POLVO SERÁN -HASTA QUE LA MUERTE NO LOS SEPARE


Me da miedo pensar que, a los ojos del espectador actual, lo de Romeo por Julieta era realmente una relación tóxica. Que ahora pensemos que Romeo no tenía ninguna razón para quitarse la vida tras la muerte de Julieta y que podría haber rehecho su vida -en la versión original de Shakespeare, de hecho, los famosos enamorados eran solo unos adolescentes-. Al fin y al cabo, si Romeo hubiese decidido no llevar su amor al extremo, habría visto despertar a Julieta y habrían sido felices. Pero eso, quizás, habría decepcionado -aunque sea un poco- a la joven Capuleto y, seguramente, ese final no habría hecho de esa historia una obra inmortal. En esa misma línea de pensamiento, quizás, Orfeo debió aceptar la inevitabilidad de la muerte y no viajar a los infiernos para rescatar a Eurídice. Que vivimos tiempos materialistas es evidente si escuchamos a todos esos graciosillos que insisten en que Jack cabía perfectamente en la tabla con Rose en Titanic (1998). Qué pesados. Por todo esto me parece preciosa la historia que plantea Carlos Marques-Marcet en Polvo serán (2024), en la que el amor que comparten sus protagonistas, Flavio y Claudia, es la gran baza. Ella sufre una enfermedad terminal y él decide acompañarla hasta el final. Tras las magníficas Los destellos y La habitación de al lado, esta es la tercera película española estrenada en 2024 que habla de la muerte y de los conflictos que supone enfrentarse al final de todo. Y no podían ser tres películas más diferentes. Aquí es una pareja que se quiere la que se enfrenta al fin de la existencia y son interpretados por dos actores maravillosos como Ángela Molina y Alfredo Castro, que llenan la pantalla y desarrollan personajes complejos, contradictorios, muy humanos en sus diferentes roles vitales como personas, parejas y padres. Marques-Marcet crea una familia alrededor de ellos, a la que dan vida Mònica Almirall, Alván Prado y Patricia Bargalló, como tres 'hermanos' que han madurado a pesar de los traumas provocados por las decisiones de sus padres. Polvo serán es un drama intenso en el que el director da espacio a los actores para desarrollar escenas de alto voltaje emocional. Y luego están los números musicales, que se van mezclando con la realidad de lo que nos cuentan casi sin que nos demos cuenta -esos sorprendentes sanitarios que se ponen a danzar, como salidos de la nada- y hasta apoderarse de la película en ese fantástico número musical de esqueletos inspirado en los clásicos de la época dorada de Hollywood. Polvo serán es una historia emocionante sobre un tema que sigue siendo tabú y que invita a la reflexión sobre la vida, la muerte y sobre todo acerca del amor. ¿Nos hemos vuelto demasiado cínicos?

ESCAPE -LA LÓGICA DE LO IMPOSIBLE


Producida por Martin Scorsese, dirigida por Rodrigo Cortés y protagonizada por Mario Casas, Escape (2024) tiene todos los ingredientes a priori para generar una expectativa tremenda. Eso, quizás, da todavía más valor a que el director de Buried (2010) se haya arriesgado con una película a contracorriente que se antoja muy personal. La historia adapta "libremente" la novela de Enrique Rubio y plantea algo así como un film de fugas carcelarias, pero al revés. El protagonista es 'N', un misterioso personaje, callado y un manojo de tics, que parece ido, que se dedica a quebrantar la ley con el fin de ser encarcelado. Lo interpreta un Mario Casas entregado que cumple a la perfección. El por qué 'N' quiere ser apresado es lo que el espectador va descubriendo poco a poco, pero me atrevo a decir que lo más importante de Escape no es lo que cuenta, sino cómo se cuenta. Rodrigo Cortés utiliza todos los recursos cinematográficos para expresar ideas y temas como la pérdida y la culpa en un relato de tono kafkiano y surrealista que alcanza sus mejores momentos en los choques entre personajes. Ana Castillo es creíble incluso en situaciones que escapan a la lógica y la relación de su personaje con el de Casas sostiene gran parte de la película. Pero las escenas del juicio que comparten Mario Casas y un enorme José Sacristán, en el papel de un juez estupefacto pero consecuente, son brillantes. El reparto se completa con actores eficientes como Juanjo Puigcorbé, Blanca Portillo, Albert Pla, David Lorente o Willy Toledo. Siendo puramente cinematográfica, Escape tiene algo de relato literario, con un humor del absurdo más bien intelectual. Su mayor acierto es conseguir introducir al espectador en su premisa imposible, consiguiendo esa siempre deseada suspensión de la incredulidad. Plásticamente es una cinta estupenda en cuanto a la planificación, la fotografía de Rafa García, el montaje -que también firma Cortés- y la música, obra de Víctor Reyes. Y aunque la historia puede que pierda algo de tensión hacia el final, creo que Escape es de esas obras atrevidas y divertidas que acaban generando culto.

