LOS TIGRES - AZUL PROFUNDO


Hay algo de Howard Hawks en la estupenda Los tigres (2025) de Alberto Rodríguez, que sigue los pasos de dos hermanos que se dedican al buceo profesional. Rodríguez exprime al máximo las posibilidades visuales y de emoción que hay en las inmersiones de Antonio (Antonio de la Torre) y Estrella (Bárbara Lennie), dos hermanos, cada uno, con sus conflictos personales. Rodríguez y su guionista habitual, Rafael Cobos, hacen cine clásico según el modelo de Hollywood: una historia directa y clara, la sana intención de entretener al espectador, buenos personajes y un conflicto potente. Hay aquí algo de esas películas de Hawks sobre profesionales de un oficio, personajes definidos por lo que hacen, en las que se nos muestran las relaciones entre ellos, una cierta camaradería, que Los tigres está presente en la tripulación del barco que dirige el Gordo (Joaquín Núñez), formada por buzos a los que dan vida Skone, César Vicente y Jesús del Moral, todos estupendos en sus papeles. La introducción a este mundo del submarinismo, el riesgo al que se someten los que se dedican a ello, es, de por sí, suficiente para generar interés en una película -me viene a la memoria otro título clásico, Bahía negra (1953) de Anthony Mann-, pero en manos de Rodríguez las labores de los protagonistas se convierten además en un thriller de secuencias de máxima tensión, técnicamente impecables, que sumergen -nunca mejor dicho- al espectador en las profundidades marinas para que experimente con ellos los peligros a los que se enfrentan, que no son solo los de la naturaleza de su trabajo-. Todo esto se apoya en la construcción de la relación de los dos personajes principales, esos hermanos marcados por un padre también buzo, que luchan por salir adelante, como he dicho antes, cada uno con sus problemas personales y sus traumas a superar. Rodríguez y Cobos son dos de los cineastas más inteligentes del cine español y saben dotar de humanidad a sus protagonistas de forma sútil -la forma en que Estrella baja la visera parasol del coche para que su hermano pueda dormir mejor-; saben introducirnos en un mundo nuevo con sus reglas y procedimientos, darle un giro genérico a su historia, y, ya puestos, dejar de trasfondo un comentario sobre el estado de las cosas, sobre todo en lo referente al trabajo precario, ese empleo digno que ya no es suficiente para vivir, aunque te juegues la vida. Si a esto sumamos la estupenda fotografía de Pau Esteve y la música de Julio de la Rosa, estamos ante una de las películas más sólidas de 2025.

SIEMPRE ES INVIERNO -PERDEDORES


Siempre me han parecido más interesantes las historias sobre personajes perdedores, de esos a los que todo les sale un poco mal y que suelen sentirse incómodos en el mundo. Al menos yo me identifico mucho más con el tipo que se queda sin pareja, que con el que se lleva a la chica. Es un poco ese pesimismo compensado con humor inteligente que es el cine de Woody Allen y un poco también lo que hace David Trueba en Siempre es invierno (2025) bonito y evocador título para la adaptación de su propia novela, Blitz (2014). En ella, el protagonista es un arquitecto residente en Madrid que se presenta a un concurso en Bélgica. Se llama Miguel (David Verdaguer) y es un tipo con gafas que siempre hace chistes a destiempo. Su novia se llama Marta (Amaia Salamanca) y aunque han viajado juntos desde España, volverán cada uno por su lado. En la soledad sorpresiva en la que se encontrará Miguel, en un país extraño para él, se desarrolla esta comedia romántica melancólica, de chistes de media sonrisa, que se inicia con el ruido de una freídora en un kebab, como advirtiendo que lo que vamos a ver tiene poco de grandilocuente y más bien se parece mucho a la vida real, en la que algo tan pueril como enviar un whatsapp equivocado puede arruinar una relación sentimental. Verdaguer funciona muy bien en el patetismo de su personaje, que asume sus reveses con una mueca y siempre tiene una frase de humor inteligente para salir del paso. Es un tipo que odia muchas cosas -los mimos, los cantantes, los arquitectos de éxito- pero su destino cambiará al conocer a Olga (Isabelle Renauld), una mujer bastante más mayor que él. Lo mejor de las películas de Trueba es que se nota que las hace un tipo inteligente, de mirada humanista, cuyas reflexiones te acompañan bastante tiempo después de acabarse la proyección. En Siempre es invierno, Trueba asume un par de riesgos importantes: cuando nos muestra una relación íntima que es poco frecuente en la pantalla y cuando se despega del núcleo dramático en un alargado epílogo, muy literario, que expresa a la perfección que su protagonista está un poco perdido y en busca de algo que le dé sentido a su vida. Lo que hacemos todos.

