OH, CANADA -ALGO QUE VER CON LA MUERTE


Si se viven los años suficientes se tiene la sensación de haber tenido varias vidas. Inevitablemente dividimos los hechos de nuestra existencia por capítulos, quizás según las parejas que hayamos tenido, los trabajos, o los lugares en los que hayamos pasado algunos años. En Oh, Canada (2024) de Paul Schrader, el protagonista asegura que cuando ya no tienes futuro, solo te queda el pasado. Leonard Fife (Richard Gere) es un prestigioso documentalista que concede una larga entrevista sobre su vida -ahora que está enfermo de cáncer- a dos ex alumnos -Michael Imperioli y Caroline Dhavernas- lo que le lleva a ponerse delante de la cámara para tirar de su memoria, en un ejercicio que acaba desnudándole por completo ante sí mismo, y ante su pareja, Emma (Uma Thurman). Schrader propone un film cuyo hilo es la narración de Fife, que, cuando se traslada al pasado, se convierte en un joven interpretado por Jacob Elordi. Basándose en la novela de Russell Banks, amigo personal de Schrader, fallecido recientemente de cáncer, el guionista de Taxi Driver (1976) crea escenas desdramatizadas al estilo de Robert Bresson, con una pasmosa sencillez narrativa que recuerda a Ozu. Schrader nos embarca en un viaje que resulta, lamentablementem, demasiado confuso, cuando sus películas anteriores brillaban en su sencillez expositiva. Estamos ante un puzle que el espectador debe intentar recomponer. Los recuerdos, los remordimientos y la nostalgia se mezclan de forma desordenada, quizás como reflejo del dolor de la enfermedad que sufre el narrador y por la desorientación que imprime en su cerebro la medicación. Si en el cine de Schrader siempre está presente ese padre que busca a su hijo perdido o que regresa a un país que ya no reconoce -el modelo es Centauros del desierto (1956) de John Ford y la Odisea de Homero antes que todo eso- aquí el protagonista es un hombre que nunca llegó a su hogar ni encontró familia alguna, sino que ha deambulado perseguido por el vástago al que nunca abrazó y por la guerra que prefirió no pelear. Schrader pertecene a una generación marcada por Vietnam, por ese conflicto en el que Estados Unidos perdió la inocencia, y sus compañeros del nuevo Hollywood, como Brian de Palma o John Milius, nos contaron también cómo los jóvenes se las arreglaron para no ser reclutados en películas como Greetings (1968) o El gran miércoles (1978). Oh, Canada, sin embargo, no tiene el entusiasmo juvenil de estas, sino que es un nuevo acto de contricción, un nuevo diario narrado en primera persona -esta vez delante de una cámara de vídeo- sobre la culpa y la posibilidad de redimirse, como es toda la obra de Schrader. Película de cortinas echadas, espesa -y con cierto fetichismo por la cámara y los instrumentos de grabación- Schrader se permite que su protagonista no recuerde realmente cuál era esa magdalena -con mantequilla- que se tomaba siempre en aquella cafetería que visitaba en una vida pasada. Es la historia de una huida y no de un regreso, de un Ulises sin Ítaca que decidió quedarse en una Canadá mítica.