JURADO Nº 2 -TAN SIMPLE COMO ESO


Los más viejos del lugar recordaréis en qué consistía la experiencia de ir al cine hasta hace -más o menos- un par de décadas: sentarse en la oscuridad para dejarse llevar por una historia con planteamiento, nudo y desenlace, que nos mantiene pegados a la butaca, que nos emociona, y que, al salir de la sala, provoca la conversación sobre lo que se acaba de ver en la pantalla grande. No se trata de ser nostálgicos, nos gusta la Nouvelle Vague, la serie B y hasta el cine de arte y ensayo, pero es verdad que también nos gusta el cine clásico y que Clint Eastwood se ha erigido como el último de una estirpe nacida con D.W. Griffith y cuyos máximos representantes fueron John Ford y Howard Hawks. La escritura invisible. Ver una película en la que el director nunca te dice “aquí estoy yo”. Porque la cámara siempre está colocada en el lugar preciso para contar la historia, sin que se note, sin estorbar, y el montaje se encarga de cortar la escena en el momento justo para pasar a lo siguiente sin que nos demos cuenta. Esto es lo que siempre consigue Eastwood en cada una de sus películas y que, a sus 94 años vuelve a lograr en Jurado nº 2 (2024). El planteamiento es tan inverosímil como irresistible: Justin Kemp (Nicholas Hoult) parece el americano medio ideal, un fantástico marido y futuro padre, un ciudadano cabal y razonable, que es citado para ser jurado en un caso de asesinato. La casualidad dicta que Justin esté implicado en ese mismo crimen de una forma sorprendente, por lo que el veredicto final del juicio puede ser decisivo no solo para el sospechoso, sino también para él mismo. Eastwood cuenta esta intriga con la sencillez de los maestros de su oficio. Resulta didáctico al contarnos cómo se forma un jurado y cómo se desarrolla el juicio; es preciso en el dibujo de los personajes que forman ese jurado y mantiene el equilibrio justo entre la trama principal que implica a Justin Kemp y la historia paralela de la fiscal a la que da vida una estupenda Toni Collette. Eastwood nos engancha a su historia y a sus personajes sin grandes movimientos de cámara, con una música minimalista -de Mark Mancina-, sin preciosismo en la fotografía -Yves Belánger-, y sin aspavientos histriónicos de sus actores -J.K. Simmons, Kiefer Sutherland y Chris Messina aparecen en roles secundarios y como únicas caras conocidas en un reparto sin estrellas-. Jurado nº 2 parece una película sin pretensiones que, sin embargo, deja en el espectador profundas reflexiones sobre la justicia, sobre el bien y el mal, sin olvidar que toda cuestión moral tiene, necesariamente, una repercusión política.

EL REINO DE KENSUKE -LA LLAMADA DE LA AVENTURA


Que preciosa película es El reino de Kensuke (2024), producida por la británica Lupus Films y adaptando el libro de Michael Morpurgo. El protagonista es un adolescente, Michael, que se embarca en un viaje en velero alrededor del mundo con su familia. Un viaje iniciático en toda regla para Michael que, como cualquier chaval, choca con sus padres mientras intenta adaptarse a nuevas circunstancias y a las responsabilidad que se le exigen en el tránsido hacia la vida adulta. Todo cambiará cuando Michael acabe como un náufrago solitario en una isla desierta, en la que aprenderá lecciones que le cambiarán la vida para siempre. Los directores Neil Boyle y Kirk Hendry han creado una película con el aliento del cine de aventuras clásico, que puede recordar a historias como Capitanes intrépidos de Rudyard Kipling y, por supuesto, a Robinson Crusoe de Daniel Defoe. La animación, tradicional, es estupenda y expresiva: un gran tramo de la narración prescinde de los diálogos, permitiendo que la historia se cuente de una forma muy visual. La acción es trepidante según Michael va descubriendo nuevos escenarios con un gran sentido de la maravilla que podemos descibrir como spielbergiano -al menos yo encuentro estupendos ecos de John Williams en la banda sonora de Stuart Hancock- lo que no impide que en algunos momentos nos encontremos con momentos más existenciales -en los que Michael se enfrenta a la naturaleza- que pueden recordar incluso a Kubrick. Con las voces, en la versión original, de Cillian Murphy, Sally Hawkins y Ken Watanabe, El reino de Kensuke consigue dar vida a sus personajes, maravillarnos y concienciarnos con su representación de la naturaleza -la fuerza del mar, el misterio de la selva y sus animales- además de emocionarnos y hacernos reflexionar sobre la actitud despiadada de la raza humana con su entorno. Una película para toda la familia en la que los mensajes importantes se ponen al servicio de una historia estupenda.