PREDATOR: BADLANDS -REBELDES


Dan Trachtenberg es ahora mismo el director a los mandos de la franquicia de Predator, y lo hace con un espíritu de serie B que me parece digno de aplauso. Tras la entretenida Predator: La presa (2022) y la animada Predator: Killer of Killers (2025) -ambas disponibles en Disney Plus- Trachtenberg estrena en cines Predator: Badlands (2025), nueva entrega del universo creado por Jim y John Thomas en la mítica película de terror y ciencia ficción de 1987. Si ya hemos visto unas cuantas veces el esquema del cazador alienígena que llega a la Tierra para acosar y matar a un grupo de humanos, en diferentes escenarios y épocas, aquí la cosa cambia radicalmente. El protagonista esta vez es el depredador, Dek (Dimitrius Schuster-Koloamatangi), lo que supone un cambio radical de perspectiva. Eso sí, nos deja sin una máscara tan chula como la que creó en su momento Stan Winston, ya que hacen falta los efectos especiales digitales para que el monstruo puede expresar un rango de emociones más amplio. El protagonismo del clásico antagonista conlleva también la creación de su propio idioma, con su propia pronunciación -que ni los Klingon, vamos- y la expansión de su lore. Este cambio radical puede suponer, claro, el disgusto del fan más tradicional de la franquicia, ese que ya peina canas y que busca infructuosamente revivir el pasado. Pero si aceptamos esta novedad, nos encontraremos con la película perfecta para tener 12 años, una historia de fantasía, llena de bichos extraños de todo tipo, y, de hecho, bastante bruta y sangrienta. El depredador pertenece a una raza, los 
Yautja, primitiva, belicosa, patriarcal -muy similiar a los primeros Klingon- que cree fervientenemente en la supervivencia del más fuerte. Nuestro héroe es un rebelde dentro su cultura, pero para demostrar su valía se lanza a la aventura de cazar a un monstruo, como hiciera San Jorge con el dragón o Hércules con la hidra multicéfala. La aventura se enriquece con la aparición de otro personaje, Thia -estupenda Elle Fanning, que realmente carga con el peso de la historia- que, para deleite del fan, supone el cruce definifitvo con el universo de Alien. Juntos viven una aventura espacial, llena de acción y humor, una suerte de tebeo de space opera de colores chillones con un trasfondo ciberpunk, el clásico de la saga de Alien, en el que los verdaderos monstruos no son los peligrosos alienígenas sino las grandes corporaciones sin escrúpulos.

BUGONIA -TEORÍAS DE LA CONSPIRACIÓN


De la tragedia saca una comedia Yorgos Lánthimos en la sorprendente Bugonia (2025). El griego vuelve a plantear su cine de la crueldad en este remake del film surcoreano Salvar el planeta Tierra (2003), que Lanthimos convierte en una obra completamente propia y personal. El argumento enfrenta a dos personajes: el terraplanista conspiranoico apicultor Teddy (Jesse Plemons), que parece una caricatura pero es más real de lo que pensamos; y la exitosa ejecutiva Michelle Fuller (Emma Stone), una mujer de éxito que dirige una poderosa empresa. Tras la presentación de ambos personajes, el conflicto estalla cuando Teddy secuestra a Michelle, creyéndola una extraterrestre. La historia se desarrolla como una comedia de humor negro sobre dos personajes patéticos -Teddy es ayudado por su amigo Don (Aidan Delbis)- que tienen el poder sobre una mujer acostumbrada a dar órdenes. En su línea habitual, Lanthimos eleva el grado de crueldad de los que nos cuenta, que al principio parece una parodia inocua, hasta borrarnos la sonrisa del rostro. La violencia y el sadismo que vemos en pantalla, sin embargo, desemboca en carcajas catárticas en un final extremo y desenfrenado -aunque no necesariamente sorprendente-. Bugonia podría ser un relato más de Kind of Kindness (2024) y quizás se resiente por ser demasiado larga, pero aguanta el tipo por el 
buen ojo detrás de la cámara de Lánthimos, la estupenda fotografía de Robbie Ryan, la estridente música de Jerskin Fendrix, y sobre todo por las magníficas interpretaciones de Plemons y Stone. La historia de la película no es más que un divertimento, pero Lánthimos tiene el talento para escribir entre líneas comentarios muy críticos sobre nuestra sociedad actual: evidentemente hay una caricatura de los conspiranoicos, pero tampoco salen bien parados los que han alcanzado el éxito; por no hablar de las oscuridades a la que nos lleva el director en el retrato de los marginados y resentidos, explotados por las grandes empresas, abusados y olvidados por la democracia, sí, pero que también son lo peor del ser humano, con referencias a la comunidad incel y a los que abrazan el extremismo por la supuesta opresión de lo woke, lo que tampoco significa que el capitalismo, su falta de escrúpulos y sus mentiras, estén libres de pecado. Curiosamente, Bugonia comparte con una película tan diferente como Una casa llena de dinamita (2025) el uso de la imagen de un dinosaurio como metáfora del destino al que parecemos abocados irremediablemente. El mensaje es el mismo.

