No os dejéis engañar: la mayoría de los comentarios que estáis leyendo en redes sobre Sin tiempo para morir tienen que ver con dos formas de entender al famoso agente secreto, en activo desde 1962. Para algunos, el verdadero James Bond es Sean Connery, el de los inicios, realista, seco y algo despiadado, serio y sin autoconciencia. También sin sentido del humor -y eso que ya en Desde Rusia con amor (1962) el agente salía del agua con un pato falso en la cabeza-. Para otros, el que mola es el agente 007 más lúdico, fantasioso, el de los gadgets imposibles de pseudo ciencia ficción -Roger Moore, Pierce Brosnan- y que sabe reírse de sí mismo. Un buen ejemplo de esta dualidad podéis encontrarla en la estupenda serie Kingsman de Mark Millar y Matthew Vaughn, que precisamente intenta rescatar ese sentido de la diversión perdido tras el reinicio de la estupenda Casino Royale (2006). Así que muchos de los comentarios que leeréis tienen que ver con alguna de esas dos formas de entender -y de disfrutar- de las aventuras del personaje. Yo debo admitir que me gustan ambas versiones de 007, aunque no me hizo demasiada gracia que el Bond de Daniel Craig sucumbiera a la moda de Jason Bourne y a esa falsa idea del realismo -el Bond de Craig también es un superhombre capaz de hazañas imposibles- y una idea aburrida de lo serio, deudora de esa falsa gravedad que imprimió Christopher Nolan a su trilogía sobre Batman, en la que, por cierto, convertía al superhéroe en algo muy parecido al agente secreto. Dicho esto, creo que Sin tiempo para morir es magnífica, en teoría capaz de reconciliar a los dos fans de James Bond -o producir rechazo en ambos- y además, lo suficientemente atrevida como para hacer cosas que nunca se habían hecho con el personaje. De entrada, el estupendo y terrorífico prólogo propone algo que parecía imposible: eliminar a Bond de la ecuación para darle el protagonismo a otro personaje, el de Madeleine Swan (Léa Seydoux). A continuación, la primera hora larga de Sin tiempo para morir es la película perfecta del Bond más espectacular, con vibrantes persecuciones, la divertida secuencia en Cuba -con una chispeante Ana de Armas- y un ritmo trepidante. En la segunda parte, la trama no decae, pero se aparta de la acción física para presentarnos personajes, profundizar en los conflictos de Bond y para desarrollar estupendos momentos de tensión, como la persecución en el bosque o la visita en prisión al temible Blomsfeld (Christoph Waltz). Hay que reconocerlo: Sin tiempo para morir es larga porque contiene prácticamente dos películas, pero creo que mantiene la atención y no defrauda. Nunca se había visto a un Bond tan humano, en una maniobra que desarrolla lo narrado, precisamente, en la seminal Casino Royal. Veo riesgo en el guión que firman Neal Purvis, Robert Wade, Scott Z. Burns, el director Cary Fukunaga y sobre todo Phoebe Waller-Bridge, esta última conocida por Fleabag, pero, también por la adaptación de Killing Eve, a la que Daniel Craig habría encargado la reescritura de un libreto que se atreve a cambiar el paradigma del agente 007. Este deja de ser un arquetipo atrapado en un esquema argumental, para convertirse en un personaje tridimensional que por, primera vez, es capaz de evolucionar. Por otro lado, la dirección de Cary Fukunaga es eficiente, pero se permite además plantear algunas ideas interesantes de puesta en escena. Fukunaga sabe sacar partido al diseño de producción, como siempre, espectacular, consiguiendo que esta entrega de Bond sea visualmente espectacuylar. Las secuencias de acción y los efectos especiales tienen el nivel esperado, pero también personalidad en los mencionados momentos de tensión diseñados por Fukunaga. Mención aparte merece la banda sonora de Hans Zimmer, espectacular, aunque en algunos momentos me ha hecho pensar en su trabajo, justamente, para el Batman de Nolan. El nivel de los actores es alto, con un Daniel Craig entregado, una Léa Seydoux tan bella como creíble en un papel importante; por no mencionar a estupendos actores como Ralph Fiennes, Jeffrey Wright y Ben Whishaw, un grupo de secundarios que complementa a Bond y le aportan un mayor realismo (y humanidad). Por último, hablemos del villano de la función, Safin (Rami Malek), un personaje con poca presencia, pero clave y al que creo heredero del famoso Doctor No. Resulta curioso que la pandemia le haya dado tantos problemas a esta película para poder completarse y estrenarse, y el mcguffin, ese artefacto del fin del mundo que intenta desactivar Bond en cada entrega, sea algo muy parecido al covid-19, un arma biológica que se despliega letalmente gracias al contacto humano. Justamente en la película en la que Bond (re)descubre que puede tener sentimientos.
