OH, CANADA -ALGO QUE VER CON LA MUERTE
NOSFERATU -NUEVA SINFONÍA DEL HORROR
Si tenemos en cuenta que Nosferatu (1922) adaptaba la novela Drácula de Bram Stoker -publicada en 1897- cambiando su título y los nombres de los personajes para evitar el pago de los derechos de autor, puede resultar curioso que, en 2024, el británico Robert Eggers emprenda el remake de la película de F.W. Murnau, en lugar de presentarla directamente como una nueva versión del texto más icónico de la literatura vampírica. La estupenda versión de Nosferatu de Werner Herzog de 1979, de hecho, ya recuperaba los nombres originales de la novela, cambiando al conde Orlok por Drácula. Pero es que Nosferatu y Drácula, aunque cuentan básicamente lo mismo, son animales distintos. Detrás de la película muda de Murnau estaba el productor y ocultista Albin Grau, que encargó el guión al también ocultista Henrik Galeen, que respetó el esqueleto argumental, la peripecia básica, de la novela de Stoker, pero le dio una naturaleza distinta al relato, creando una obra única, maldita -estuvo a punto de desaparecer por las iras de la viuda de Stoker-, llena de claves esotéricas -introducidas por Grau-, que convierte al vampiro en una metáfora de la peste y en un ser repugnante, un monstruo de sombras -que ahora relacionamos inevitablemente al expresionismo alemán- que se disipa al ser expuesto a los rayos del sol -el vampiro de Stoker prefería la noche, pero podía moverse durante el día-. La película que presenta Eggers en el siglo XXI recupera varios elementos, los más reconocibles, de Nosferatu: la acción transcurre en Alemania, el monstruo es el pérfido conde Orlok, la verdadera protagonista es Ellen (Lily-Rose Depp), cuya belleza es la que deja prendado al monstruo que aquí vuelve a ser el transmisor de la peste antes que un vampiro tradicional. Pero Eggers también se acerca a Stoker, sobre todo en el aspecto del vampiro (Bill Skarsgard), más cerca del original literario que de la pálida criatura a la que dieron 'vida' Max Schreck y Klaus Kinski, y lejos del seductor creado para el teatro y el cine, desde Bela Lugosi a Gary Oldman, pasando por Christopher Lee y Frank Langella. Eggers le da a su película un tono muy diferente al precedente, incidiendo en el tema de la posesión, de la conexión psíquica entre el monstruo y su víctima -un tema recurrente en el expresionismo alemán si hacemos caso a Kracauer- y la lleva a extremos satánicos, con Lily-Rose Depp retorciérdose y contorsionándose como Linda Blair o, incluso, Isabelle Adjani. Las interpretaciones que consigue Egers de su excelente reparto son exageradas, crispadas, al límite, propias de seres completamente aterrados: Nicholas Hoult, Emma Corrin, Aaron Taylor Johnson y un desquiciado Simon McBurney parecen completamente entregados al terror. Todos los personajes parecen sobrepasados, acorralados, tanto que, al contrario que en la mayoría de las adaptaciones de Drácula, el más cuerdo parece ser el único que cree en lo sobrenatural, el profesor Van Helsing, aquí el profesor Von Franz, encarnado por el siempre estupendo Willem Dafoe, actor fetiche de Eggers, que, curiosamente, interpretó a un vampírico Max Shreck en La sombra del vampiro (2000). Es verdad que el Nosferatu de Eggers no tiene enjundia dramática -quizás ninguna película suya la tiene realmente- y se le puede afear el uso de los jump scares en varios momentos, pero estos defectos se compensan con las imágenes terroríficas más poderosas que vas a ver este año. Eggers inyecta carne, sangre y fisicidad a las hermosas imágenes de cuento de Murnau. Nosferatu es visceral, viscosa y tremendamente sexual: en esto se parece a la arrebatada Drácula, de Bram Stoker (1992) de Francis Ford Coppola -prescindiendo, sin embargo, de todo romanticisimo- pero también porque Eggers vuelve a beber de Stoker, como ya he dicho, y porque la de Coppola remitía en muchos momentos a Murnau. Estamos ante una película de estética subyugante, con imágenes de gran belleza gracias a la fotografía de Jarin Blaschke, socio habitual de Eggers, y a un espectacular diseño de producción que dan como resultado una cinta tan hermosa como horrible y chocante, histérica en muchos momentos gracias a la intensidad de la música de Robin Carolan, al diseño de sonido y al montaje. Una obra fascinante de horror que se regodea en la decadencia física, con elementos de body horror, y que gana enteros si revisamos las otras versiones o si eres aficionado al Drácula de Stoker y a sus versiones cinematográficas. Una película-acontecimiento que necesariamente tienes que ver en una sala de cine.
