de extrema derecha. Pero ¿Quién es realmente Antoine? Un tío que se aburre, apático, que no empatiza con nadie -quizás solo con los niños- y que está bastante desconectado de la sociedad. Que quizás acabará convirtiendo su realidad en la ficción de ese relato que los otros le adjudican. La propuesta de Cantet y Campillo es sin duda interesante, aunque seguramente le falte emoción y la satisfacción que produce un argumento más cerrado. Más propio de la ficción. El taller de escritura prefiere mantenerse objetiva, preservar el enigma de sus personajes, escatimarnos información, evitar respuestas y eludir un desenlace claro. Como la vida misma.
JURASSIC WORLD (COLIN TREVORROW, 2015)
En Seguridad no garantizada (2012), el director Colin Trevorrow se estrenaba en el largometraje con una comedia romántica que solo gracias a su último plano se inscribía en el género de la ciencia ficción. Específicamente en la vertiente ochentera de Regreso al Futuro (Robert Zemeckis, 1985). En la misma película hay un personaje, Jeff (Jake Johnson), que emprendía un viaje en el tiempo sin necesidad de una máquina: intentaba reencontrarse con su viejo amor de instituto. La realidad le enseñará que la nostalgia casi nunca resiste el paso del tiempo. En Jurassic World, Trevorrow recupera a Jake Johnson como actor -los fans de Zooey Deschanel sabemos que es lo segundo mejor de New Girl- y le convierte de nuevo en un nostálgico -friki- pero del Parque Jurásico original. Esta añoranza, que en la ficción se refiere al parque temático de John Hammond (Richard Attenborough), de cara a nosotros, a los espectadores de cine, equivale al buen recuerdo de aquella primera película de 1993. En 2015, Jurassic World se erige sobre los fósiles del film original.
PARQUE JURÁSICO III (JOE JOHNSTON, 2001)
Si creéis que vais a leer aquí que la tercera entrega de Parque Jurásico es la peor de la saga, estáis muy equivocados. Tampoco hace falta decir que Joe Johnston no es Steven Spielberg. Pero que sepáis de entrada que este director es de los míos. Empezó su carrera como técnico de efectos especiales nada menos que en las trilogías de Star Wars e Indiana Jones. Su primer largometraje es la estupenda Cariño, he encogido a los niños (1989) y luego hizo esa delicia pulp que es Rocketeer (1991) una película de superhéroes en los años 40 -con el misma espíritu que En busca del Arca Perdida (Steven Spielberg, 1981)- que le convirtió en el director ideal para Capitán América: El primer vengador (2011). Todas son obras tremendamente honestas y entretenidas. En el caso de Parque Jurásico III, solo hay que decir que cuenta más o menos lo mismo que las dos películas anteriores en apenas 92 minutos.
Esta segunda secuela es consciente de su naturaleza derivativa y por ello, va al grano. A pesar de un prólogo algo enrevesado, en cuanto los protagonistas pisan la isla, la película se convierte en el parque de atracciones que es cada entrega de Parque Jurásico. Las set pieces se suceden sin descanso: el ataque del nuevo Spinosaurus; el avión que se estrella y se queda colgado de un árbol; la estupenda pelea entre los gigantescos Spinosaurus y Tiranosaurus Rex; el robo de un huevo de velocirraptor; el encuentro con el niño perdido; el atmosférico episodio en el nido de los pterodáctilos. Si eres fan de los dinosaurios, no se puede pedir mucho más.
Parque Jurásico III sigue las reglas de la franquicia: hay un niño. Pero Eric Kirby (Trevor Morgan) no es un chaval indefenso que debe ser protegido, sino un superviviente que sabe valerse por sí mismo. Al menos yo recibo tal variación con agrado, aunque es verdad que las habilidades de Eric podrían haber dado más juego y que a la hora de la verdad, hay que rescatarle. En todo caso, el núcleo emocional de Parque Jurásico se repite aquí de nuevo: Paul Kirby (William H. Macy) y su exmujer Amanda (Téa Leoni) forman una familia rota que al final de la aventura vuelve a unirse. En este sentido, no me ha gustado demasiado el apunte -pesimista- que revela que el doctor Alan Grant (Sam Neil) y Ellie (Laura Dern) se han separado tras la primera película. Vale, soy un romántico.