MARCO -REFLEJAR LA REALIDAD


En los primeros compases de Marco (2024), un plano subjetivo nos muestra al protagonista, Enric Marco (Eduard Fernández), lavándose las manos en un baño. Luego, la cámara alza la mirada para que el personaje se vea de frente en el espejo. Lo normal es que ningún espectador repare en este plano, cuya naturalidad es incuestionable y que pasa desapercibido en una historia basada en hechos reales. Pero pensemos un poco. Si el actor, Eduard Fernández, está delante del espejo ¿Por qué no se ve la cámara justo detrás de él?. Ignoro la respuesta, pero me puedo imaginar una solución: el actor mira realmente a cámara, mientras el marco del espejo está falseado. Espero que aceptéis esta elucubración como plausible ya que me sirvo de ella para expresar lo que tiene el cine de reconstrucción de la realidad incluso para fabricar los momentos más cotidianos, en los que no nos fijamos, esos que damos por sentado. Esa imagen, la de Enric Marco mirándose al espejo, se repite desde diferentes ángulos a lo largo de una película cuya tesis principal es la distancia que existe entre cualquier persona y su reflejo de cara a los demás, entre el horror de lo que ocurrió en los campos de concentración del nazismo y lo que cuentan los supervivientes, en definitiva, la distancia entre la realidad y la ficción, entre la verdad y el cine. Los directores, Aitor Arregi y Jon Garaño, presentan primero su película como si fuese un documental, con imágenes de archivo y colocándonos en un contexto histórico. Lo siguiente que vemos es la claqueta del rodaje de la propia película, que marca el inicio de la ficción. Durante el metraje veremos entonces a un inmenso Eduard Fernández interpretar a Enric Marco, el famoso impostor que se hizo pasar por un superviviente de un campo de concentración, al que acompaña en cada paso su mujer, Laura, una estupenda Nathalie Poza. La película funciona con un doble dispositivo hitchcockiano: primero nos hace identificarnos con un mentiroso y luego genera suspense sobre en qué momento será descubierto y qué pasará cuando esto ocurra. Arregi y Garaño nos regalan un estupendo film tenso y muy entretenido, que nos mantiene aterrados ante un desenlace inevitable. Y por debajo de esta historia de intriga, realizada con la mayor eficacia, subyacen los temas antes expuestos. ¿No somos todos unos farsantes en mayor o menor medida? Los espectadores con menos imaginación suelen buscar historias basadas en hechos reales para poder suspender su incredulidad, pero aquí, los directores confiesan que aunque han partido de un hecho real, no les ha quedado más remedio que dejarse llevar por la ficción. En el último tercio de la película, los directores introducen de nuevo imágenes reales que se mezclan con su propia recreación, con un Eduard Fernández caracterizado. ¿Y no es parte del juego de la ficción que nos tengamos que creer esa caracterización, por muy conseguida que sea?. En la película hay un momento estupendo -¡Y real!- en el que vemos al escritor Javier Cercas -el verdadero- en la presentación de su novela, El impostor (2014), que interrumpe Enric Marco -el de la ficción-. Valiéndose del plano contra plano, la película nos presenta un diálogo entre lo real -Javier Cercas- y lo simulado -Eduard Fernández- y es justamente el impostor el que acusa de mentiroso al escritor. Cercas dice, estupefacto, que no es usual que un personaje se presente ante el escritor de una novela. Arregi y Garaño convierten así a Enric Marco en una metáfora del cine y rizan el rizo cuando el personaje interpretado por Fernández acude a ver un documental sobre su historia. El Marco de película se ve reflejado en la pantalla, pero el que sale allí es el Marco de la vida real.