CÓNCLAVE -AQUÍ HUELE A CERRADO
NO OTHER LAND -
No puede haber una lección más demoledora en No Other Land (2024) que convertir la tragedia de los palestinos, que son desalojados por el ejército israelí de sus tierras en Cisjordania, en un contenido más de los que consumimos mientras viajamos despreocupadamente en el metro, esperamos el autobús o cuando nos evadimos disimuladamente de una reunión familiar. El protagonista de este documental, Basel Adra, un joven activista, graba con su cámara de vídeo la brutalidad de los soldados, el dolor de las mujeres que ven arrestados a sus hijos, la capacidad de resistencia de los niños que quieren ir a la escuela aunque hayan tenido que dormir en una cueva porque han echado abajo su hogar. Luego, Basel revisa sus perfiles en las redes sociales y lamenta que el último vídeo que ha colgado ha tenido pocos visionados. También se queja el periodista israelí, Yval Abraham, que se ha acercado a la realidad palestina del poblado de Basel -Masafer Yatta-, de que los artículos que escribe apenas son leídos. La idea de Basel es que si registra en imágenes las injusticias que sufre y las muestra al mundo, la situación puede llegar a cambiar. Pero ¿Cómo competir con los millones de contenidos que surgen de nuestros móviles? ¿Cómo llamar la atención cuando dedicamos apenas 8 segundos a cualquier contenido antes de pasar al siguiente? No Other Land no menciona en ningún momento la palabra terrorismo y no pone el acento en la ideología, ni en la política, ni en la religión. Simplemente nos coloca frente a una imagen: la de una excavadora demoliendo una vivienda mientras unos soldados apartan a una familia impotente. Una imagen que se repite una y otra vez y que lleva décadas ocurriendo -el padre de Basel lleva toda su vida luchando-. Es la imagen de una injusticia palmaria, sin matices, que acaba resultando insoportable. Nosotros podemos scrollear a la siguiente imagen, pero los palestinos se despiertan cada día con la misma amenaza vigente, no hay otro lugar al que puedan ir. Duro, contundente, pero sin renunciar a la humanidad e incluso al humor o a presentarnos una preciosa y esperanzadora amistad, No Other Land es una de las películas del año, porque pone a prueba nuestra capacidad de interesarnos en el otro, y cuestiona la sociedad hiperconectada en la que vivimos. Conectados ¿A qué?
LA GUITARRA FLAMENCA DE YERAI CORTÉS -GITANOS Y MODERNOS
En el documental Esa ambición desmedida (2023), que registra la crónica de la gira de C. Tangana del álbum El madrileño, el cantautor parece estar en una encrucijada, sin saber qué camino elegir como siguiente paso en su carrera artística y profesional. El documental está puntuado por las dudas y las inseguridades del artista, que confiesa reiteradamente que no sabe cantar y que odia enfrentarse a los conciertos. Tangana se presenta en este documental como un autor convencido de sus intenciones artísticas, para el que el éxito comercial no es la prioridad, aunque luego lo veamos también defendiendo su parte de los ingresos económicos ante su mánager. Lo vemos quejándose del comportamiento poco profesional de su equipo, para luego verle organizar un partido de fútbol en el que sufre una esguince de tobillo junto antes del concierto, haciendo peligrar toda la gira. La película, en un alarde de honestidad, nos deja claro que, ante el miedo de repetirse y de haberse convertido en un “rapero viejo”, Tangana no sabe por dónde seguir. Pues ese siguiente paso en la carrera de C. Tangana es su primera película como director, La guitarra flamenca de Yerai Cortés (2024), que firma con su verdadero nombre, Antón Álvarez, como si quisiera separar al cantante del cineasta. Lo cierto es que cuando comienza la película, Tangana -o Antón- aparece enseguida como participante activo en la historia, dando la cara, presentando el origen mismo de la cinta. La guitarra flamenca de Yerai Cortés funciona como una suerte de álbum conceptual en el que el guitarrista, Yerai Cortés, presenta varios temas musicales que hablan de sí mismo y de su entorno más cercano. Estas secuencias musicales parecen herederas del género que inventó Carlos Saura en Bodas de sangre (1981) -junto a Antonio Gades-, una mezcla de documental y musical, entre lo real y la ficción, que tuvo continuidad en una serie de obras como Carmen (1983), Sevillanas (1992) o Flamenco (1995) -en la que el director colabora con el genio de la fotografía Vittorio Storaro-. Tangana se inspira en esas películas y conecta con ellas incorporando figuras que aparecieron en aquellas, como el bailaor Farruquito. Estas secuencias musicales están conectadas por un relato, que se va descubriendo ante el espectador y que comienza con la mencionada anécdota, contada por el propio director, de cómo conoció a Yerai. A partir de ese encuentro, iremos descubriendo, primero, a los padres del artista, que se revelan como personajes más que peculiares. Poco a poco, nuevos elementos se agregan al puzle: la pareja de Yerai y, sobre todo, la memoria de una familiar que ha sido muy influyente en su actividad creadora. La película no tiene prejuicios para incorporar elementos del docudrama o de la telerrealidad que permiten dibujar personajes de una forma muy cercana y fresca, sirviéndose sobre todo del humor. Pero la película también genera una historia que apunta al melodrama, al culebrón, con giros y sorpresas que estremecen al espectador. Este acercamiento a géneros televisivos populares y hasta sensacionalistas no impide que Álvarez tenga una amibición artística que lo lleva a proponer, en una secuencia, una escenografía que parece una instalación en una galería de arte, una suerte de altar en el que la madre de Yerai es la virgen mayor, en un plano secuencia -que puede resultar algo torpe- que busca la belleza plástica. Todo en aras de la lógica experimentación de un primer trabajo. El costumbrismo y el plano robado se mezclan con la puesta en escena y la fotografía del cine, y el propio Yerai es definido como un tipo que se mueve con igual soltura entre los ‘modernos’ y los gitanos. La ópera prima de Antón Álvarez busca ser tan divertida como emocionante, y de paso deja reflexiones sociales sobre el colectivo gitano, sobre la creación artística y su relación con la vida, y con las estrellas.