NOSFERATU -NUEVA SINFONÍA DEL HORROR


Si tenemos en cuenta que Nosferatu (1922) adaptaba la novela Drácula de Bram Stoker -publicada en 1897- cambiando su título y los nombres de los personajes para evitar el pago de los derechos de autor, puede resultar curioso que, en 2024, el británico Robert Eggers emprenda el remake de la película de F.W. Murnau, en lugar de presentarla directamente como una nueva versión del texto más icónico de la literatura vampírica. La estupenda versión de Nosferatu de Werner Herzog de 1979, de hecho, ya recuperaba los nombres originales de la novela, cambiando al conde Orlok por Drácula. Pero es que Nosferatu y Drácula, aunque cuentan básicamente lo mismo, son animales distintos. Detrás de la película muda de Murnau estaba el productor y ocultista Albin Grau, que encargó el guión al también ocultista Henrik Galeen, que respetó el esqueleto argumental, la peripecia básica, de la novela de Stoker, pero le dio una naturaleza distinta al relato, creando una obra única, maldita -estuvo a punto de desaparecer por las iras de la viuda de Stoker-, llena de claves esotéricas -introducidas por Grau-, que convierte al vampiro en una metáfora de la peste y en un ser repugnante, un monstruo de sombras -que ahora relacionamos inevitablemente al expresionismo alemán- que se disipa al ser expuesto a los rayos del sol -el vampiro de Stoker prefería la noche, pero podía moverse durante el día-. La película que presenta Eggers en el siglo XXI recupera varios elementos, los más reconocibles, de Nosferatu: la acción transcurre en Alemania, el monstruo es el pérfido conde Orlok, la verdadera protagonista es Ellen (Lily-Rose Depp), cuya belleza es la que deja prendado al monstruo que aquí vuelve a ser el transmisor de la peste antes que un vampiro tradicional. Pero Eggers también se acerca a Stoker, sobre todo en el aspecto del vampiro (Bill Skarsgard), más cerca del original literario que de la pálida criatura a la que dieron 'vida' Max Schreck y Klaus Kinski, y lejos del seductor creado para el teatro y el cine, desde Bela Lugosi a Gary Oldman, pasando por Christopher Lee y Frank Langella. Eggers le da a su película un tono muy diferente al precedente, incidiendo en el tema de la posesión, de la conexión psíquica entre el monstruo y su víctima -un tema recurrente en el expresionismo alemán si hacemos caso a Kracauer- y la lleva a extremos satánicos, con Lily-Rose Depp retorciérdose y contorsionándose como Linda Blair o, incluso, Isabelle Adjani. Las interpretaciones que consigue Egers de su excelente reparto son exageradas, crispadas, al límite, propias de seres completamente aterrados: Nicholas Hoult, Emma Corrin, Aaron Taylor Johnson y un desquiciado Simon McBurney parecen completamente entregados al terror. Todos los personajes parecen sobrepasados, acorralados, tanto que, al contrario que en la mayoría de las adaptaciones de Drácula, el más cuerdo parece ser el único que cree en lo sobrenatural, el profesor Van Helsing, aquí el profesor Von Franz, encarnado por el siempre estupendo Willem Dafoe, actor fetiche de Eggers, que, curiosamente, interpretó a un vampírico Max Shreck en La sombra del vampiro (2000). Es verdad que el
 Nosferatu de Eggers no tiene enjundia dramática -quizás ninguna película suya la tiene realmente- y se le puede afear el uso de los jump scares en varios momentos, pero estos defectos se compensan con las imágenes terroríficas más poderosas que vas a ver este año. Eggers inyecta carne, sangre y fisicidad a las hermosas imágenes de cuento de Murnau. Nosferatu es visceral, viscosa y tremendamente sexual: en esto se parece a la arrebatada Drácula, de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola -prescindiendo, sin embargo, de todo romanticisimo- pero también porque Eggers vuelve a beber de Stoker, como ya he dicho, y porque la de Coppola remitía en muchos momentos a Murnau. Estamos ante una película de estética subyugante, con imágenes de gran belleza gracias a la fotografía de Jarin Blaschke, socio habitual de Eggers, y a un espectacular diseño de producción que dan como resultado una cinta tan hermosa como horrible y chocante, histérica en muchos momentos gracias a la intensidad de la música de Robin Carolan, al diseño de sonido y al montaje. Una obra fascinante de horror que se regodea en la decadencia física, con elementos de body horror, y que gana enteros si revisamos las otras versiones o si eres aficionado al Drácula de Stoker y a sus versiones cinematográficas. Una película-acontecimiento que necesariamente tienes que ver en una sala de cine.

