Ambiciosa y poderosa, Los días que vendrán es una película única. Su tema no es precisamente nuevo: habla de los cambios que conlleva la paternidad, ese salto siempre abrupto de la irresponsabilidad juvenil a la vida verdaderamente adulta que significa crear vida y tenerla a tu cargo. Lo que hace esta obra diferente es que sus actores se someten realmente a ese proceso. La idea de aprovechar el embarazo de la actriz María Rodríguez Soto -que interpreta a Vir- es una de esas oportunidades que ocurren una vez en la vida. Si el nacimiento de cualquier niño es un milagro, esta película también lo es. Vivimos como espectadores la gestación de María junto a su pareja real, David Verdaguer -Lluís- y juntos representan a todos los que hemos estado embarazados. Las imágenes de la película, íntimas y crudas, son sobre todo verdaderas. Hay directores, como Hitchcock o Bresson, que buscan la verdad a través de la simulación y lo fabricado. Otros, como Roberto Rosellini, roban esa verdad de escenarios reales y actores no profesionales. Carlos Marqués-Marcet, aquí, como Isaki Lacuesta en Entre dos aguas (2018), mezcla la textura del cine de ficción (independiente) con la del documental, borrando las fronteras entre ambos. Dejando que se confundan sus límites en la pantalla en un ejercicio sorprendente. Y sobre todo, Marqués-Marcet se coloca a la misma altura que sus actores y crea la película juntos a ellos. Veremos a dos personajes, Vir y Lluís, que representan también, un poco, a los padres de una determinada generación: sus miedos, sus dudas, sus frustraciones. En el caso de ella, esa inseguridad de no estar a la altura de sus propios padres -interpretados también por sus verdaderos progenitores- el temor a no ser unos 'padres' de verdad. La inseguridad de sentirse niños jugando a tener una familia. Una tercera textura aparece en la película, la de los vídeos caseros de los padres de María, el embarazo de su madre, su propio parto, una película encontrada que se convierte en algo maravilloso en manos de Marqués-Marcet. El director utiliza de forma casi mística ese vídeo con grano de los años ochenta, que se contrapone a la cotiadianeidad digital de la vida de Lluís y Vir. Lo que viven estos -nunca mejor dicho- la decisión de tener un hijo, el embarazo, el alumbramiento, todo está retratado de la forma menos edulcorada posible. De hecho, es más que probable que presenciar todo lo que ocurre en esta película -los problemas económicos, las inseguridades, la sensación de tener que renunciar a los sueños propios- desanime a más de uno ante una futura paternidad. Es entonces, en el clímax, cuando la realidad de las imágenes cumple verdaderamente su función. Porque la fuerza que transmite la imagen de la vida que irrumpe hace que valga la pena el recorrido de los personajes, el ver esta película y, sí, incluso ser padres.
LOS DÍAS QUE VENDRÁN -LA FUERZA DE LO REAL
Ambiciosa y poderosa, Los días que vendrán es una película única. Su tema no es precisamente nuevo: habla de los cambios que conlleva la paternidad, ese salto siempre abrupto de la irresponsabilidad juvenil a la vida verdaderamente adulta que significa crear vida y tenerla a tu cargo. Lo que hace esta obra diferente es que sus actores se someten realmente a ese proceso. La idea de aprovechar el embarazo de la actriz María Rodríguez Soto -que interpreta a Vir- es una de esas oportunidades que ocurren una vez en la vida. Si el nacimiento de cualquier niño es un milagro, esta película también lo es. Vivimos como espectadores la gestación de María junto a su pareja real, David Verdaguer -Lluís- y juntos representan a todos los que hemos estado embarazados. Las imágenes de la película, íntimas y crudas, son sobre todo verdaderas. Hay directores, como Hitchcock o Bresson, que buscan la verdad a través de la simulación y lo fabricado. Otros, como Roberto Rosellini, roban esa verdad de escenarios reales y actores no profesionales. Carlos Marqués-Marcet, aquí, como Isaki Lacuesta en Entre dos aguas (2018), mezcla la textura del cine de ficción (independiente) con la del documental, borrando las fronteras entre ambos. Dejando que se confundan sus límites en la pantalla en un ejercicio sorprendente. Y sobre todo, Marqués-Marcet se coloca a la misma altura que sus actores y crea la película juntos a ellos. Veremos a dos personajes, Vir y Lluís, que representan también, un poco, a los padres de una determinada generación: sus miedos, sus dudas, sus frustraciones. En el caso de ella, esa inseguridad de no estar a la altura de sus propios padres -interpretados también por sus verdaderos progenitores- el temor a no ser unos 'padres' de verdad. La inseguridad de sentirse niños jugando a tener una familia. Una tercera textura aparece en la película, la de los vídeos caseros de los padres de María, el embarazo de su madre, su propio parto, una película encontrada que se convierte en algo maravilloso en manos de Marqués-Marcet. El director utiliza de forma casi mística ese vídeo con grano de los años ochenta, que se contrapone a la cotiadianeidad digital de la vida de Lluís y Vir. Lo que viven estos -nunca mejor dicho- la decisión de tener un hijo, el embarazo, el alumbramiento, todo está retratado de la forma menos edulcorada posible. De hecho, es más que probable que presenciar todo lo que ocurre en esta película -los problemas económicos, las inseguridades, la sensación de tener que renunciar a los sueños propios- desanime a más de uno ante una futura paternidad. Es entonces, en el clímax, cuando la realidad de las imágenes cumple verdaderamente su función. Porque la fuerza que transmite la imagen de la vida que irrumpe hace que valga la pena el recorrido de los personajes, el ver esta película y, sí, incluso ser padres.
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