DAHOMEY -RECUPERAR LO PERDIDO
La directora francesa de origen senegalés, Mati Diop, firma el documental titulado Dahomey (2024), cinta ganadora del Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Berlín. Lo que nos cuentan es cómo Francia, en 2021, decide devolver 26 objetos artísticos del siglo XIX -¡De los 20.000 que posee!- a la república de Benín, en África Occidental. El gesto del Gobierno galo es recibido con alegría en Benín, pero también como un insulto, como una reparación insuficiente del saqueo colonial. La directora y guionista Mati Diop utiliza imágenes cargadas de significado para contar la historia. Empezando por el primer plano de la película, que nos muestra una manta de souvenirs de la torre Eiffel en París, que, sabemos, pertenece a un inmigrante que sobrevive vendiendo recuerdos del inmenso patrimonio cultural francés a los turistas. Una imagen que resume todo el significado de esta fantástica película. Diop nos muestra el viaje de las piezas desde Europa hasta África y decide ponerle voz a la escultura de uno de los reyes/dioses que representa, más que un tesoro antropológico, más que una obra de arte, un objeto de culto. Precisamente, lo que denuncia el pueblo beninés es haber perdido gran parte de su patrimonio cultural tras el saqueo colonial. En la película, al llegar a la república de Benín escuchamos también las voces de jóvenes, de expertos y activistas en una asamblea en la que analizan los problemas de su país, la pérdida de su identidad nacional y el estar expuestos a la influencia cultural de otros imperialismos como Disney o Hannah Barbera. Dahomey nos muestra el proceso de retirada, embalaje, transporte de las 26 piezas para luego ser desempaquetadas, evaluadas y expuestas. En ese trayecto queda retratada la sociedad beninesa, sus conflictos y luchas -que son las de la mayoría de naciones del tercer mundo- pero también, por contraste, la actitud imperialista francesa. Estamos ante un documental de poderoso contenido sociológico y político, ante una clara denuncia, pero también hay fugas poéticas, gracias a la belleza plástica de las imágenes, a la narración mítica y religiosa de esa pieza número 26 que acerca la película al género fantástico; y al recurso simbólico del océano del que se vuelve a servir aquí la directora de Atlantique (2019).
WICKED -EL CAMINO DE BALDOSAS AMARILLAS
Inspirada en El maravilloso mago de Oz (1900) del escritor Frank L. Baum y en su famosa adaptación al cine, El mago de Oz (1939), Wicked (2024) adapta el musical de Broadway estrenado en 2003, basado a su vez en el libro Wicked: Memorias de una bruja mala de Gregory Maguire publicado en 1995. La película, dirigida por Jon M. Chu, comienza cuando acaba la historia que todos conocemos: la bruja mala ha muerto y Dorothy y compañía se dirigen, por fin, a Oz. Pero a su vez, esto da pie a retroceder en el tiempo para descubrir quién era realmente la bruja de piel verde a la que dio vida en su momento la actriz Margaret Hamilton. Ahora, esa bruja se llama Elphaba (Cynthia Erivo) y su piel verde sirve para hablar del racismo, de la marginación del diferente y del acoso escolar. La gran rival de la protagonista es Glinda (Ariana Grande), y Wicked nos revela que la bruja buena de Oz era una chica superficial, vanidosa e insoportable, que en esta película se convierte en fuente de comicidad y en una sátira de una sociedad en la que impera el culto al físico y a la imagen de las redes sociales, en la que lo más importante parece ser la cara pública -aunque sea falsa-, el qué dirán y los likes. Wicked parece en su primer tramo -tras un prólogo interesante sobre el origen de la bruja- un remedo de Harry Potter, con su escuela de magos y sus profesores interpretados por actores veteranos -Michelle Yeoh y, en la versión original, Peter Dinklage-. La película se desarrolla como una comedia de instituto, de realización y fotografía más bien planas, televisivas, en la que no brillan, ni siquiera, los números musicales. A pesar del talento y esfuerzo invertidos en valores de producción como los estupendos decorados y el vestuario, no hay magia en esta versión del mundo de Oz, al menos hasta que se produce el viaje a la ciudad Esmeralda, cuya estética e iluminación sí parece albergar algo del misterio necesario para una historia fantástica. Wicked, además peca de una duración excesiva que va introduciendo nuevas tramas con el metraje ya muy avanzado -el príncipe Fiyero (Jonathan Bailey), que acaba resultando algo redundante y demasiado obvio en su desarrollo- lo que acaba provocando agotamiento, siempre y cuando no hayas comulgado con la propuesta. Dos horas y cuarenta minutos después, el rótulo de ‘continuará’ no deja precisamente con ganas de más, aunque el tramo final tiene bastante fuerza al mostrarnos, por fin, cómo se desencadenan los poderes oscuros de Elphaba. Poca recompensa para tanto metraje, del que cabe rescatar la sátira social y una sana sensibilidad queer.