CÓNCLAVE -AQUÍ HUELE A CERRADO


Cónclave (2024) comienza como si fuese un thriller sobre un crimen: una muerte ha ocurrido, nada menos que la del Papa. Lo que se pone en marcha tras el fallecimiento es algo parecido a un whodounit, solo que en lugar de una intriga sobre la identidad del asesino, estamos ante un Diez negritos sobre quién será el nuevo sumo pontífice. En el centro de la trama, nuestro protagonista es el cardenal Lawrence -estupendo Ralph Fiennes- que tiene la misión de evaluar a los principales candidatos -encarnados por Stanley Tucci, John Lithgow, Sergio Castellitto, Lucian Msamati y Carlos Diehz, en lo que es un reparto estupendo- y descubrir los secretos que pueden descartarlos como válidos para convertirse en el nuevo Papa. Eso, además de investigar cuáles eran las intenciones del Papa fallecido sobre su sucesión. Esto da pie a una intriga muy divertida, con giros y revelaciones, secretos contados en voz baja y personajes enigmáticos como la monja a la que da vida Isabella Rosseellini. El alemán Edward Berger dirige una película estilizada, con potentes y brillantes imágenes que juegan con el rojo de los cardenales y con la opulencia de los anillos, los crucifijos y los magníficos decorados que recrean la Capilla Sixtina en la mítica Cinecittà. Y desde la imagen, Berger crea un film tenebroso, las habitaciones y salas siempre en penumbra, expresando la opacidad y los secretos de la Iglesia. Lo que deja claro Cónclave es que la Iglesia huele a cerrado. En una escena clave de la trama, este enclaustramiento se rompe para dejar entrar la luz y el aire del exterior, dejando patente la necesidad que tiene la institución de abrirse al mundo y modernizarse. Cónclave es un divertimento adulto bien dirigido, con fantásticos valores de producción y unas interpretaciones fantásticas, que no renuncia a la mirada crítica sobre los pecados de la Iglesia, aunque tampoco condena al infierno a esta poderosa organización religiosa.

NO OTHER LAND -


No puede haber una lección más demoledora en No Other Land (2024) que convertir la tragedia de los palestinos, que son desalojados 
por el ejército israelí de sus tierras en Cisjordania, en un contenido más de los que consumimos mientras viajamos despreocupadamente en el metro, esperamos el autobús o cuando nos evadimos disimuladamente de una reunión familiar.  El protagonista de este documental, Basel Adra, un joven activista, graba con su cámara de vídeo la brutalidad de los soldados, el dolor de las mujeres que ven arrestados a sus hijos, la capacidad de resistencia de los niños que quieren ir a la escuela aunque hayan tenido que dormir en una cueva porque han echado abajo su hogar. Luego, Basel revisa sus perfiles en las redes sociales y lamenta que el último vídeo que ha colgado ha tenido pocos visionados. También se queja el periodista israelí, Yval Abraham, que se ha acercado a la realidad palestina del poblado de Basel -Masafer Yatta-, de que los artículos que escribe apenas son leídos. La idea de Basel es que si registra en imágenes las injusticias que sufre y las muestra al mundo, la situación puede llegar a cambiar. Pero ¿Cómo competir con los millones de contenidos que surgen de nuestros móviles? ¿Cómo llamar la atención cuando dedicamos apenas 8 segundos a cualquier contenido antes de pasar al siguiente?  No Other Land no menciona en ningún momento la palabra terrorismo y no pone el acento en la ideología, ni en la política, ni en la religión. Simplemente nos coloca frente a una imagen: la de una excavadora demoliendo una vivienda mientras unos soldados apartan a una familia impotente. Una imagen que se repite una y otra vez y que lleva décadas ocurriendo -el padre de Basel lleva toda su vida luchando-. Es la imagen de una injusticia palmaria, sin matices, que acaba resultando insoportable. Nosotros podemos scrollear a la siguiente imagen, pero los palestinos se despiertan cada día con la misma amenaza vigente, no hay otro lugar al que puedan ir. Duro, contundente, pero sin renunciar a la humanidad e incluso al humor o a presentarnos una preciosa y esperanzadora amistad, No Other Land es una de las películas del año, porque pone a prueba nuestra capacidad de interesarnos en el otro, y cuestiona la sociedad hiperconectada en la que vivimos. Conectados ¿A qué?