PUBERTAT -LA UNIÓN HACE LA FUERZA


Hay una metáfora en Pubertat (2025) que me parece tremendamente afortunada: la de hablar de la sociedad a través de la imagen de los castells, esas torres humanas que, para elevarse, requieren que todos los miembros del grupo -la colla- sean solidarios, trabajen coordinadamente y tengan una confianza plena entre ellos, que todos den su consentimiento para un contacto físico que puede llegar a ser tan íntimo como incómodo. En este escenario, la directora, guionista y actriz, Leticia Dolera, introduce el conflicto en un grupo que es casi familiar y una microsociedad: se produce un presunto abuso sexual. Una situación que se complica porque los supuestos autores de la agresión y la víctima son menores, lo que acaba implicando a sus padres y a todos los miembros de la colla. Mi gran problema con esta miniserie es, seguramente, su gran virtud: Dolera apuesta por lo pedagógico antes que por lo dramático. 
Pubertat me parece más instructiva y necesaria que emotiva. Cada giro de guión y cada personaje parece estar apoyado en una estadística sobre cómo ocurren las agresiones sexuales y cómo se comportan las víctimas y su entorno. En lugar de concentrar el drama en los personajes implicados en el conflicto central, Dolera busca ecos en los personajes secundarios de la trama, pintando un fresco sobre las actitudes machistas, sobre el feminismo, sobre la perniciosa influencia de las redes sociales y la pornografía, sobre los miedos y prejuicios ante una denuncia tan grave. No tiene miedo Dolera de comprometer la verosimilitud de su relato haciendo que casi cada personaje encarne una problemática distinta: un matrimonio disfuncional que solo se excita con el porno; los prejuicios y la represión de la homosexualidad están presentes en hasta dos personajes; las dudas sobre qué significa la masculinidad en el siglo XXI; una relación sentimental marcada por la diferencia de edad que prácticamente es abuso de menores. Todos estos temas están relacionados con cómo afrontamos la sexualidad y la igualdad de género en nuestra cultura y además se mezclan con asuntos sociales, como la inmigración o las desigualdades económicas. La gran virtud de la serie es que Leticia Dolera evita convertir a los personajes en villanos o en héroes, pero tampoco les da el rol de víctimas. Todos tienen sus defectos, sus traumas e incluso los agresores tienen sus motivaciones, sin que ello los justifique. Pubertat  no es un panfleto feminista. Y de forma valiente, la propia Dolera cuestiona su imagen pública, reconociendo que nadie tiene todas las respuestas sobre cuestiones tan complejas y espinosas. Las comparaciones con otra serie reciente, Adolescencia (2025) son inevitables: Pubertat me parece mucho más didáctica y útil, si bien es cierto que la de Netflix apuesta mucho más por la espectacularidad -ese innecesario recurso al plano secuencia- y contiene momentos dramáticos más conseguidos, y sus intérpretes vuelan más alto. A la serie de Dolera solo le puedo achacar que no intente contar una historia, sino radiografiar un conflicto social, lo que seguramente es la intención original de su autora. Así que nada que objetar.

OLIVIA Y EL TERREMOTO INVISIBLE -STOP MOTION


¿Quién dijo que el cine infantil no puede ser social? ¿Por qué las películas destinadas a los niños tienen que ser siempre un mero entretenimiento? Otro tanto se puede decir del cine de animación, víctima también de prejuicios similares. Por todo eso, Olivia y el terremoto invisible (2025) tiene que ser recibida como un milagro. Una película de animación, destinada a un publico infantil, realizada en España y, encima, con la técnica artesanal y en vías de extinción de la stop motion, que aborda temas propios del cine más concienciado. El material que firma la directora Irebe Iborra Rizo -este es su primer largometraje- parece sacado de un film de Ken Loach o Fernando León de Aranoa, traducido desde la perspectiva infantil gracias al texto que sirve de base a esta historia, La película de la vida, de Mayte Carranza. La protagonista es Olivia, una adolescente cuya vida, y la de su hermano pequeño, cambia cuando su madre, sin trabajo, se enfrenta a facturas impagadas y al desahucio. Olivia se inventará que todo lo que les pasa es una 'película' para evitarle a su hermano Tim un trauma mayor. Pero la propia Olivia no podrá evitar tener la sensación de que su vida se derrumba por un terremoto invisible. La película aborda entonces una serie de temas que seguramente serán desconocidos para la mayoría de los niños: los desahucios, la okupación, la pobreza energética y el peligro de exclusión social. Asuntos que, muchas veces sin darnos cuenta, invisibilizamos a nuestros hijos de forma, quizás, sobreprotectora. Aquí se abordan estos asuntos utilizando una animación brillante que, si bien no alcanza los niveles de perfección o espectacularidad de los grandes estudios -los pocos que quedan dedicados al stop motion-, sí cuenta con momentos brillantes y absolutamente artesanales. No perdáis la oportunidad de llevar a vuestros hijos a una película diferente, con valores, que provocará la conversación y la reflexión.