QUERER -LA FAMILIA

Querer (2024) de Alauda Ruiz de Azúa supone una nueva aproximación de la directora al tema de la familia tras la aclamada Cinco lobitos (2022). Sin embargo, aquí, la autora coloca en el centro de una unidad familiar tradicional el espinoso tema de la violencia machista y el consentimiento sexual. Miren -estupenda Nagore Aranburu- denuncia por violación a su marido, Íñigo -fantástico Pedro Casablanc-, y la historia se convierte enseguida en un estupendo ejercicio de tensión. Primero, porque de entrada no conocemos a ninguno de los personajes. La directora y guionista ha decidido enseñarnos primero a Jon (Iván Pellicer) haciendo el amor con una chica, de forma tierna y pasional. Pero no sabemos quién es ese joven hasta que se enfrenta a la dolorosa confesión de su madre. Al hermano de Jon, Aitor (Miguel Bernardeau), nos lo presentan precisamente por cómo reacciona a la noticia. Por último, la aparición del acusado, de Íñigo, se retrasa disparando nuestra curiosidad. ¿Quién es ese marido capaz de violar, presuntamente, a su mujer durante 20 años? El manejo de la tensión y de lo incómodo es estupendo en el primer episodio de la serie. La segunda entrega se dedica a despejar, muy poco a poco, las interrogantes planteadas. El guión pone en situaciones cotidianas a los protagonistas para que su verdadera naturaleza y sus intenciones se vayan despejando. Cuando Íñligo reúne a sus hijos para leer la denuncia de su mujer ¿Hace lo que haría cualquier padre dolido? ¿O está manipulando a sus hijos? El guión es modélico en la sutileza con la que nos va diciendo cómo puede ser realmente Ílñigo y da indicios de cómo ejerce su poder sobre su familia. Querer despliega todas las constantes de un caso de violencia machista en la vida real: las dudas sobre los hechos, el aislamiento de la víctima, su cuestionamiento y victimización; el que todo el entorno sospechara que se estaba produciendo una situación de agresión machista pero nadie hiciera nada al respecto. Lo más siniestro es cómo se insinúa que el personaje de Aitor pueda llegar a ser el continuador de una terrible herencia. Necesariamente, el tercer episodio se convierte en tones en cine judicial. Con rigor quirúrgico, Alauda Ruiz de Azúa nos presenta los dos testimonios enfrentados. Íñigo hace su relato y Miren el suyo. La directora nunca cae en la tentación del flashback, de enseñarnos lo que ocurría de puertas para dentro en el matrimonio protagonista. Es la palabra de uno contra la del otro, como en la vida real. Y viendo ese tercer capítulo no se puede evitar pensar si algún espectador ha decidido creer a Íñigo en lugar de a la víctima. El guión se mantiene en una relativa ambigüedad, en el sentido de que nunca muestra nada que decante evidentemente la balanza. Nos proporciona únicamente los indicios necesarios, lo que se podría ver desde fuera. Y si la interpretación de Nagore Aranburu es fantástica por cómo consigue que su personaje cargue con su dolor en silencio, resultando incluso antipática, la actuación de Pedro Casblanc es portentosa al crear a un villano cuya oscuridad solo podemos adivinar porque nunca sale a flote de cara al público. Sin embargo, Alauda Ruiz de Azúa tampoco cede a la tentación de crear un monstruo, porque prefiere cargar las tintas en su entorno familiar y social, en cómo en aras de una tóxica idea de la familia como status quo, la mayoría prefiere callar, hacer la vista gorda e incluso negar el horror. Una de las series del año.

STOP MOTION -TERROR FOTOGRAMA A FOTOGRAMA


El
stop motion es una cuestión de textura. Mi fascinación por esta técnica cinematográfica tiene mucho que ver con la piel de oso que recubre la armadura del simio gigante en King Kong (1933) o con la epidermis de caucho de los dinosaurios y monstruos animados por Ray Harryhausen, incluso con el fieltro del reno de Rudolph the Red-Nosed Reindeer (1964). Esa fisicidad de las figuras que se mueven fotograma a fotograma, unida a cómo incide en ellas la luz, es lo que le da al stop motion una cualidad única. Hay otro misterio, el del imperceptible salto entre fotograma y fotograma, esa pequeña imperfección que crea una magia muy particular que no tiene la animación tradicional ni la generada por ordenador, mucho más fluidas y perfectas. Sobre ideas similares gira la estupenda Stop Motion (2023) del británico Robert Morgan, que nos presenta a una joven animadora, Ella Blake (Aisling Franciosi), marcada por su amor al absorbente, paciente y solitario arte de la animación artesanal, marcada por una madre terrible (Stella Gonet), también animadora, que ha decidido convertir a su hija en sus ‘manos’ para poder seguir creando tras sufrir artritis. La vida de Ella cambia tras el encuentro con una misteriosa niña (Caoilinn Springall) que será capaz de desbloquear su creatividad. La película es un oscuro drama de terror psicológico, en el que Ella intenta llevar a cabo una película de terror que parece salida de la mente del Phil Tippett de Mad God (2021). Poco a poco, las fronteras entre la realidad, la fantasía y la locura se van difuminando para llevarnos a territorios de horror puro en los que Morgan juega con la idea de cómo la creatividad artística puede surgir de los rincones más oscuros de la mente, poniendo en peligro la cordura y de cómo de lo inerte puede surgir algo parecido a la vida. Morgan crea escenas oníricas que rozan lo lyncheano, pero sobre todo incide en la fisicidad del stop motion para crear momentos de body horror en los que la carne se funde en una pesadilla en la que la degeneración psíquica va a la par de la orgánica. Stop Motion es oscura y está llena de ideas e imágenes inquietantes, una propuesta original y macabra muy recomendable.