BIRD -DONDE VIVEN LAS BESTIAS
La directora británica Andrea Arnold despliega un universo propio en Bird (2024), estupenda película que fabrica un mundo muy parecido al nuestro, retratado con una cámara que se agita como en el cine documental, con preciosos planos en los que irrumpen diversos animales -como mariposas y sobre todo pájaros- que imprimen una sensación de inmediatez y una extraña conexión entre el paisaje suburbano que vemos y la naturaleza. La historia principal es un coming of age, el de la adolescente Bailey (Nykiya Adams) que se dispone a descubrir el mundo desde un entorno marginal y como miembro de una familia completamente desestructurada. Su padre, muy tatuado, se llama Bug (Barry Keoghan), un joven dedicado a la venta de drogas, pero de corazón romántico y pasión por el karaoke. Bird está llena de temas musicales de la cultura popular reciente: Blur, Coldplay y sobre todo Fontaines D.C. que le dan un aire vitalista que llega a entusiasmar. Arnold recrea ambientes de sórdida pobreza con la belleza de estampas de la naturaleza -se encarga de la fotografía el prestigioso Robbie Ryan- lo que permite que en ese realismo social se cuele la fantasía y la magia a través del misterioso personaje del título, Bird, que interpreta el siempre estupendo y magnético Franz Rogowski. Y es que aunque Arnold nos hable de personajes marginales de la vida real, su mirada es (casi) siempre benévola, humanista. Pero sobre todo, lo que nos presenta la británica se parece mucho a un cuento de hadas -feminista- en el que hay paternales reyes atolondrados, lobos feroces (James Nelson-Joyce), paladines -el grupo de vigilantes comandado por Hunter (Jason Buda)- y, claro, una princesa y hasta un sapo que podría traer consigo una gran fortuna. Bird, seguramente, pasará como una película menor en la filmografía de Arnold, pero es una estupenda cinta de una directora que quizás se encuentra en plena búsqueda artística.
POR DONDE PASA EL SILENCIO -HERMANOS
El cine español nos sigue dando sorpresas muy gratas este año con obras como Por donde pasa el silencio (2024), ópera prima de la directora Sandra Romero. Su primera película es un retrato de vocación realista sobre una familia de clase obrera, de Écija, que nos presenta a tres hermanos, Antonio, Javier y María, a los que dan vida tres hermanos en la vida real, los Araque -el reparto se completa con actores como Mona Martínez, Tamara Casellas y Nico Montoya-. El relato arranca con la visita de Antonio, llegado desde Madrid, para enfrentarse a los conflictos de su familia, provocados sobre todo por el descontento vital de su hermano mellizo, Javier, aquejado de fuertes dolores de espalda. Romero, en completa sintonía con sus actores -la película desarrolla el cortometraje realizado junto a Antonio Araque en 2020- nos introduce de lleno en la dinámica de esta familia, en los problemas de cada uno de sus miembros, en sus insatisfacciones vitales y sus frustraciones por las cartas que les ha dado la vida. Por donde pasa el silencio aborda temas como la precariedad laboral y la falta de perspectivas para los que se desloman trabajando 8 horas al día, jugándose la salud -física y mental- sin más recompensa que un sueldo miserable. Y en paralelo a la relación con el trabajo se desarrolla una potente historia familiar, de rivalidades entre hermanos, de cuentas pendientes con el padre, del silencio que se impone siempre para que los problemas no enturbien la frágil tranquilidad hipócrita de cualquier comida familiar. Todo esto lo cuenta Romero haciendo que la cámara esté muy, muy cerca de los rostros, de los cuerpos, metida entre los abrazos de los hermanos, que lo mismo parecen quererse más que la vida que estar a punto de pegarse entre ellos. La historia ocurre en el campo, en un escenario rural, pero los únicos paisajes son los de los cuerpos de los personajes: una espalda rígida por el dolor y otra que se arquea por el placer sexual. Son personajes que se contorsionan por la desesperación de vivir y que se aferran a la existencia a fuerza de tabaco, alcohol y otras drogas. Por donde pasa el silencio es un debut interesante, intenso y con algo que contar. No es poco.
AL MARGEN -TODO ARDE
Al margen (2024) bien podría ser la definición esencial de la obra de Eduardo Casanova, un director que ha demostrado una valiente voluntad artística y transgresora en un puñado de obras difíciles de clasificar. En este documental se nos presenta a Moisés, un hombre con el rostro completamente desfigurado tras quemarse a lo bonzo en 2010. Casanova escribe, dirige y graba a Moisés intentando desentrañar su historia, en un ejercicio muy arriesgado por la naturaleza del personaje. ¿Es un monstruo o es una víctima? El punto de partida es sin duda una imagen, la de la piel derretida de Moisés, que lo convierte en el terrible equivalente de la vida real de los freaks que pueblan la filmografía del director de Pieles (2017), en la que destaca su interés por el látex y al que podríamos encuadrar en la corriente de la 'nueva carne' de Cronenberg y el body horror de Brian Yuzna. En Al margen, un texto introductorio nos asegura que todo lo que vamos a ver es completamente real y que no hay ficción alguna. Una advertencia necesaria que potencia la imagen más poderosa de la película, la de un hombre abrasado fumando, consumiéndose sin remedio. Rodada durante 5 años en Madrid, en los años de la pandemia y de Filomena, haciendo un uso expresivo del gran angular para aislar al personaje y colocarlo en un entorno alucinado, amenazante y desconcertante, el guión se va desvelando como las capas de una cebolla hasta revelar la verdadera historia de Moisés. Temas tan incómodos como la soledad no deseada, la exclusión social, la salud mental y la incapacidad del sistema para ayudar a los enfermos, la adicción a las drogas -sobre todo al tabaco-, la violencia machista y la maldición de la genética familiar se acumulan en este documental que Casanovas convierte en una película de terror -psicológico- y en un thriller de ciencia ficción sin efectos especiales. La marca de autor de Casanova, creo yo, es convertir lo grotesco, lo anormal, lo que provoca rechazo, en arte. El director no tiene reparos en colocar a su protagonista en el centro de varias instalaciones artísticas de gran belleza plástica, cortocircuitando cualquier expectativa del espectador medio. Al margen es una obra potente de un artista provocador, original y estimulante, para un público valiente en busca de nuevos desafíos.