La otra regla que siempre impera en Parque Jurásico es que los hombres no pueden matar a los dinosaurios, ya que estos no son más que animales. Esta norma puede gustar mucho a los ecologistas pero en esta película -como en las anteriores- el clímax se resiente por ella: el Spinosaurus es ahuyentado gracias a una barrera de combustible ardiente sobre el agua. Simplemente se aleja caminando. Como desenlace resulta un poco descafeinado. Aún así, creo que hay más cosas positivas que negativas en Parque Jurásico III, que se atreve a invertir el orden emocional de la primera película: el sense of wonder de descubrir a los animales prehistóricos en todo su esplendor se traslada aquí al final de la historia, cuando ya los tenemos más que vistos. Y aún así, funciona.
EL MUNDO PERDIDO: JURASSIC PARK (STEVEN SPIELBERG, 1997)
El argumento básico de El mundo perdido: Jurassic Park hace honor a la novela de Arthur Conan Doyle, nada menos que de 1912, de la que adopta su título. Un grupo de exploradores encuentra un territorio que se ha mantenido aislado durante millones de años y en el que por lo tanto perviven animales prehistóricos. Esta idea se repite una y otra vez en la historia del cine de dinosaurios: primero en la propia adaptación de la novela, El mundo perdido (Harry O. Hoyt, 1925), y luego en la famosa Isla Calavera de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) -a la que Spielberg hace un homenaje directo en la escena del encuentro con los Stegosaurus- y sus remakes. Es el mismo concepto que encontramos en el western fantástico, El Valle de Gwangi (Jim O´Conolly, 1969) -citada también cuando los cazadores lazan a los saurios- o en La tierra olvidada por el tiempo (Kevin Connor, 1975). En la secuela de Parque Jurásico (1993), ese mundo perdido es una segunda isla cuya existencia era desconocida y en la que los saurios clonados viven libremente.
Hay además una segunda idea en esta película que ya aparece apuntada en la novela de Conan Doyle: los exploradores vuelven del mundo perdido con un animal prehistórico que acaba suelto en la civilización. En la novela no es más que una anécdota que sirve de epílogo casi humorístico: un pterodáctilo se pierde volando en la niebla londinense, una imagen recuperada en el mejor momento de Parque Jurásico III (Joe Johnston, 2001). Pero esta idea se desarrolla mucho más en la mencionada King Kong, en la que la bestia encuentra su final en Nueva York. En esta secuela, el Tiranosaurus Rex campa a sus anchas por las calles de San Diego, lo que permite un guiño a Godzilla (Ishiro Honda, 1954) cuando un grupo de turistas japoneses huyen despavoridos. Hay una escena, además, en la que el depredador prehistórico se pasea por una urbanización y se infiltra en un chalé, que luego tendrá eco en otra producción de Spielberg, Transformers (Michael Bay, 2007). La idea de trasladar a un monstruo a un parque tampoco es nueva. Ya lo hacían con la famosa criatura de la Laguna Negra en su secuela, La venganza de la criatura (Jack Arnold, 1955) y con el escualo del propio Spielberg en Tiburón 3 (Joe Alves, 1983). Curiosamente, ambas fueron exhibidas en 3D. Por último, la captura de la cría del dinosaurio en este El Mundo Perdido, tiene un precedente claro en Gorgo (Eugène Lourié, 1961).
En El Mundo Perdido estamos de nuevo ante una película estructurada en set pieces con el espíritu de un parque de atracciones: la mejor es la del remolque que cae por un barranco; o cuando los protagonistas se refugian en un complejo abandonado y son atacados por los velocirraptores; la ya mencionada secuencia del Tiranosaurus Rex en la ciudad. Esta película no deja un solo respiro, tras un inicio algo lento. Por último, esta secuela continúa -y confirma- las reglas de Parque Jurásico. Hay una niña, Kelly (Vanessa Lee Chester) que junto a la pareja de Malcolm y Sarah (Julianne Moore) acaban formando una unidad familiar al final de la historia. Y a pesar de la gran cantidad de cazadores, ningún dinosaurio muere a manos del hombre -utilizan dardos tranquilizantes- lo que obliga a inventarse un final en el que el Tiranosaurus Rex es capturado sin sufrir daño alguno. Todo lo contrario, es el animal el que se come al capitalista, el verdadero monstruo.