SMILE 2 -FENÓMENO FAN


Qué larga es la sombra de Stanley Kubrick. En la memoria cinéfila está grabada la mirada aterradora y la sonrisa demente de personajes como Alex DeLarge (Malcolm McDowell) en La naranja Mecánica (1972), del recluta ‘Patoso’ (Vincent D’Onofrio) en La chaqueta metálica (1987) y, por supuesto, la de Jack Torrance (Jack Nicholson) en El resplandor (1980). El director y guionista Parker Finn hizo de esa mirada la premisa de la eficaz Smile (2022), que se valía del mecanismo de una extraña maldición con reglas -más o menos- concretas para generar terror, siguiendo la estela de cintas como la japonesa The ring (1998), Destino final (2000) o It Follows (2014). Ahora, Finn parece hacer explícita esa influencia de Kubrick al contar nada menos que con el hijo de Jack Nicholson, Ray, cuya sonrisa diabólica es idéntica a la del padre, en la magnífica Smile 2 (2024). Aquí, como en la primera película, Finn vuelve a hablar de la salud mental, pero esta vez decide hacerlo a través de una estrella de la música pop, Skye Riley, a la que da vida una tremenda Naomi Scott -con un look post-Madonna que me recuerda a la Marta Sánchez de los 80-. Mientras Lady Gaga desperdicia su talento en Joker: Folie à Deux (2024), Taylor Swift revoluciona el planeta entero llenando estadios, y el documental sobre Bad Gyal rompe la taquilla española en salas, el cine busca, quizás, replicar el atractivo de las estrellas femeninas de la música popular y el fenómeno fan. Lo ha hecho este año M. Night Shyamalan con su propia hija en La trampa (2024) y ahora lo hace Finn con esta secuela en la que, de forma muy ambiciosa, explora la presión mediática, personal y económica a la que se enfrenta una artista de fama mundial. El resultado es fascinante, tanto que en algunos momentos nos dejamos atrapar por los conflictos de Skye Riley y se nos olvida que estamos viendo una cinta de sustos. Por suerte, Finn sabe mantenernos atrapados a través de una aproximación muy física al gore, haciendo que el espectador sufra en sus propias carnes los golpes, las heridas y las roturas de huesos y cartílagos. Smile 2 es tremendamente violenta y sangrienta, en un claro intento de mantener contento al aficionado al terror más duro. Pero en esta película el director eleva la ambición artística con un potente planteamiento visual que nos mete dentro de la historia y que juega a mantener al espectador siempre desequilibrado. Desde esos planos preciosos de la ciudad invertida, a los constantes juegos para desorientarnos y que no sepamos si lo que vemos es ‘real’ o está en la imaginación de la protagonista. Finn se deja llevar y consigue que su película sea una crítica despiadada de la industria del entretenimiento, lo que conecta su obra con otra película importante este año, La sustancia (2024), que también está claramente influida por Kubrick y que también establece como la máxima opresión del sistema la obligación de sonreír. Lo mejor de Smile 2 es cómo no tiene problemas para mutar de un género a otro: empezando por el terror, sobretodo el psicológico, claro, pero también con momentos de cine fantástico, de acción, del musical e incluso de la comedia. Una de las grandes películas del año con momentos tan potentes como el discurso de la protagonista en un acto benéfico, las dos escenas-espejo de Skye y sus bailarines o ese divertidísimo desenlace que redondea el relato y lo multiplica al máximo.

