CAZA DE BRUJAS -CONFLICTO GENERACIONAL


En una de las mejores películas de todos los tiempos, Con la muerte en los talones (1959), Alfred Hitchcock nos muestra, de forma casi cómica, a un hombre apuñalado cayendo en los brazos de Cary Grant, que de forma imprudente extrae el arma blanca de la espalda de la víctima y la empuña justo en el momento en el que le sacan una fotografía para la prensa. El protagonista de la película queda así marcado por la sospecha de asesinato que lo convierte en el clásico falso culpable hitchcockiano. El espectador sabe perfectamente que es inocente, pero también puede entender que se haya convertido en sospechoso por un cúmulo de infortunios. En Caza de brujas (2025) el guión escrito por Nora Garrett, puesto en imágenes por el director Luca Guadagnino, nunca nos muestra lo ocurrido entre el profesor Hank Gibson (Andrew Garfield) y su alumna Maggie Price (Ayo Edebiri) en el piso de esta última. Ella le acusa de agresión sexual, pero, como ocurre en la vida real, solo sabemos lo que cuenta cada uno de los implicados. Evidentemente, las intenciones de 
Guadagnino y Garrett pasan por no desvelar explícitamente la verdad -aunque el desarrollo de la trama, creo yo, deja pocas dudas- manteniendo la intriga como combustible para explorar la repercusión de una acusación tan grave en las vidas del presunto agresor, de la víctima y de su entorno. En este caso, la principal afectada es la protagonista de la película, Alma (Julia Roberts), una prestigiosa profesora, nada menos que de filosofía, de la Universidad de Yale, que a pesar de su privilegiada posición sufre las presiones de una exigente carrera para escalar puestos en la jerarquía académica. Alma se ve de repente entre dos aguas ya que es colega y amiga personal de Hank y mentora de Maggie, lo que la coloca en una postura complicada entre la lealtad y el feminismo de los tiempos del Me Too, lo que pone en peligro su carrera y su vida entera. Sin embargo, Caza de brujas no se centra realmente en el asunto de la agresión sexual, sino en la brecha generacional entre el personaje de Roberts y su alumna, la forma que tienen ambas de encarar sus carreras profesionales y su legitimidad como intelectuales, todo esto, siendo mujeres que tienen que afrontar discriminaciones, humillaciones y abusos por parte de los hombres. El conflicto central sirve así para explorar las preocupaciones propias del 2025: la igualdad de género, la cultura de la cancelación, el wokismo y lo políticamente correcto, todo ello dentro de la obsesión estadounidense por el éxito y el retrato de un ambiente de clases privilegiadas. Con este material explosivo, Guadagnino presenta a sus personajes como seres humanos con luces y -muchas- sombras, enfrentados en situaciones dramáticas de alta intensidad, bergmanianas, que permiten el lucimiento de los actores. La película es incómoda por su apuesta por las aristas y por su negativa a tomar partido por ningún personaje: cada uno tiene sus razones y sus miserias, ninguno sale especialmente bien parado en una desencantada radiografía del estado de las cosas. Resulta curioso que el cine háptico de Guadagnino, siempre tan sensorial y tan capaz de crear imágenes que nos hacen sentir el tacto, el olor o el gusto, convierta aquí cada roce y cada caricia entre los personajes en un gesto sospechoso, amenazador, en la posibilidad de que el que toca esconda oscuras intenciones o de que el tocado pueda, con una sola palabra, cambiar sus vidas para siempre.

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