EMILIA PÉREZ -MUSICAL TRANSGÉNERO
LOS ÚLTIMOS ROMÁNTICOS
¿Qué es la vida en sociedad sino una serie de agresiones a nuestra persona? Irune es una mujer agredida por sus vecinos, por sus compañeros de trabajo, por los plazos de la Sanidad pública y por la precariedad laboral en la magnífica Los últimos románticos (2024) de David Pérez Sañudo, que adapta la novela homónima de Txani Rodríguez. La soledad de esta mujer es tan enorme que se consuela llamando al servicio de atención al cliente de Renfe; haciendo aeróbics con una vieja cinta VHS de Eva Nasarre; o pensando que los reponedores del supermercado cambian los productos de sus estanterías cada cierto tiempo para evitar que la rutina nos ahogue. Irune es un personaje complejo y, aunque en la película no se verbaliza, debe estar en algún lugar del espectro autista, rasgo de su personalidad, sin embargo, que no parece querer llamar la atención sobre el problema de este trastorno, sino plantearlo como una metáfora sobre cómo transitamos por la vida anestesiados, esquivando todas esas agresiones mencionadas al principio, toda esa falta de solidaridad, ese mirar hacia otro lado ante los problemas del prójimo. A Irune la interpreta una fantástica Miren Gaztañaga, que borda un papel de esos que son difíciles de olvidar en la memoria cinéfila: una mujer que parece ajena a todo, pero que no se conforma, que planta cara ante las injusticias. Los últimos románticos es una película que transforma la tristeza en belleza, que propone como lugar soñado a una ciudad tan nostálgica como Lisboa y que utiliza el lamento del fado como la música de los momentos felices. Pérez Sañudo nos invita a acompañar a Irune en su viaje silencioso por la vida, para ver cómo su diferencia la convierte en una compañía incómoda, para ser testigos admirados de su empeño en salvar al trágico personaje de Maica Barroso o lamentar que evite acercarse a un tipo majo y concienciado en la lucha obrera como el que encarna Erik Probanza. Los últimos románticos es una cinta preciosa sobre lo dura que es la vida para los que siempre tienen ganas de escapar o, también, de ver el mundo arder.
GLADIATOR II -LOS VIEJOS TIEMPOS
ODDITY -¡SUSTOS!
¿Por qué vemos películas de terror? Porque no hay nada más divertido que un buen susto. Lamentablemente, en España, el aficionado al cine de miedo tiene pocas oportunidades de experimentar su género favorito como debe ser, en una sala en la que la oscuridad permite la atmósfera y la concentración adecuadas; y en la que la presencia de otros espectadores contagia y multiplica la tensión, los sobresaltos y los gritos tras cada susto. Y de sustos va bien servida la eficaz Oddity, escrita y dirigida por el irlandés Damian McCarthy, que de forma inteligente va acumulando motivos del cine de terror en una historia que se desarrolla de forma enigmática: una casa aislada en la naturaleza -¡Sin cobertura!-; un hospital psiquiátrico; un extraño que llama a la puerta; una médium ciega (Carolyn Bracken) que guarda una colección de objetos malditos; y un extraño maniquí de madera, de rostro aterrador, una suerte de golem de origen desconocido. McCarthy se sirve juguetonamente de estos elementos para engancharnos con una serie de set pieces cuyo único objetivo es generar inquietud y, claro, pegarnos un buen susto. La película transita por subgéneros como el de las casas encantadas, el home invasion, el slasher y el terror psicológico casi sin que nos demos cuenta y manteniéndonos siempre intrigados. El diseño de producción es estupendo: la casa, entre la modernidad y la decadencia, es un escenario perfecto para el terror; el extraño muñeco de madera, con su boca muy abierta, produce una inquietud innegable; y la tienda de objetos antiguos de la médium es tan macabra como preciosa. Cada escena de la película está diseñada para el sobresalto, pero, al mismo tiempo, es la pieza de un puzle más o menos complicado que se va ordenando hasta revelar sus enigmas. Que Oddity haya recibido el premio del Público en la Semana de Cine de Terror de San Sebastián certifica la voluntad de McCarthy de hacer un 'tren de la bruja' que es pura diversión, lo que no impide una puesta en escena elegante y una estética oscura y clásica. Con referentes argumentales tan nobles como El golem (1920) y El gabinete del doctor Caligari (1920) del llamado cine expresionista alemán, Oddity es una experiencia en cines más que apetecible. Y no cuesta demasiado pensar que este puede ser el inicio de una saga de casos investigados por esa médium ciega coleccionista de objetos malditos.