ANORA -LOS CUENTOS DE HADAS NO EXISTEN


La Palma de Oro en el Festival de Cannes de Anora (2024) confirma a Sean Baker como un director importante que ha crecido película a película desde la ya lejana Four Letter Words (2004), su ópera prima estrenada hace 20 años. Si aquella era una cinta modesta en la que se daba protagonismo a lo masculino, con personajes inmaduros, obsesionados con el sexo y existencialmente desorientados, el Baker maduro de sus últimos films se ha caracterizado por personajes femeninos poderosos. Su cine expresa una clara preocupación social, una denuncia de la desigualdad como consecuencia del capitalismo salvaje, lo que no impide que tenga un talento inaudito para crear personajes carismáticos aunque reprobables en sus actitudes, que escapan a los juicios morales gracias a la mirada humanista del director estadounidense. En Anora, la protagonista es una bailarina erótica, Ani -una espléndida Mikey Madison- cuyo camino se cruza con el hijo de una familia multimillonaria rusa, Ivan (Mark Eidelstein), con mucho dinero para gastar y ninguna responsabilidad -la imposibilidad de acceder al lujo de los favorecidos es otro tema recurrente en Baker, véase Prince of Broadway (2008)-. La película comienza como una actualización del cuento de La Cenicienta, o, más bien, una puesta al día del clásico del cine romántico, Pretty Woman (1990), abrazando de forma consciente todo lo problemático que hay detrás de la idea de que un hombre adinerado -un príncipe- se enamore de una prostituta, llevando el planteamiento hacia un mayor realismo. Baker juega con la idea de hacernos dudar de si Ani es una mujer empoderada que vende su cuerpo para sobrevivir o una mujer explotada sexualmente por el sistema cuya precariedad obliga a trabajar en el negocio del sexo y que necesita ser rescatada. Pero enseguida la película muta a una comedia gamberra de mafiosos rusos -liderados por un actor habitual en la filmografía de Baker, Karren Karagulian, que está brillante- que se lanzan en una búsqueda por toda la ciudad -en plan Jo, ¡qué noche! (1985)- para luego virar una última vez hacia el drama, en un tramo final en el que Baker revela sus cartas y cierra la película con una fuerza extraordinaria que lleva a la reflexión. El director de la estupenda The Florida Project (2017) siempre ha mantenido un discurso crítico hacia la industria del entretenimiento como responsable de vender un sueño americano que nunca ha existido, con Disney como blanco preferido incluso desde su mencionada primera obra y hasta Anora: por si hacía falta, Baker nos dice que los cuentos de hadas no existen, y que mientras los príncipes azules viven sin reparar en gastos, hay mujeres que necesitan vender su dignidad para sobrevivir. Una de las mejores películas del año.

VENOM: EL ÚLTIMO BAILE -OJALÁ SEA EL ÚLTIMO


Mala fama tienen las terceras partes de las películas de superhérores. Cintas como Superman 3 (1983) o Batman Forever (1995) fueron sonados fracasos artísticos. Es también el caso de la fallida Spider-Man 3 (2007) del bueno de Sam Raimi, en la que aparece por primera vez el personaje de Venom (Topher Grace) y cuyo punto más bajo nos mostraba a Peter Parker (Toby Maguire) bailando en plan Fiebre del sábado noche (1977). Casi 20 años después, ese muñeco digital que es Venom -encarnado por Tom Hardy- se marca también un baile de música disco, esta vez le toca el turno a Abba, en uno de los peores momentos de una cinta que significa el debut detrás de la cámara de la actriz y guionista británica Kelly Marcel, que se estrena como directora con Venom: El último baile (2024), tras participar en los guiones de las dos primeras entregas. Y si decimos que las terceras partes nunca fueron buenas en el caso de los superhéroes -premisa, claramente falsa- esta segunda secuela del enemigo de Spider-Man llega con la cruz de que las dos entregas previas ya eran bastante malas. La historia arranca resumiendo lo ocurrido en Venom: Habrá Matanza (2021) -no sé para qué, ya que lo allí contado apenas incide en el argumento- para luego incumplir la promesa de integrar a Venom en el Universo Marvel Cinematográfico para enfrentarlo a Spider-Man (Tom Holland). Pasado este bochornoso peaje, comienza a desarrollarse lo que se planteaba en un prólogo desvergonzado: se nos cuenta directamente que existe un temible enemigo que necesita algo -un mcguffin- para invadir la Tierra. Esto se cuenta así, directamente, como un puro mecanismo de guión, sin añadir la más mínima elaboración dramática al asunto. Y, por supuesto, ese elemento tan necesario para el villano está en posesión de Venom/Eddie Brock. A partir de aquí, la historia se desarrolla en una serie de set pieces que apenas parecen relacionadas entre sí y que van saltando de un lugar a otro -San Francisco, Las Vegas, Nueva York- de forma casi aleatoria. El guión es inexistente, pero, además, los momentos que se presentan al espectador no tienen ningún peso. Ideas atractivas a priori, como que Venom se apodere de un caballo, se presentan de la forma menos interesante posible. Se añaden, encima, subtramas, como la protagonizada por la doctora Teddy Payne (Juno Temple) o por una familia de aficionados a la ufologia capitaneados por Rhys Ifans -quien, por cierto, ya fue el Lagarto en The Amazing Spider-Man (2012)- que dan pie a la única secuencia en la que parece que estamos viendo una película real y no un simulacro: cuando todos cantan Space Oddity de David Bowie en la furgoneta -por cierto, la selección de temas musicales no puede ser más tópica-. Sumemos al despropósito a estupendos actores perdidos en un guión sin sentido, como Chiwetel Ejiofor, el fantástico Stephen Graham -aunque este sí consigue momentos inquietantes- y la desperdiciada voz de Andy Serkis como el poco interesante villano Knull. Solo la batalla final, en su espectacular lucha de monstruos, consigue salvar un poco la que debería ser una de las peores películas del año. Lo que no impedirá que sea un taquillazo.