LA GUITARRA FLAMENCA DE YERAI CORTÉS -GITANOS Y MODERNOS


En el documental
Esa ambición desmedida (2023), que registra la crónica de la gira de C. Tangana del álbum El madrileño, el cantautor parece estar en una encrucijada, sin saber qué camino elegir como siguiente paso en su carrera artística y profesional. El documental está puntuado por las dudas y las inseguridades del artista, que confiesa reiteradamente que no sabe cantar y que odia enfrentarse a los conciertos. Tangana se presenta en este documental como un autor convencido de sus intenciones artísticas, para el que el éxito comercial no es la prioridad, aunque luego lo veamos también defendiendo su parte de los ingresos económicos ante su mánager. Lo vemos quejándose del comportamiento poco profesional de su equipo, para luego verle organizar un partido de fútbol en el que sufre una esguince de tobillo junto antes del concierto, haciendo peligrar toda la gira. La película, en un alarde de honestidad, nos deja claro que, ante el miedo de repetirse y 
de haberse convertido en un “rapero viejo”, Tangana no sabe por dónde seguir. Pues ese siguiente paso en la carrera de C. Tangana es su primera película como director, La guitarra flamenca de Yerai Cortés (2024), que firma con su verdadero nombre, Antón Álvarez, como si quisiera separar al cantante del cineasta. Lo cierto es que cuando comienza la película, Tangana -o Antón- aparece enseguida como participante activo en la historia, dando la cara, presentando el origen mismo de la cinta. La guitarra flamenca de Yerai Cortés funciona como una suerte de álbum conceptual en el que el guitarrista, Yerai Cortés, presenta varios temas musicales que hablan de sí mismo y de su entorno más cercano. Estas secuencias musicales parecen herederas del género que inventó Carlos Saura en Bodas de sangre (1981) -junto a Antonio Gades-, una mezcla de documental y musical, entre lo real y la ficción, que tuvo continuidad en una serie de obras como Carmen (1983), Sevillanas (1992) o Flamenco (1995) -en la que el director colabora con el genio de la fotografía Vittorio Storaro-. Tangana se inspira en esas películas y conecta con ellas incorporando figuras que aparecieron en aquellas, como el bailaor Farruquito. Estas secuencias musicales están conectadas por un relato, que se va descubriendo ante el espectador y que comienza con la mencionada anécdota, contada por el propio director, de cómo conoció a Yerai. A partir de ese encuentro, iremos descubriendo, primero, a los padres del artista, que se revelan como personajes más que peculiares. Poco a poco, nuevos elementos se agregan al puzle: la pareja de Yerai y, sobre todo, la memoria de una familiar que ha sido muy influyente en su actividad creadora. La película no tiene prejuicios para incorporar elementos del docudrama o de la telerrealidad que permiten dibujar personajes de una forma muy cercana y fresca, sirviéndose sobre todo del humor. Pero la película también genera una historia que apunta al melodrama, al culebrón, con giros y sorpresas que estremecen al espectador. Este acercamiento a géneros televisivos populares  y hasta sensacionalistas no impide que Álvarez tenga una amibición artística que lo lleva a proponer, en una secuencia, una escenografía que parece una instalación en una galería de arte, una suerte de altar en el que la madre de Yerai es la virgen mayor, en un plano secuencia -que puede resultar algo torpe- que busca la belleza plástica. Todo en aras de la lógica experimentación de un primer trabajo. El costumbrismo y el plano robado se mezclan con la puesta en escena y la fotografía del cine, y el propio Yerai es definido como un tipo que se mueve con igual soltura entre los ‘modernos’ y los gitanos. La ópera prima de Antón Álvarez busca ser tan divertida como emocionante, y de paso deja reflexiones sociales sobre el colectivo gitano, sobre la creación artística y su relación con la vida, y con las estrellas.