YO, ADICTO -CAER PARA VOLVER A LEVANTARSE
Autorretratarse y desnudarse casi siempre acaba siendo irresistible en literatura, teatro, cine o incluso en televisión. Eso es lo que hace Javier Giner, jefe de prensa y responsable de comunicación, que plasmó su experiencia como adicto -al alcohol, a las drogas, al sexo- en su libro Yo, adicto, con la serie que ahora adapta él mismo, como guionista y director, al audiovisual para Disney Plus. Giner se desnuda en la ficción y el espectador no puede resistirse a asomarse a ese abismo en el que inevitablemente nos vemos reflejados. Yo, adicto tiene algo de vértigo, que nos invita a lanzarnos al vacío con su protagonista. La miniserie está compuesta por seis episodios en los que Javier cuenta, en primera persona, su vida, su problema con las adicciones y su proceso de rehabilitación. La primera clave de la eficacia de la serie es su subjetividad: el punto de vista del protagonista marca el desarrollo de la trama, pero, al mismo tiempo, la narración sabe alejarse del personaje para mostrarnos, desde fuera, en tercera persona, sus desgracias y sus defectos. Javi, inseguro, desubicado, incapaz de dar un paso atrás en ninguna situación, es un capullo. Para que este retrato funcione es clave la interpretación del actor Oriol Pla, que crea al personaje hasta en sus más mínimos detalles: su forma de hablar, de gesticular, de estar de pie, de comer y de fumar. La mecánica de la serie es enfrentar al protagonista, en cada capítulo, a un personaje diferente que representa un conflicto personal. El primer episodio es fantástico y está marcado por el consumo de alcohol y drogas, y por el sexo compulsivo. Una voz en off deslenguada y omnipresente marca el recorrido del protagonista, con un montaje frentético, un torrente de imágenes que expresan muy bien el desenfreno de una juerga a muerte, que funciona como un descenso a los infiernos. Adivinamos que el autor de esta ficción está muy influido por Pedro Almodóvar y su cine, lo que se traduce en la estética del episodio, en la decoración del piso de Javi y en varias referencias directas. Pero hay también influencias de Scorsese, en esa narrativa obsesiva, o de títulos sobre el mundo de la droga, como Trainspotting (1996), también contado en primera persona. El tono de Yo, adicto cambia radicalmente a partir del segundo episodio, cosa lógica, ya que Javi ingresa en la clínica de desintoxicación y la droga ya no fluye por sus venas. La voz en off del primer capítulo también se reduce significativa y afortunadamente. La clínica es un lugar de paz, insertado en un ambiente de naturaleza, en el que los personajes se enfrentan al dolor, a la soledad, a la dificultad de seguir luchando. En los siguientes capítulos -dirigidos por Javier Giner y Elena Trapé-, Javi encara un conflicto diferente cada vez: primero, contempla cuál puede ser el futuro si no supera su depresión y sus adicciones en el personaje de Rui, a la que da vida una irreconocible Victoria Luengo; en El monstruo, Javi se enfrenta a su peor cara cuando el 'mono' le pone las cosas difíciles; en el tercer episodio, Los vínculos, la llegada de un nuevo paciente, Iker (Omar Ayuso), coloca a Javier frente a su propio reflejo -destaquemos la forma en la que Iker sube las escaleras con sus maletas para entrar en la clínica, idéntica a como lo hizo Javier- un personaje más joven que va un paso por detrás en la rehabilitación o uno por delante en una posible recaída; y el inevitable cara a cara con la familia, que incluye un recital interpretativo de Pla ante un Ramón Barea tan sobrio como estupendo. Mencionemos además dos personajes fantásticos como el terapeuta que encarna Alexander Brendemühl y sobre todo, una fantástica Nora Navas como la orientadora que todos querríamos tener en nuestras vidas. Yo, adicto nos cuenta una historia emotiva y humana que aporta una perspectiva personal y fresca sobre la adicción, pero sobre todo triunfa gracias a la creación de un personaje memorable y de su mundo, que al acabar la serie echaremos de menos.
POLVO SERÁN -HASTA QUE LA MUERTE NO LOS SEPARE
Me da miedo pensar que, a los ojos del espectador actual, lo de Romeo por Julieta era realmente una relación tóxica. Que ahora pensemos que Romeo no tenía ninguna razón para quitarse la vida tras la muerte de Julieta y que podría haber rehecho su vida -en la versión original de Shakespeare, de hecho, los famosos enamorados eran solo unos adolescentes-. Al fin y al cabo, si Romeo hubiese decidido no llevar su amor al extremo, habría visto despertar a Julieta y habrían sido felices. Pero eso, quizás, habría decepcionado -aunque sea un poco- a la joven Capuleto y, seguramente, ese final no habría hecho de esa historia una obra inmortal. En esa misma línea de pensamiento, quizás, Orfeo debió aceptar la inevitabilidad de la muerte y no viajar a los infiernos para rescatar a Eurídice. Que vivimos tiempos materialistas es evidente si escuchamos a todos esos graciosillos que insisten en que Jack cabía perfectamente en la tabla con Rose en Titanic (1998). Qué pesados. Por todo esto me parece preciosa la historia que plantea Carlos Marques-Marcet en Polvo serán (2024), en la que el amor que comparten sus protagonistas, Flavio y Claudia, es la gran baza. Ella sufre una enfermedad terminal y él decide acompañarla hasta el final. Tras las magníficas Los destellos y La habitación de al lado, esta es la tercera película española estrenada en 2024 que habla de la muerte y de los conflictos que supone enfrentarse al final de todo. Y no podían ser tres películas más diferentes. Aquí es una pareja que se quiere la que se enfrenta al fin de la existencia y son interpretados por dos actores maravillosos como Ángela Molina y Alfredo Castro, que llenan la pantalla y desarrollan personajes complejos, contradictorios, muy humanos en sus diferentes roles vitales como personas, parejas y padres. Marques-Marcet crea una familia alrededor de ellos, a la que dan vida Mònica Almirall, Alván Prado y Patricia Bargalló, como tres 'hermanos' que han madurado a pesar de los traumas provocados por las decisiones de sus padres. Polvo serán es un drama intenso en el que el director da espacio a los actores para desarrollar escenas de alto voltaje emocional. Y luego están los números musicales, que se van mezclando con la realidad de lo que nos cuentan casi sin que nos demos cuenta -esos sorprendentes sanitarios que se ponen a danzar, como salidos de la nada- y hasta apoderarse de la película en ese fantástico número musical de esqueletos inspirado en los clásicos de la época dorada de Hollywood. Polvo serán es una historia emocionante sobre un tema que sigue siendo tabú y que invita a la reflexión sobre la vida, la muerte y sobre todo acerca del amor. ¿Nos hemos vuelto demasiado cínicos?