DAAAAAALÍ! -EL ARTE Y EL SÍNDROME DEL IMPOSTOR

Una bayoneta que sale de un tigre, al que le sigue otro tigre que aparece de la boca de un pez que surge de una granada. El francés Quentin Dupieux se propone hacer una película sobre Salvador Dalí y, para ello, parece que intenta imaginarse cómo haría un film el propio pintor surrealista. El resultado es un sueño dentro de otro sueño y una película dentro de otra película en un bucle que se acaba cerrando sobre sí mismo. Si el cine de Dupieux ya era surrealista, en Daaaaaalí! (2024) -no sé si he escrito el número correcto de ‘aes’- encuentra la excusa perfecta para ensayar todo tipo de recursos para jugar con el lenguaje cinematográfico y romper con la idea del relato lineal, lógico y naturalista. No hay que esperar que esta sea una película con sentido, ni que nos cuente una historia, aunque nos presenten a una apocada periodista, (Anaïs Demoustier) que se enfrenta al reto de entrevistar al artista. En una decisión lógicamente buñueliana, seis actores diferentes interpretan a Dalí -Edouard Baer, Pio Marmaï, Jonathan Cohen, Gilles Lellouche, Didier Flamand- entendido como el personaje que fue en vida, ese que intentaba hacer de sí mismo su mayor obra surrealista. Sin el más mínimo apunte biográfico, Dupieux prefiere hacer el retrato de Dalí dejando que el personaje y su imaginario se apoderen de su película. Y aunque el director francés suele partir de una premisa muy original que siempre parece ajustarse más a un cortometraje, también es cierto que utiliza con éxito dos armas para evitar el agotamiento, como son una duración muy ajustada -aquí, apenas 77 minutos- y el humor. Esta película funciona como una sucesión de sketches cuyas ocurrencias pueden hacer gracia, o no. Eso ya es subjetivo. Pero lo cierto es que Daaaaaalí! -ahora me parece que son seis ‘aes’ porque seis actores interpretan al pintor- acaba expresando en pantalla temas como el verdadero significado del arte y de ser un artista; el valor social -y económico- de una obra; o las dudas que tiene cualquier autor sobre su trabajo, como las que expresa la periodista en la película y que seguramente son las del propio Dupieux. ¿Cómo hacer una película sobre Dalí?


LA HABITACIÓN DE AL LADO -A FILM BY ALMODÓVAR


En su primer largometraje rodado en inglés hay que agradecerle a Pedro Almodóvar que se haya decidido a disfrutar -y a dejar que disfrutemos- de dos actrices como Tilda Swinton y Julianne Moore. Dos mujeres fantásticas a las que vemos en pantalla durante muchos minutos en La habitación de al lado (2024), seguramente, la película más lineal, sencilla y minimalista de un director que en su filmografía suele dejarse llevar por las digresiones propias de los laberintos de la pasión. Inspirada en la novela de Sigrid Nunez, Cuál es tu tormento, la premisa básica es la de una mujer, Martha, enferma de cáncer, que decide enfrentarse a la muerte y que pide ayuda a una vieja amiga, Ingrid, para que la acompañe durante sus últimos días. Almodóvar nos cuenta esto sin apartarse apenas del camino trazado en unas pocas subtramas, en las que nos habla del pasado de Martha y de su trabajo como reportera de guerra y de una hija que vive apartada de ella -esto tiene reminiscencias de Julieta (2016) o de Tacones lejanos (1991)- o para mostrarnos la relación de Ingrid con un viejo amante, interpretado por John Turturro, con el que Almodóvar plantea que podemos llegar a recibir la muerte con paz y dignidad, pero que lo que se acaba es el mundo entero -además, en el flashback en el que aparece Victoria Luengo se puede leer un homenaje a Sacrificio (1986) de Tarkovski, una película sobre el fin del mundo-. Pero estas desviaciones son mínimas. Lo principal es el cara a cara de dos estupendas actrices cuyos personajes se enfrentan, una, al final de todo, y la otra, al duelo. Las dos amigas hacen repaso de las cosas de la vida y hablan de amor, de sexo, de literatura, de cine, de música y de los placeres mundanos. ¿Cuáles seguirían teniendo sentido en nuestras últimas horas? Almodóvar nos cuenta esto con la sencillez que solo alcanzan los veteranos del arte cinematográfico, siguiendo los pasos de un maestro como Ozu, dando espacio a la espléndida música de Alberto Iglesias; proponiendo como faro Los muertos de James Joyce -y John Huston-; y pidiendo a Eduard Grau la luz de Edward Hopper -el cuadro Gente al sol ya sirvió de inspiración en otra película de Almodóvar sobre la muerte, Hable con ella (2002)-. La habitación de al lado es una obra reposada y sin estridencias, de una belleza algo gélida, que permite a Almodóvar encontrar una extraña naturalidad -que no realismo- en los diálogos en inglés, la naturalidad escenificada del cine clásico estadounidense, ese que ha marcado siempre su cinefilia.