ANATOMÍA DE UN INSTANTE -HISTORIA DE ESPAÑA


La obra de Alberto Rodríguez, como director, y de Rafael Cobos, como guionista, casi siempre ha aspirado a contar la historia de España. En Grupo 7 (2012), pasando por El hombre de las mil caras (2016), la serie La peste (2017) y hasta Modelo 77 (2022), esta pareja de autores ha abordado momentos históricos como trasfondo para hacer cine de género, haciendo que el thriller sea más cercano -y aterrador- al apelar a hechos reales más o menos conocidos. La miniserie Anatomía de un instante -estrenada en una fecha tan redonda como el 20 de noviembre de 2025- es, sin embargo, una operación inversa, en la que los hechos históricos pasan a primer plano traducidos al thriller. Apoyándose en el texto de Javier Cercas y en una recreación de época brillante, la miniserie nos cuenta los momentos más tensos de la transición española: desde la muerte de Franco en 1975 hasta el intento de golpe de Estado de 1981. La narración de estos hechos es de por sí interesante, claro: de cómo Adolfo Suárez consiguió convertirse en el primer presidente de la democracia; la lucha de Santiago Carrillo por la legalización del Partido Comunista; las tensiones entre los militares franquistas a las que se tuvo que enfrentar Manuel Gutiérrez Mellado; y por último, la recreación del juicio a los golpistas. 
Esta lección de historia resulta ágil gracias al guión de Cobos, Rodríguez y Fran Araújo y a un soberbio trabajo de montaje -hasta cuatro créditos figuran como responsables de la edición-, mientras la música del habitual Julio de la Rosa imprime tensión y urgencia a lo que vemos. La aproximación de Alberto Rodríguez a la puesta en escena -apuntemos que Paco Baños firma uno de los capítulos- es scorsesiana, con una inventiva narrativa y visual que echa mano de todo tipo de recursos -travellings, planos secuencia, ralentizados, planos cenitales- para que las imágenes no pasen desapercibidas -en el primer episodio me ha maravillado encontrar un guiño a Siete ocasiones (1925) de Buster Keaton, cuando Suárez coge su coche para ir desde TVE hasta Zarzuela-, además del uso incidental de temas musicales conocidos para terminar de marcar el tono de lo narrado -un tema de Julio Iglesias, por ejemplo, sirve para marcar un (efímero) momento de triunfo para Suárez-. Otro recurso scorsesiano es la necesaria voz en off -de Raúl Arévalo- que impide que nos perdamos en los recovecos de la trama y ante la gran cantidad de personajes que aparecen en el relarto. Y sobre todo, Alberto Rodríguez confía en sus eficaces intérpretes: Álvaro Morte está soberbio como Suárez; Manolo Solo y Eduard Fernández siempre resultan efectivos; un sorprendente Miki Esparbé evita la caricatura, cosa nada fácil; y también hay que destacar a los golpistas: Óscar de la Fuente, David Lorente y Juanma Navas. Anatomía de un instante, en sus cuatro episodios, es un relato apasionante que juega con el punto de vista narrativo pero evita la ambigüedad: lo que cuenta es objetivo, lo que no quiere decir que el relato que se construye, y sus personajes, no tengan luces y sombras.