PARQUE JURÁSICO (STEVEN SPIELBERG, 1993)
Era Jurassic Park un sueño hecho realidad. Steven Spielberg haciendo "una de dinosaurios". ¿Qué podía ser mejor? Nuestros animales prehistóricos preferidos, por fin, en una película de gran presupuesto. Ray Harryhausen siempre se había movido en la Serie B y el King Kong (John Guillermin, 1976) de Dino De Laurentis nos había escatimado a los "lagartos terribles" al apostar por un actor disfrazado para dar vida a la octava maravilla del mundo. Parque Jurásico prometía mucho y solo puede haber decepcionado a los cínicos. A los tristes.
En el trasfondo argumental de la película está el síndrome de Frankenstein, un arquetipo de la ciencia ficción que narra el castigo a un científico loco -en este caso el capitalista John Hammond (Richard Attenborough)- que "juega a ser Dios" intentando crear vida: aquí la de los dinosaurios clonados. La película adapta una novela de Michael Chrichton (1942-2008) que tiene un precedente claro en una obra anterior del escritor, Almas de metal (Michael Chrichton, 1973) en la que los robots de un parque temático acaban "rebelándose". Pero hay precedentes más conocidos: las perversas consecuencias del uso irresponsable de la ciencia es también el tema principal de Godzilla (Ishiro Honda, 1954). Las fuerzas de la naturaleza desatadas están también presentes en la deliciosa Gremlins (Joe Dante, 1984) que Spielberg produjo con el mismo tono de serie B.
En Parque Jurásico, Spielberg está muy en forma y demuestra un amplio repertorio de ideas que se han convertido en momentos icónicos: el "Bienvenidos a Jurassic Park" de John Hammond; el sense of wonder en la reacción de los paleontólogos al descubrir a los dinosaurios por primera vez; las vibraciones en el vaso de agua que anuncian la aproximación del T-Rex; la pata del mismo depredador que se posa pesadamente sobre el barro; sin contar la emblemática música de John Williams. Es curioso pensar que la película trata sobre un parque de atracciones y adopta la forma -cinematográfica- de uno, convirtiéndose en una sucesión de set pieces: la persecución del T-Rex; la caída de un coche de un gigantesco árbol; la escalada de la alambrada eléctrica; el ataque de los velocirraptores. La estructura narrativa de la película también se puede comparar con las fases de un videojuego y ha marcado probablemente a blockbusters posteriores.
DEADPOOL 2 -SUPERHÉROE COMO PUEDAS
Tras los considerables éxitos consecutivos de Black Panther y Vengadores: Infinity War, el taquillazo de esta Deadpool 2 debería hacer recapacitar a los que dicen que el cine de superhéroes está agotado. Porque la fórmula ni siquiera acusa desgaste, de hecho, parece que estamos en el momento más alto del subgénero, tanto en términos de taquilla como artísticos. También hay que reconocer que esta secuela es, en la práctica, una parodia de las películas de justicieros en mallas, que potencia los elementos de humor de la cinta original. En todo caso, estamos ante una secuela perfecta que solo pierde el elemento sorpresa con respecto a su predecesora. Deadpool 2 es divertida, espectacular y sobre todo ingeniosa. Una fiesta.
Como buena segunda parte, se repiten los mejores golpes de la primera, convirtiéndolos en running gags y catchphrases. Regresan también los personajes ya conocidos: Vanessa (Morena Baccarin), Weasel (T.J. Miller), el taxista Dopinder (Karan Soni), Blind Al (Leslie Uggams) y los X-Men Coloso (Stefan Kapicic) y Negasonic (Brianna Hildebrand). A ellos hay que sumar nuevos personajes, como Cable -un solvente Josh Brolin al que el protagonista no duda en llamar "Thanos"- y Domino, a la que da vida la encantadora Zazie Beetz. Pero el personaje más importante de todos es un chaval que sirve de McGuffin para la trama y que viene representar el paso a la madurez de Deadpool (Ryan Reynolds) -esto entre comillas, ya que el antihéroe se sigue comportando como un adolescente-. El personaje en cuestión es Russel, encarnado por Julian Dennison, que recrea un rol idéntico al de su personaje -Ricky- en Hunt for the Wilderpeople (2016), cinta que no debéis dejar de ver, dirigida por Taika Waititi justo antes de Thor: Ragnarok.