SIN TIEMPO PARA MORIR -LA EVOLUCIÓN DEL HÉROE
No os dejéis engañar: la mayoría de los comentarios que estáis leyendo en redes sobre Sin tiempo para morir tienen que ver con dos formas de entender al famoso agente secreto, en activo desde 1962. Para algunos, el verdadero James Bond es Sean Connery, el de los inicios, realista, seco y algo despiadado, serio y sin autoconciencia. También sin sentido del humor -y eso que ya en Desde Rusia con amor (1962) el agente salía del agua con un pato falso en la cabeza-. Para otros, el que mola es el agente 007 más lúdico, fantasioso, el de los gadgets imposibles de pseudo ciencia ficción -Roger Moore, Pierce Brosnan- y que sabe reírse de sí mismo. Un buen ejemplo de esta dualidad podéis encontrarla en la estupenda serie Kingsman de Mark Millar y Matthew Vaughn, que precisamente intenta rescatar ese sentido de la diversión perdido tras el reinicio de la estupenda Casino Royale (2006). Así que muchos de los comentarios que leeréis tienen que ver con alguna de esas dos formas de entender -y de disfrutar- de las aventuras del personaje. Yo debo admitir que me gustan ambas versiones de 007, aunque no me hizo demasiada gracia que el Bond de Daniel Craig sucumbiera a la moda de Jason Bourne y a esa falsa idea del realismo -el Bond de Craig también es un superhombre capaz de hazañas imposibles- y una idea aburrida de lo serio, deudora de esa falsa gravedad que imprimió Christopher Nolan a su trilogía sobre Batman, en la que, por cierto, convertía al superhéroe en algo muy parecido al agente secreto. Dicho esto, creo que Sin tiempo para morir es magnífica, en teoría capaz de reconciliar a los dos fans de James Bond -o producir rechazo en ambos- y además, lo suficientemente atrevida como para hacer cosas que nunca se habían hecho con el personaje. De entrada, el estupendo y terrorífico prólogo propone algo que parecía imposible: eliminar a Bond de la ecuación para darle el protagonismo a otro personaje, el de Madeleine Swan (Léa Seydoux). A continuación, la primera hora larga de Sin tiempo para morir es la película perfecta del Bond más espectacular, con vibrantes persecuciones, la divertida secuencia en Cuba -con una chispeante Ana de Armas- y un ritmo trepidante. En la segunda parte, la trama no decae, pero se aparta de la acción física para presentarnos personajes, profundizar en los conflictos de Bond y para desarrollar estupendos momentos de tensión, como la persecución en el bosque o la visita en prisión al temible Blomsfeld (Christoph Waltz). Hay que reconocerlo: Sin tiempo para morir es larga porque contiene prácticamente dos películas, pero creo que mantiene la atención y no defrauda. Nunca se había visto a un Bond tan humano, en una maniobra que desarrolla lo narrado, precisamente, en la seminal Casino Royal. Veo riesgo en el guión que firman Neal Purvis, Robert Wade, Scott Z. Burns, el director Cary Fukunaga y sobre todo Phoebe Waller-Bridge, esta última conocida por Fleabag, pero, también por la adaptación de Killing Eve, a la que Daniel Craig habría encargado la reescritura de un libreto que se atreve a cambiar el paradigma del agente 007. Este deja de ser un arquetipo atrapado en un esquema argumental, para convertirse en un personaje tridimensional que por, primera vez, es capaz de evolucionar. Por otro lado, la dirección de Cary Fukunaga es eficiente, pero se permite además plantear algunas ideas interesantes de puesta en escena. Fukunaga sabe sacar partido al diseño de producción, como siempre, espectacular, consiguiendo que esta entrega de Bond sea visualmente espectacuylar. Las secuencias de acción y los efectos especiales tienen el nivel esperado, pero también personalidad en los mencionados momentos de tensión diseñados por Fukunaga. Mención aparte merece la banda sonora de Hans Zimmer, espectacular, aunque en algunos momentos me ha hecho pensar en su trabajo, justamente, para el Batman de Nolan. El nivel de los actores es alto, con un Daniel Craig entregado, una Léa Seydoux tan bella como creíble en un papel importante; por no mencionar a estupendos actores como Ralph Fiennes, Jeffrey Wright y Ben Whishaw, un grupo de secundarios que complementa a Bond y le aportan un mayor realismo (y humanidad). Por último, hablemos del villano de la función, Safin (Rami Malek), un personaje con poca presencia, pero clave y al que creo heredero del famoso Doctor No. Resulta curioso que la pandemia le haya dado tantos problemas a esta película para poder completarse y estrenarse, y el mcguffin, ese artefacto del fin del mundo que intenta desactivar Bond en cada entrega, sea algo muy parecido al covid-19, un arma biológica que se despliega letalmente gracias al contacto humano. Justamente en la película en la que Bond (re)descubre que puede tener sentimientos.
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