CAZA DE BRUJAS -CONFLICTO GENERACIONAL


En una de las mejores películas de todos los tiempos, Con la muerte en los talones (1959), Alfred Hitchcock nos muestra, de forma casi cómica, a un hombre apuñalado cayendo en los brazos de Cary Grant, que de forma imprudente extrae el arma blanca de la espalda de la víctima y la empuña justo en el momento en el que le sacan una fotografía para la prensa. El protagonista de la película queda así marcado por la sospecha de asesinato que lo convierte en el clásico falso culpable hitchcockiano. El espectador sabe perfectamente que es inocente, pero también puede entender que se haya convertido en sospechoso por un cúmulo de infortunios. En Caza de brujas (2025) el guión escrito por Nora Garrett, puesto en imágenes por el director Luca Guadagnino, nunca nos muestra lo ocurrido entre el profesor Hank Gibson (Andrew Garfield) y su alumna Maggie Price (Ayo Edebiri) en el piso de esta última. Ella le acusa de agresión sexual, pero, como ocurre en la vida real, solo sabemos lo que cuenta cada uno de los implicados. Evidentemente, las intenciones de 
Guadagnino y Garrett pasan por no desvelar explícitamente la verdad -aunque el desarrollo de la trama, creo yo, deja pocas dudas- manteniendo la intriga como combustible para explorar la repercusión de una acusación tan grave en las vidas del presunto agresor, de la víctima y de su entorno. En este caso, la principal afectada es la protagonista de la película, Alma (Julia Roberts), una prestigiosa profesora, nada menos que de filosofía, de la Universidad de Yale, que a pesar de su privilegiada posición sufre las presiones de una exigente carrera para escalar puestos en la jerarquía académica. Alma se ve de repente entre dos aguas ya que es colega y amiga personal de Hank y mentora de Maggie, lo que la coloca en una postura complicada entre la lealtad y el feminismo de los tiempos del Me Too, lo que pone en peligro su carrera y su vida entera. Sin embargo, Caza de brujas no se centra realmente en el asunto de la agresión sexual, sino en la brecha generacional entre el personaje de Roberts y su alumna, la forma que tienen ambas de encarar sus carreras profesionales y su legitimidad como intelectuales, todo esto, siendo mujeres que tienen que afrontar discriminaciones, humillaciones y abusos por parte de los hombres. El conflicto central sirve así para explorar las preocupaciones propias del 2025: la igualdad de género, la cultura de la cancelación, el wokismo y lo políticamente correcto, todo ello dentro de la obsesión estadounidense por el éxito y el retrato de un ambiente de clases privilegiadas. Con este material explosivo, Guadagnino presenta a sus personajes como seres humanos con luces y -muchas- sombras, enfrentados en situaciones dramáticas de alta intensidad, bergmanianas, que permiten el lucimiento de los actores. La película es incómoda por su apuesta por las aristas y por su negativa a tomar partido por ningún personaje: cada uno tiene sus razones y sus miserias, ninguno sale especialmente bien parado en una desencantada radiografía del estado de las cosas. Resulta curioso que el cine háptico de Guadagnino, siempre tan sensorial y tan capaz de crear imágenes que nos hacen sentir el tacto, el olor o el gusto, convierta aquí cada roce y cada caricia entre los personajes en un gesto sospechoso, amenazador, en la posibilidad de que el que toca esconda oscuras intenciones o de que el tocado pueda, con una sola palabra, cambiar sus vidas para siempre.

ALPHA -FAMILIA


Tras la provocadora Crudo (2016) y la inclasificable Titane (2021), la directora francesa Julia Ducournau dirige Alpha (2025) una hermosa historia que utiliza el cine fantástico para hablar de un intenso drama familiar. Una niña, Alpha (Mélissa Boros), despierta en mitad de una fiesta en la que le han hecho un rudimentario tatuaje, lo que lleva a su madre (Golshifteh Farahani) a sospechar que se puede haber contagiado de un extraño virus. La aparición de su hermano Amin (Tahar Rahim), el tío de la pequeña, complicará todavía más las cosas. Y eso es prácticamente todo. Con este sencillo hilo argumental, 
Ducournau explora la vida de sus personajes. Alpha es el coming of age de una adolescente que se abre a las primeras relaciones sentimentales y sexuales, que busca su propia identidad coqueteando con el alcohol, las drogas y los cigarrillos, que acaba sufriendo acoso escolar y discriminación. La película imagina una enfermedad epidémica surrealista en las que los enfermos se van petrificando, pero que se contagia y provoca los mismos prejuicios y miedos que el SIDA. Ducournau aborda también otra plaga, la de la adicción a las drogas, a través del personaje de Amin, un esforzado Rahim que prácticamente hace body horror con su propio cuerpo, en una interpretación impresionante y muy emotiva. Ducournau explora las relaciones filiales, el amor y la lealtad entre hermanos, el papel de cuidadoras -no solo de sus hijos- de la madre -no por casualidad, médica de profesión- y las herencias familiares de los migrantes con sus tradiciones, sus mitos y su naturaleza de sociedad dentro de la sociedad. Pero sobre todo, Ducornau fabrica imágenes preciosas: el rotulador que traza una línea entre las cicatrices en las venas de Amin; la aguja que se hunde en la piel de Alpha para dibujar un tatuaje que la dejará marcada en más de un sentido; los vientos huracanados que azotan a los protagonistas cada vez que intentan abandonar la seguridad del hogar; la terrorífica imagen de cómo se desmoronan los aquejados por la fantástica enfermedad, perfecta y hermosa metáfora de la decadencia física y la muerte. Sin perder su voz y sus señas como autora, Ducournau firma una tercera película diferente pero coherente, en la que su cine extraño y onírico gana enteros gracias a la humanidad de sus personajes y a una aproximación más emotiva y cálida hacia lo que cuenta, dejando de lado algunos rasgos de sus obras anteriores, como la frialdad, la voluntad de chocar al espectador, y limando una ambición artística desmedida en favor de la honestidad.