Deadpool 2 vuelve a combinar humor gamberro -que no transgresor- y violencia extrema, pero cartoon, con las habituales rupturas de la cuarta pared. El personaje de Deadpool/Wade Wilson es el Bugs Bunny de los superhéroes. Su auténtico superpoder -más que el factor curativo- es ser un personaje consciente de que vive en una ficción, ya sea un cómic o un film. Es importante decir que los fans de El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008) probablemente no comulgaran con esta propuesta. Me atrevo a decir, además, que estamos ante una película 'de guión' -firmado de nuevo por Rhet Reese y Paul Wernick- brillante en su ritmo de chistes, gags y guiños constantes, aunque su argumento sea conscientemente débil. Pero es que esa "debilidad" se utiliza siempre a favor de la broma y de una forma autoconsciente y autocrítica, que no evita hacer coñas con los 'agujeros de guión' que tanto le gusta buscar a los que van de cinéfilos. Tan de guión es esta cinta que no se nota el cambio del director: ya no es Tim Miller, sino David Leitch -Atómica (2017)- al que seguramente debemos los chistes sobre John Wick (2014). El nuevo realizador aplica los mismos planos secuencia ralentizados como marca de estilo -habituales en el cine de acción actual post-Matrix- que su antecesor tras la cámara, por lo que la sustitución no se nota. Pero se puede decir sin duda que el cerebro detrás de esto es Ryan Reynolds, que aquí se quita definitivamente la espinita del fracaso de Green Lantern (Martin Campbell, 2011) de la forma más contundente posible.
Pero hablemos de cómics. En los años 90, un dibujante nefasto -y peor guionista- Rob Liefield revolucionó los tebeos Marvel -junto a otros autores como Jim Lee y Todd McFarlane- dándole un meneo -a peor- a sus personajes más populares de entonces, los X-Men -aquí la Patrulla X-. Liefeld creó, con enorme éxito comercial -y junto al guionista Fabian Nicieza- a Deadpool -un plagio del Deathstroke, Slade Wilson, de DC- a Cable -como mezclar a Terminator y a John Connor en uno- y a un grupo llamado X-Force, formado por antihéroes con músculos imposibles, armados a lo bruto y con los dientes siempre apretados. Todos personajes estereotipados, unidimensionales y derivados de otros o directamente plagiados. Un buen ejemplo puede ser Shattestar -del que esta película se ríe cruelmente- o la ya mencionada Domino, que aquí sin embargo se convierte en un personaje francamente genial (aunque sin recorrido). Por suerte, más tarde, Deadpool pasó a las manos del guionista Joe Kelly, quien le convirtió en el divertido bocazas que conocemos, capaz de romper esa cuarta pared -ya lo había hecho antes Howard el Pato y la She-Hulk de John Byrne- y de jugar a la metaficción con un humor que se ríe de absolutamente todo. Esta película hace exactamente eso y además de los chistes escatológicos en la línea de Ted (Seth Macfarlane, 2012), Deadpool 2 está abarrotada de guiños a Marvel, de pullas a DC, y de comentarios ácidos sobre la franquicia mutante de Fox, de cuya historia se aprovecha reciclando a un villano sorpresa -eso sí, reimaginado-. Lo que me lleva al mejor momento -para mí- de la película: la formación de la mencionada X-Force -a cuyos cómics se hace un guiño cuando la ceniza convierte en gris el traje de Deadpool- secuencia en la que no puedo dejar de ver aquella simpática peliculilla de finales de los noventa, la paródica Mistery Men (Kinka Usher, 1999). Sobre todo por chiste muy similar sobre el hombre invisible -allí Invisible Boy, aquí Vanisher- que lleva a un cameo tan fugaz como sorprendente.
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