ESCAPE -LA LÓGICA DE LO IMPOSIBLE
JURADO Nº 2 -TAN SIMPLE COMO ESO
EL REINO DE KENSUKE -LA LLAMADA DE LA AVENTURA
MARCO -REFLEJAR LA REALIDAD
En los primeros compases de Marco (2024), un plano subjetivo nos muestra al protagonista, Enric Marco (Eduard Fernández), lavándose las manos en un baño. Luego, la cámara alza la mirada para que el personaje se vea de frente en el espejo. Lo normal es que ningún espectador repare en este plano, cuya naturalidad es incuestionable y que pasa desapercibido en una historia basada en hechos reales. Pero pensemos un poco. Si el actor, Eduard Fernández, está delante del espejo ¿Por qué no se ve la cámara justo detrás de él?. Ignoro la respuesta, pero me puedo imaginar una solución: el actor mira realmente a cámara, mientras el marco del espejo está falseado. Espero que aceptéis esta elucubración como plausible ya que me sirvo de ella para expresar lo que tiene el cine de reconstrucción de la realidad incluso para fabricar los momentos más cotidianos, en los que no nos fijamos, esos que damos por sentado. Esa imagen, la de Enric Marco mirándose al espejo, se repite desde diferentes ángulos a lo largo de una película cuya tesis principal es la distancia que existe entre cualquier persona y su reflejo de cara a los demás, entre el horror de lo que ocurrió en los campos de concentración del nazismo y lo que cuentan los supervivientes, en definitiva, la distancia entre la realidad y la ficción, entre la verdad y el cine. Los directores, Aitor Arregi y Jon Garaño, presentan primero su película como si fuese un documental, con imágenes de archivo y colocándonos en un contexto histórico. Lo siguiente que vemos es la claqueta del rodaje de la propia película, que marca el inicio de la ficción. Durante el metraje veremos entonces a un inmenso Eduard Fernández interpretar a Enric Marco, el famoso impostor que se hizo pasar por un superviviente de un campo de concentración, al que acompaña en cada paso su mujer, Laura, una estupenda Nathalie Poza. La película funciona con un doble dispositivo hitchcockiano: primero nos hace identificarnos con un mentiroso y luego genera suspense sobre en qué momento será descubierto y qué pasará cuando esto ocurra. Arregi y Garaño nos regalan un estupendo film tenso y muy entretenido, que nos mantiene aterrados ante un desenlace inevitable. Y por debajo de esta historia de intriga, realizada con la mayor eficacia, subyacen los temas antes expuestos. ¿No somos todos unos farsantes en mayor o menor medida? Los espectadores con menos imaginación suelen buscar historias basadas en hechos reales para poder suspender su incredulidad, pero aquí, los directores confiesan que aunque han partido de un hecho real, no les ha quedado más remedio que dejarse llevar por la ficción. En el último tercio de la película, los directores introducen de nuevo imágenes reales que se mezclan con su propia recreación, con un Eduard Fernández caracterizado. ¿Y no es parte del juego de la ficción que nos tengamos que creer esa caracterización, por muy conseguida que sea?. En la película hay un momento estupendo -¡Y real!- en el que vemos al escritor Javier Cercas -el verdadero- en la presentación de su novela, El impostor (2014), que interrumpe Enric Marco -el de la ficción-. Valiéndose del plano contra plano, la película nos presenta un diálogo entre lo real -Javier Cercas- y lo simulado -Eduard Fernández- y es justamente el impostor el que acusa de mentiroso al escritor. Cercas dice, estupefacto, que no es usual que un personaje se presente ante el escritor de una novela. Arregi y Garaño convierten así a Enric Marco en una metáfora del cine y rizan el rizo cuando el personaje interpretado por Fernández acude a ver un documental sobre su historia. El Marco de película se ve reflejado en la pantalla, pero el que sale allí es el Marco de la vida real.