ZOOTRÓPOLIS 2 -JUNGLA DE ASFALTO


Un zorro y una coneja son, de nuevo, los protagonistas de Zootrópolis 2 (2025) dirigida por Jared Bush y Byron Howard. Nick (Jason Bateman) y Judy (Ginnifer Goodwin) son la versión animal de los protagonistas de una buddy movie de los ochenta, dos agentes de policía poco ortodoxos, que traen de los nervios a su jefe de policía, Bogo (Idris Elba). En la larga tradición de policías cinematográficos, desde Clint Eastwood a Bruce Willis pasando por Eddie Murphy, Nick y Judy consiguen detener a los malos, pero suelen dejar en mal lugar a sus superiores y destrozan media ciudad en la operación. Lo que diferencia a Zootrópolis de otras producciones para un público familiar es su voluntad de hacer una parodia de nuestra sociedad sustituyendo a los seres humanos por animales de todo tipo. Esta idea permanece como trasfondo de toda la trama, con infinitos chistes sobre cómo se comportan las bestias según su especie, provocando golpes de humor, muchas veces, más brillantes que los de la historia principal. Personalmente, me hace mucha gracia todo lo que tiene que ver con la escala de los animales: un inmenso buey bebiendo champán de una copa minúscula pensada para el tamaño de un ratón. Este rico trasfondo aporta interés, humor y ritmo a una trama argumental más bien convencional, en la que los protagonistas deben resolver un nuevo caso, el de un misterioso reptil (Ke Huy Quan) que tendrá que ver con los orígenes míticos de la ciudad. Pero todo el desarrollo de la historia, si bien frenético para que los espectadores más pequeños no pierdan el interés, resulta predecible, aunque se atreve con un argumento de cine negro a lo Chinatown (1974). Lo importante es que Nick y Judy deben aprender el valor de la amistad a pesar de sus diferencias, y los verdaderos malos de la historia son, claro, los que detentan el poder, una suerte de familia a lo Succession (2018). Y es que la película tiene más de un guiño al público adulto con referencias muy claras a El padrino (1972), El resplandor (1980) o a Pulp Fiction (1994) además de, mucho me temo, la inclusión de personajes populares como Shakira, que interpreta un par de canciones. O quizás es la misma, dos veces. Como entretenimiento infantil la película es un éxito seguro, aunque no parece destinada a convertirse en un clásico de los que dejan huella.

SILENCIO -VAMPIRAS LESBOS


En una intersección desconocida hasta ahora entre el cine de Pedro Almodóvar y las películas de vampiros de la Hammer se encuentra la miniserie Silencio (2025) de Eduardo Casanova, uno de los autores más personales del audiovisual español. Las protagonistas son unas vampiras -y hermanas- interpretadas por Ana Polvorosa, Mariola Fuentes, Carolina Rubio, Lucía Díez o Leticia Dolera, a las que veremos en diferentes momentos históricos: en una Edad Media asolada por la peste negra y en los años 80 de la epidemia del SIDA. No es, desde luego, la primera vez que el vampirismo sirve como metáfora de un tema social o político: Silencio es diáfana cuando establece relaciones entre los no-muertos y colectivos marginados como el LGTBIQ+, los enfermos de SIDA o incluso los artistas y bohemios del underground. El talento de Casanova, me parece a mí, reside en su capacidad para mostrarnos todo esto de una forma tan sencilla como visualmente impactante. El look de esta miniserie, su estética, es personal y distintiva: Casanova tiene ya un estilo reconocible con el que consigue que un presupuesto mínimo luzca como una superproducción. El diseño está cuidado al máximo: el vestuario, los decorados y sobre todo, los fantásticos maquillajes, entre el clásico vampiro de Nosferatu (1922) y la imaginación desatada del Drácula, de Bram Stoker (1992) que firmó Coppola. Maquillajes, además, que confirman la querencia de Casanova por el látex, no solo como recurso estético, sino como máscara para la galería de personajes marginados, discriminados e inadaptados que pueblan su filmografía, desde Pieles (2017) hasta Al margen (2024). Silencio tiene una trama muy sencilla que se desarrolla a través de conflictos entre personajes, que se repiten cíclicamente a través de la historia, utilizando sorprendentes diálogos coloquiales y costumbristas que aportan humor, pero que el director sabe también romper para llevar a sus actrices hasta la máxima intensidad dramática, de aliento casi teatral, como canalizando al inmenso Bergman de Gritos y susurros (1972). En el tercer capítulo, Casanova nos muestra una intensa relación entre los personajes de Lucía Díez y una estupenda María León, que nos habla de temas como el amor, el sexo, la angustia existencial, la salud mental, las adicciones y las inclinaciones artísticas, todo muy bien contado e interpretado con un solo defecto: su escasa duración. Los tres episodios de Silencio suman apenas 70 minutos en total y aunque nos quedamos con ganas de más, hay que decir que series mucho más largas cuentan mucho menos. Eduardo Casanova es único en su forma de sustituir lo narrativo por la pura imagen, creando escenas que prácticamente son instalaciones artísticas y atreviéndose con todo y sin miedo a caer en el ridículo, con un sano espíritu de provocación a lo John Waters. Muchas veces se critica que un creador sea pretencioso, pero la ambición artística -incluso fallida- nunca debería ser un defecto.

