Corría el peligro Frozen (2013) de petrificarse en la memoria infantil de sus fans como una historia cerrada, protagonizada por las dos hermanas Elsa (Idina Menzel) y Anna (Kristen Bell). Pero la lógica del mercado exigía que el rotundo éxito de la primera película tuviera una continuación: la taquilla estaba asegurada. Esta secuela no arriesga demasiado y le da a sus seguidores los mismos elementos de la primera: conflictos familiares, magia y canciones. Ahora, Elsa debe buscar su identidad, su origen y el pasado de sus padres y del reino de Arandelle, por lo que se convierte en el eje principal del relato. A su alrededor, se desarrollan otras tramas menores: Kristoff (Jonathan Groff), intenta pedir la mano de Anna, convirtiéndose en un hombre atrapado en los tradicionales ritos de cortejo masculino, que ejecutará torpemente; más interesante puede ser lo que le pasa al muñeco de nieve Olaf (Josh Gad), supuesto alivio cómico, que protagoniza una subtrama sobre el paso del tiempo, la madurez, la vejez y lo efímero de la vida... que pasa sin pena ni gloria. Se la juega Frozen II en su tema de fondo, que opone a dos pueblos -el de Arandelle y el de Northulda- como enemigos, para hablar de la desconfianza en el otro -de xenofobia, vamos- y propone que es mejor tender puentes que levantar muros (aunque sean de niebla). El mensaje es claro hacia las nuevas generaciones: no perpetuéis los errores de vuestros padres (o del presidente elegido por ellos). Frozen II brilla sobre todo en el apartado animado, como no puede ser menos siendo un producto estrella de la todopoderosa Disney. La gestualidad de los personajes es digna de mención, pero los efectos más espectaculares aparecen cuando Elsa utiliza sus poderes de hielo, o en la magnífica idea de que el agua tiene memoria. Destaquemos secuencias estupendas como la de los gigantes de piedra durmientes o la lucha de Elsa con un mar embravecido, que decide tomar la forma de un caballo traslúcido, que luego se convertirá en símbolo de la libertad.
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