El stop motion es una técnica de animación que consiste en la simulación de movimiento a través de una secuencia de fotografías, lo que, si lo pensáis bien, es la definición del propio cine. El animador debe mover poco a poco una figura, parando una y otra vez para fotografiar cada postura, por lo que un segundo de movimiento en pantalla requiere 24 posiciones. Curiosamente, los 24 fotogramas que Godard definía como 'verdad' 24 veces por segundo. La técnica del stop motion es, esencialmente, imperfecta. Tiene pequeños fallos que delatan que lo que vemos en la pantalla no existe realmente, lo que nos obliga a suspender por un momento nuestra incredulidad. Solo así podemos creernos que la bestia de King Kong, que no se parece demasiado a un gorila real, pueda perseguir a la bella Ann Darrow o trepar hasta la cima del Empire State Building. Ahí radica la magia del stop motion, en crear imágenes imposibles, equiparables a los sueños. Antes he dicho que es una técnica, pero sin duda es también una estética y no una simple herramienta para hacer creíble lo increíble. Todo comienza y acaba en King Kong (1933) de Willis O`Brien. El animador, que ya había hecho la versión muda de El mundo perdido (1925) de Arthur Conan Doyle, fabricó un mito cinematográfico puro que no ha vuelto a ser igualado. La mayoría de las películas posteriores sobre monstruos replican de alguna manera el film dirigido por Cooper y Shoedsack, que marcó la vida de autores como Ray Bradbury y por supuesto de Ray Harryhausen. Este último, discípulo de O'Brien, realizó una serie de películas sobre dinosaurios, monstruos gigantes, seres fantásticos y mitológicos, que conforman las obras más importantes del stop motion en imagen 'real'. Poco más que esos trabajos de Harryhausen hay en la historia del cine, y sobre todo, poco más de valor. El amante de esta estética se ha tenido que conformar, durante décadas, con pequeños guiños en cintas que iban de otra cosa: el tablero holográfico de ajedrez de Star Wars (1977), los gigantescos caminantes imperiales de El Imperio Contraataca (1980), el monstruoso Rancor de El retorno del Jedi (1983), el mortífero ED-209 de Robocop (1987). Pequeños trozos de celuloide que, todos junto, no darían para un mediometraje. De niño, atesoré todos esos pequeños momentos como si fueran cromos de una época olvidada, como piezas sueltas de un puzle sin completar que solo existe en el subconsciente. Pues resulta que todos esos momentos existen gracias a un niño cuya vida cambió tras ver King Kong de O'Brien y Simbad y la princesa (1958) de Harryhausen: Phil Tippett. Sobre él versa el documental dirigido por Alexandre Poncet y Gilles Penso -autores también de Creadores de criaturas. The Frankenstein Complex (2015)- en el que confirmamos la certeza de que el stop motion solo existe en la cabeza de algunos y que nunca pudo madurar como arte. O'Brien y Harryhausen tienen más proyectos abortados que películas y estas siempre estuvieron marcadas por presupuestos humildes y estrecheces económicas. Cuando Phil Tippett se preparaba para hacer su gran película, el Parque Jurásico (1993) de Steven Spielberg, la animación digital en 3D extinguió el stop motion. El documental nos muestra cómo Tipppett, un tipo solitario, sin demasiados amigos -Harryhausen tuvo la suerte de encontrar a Bradbury- tuvo que seguir el camino del genio incomprendido, a pesar de un éxito cimentado en la oportunidad que significó Star Wars y sobre todo en el apoyo que le dio su pareja, Jules, una empresaria capaz de mantener a flote una productora dedicada a fabricar sueños en un mundo en el que la realidad pesa cada vez más. Un genio llamado Phil Tippett hace un repaso cariñoso por la filmografía de este autor casi desconocido para el gran público, mostrando, claro, sus colaboraciones más conocidas, pero también sus cortometrajes y proyectos personales, revelando a un artista agradecido con su éxito, pero quizás, también, algo desencantado por no haber obtenido nunca el verdadero reconocimiento por su trabajo que es la oportunidad de hacer más cosas. No vivimos en un mundo interesado en mundos perdidos o viajes fantásticos. El stop motion es la mejor herramienta para diferenciar al que ha mantenido vivo a su niño interior, del que lo ha eliminado definitivamente.
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