VALOR SENTIMENTAL -RECONCILIACIÓN



No hay drama más cercano que las relaciones de familia, epicentro del contenido terremoto emocional que propone el noruego Joachim Trier en Valor sentimental (2025). La distancia entre un padre y su hija es la columna vertebral de una película en la que Trier se apropia de temas propios de Ingmar Bergman. Aquí, de hecho, Gustav Borg (Stellan Skarsgård) es un director de cine que abandonó su hogar, dejando solas a su mujer y a sus hijas, un personaje que recuerda vivamente a la figura real del famoso director sueco y su convulsa vida personal -tuvo 9 hijos con diferentes mujeres y no se ocupó de la mayoría de ellos- y a la oposición entre la vocación creadora y las responsabilidades sentimentales que marcó su existencia. La culpa y la reconciliación entre padres e hijos -o hijas- está presente en el cine bergmaniano, en títulos como Sonata de otoño (1978), Saraband (2003) o incluso en la televisiva Tras el ensayo (1984) -apuntemos que el tema aparece también reflejado en La isla de Bergman (2021) de Mia Hansen Løve-. Aquí, Borg es un director veterano, ya en la etapa de su carrera en la que recibe homenajes y protagoniza retrospectivas. Un artista que se enfrenta a nuevas formas y sistemas de producción cinematográfica -léase Netflix- y que teme estar demasiado viejo para seguir activo. Cuando comienza la historia, Borg reaparece en la vida de sus dos hijas, Nora -a la que da vida Renate Reinsve, actriz fetiche de Trier que ha trabajado, por cierto, a las órdenes del director Ullman Tondel, nieto de Bergman y Liv Ullman- y Agnes (Inga Ibsdotter Lileaas), con motivo del fallecimiento de su expareja y madre de estas. Pero también aparece con un guión para proponerle a Nora que protagonice su nueva -y seguramente última- película. El primer giro de la historia es que Nora rechaza participar y su padre la sustituye por una estrella de Hollywood (Elle Fanning), que tiene sus propios conflictos e inseguridades. Trier utiliza el desarrollo de esa película dentro de la película como catalizador del conflicto entre padre e hijas y de los intentos de reconciliación. Valor sentimental explora las relaciones familiares, la vocación artística, y los mezcla con temas bergmanianos como el suicidio o la religión, en una película que goza de interpretaciones sobresalientes: Skarsgård y Reinsve dicen mucho más con la mirada que una decena de líneas de diálogo. Trier convierte una casa en la metáfora de una familia, haciendo de un edificio casi un ser vivo -como si estuviéramos ante una película de casas encantadas- y deja que la memoria se mezcle con el presente recurriendo al flashback como ya hiciera, precisamente, Bergman en Fresas salvajes (1957). Pero su película se aleja de la turbulencia atormentada del maestro sueco y es mucho más limpia, humana y optimista. Las lágrimas aquí son sanadoras.