DAHOMEY -RECUPERAR LO PERDIDO


La directora francesa de origen senegalés, Mati Diop, firma el documental titulado Dahomey (2024), cinta ganadora del Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Berlín. Lo que nos cuentan es cómo Francia, en 2021, decide devolver 26 objetos artísticos del siglo XIX -¡De los 20.000 que posee!- a la república de Benín, en África Occidental. El gesto del Gobierno galo es recibido con alegría en Benín, pero también como un insulto, como una reparación insuficiente del saqueo colonial. La directora y guionista Mati 
Diop utiliza imágenes cargadas de significado para contar la historia. Empezando por el primer plano de la película, que nos muestra una manta de souvenirs de la torre Eiffel en París, que, sabemos, pertenece a un inmigrante que sobrevive vendiendo recuerdos del inmenso patrimonio cultural francés a los turistas. Una imagen que resume todo el significado de esta fantástica película. Diop nos muestra el viaje de las piezas desde Europa hasta África y decide ponerle voz a la escultura de uno de los reyes/dioses que representa, más que un tesoro antropológico, más que una obra de arte, un objeto de culto. Precisamente, lo que denuncia el pueblo beninés es haber perdido gran parte de su patrimonio cultural tras el saqueo colonial. En la película, al llegar a la república de Benín escuchamos también las voces de jóvenes, de expertos y activistas en una asamblea en la que analizan los problemas de su país, la pérdida de su identidad nacional y el estar expuestos a la influencia cultural de otros imperialismos como Disney o Hannah Barbera. Dahomey nos muestra el proceso de retirada, embalaje, transporte de las 26 piezas para luego ser desempaquetadas, evaluadas y expuestas. En ese trayecto queda retratada la sociedad beninesa, sus conflictos y luchas -que son las de la mayoría de naciones del tercer mundo- pero también, por contraste, la actitud imperialista francesa. Estamos ante un documental de poderoso contenido sociológico y político, ante una clara denuncia, pero también hay fugas poéticas, gracias a la belleza plástica de las imágenes, a la narración mítica y religiosa de esa pieza número 26 que acerca la película al género fantástico; y al recurso simbólico del océano del que se vuelve a servir aquí la directora de Atlantique (2019).

WICKED -EL CAMINO DE BALDOSAS AMARILLAS

Inspirada en El maravilloso mago de Oz (1900) del escritor Frank L. Baum y en su famosa adaptación al cine, El mago de Oz (1939), Wicked (2024) adapta el musical de Broadway estrenado en 2003, basado a su vez  en el libro Wicked: Memorias de una bruja mala de Gregory Maguire publicado en 1995. La película, dirigida por Jon M. Chu, comienza cuando acaba la historia que todos conocemos: la bruja mala ha muerto y Dorothy y compañía se dirigen, por fin, a Oz. Pero a su vez, esto da pie a retroceder en el tiempo para descubrir quién era realmente la bruja de piel verde a la que dio vida en su momento la actriz Margaret Hamilton. Ahora, esa bruja se llama Elphaba (Cynthia Erivo) y su piel verde sirve para hablar del racismo, de la marginación del diferente y del acoso escolar. La gran rival de la protagonista es Glinda (Ariana Grande), y Wicked nos revela que la bruja buena de Oz era una chica superficial, vanidosa e insoportable, que en esta película se convierte en fuente de comicidad y en una sátira de una sociedad en la que impera el culto al físico y a la imagen de las redes sociales, en la que lo más importante parece ser la cara pública -aunque sea falsa-, el qué dirán y los likes. Wicked parece en su primer tramo -tras un prólogo interesante sobre el origen de la bruja- un remedo de Harry Potter, con su escuela de magos y sus profesores interpretados por actores veteranos -Michelle Yeoh y, en la versión original, Peter Dinklage-. La película se desarrolla como una comedia de instituto, de realización y fotografía más bien planas, televisivas, en la que no brillan, ni siquiera, los números musicales. A pesar del talento y esfuerzo invertidos en valores de producción como los estupendos decorados y el vestuario, no hay magia en esta versión del mundo de Oz, al menos hasta que se produce el viaje a la ciudad Esmeralda, cuya estética e iluminación sí parece albergar algo del misterio necesario para una historia fantástica. Wicked, además peca de una duración excesiva que va introduciendo nuevas tramas con el metraje ya muy avanzado -el príncipe Fiyero (Jonathan Bailey), que acaba resultando algo redundante y demasiado obvio en su desarrollo- lo que acaba provocando agotamiento, siempre y cuando no hayas comulgado con la propuesta. Dos horas y cuarenta minutos después, el rótulo de ‘continuará’ no deja precisamente con ganas de más, aunque el tramo final tiene bastante fuerza al mostrarnos, por fin, cómo se desencadenan los poderes oscuros de Elphaba. Poca recompensa para tanto metraje, del que cabe rescatar la sátira social y una sana sensibilidad queer.