QUERER -LA FAMILIA
Querer (2024) de Alauda Ruiz de Azúa supone una nueva aproximación de la directora al tema de la familia tras la aclamada Cinco lobitos (2022). Sin embargo, aquí, la autora coloca en el centro de una unidad familiar tradicional el espinoso tema de la violencia machista y el consentimiento sexual. Miren -estupenda Nagore Aranburu- denuncia por violación a su marido, Íñigo -fantástico Pedro Casablanc-, y la historia se convierte enseguida en un estupendo ejercicio de tensión. Primero, porque de entrada no conocemos a ninguno de los personajes. La directora y guionista ha decidido enseñarnos primero a Jon (Iván Pellicer) haciendo el amor con una chica, de forma tierna y pasional. Pero no sabemos quién es ese joven hasta que se enfrenta a la dolorosa confesión de su madre. Al hermano de Jon, Aitor (Miguel Bernardeau), nos lo presentan precisamente por cómo reacciona a la noticia. Por último, la aparición del acusado, de Íñigo, se retrasa disparando nuestra curiosidad. ¿Quién es ese marido capaz de violar, presuntamente, a su mujer durante 20 años? El manejo de la tensión y de lo incómodo es estupendo en el primer episodio de la serie. La segunda entrega se dedica a despejar, muy poco a poco, las interrogantes planteadas. El guión pone en situaciones cotidianas a los protagonistas para que su verdadera naturaleza y sus intenciones se vayan despejando. Cuando Íñligo reúne a sus hijos para leer la denuncia de su mujer ¿Hace lo que haría cualquier padre dolido? ¿O está manipulando a sus hijos? El guión es modélico en la sutileza con la que nos va diciendo cómo puede ser realmente Ílñigo y da indicios de cómo ejerce su poder sobre su familia. Querer despliega todas las constantes de un caso de violencia machista en la vida real: las dudas sobre los hechos, el aislamiento de la víctima, su cuestionamiento y victimización; el que todo el entorno sospechara que se estaba produciendo una situación de agresión machista pero nadie hiciera nada al respecto. Lo más siniestro es cómo se insinúa que el personaje de Aitor pueda llegar a ser el continuador de una terrible herencia. Necesariamente, el tercer episodio se convierte en tones en cine judicial. Con rigor quirúrgico, Alauda Ruiz de Azúa nos presenta los dos testimonios enfrentados. Íñigo hace su relato y Miren el suyo. La directora nunca cae en la tentación del flashback, de enseñarnos lo que ocurría de puertas para dentro en el matrimonio protagonista. Es la palabra de uno contra la del otro, como en la vida real. Y viendo ese tercer capítulo no se puede evitar pensar si algún espectador ha decidido creer a Íñigo en lugar de a la víctima. El guión se mantiene en una relativa ambigüedad, en el sentido de que nunca muestra nada que decante evidentemente la balanza. Nos proporciona únicamente los indicios necesarios, lo que se podría ver desde fuera. Y si la interpretación de Nagore Aranburu es fantástica por cómo consigue que su personaje cargue con su dolor en silencio, resultando incluso antipática, la actuación de Pedro Casblanc es portentosa al crear a un villano cuya oscuridad solo podemos adivinar porque nunca sale a flote de cara al público. Sin embargo, Alauda Ruiz de Azúa tampoco cede a la tentación de crear un monstruo, porque prefiere cargar las tintas en su entorno familiar y social, en cómo en aras de una tóxica idea de la familia como status quo, la mayoría prefiere callar, hacer la vista gorda e incluso negar el horror. Una de las series del año.
STOP MOTION -TERROR FOTOGRAMA A FOTOGRAMA
El stop motion es una cuestión de textura. Mi fascinación por esta técnica cinematográfica tiene mucho que ver con la piel de oso que recubre la armadura del simio gigante en King Kong (1933) o con la epidermis de caucho de los dinosaurios y monstruos animados por Ray Harryhausen, incluso con el fieltro del reno de Rudolph the Red-Nosed Reindeer (1964). Esa fisicidad de las figuras que se mueven fotograma a fotograma, unida a cómo incide en ellas la luz, es lo que le da al stop motion una cualidad única. Hay otro misterio, el del imperceptible salto entre fotograma y fotograma, esa pequeña imperfección que crea una magia muy particular que no tiene la animación tradicional ni la generada por ordenador, mucho más fluidas y perfectas. Sobre ideas similares gira la estupenda Stop Motion (2023) del británico Robert Morgan, que nos presenta a una joven animadora, Ella Blake (Aisling Franciosi), marcada por su amor al absorbente, paciente y solitario arte de la animación artesanal, marcada por una madre terrible (Stella Gonet), también animadora, que ha decidido convertir a su hija en sus ‘manos’ para poder seguir creando tras sufrir artritis. La vida de Ella cambia tras el encuentro con una misteriosa niña (Caoilinn Springall) que será capaz de desbloquear su creatividad. La película es un oscuro drama de terror psicológico, en el que Ella intenta llevar a cabo una película de terror que parece salida de la mente del Phil Tippett de Mad God (2021). Poco a poco, las fronteras entre la realidad, la fantasía y la locura se van difuminando para llevarnos a territorios de horror puro en los que Morgan juega con la idea de cómo la creatividad artística puede surgir de los rincones más oscuros de la mente, poniendo en peligro la cordura y de cómo de lo inerte puede surgir algo parecido a la vida. Morgan crea escenas oníricas que rozan lo lyncheano, pero sobre todo incide en la fisicidad del stop motion para crear momentos de body horror en los que la carne se funde en una pesadilla en la que la degeneración psíquica va a la par de la orgánica. Stop Motion es oscura y está llena de ideas e imágenes inquietantes, una propuesta original y macabra muy recomendable.