THE RUNNING MAN -LA REVOLUCIÓN NO SERÁ TELEVISADA


El director británico Edgar Wright se confirma como uno de los realizadores más solventes de la actualidad con la estimulante The Running Man (2025), un fantástico entretenimiento de acción, suspense y ciencia ficción, endiabladamente divertido y con un mensaje crítico sorprendente. Basada en una novela de 1982 de Stephen King -que ya fue adaptada en 1987 como vehículo para Arnold Schwarzenegger-, el argumento dibuja un futuro distópico que no es más que una exageración del capitalismo salvaje actual, con sus desigualdades, trabajos precarios que rozan la esclavitud y llevando al extremo la ausencia de un sistema sanitario público. Un tipo de clase obrera en paro, Ben Richards (Glenn Powell), intenta pagar el tratamiento médico que su hija necesita -mientras su mujer (Jayme Lawson) prácticamente se prostituye- apuntándose a un reality show en el que puedes hacerte multimillonario si consigues escapar de un grupo de asesinos que, literalmente, te persiguen para acabar con tu vida. Con este sencillo argumento, Wright fabrica una road movie con la forma de una persecución sin descanso, en la que Richards corre por su vida mientras se va cruzando con diferentes personajes que pueden ayudarle -William H. Macy, Daniel Ezra, Michael Cera o Emilia Jones-, con una estructura episódica, casi de serie de televisión. Richards se enfrenta al mefistofélico director de la cadena, Dan Killian (Josh Brolin), a un histriónico y demagogo presentador -estupendo Colman Domingo- y a un grupo de matones a sueldo paramilitares y de estética fascista -Lee Pace, Karl Glusman- en una montaña rusa de secuencias hitchcockianas en las que un falso culpable en toda regla debe correr por su vida en escenas de acción trepidante y espectacular. La pericia de Wright para la planificación y un montaje frenético consiguen que el ritmo no decaiga casi en ningún momento, todo salpicado de un sanísimo sentido del humor que salva cualquier situación inverosímil. Pero el verdadero hallazgo de 
The Running Man es haber dado con un héroe tan recto moralmente como enfadado con el sistema que se convierte en el símbolo de una masa enfurecida que pide un cambio en unos Estados Unidos que se parecen demasiado a los que ya conocemos. Solo falla la anticipación en colocar a la televisión como la gran representante del mal, cuando las grandes cadenas han sido desbancadas por nuevos malvados como las plataformas digitales o las redes sociales que nos dividen y nos hipnotizan. Peliculón.

JAY KELLY -CINEMA PARADISO


Si ya es difícil responder a la pregunta de qué es la vida, que seguramente todos nos hacemos a diario, la cosa se complica todavía más si la persona en cuestión es una estrella de Hollywood. El protagonista de Jay Kelly (2025) es un exitoso actor, famoso en todo el mundo, que ha superado los sesenta años de edad, y que se encuentra en un plena crisis existencial. Jay Kelly se parece mucho a George Clooney, conocido actor que le presta sus rasgos y hasta cierto punto se confunde con él, aunque sus circustancias biográficas no sean las mismas, su carrera y su peso en la historia reciente del cine vienen a ser equivalentes. Dos hechos disparan el conflicto interno en Kelly: por un lado, su hija (Gracy Samuel) se ha hecho adulta y está a punto de comenzar su propio camino como una mujer independiente; y por otro, se produce el reencuentro con un viejo amigo (Billy Crudup), que hará que el actor se remplatee toda su vida, sus decisiones y sus verdaderos méritos. El guión que firman el director Noah Baumbach y la actriz Emily Mortimer lleva a Kelly a un enloquecido viaje por Europa, detrás de su hija y para recibir un premio honorífico en Italia. La película juega entonces con diferentes elementos dramáticos, como las dudas de Kelly sobre lo que ha hecho con su vida; cierta decepción ante lo que significan realmente el éxito, el dinero y la fama; la culpa por haber dejado de lado a su familia -como la hija de un matrimonio anterior, Jessica (Riley Keough)-; además del verdadero significado del cine -no es casualidad que la película comience en Hollywood, donde el negocio es lo primero y luego viaje a Europa, donde la cosa tiene que ver más con el arte-. Kelly/Clooney se compara con estrellas del pasado, tanto americano -Paul Newman- como europeo -Marcello Mastroiani- en esta película que se ocupa del cine dentro del cine, siguiendo la tradición de El desprecio (1963) o La noche americana (1973), con un tono cinéfilo muy de Peter Bogdanovich y, curiosamente, coincidiendo en varios temas con la estupenda Valor sentimental (2025). Comparte el protagonismo con Clooney un estupendo Adam Sandler, como el sacrificado agente de Kelly, que vive su propia crisis de la madurez. 
Jay Kelly es una comedia dramática reposada, con un punto otoñal, a la que solo se le puede achacar que en algunos momentos caiga en el sentimentalismo y que su vocación de ganar premios parece demasiado obvia. Pero Clooney llena la pantalla y está bien rodeado de un reparto magnífico compuesto por nombres como Laura Dern, Greta Gerwig, Patrick Wilson, Alba Rohrwacher, y dos veteranos tan fantásticos como Jim Broadbent y Stacy Keach. Un homenaje nada idealizado al cine, pero también una reflexión sobre la vida y el paso del tiempo.