BIRD -DONDE VIVEN LAS BESTIAS


La directora británica Andrea Arnold despliega un universo propio en Bird (2024), estupenda película que fabrica un mundo muy parecido al nuestro, retratado con una cámara que se agita como en el cine documental, con preciosos planos en los que irrumpen diversos animales -como mariposas y sobre todo pájaros- que imprimen una sensación de inmediatez y una extraña conexión entre el paisaje suburbano que vemos y la naturaleza. La historia principal es un coming of age, el de la adolescente Bailey (Nykiya Adams) que se dispone a descubrir el mundo desde un entorno marginal y como miembro de una familia completamente desestructurada. Su padre, muy tatuado, se llama Bug (Barry Keoghan), un joven dedicado a la venta de drogas, pero de corazón romántico y pasión por el karaoke. Bird está llena de temas musicales de la cultura popular reciente: Blur, Coldplay y sobre todo Fontaines D.C. que le dan un aire vitalista que llega a entusiasmar. Arnold recrea ambientes de sórdida pobreza con la belleza de estampas de la naturaleza -se encarga de la fotografía el prestigioso Robbie Ryan- lo que permite que en ese realismo social se cuele la fantasía y la magia a través del misterioso personaje del título, Bird, que interpreta el siempre estupendo y magnético Franz Rogowski. Y es que aunque Arnold nos hable de personajes marginales de la vida real, su mirada es (casi) siempre benévola, humanista. Pero sobre todo, lo que nos presenta la británica se parece mucho a un cuento de hadas -feminista- en el que hay paternales reyes atolondrados, lobos feroces (James Nelson-Joyce), paladines -el grupo de vigilantes comandado por Hunter (Jason Buda)- y, claro, una princesa y hasta un sapo que podría traer consigo una gran fortuna. Bird, seguramente, pasará como una película menor en la filmografía de Arnold, pero es una estupenda cinta de una directora que quizás se encuentra en plena búsqueda artística. 

POR DONDE PASA EL SILENCIO -HERMANOS

El cine español nos sigue dando sorpresas muy gratas este año con obras como Por donde pasa el silencio (2024), ópera prima de la directora Sandra Romero. Su primera película es un retrato de vocación realista sobre una familia de clase obrera, de Écija, que nos presenta a tres hermanos, Antonio, Javier y María, a los que dan vida tres hermanos en la vida real, los Araque -el reparto se completa con actores como Mona Martínez, Tamara Casellas y Nico Montoya-. El relato arranca con la visita de Antonio, llegado desde Madrid, para enfrentarse a los conflictos de su familia, provocados sobre todo por el descontento vital de su hermano mellizo, Javier, aquejado de fuertes dolores de espalda. Romero, en completa sintonía con sus actores -la película desarrolla el cortometraje realizado junto a Antonio Araque en 2020- nos introduce de lleno en la dinámica de esta familia, en los problemas de cada uno de sus miembros, en sus insatisfacciones vitales y sus frustraciones por las cartas que les ha dado la vida. Por donde pasa el silencio aborda temas como la precariedad laboral y la falta de perspectivas para los que se desloman trabajando 8 horas al día, jugándose la salud -física y mental- sin más recompensa que un sueldo miserable. Y en paralelo a la relación con el trabajo se desarrolla una potente historia familiar, de rivalidades entre hermanos, de cuentas pendientes con el padre, del silencio que se impone siempre para que los problemas no enturbien la frágil tranquilidad hipócrita de cualquier comida familiar. Todo esto lo cuenta Romero haciendo que la cámara esté muy, muy cerca de los rostros, de los cuerpos, metida entre los abrazos de los hermanos, que lo mismo parecen quererse más que la vida que estar a punto de pegarse entre ellos. La historia ocurre en el campo, en un escenario rural, pero los únicos paisajes son los de los cuerpos de los personajes: una espalda rígida por el dolor y otra que se arquea por el placer sexual. Son personajes que se contorsionan por la desesperación de vivir y que se aferran a la existencia a fuerza de tabaco, alcohol y otras drogas. Por donde pasa el silencio es un debut interesante, intenso y con algo que contar. No es poco.

AL MARGEN -TODO ARDE


Al margen (2024) bien podría ser la definición esencial de la obra de Eduardo Casanova, un director que ha demostrado una valiente voluntad artística y transgresora en un puñado de obras difíciles de clasificar. En este documental se nos presenta a Moisés, un hombre con el rostro completamente desfigurado tras quemarse a lo bonzo en 2010. Casanova escribe, dirige y graba a Moisés intentando desentrañar su historia, en un ejercicio muy arriesgado por la naturaleza del personaje. ¿Es un monstruo o es una víctima? El punto de partida es sin duda una imagen, la de la piel derretida de Moisés, que lo convierte en el terrible equivalente de la vida real de los freaks que pueblan la filmografía del director de Pieles (2017), en la que destaca su interés por el látex y al que podríamos encuadrar en la corriente de la 'nueva carne' de Cronenberg y el body horror de Brian Yuzna. En Al margen, un texto introductorio nos asegura que todo lo que vamos a ver es completamente real y que no hay ficción alguna. Una advertencia necesaria que potencia la imagen más poderosa de la película, la de un hombre abrasado fumando, consumiéndose sin remedio. Rodada durante 5 años en Madrid, en los años de la pandemia y de Filomena, haciendo un uso expresivo del gran angular para aislar al personaje y colocarlo en un entorno alucinado, amenazante y desconcertante, el guión se va desvelando como las capas de una cebolla hasta revelar la verdadera historia de Moisés. Temas tan incómodos como la soledad no deseada, la exclusión social, la salud mental y la incapacidad del sistema para ayudar a los enfermos, la adicción a las drogas -sobre todo al tabaco-, la violencia machista y la maldición de la genética familiar se acumulan en este documental que Casanovas convierte en una película de terror -psicológico- y en un thriller de ciencia ficción sin efectos especiales. La marca de autor de Casanova, creo yo, es convertir lo grotesco, lo anormal, lo que provoca rechazo, en arte. El director no tiene reparos en colocar a su protagonista en el centro de varias instalaciones artísticas de gran belleza plástica, cortocircuitando cualquier expectativa del espectador medio. Al margen es una obra potente de un artista provocador, original y estimulante, para un público valiente en busca de nuevos desafíos.

EMILIA PÉREZ -MUSICAL TRANSGÉNERO


Emilia Pérez (2024) puede ser la película del año, quizás la mejor de una filmografía sólida como la del director francés Jacques Audiard, una celebración de la experiencia del cine en salas. Un musical espléndido, original y nada pretencioso -o casi-, que se sirve del sentido del humor para transitar por una historia que es muchas cosas a la vez -algo almodovariana, sí-, como suele ocurrir en la obra del autor de Un profeta (2009). La protagonista es una abogada mexicana, Rita Mora, a la que da vida una fantástica Zoe Saldaña, pero el personaje principal es el del título, Emilia, una figura compleja, contradictoria, de luces y sombras, que representa a la perfección los conflictos del mundo en el que vivimos, de este siglo XXI de ideas, valores y género líquidos. Emilia Pérez es de esos personajes inolvidables, de los que pasan a la historia del cine, y con el que descubrimos a una estrella, una actriz, Karla Sofía Gascón, que irrumpe y se consagra al mismo tiempo, con un carisma irresistible, una fuerza en la pantalla que concentra toda la atención del espectador hasta subyugarlo y que da pie a la transformación de su personaje en una leyenda popular, en una virgen postmoderna adorada en un altar casero. Audiard ha hecho una película muy divertida -y eso que supera las dos horas- con una puesta en escena fascinante, creativa y audaz, que sorprende en cada número musical, sirviéndose de un fantástico diseño de producción -Virginie Montel- que aprovecha el escenario mexicano pero no cae en lo obvio, valiéndose de una estupenda fotografía -Paul Guilhaume- y, claro, con una música maravillosa de Camille y Clément Ducol. Audiard nos muestra a una serie de personajes extremos -el reparto lo completan Selena Gómez, Edgar Ramírez y Adriana Paz- para contarnos una historia fantástica -en todos los sentidos- en la que aparecen temas como la corrupción del sistema -político, judicial, económico-, además de la identidad de género y la violencia machista en un melodrama trágico que, sin embargo, resulta estimulante y lleno de vida. Una película capaz de generar todo tipo de emociones, que utiliza la música para profundizar en los complejos temas que plantea, y que parece inagotable en sus lecturas, invitando al espectador a repetidos visionados. Emilia Pérez entusiasma, es el tipo de película que debería llevarnos sin falta a las salas.