ROBOT SALVAJE -NATURALEZA Y TECNOLOGÍA


Robot salvaje (2024) es el acontecimiento animado del año. Una película ambiciosa argumental y temáticamente, técnicamente soberbia, que apuesta por ofrecer todo lo que el espectador puede querer en una sala de cine: personajes entrañables, acción y ciencia ficción, drama y un mensaje inspirador. El director, Chris Sanders -codirector de la estupenda Cómo entrenar a tu dragón (2010)- nos cuenta la historia -basada en el libro de Peter Brown- de un robot que aparece en un bosque. Al no haber ningún ser humano a la vista, el ser artificial tendrá que relacionarse con los animales salvajes, hasta convertirse en la improbable madre adoptiva de un pequeño ganso. El argumento tiene un ritmo tremendo y cambia constantemente de registro para sorprendernos. El arranque es un interesantísimo cruce entre El libro de la selva (1967) de Disney y Wall-E (2008) de Pixar -y no puedo evitar encontrar un precedente del diseño del robot protagonista en el misterioso autómata de El castillo en  el cielo (1986) de Hayao Miyazaki-. Pero, como ya he mencionado, la trama muta constantemente con giros y la aparición de nuevos personajes que van ampliando el alcance geográfico de la historia. La película acumula temas más que pertinentes sobre la supervivencia, el equilibrio ecológico, la solidaridad, la relación entre la tecnología y la naturaleza y sobre todo lo que significa la paternidad. Esa acumulación de asuntos lleva a sumar todo tipo de ingredientes genéricos: el drama, el humor, la acción y hasta el terror. La estupenda animación, un 3D que recrea las dos dimensiones con el estilo cel shading tan en boga tras títulos como Spider-Man: un nuevo universo (2018), El Gato con Botas: el último deseo (2022) o Ninja Turtles: Caos Mutante (2023) es precioso pero también lo suficientemente flexible para llevarnos del realismo naturalista a los momentos épicos pasando por un estilo más cartoon para los instantes de humor. La película se vale de lo visual y de la música para crear secuencias de máxima emoción, si bien, su mayor defecto puede ser, precisamente, abarcar tanta historia en tan poco tiempo: hay suficiente en Robot salvaje para una temporada de una serie, por lo que quizás se eche de menos algo más de pausa para contar mejor, en mayor profundidad, los momentos más emotivos de la narración. Pero en estos tiempos en los que parece imperar el déficit de atención, quizás, no se puede pedir más. Robot salvaje es espectacular, emocionante, sorprendente y sobre todo deja un ánimo positivo al salir de la sala.

LA INFILTRADA -TERRORISMO, ESTADO Y MACHISMO


Hay una escena en
La infiltrada (2024) en la que dos etarras -interpretados por Iñigo Gastesi y Diego Anido- se parten de risa viendo en la tele el gran clásico del cine español La vaquilla (1985) del enorme Luis García Berlanga, película que, como sabéis, más o menos viene a decir que los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil eran igual de ridículos. Que no hay dos Españas sino una y más bien dada al esperpento. La película de Arantxa Echevarría, escrita junto a Amèlia Mora, sostiene una tesis muy parecida: los dos bandos en liza en el País Vasco, el terrorista y el de las fuerzas del Estado, a pesar de estar enfrentados a muerte, están formados por hombres muy parecidos y, sobre todo, machistas. La idea de que son más cosas las que nos unen que las que nos separan se presenta ya desde la primera escena, en la que dos terroristas disfrutan de la compañía, y de la buena comida, de un matrimonio de ancianos en París, hasta que descubren que estos tienen un hijo de la Guardia Civil, hecho delatado por una foto en un marco exhibida con orgullo en el salón. Arantxa Berradre es la protagonista de esta historia inspirada en el caso real de la primera mujer infiltrada en ETA, interpretada por una sólida Carolina Yuste, actriz fetiche de Echevarría, a la que no me importaría ver como protagonista en muchas más películas. La infiltrada es un drama psicológico sobre una mujer que se enfrenta al complicado reto de fingir otra vida durante casi una década, arriesgando su pellejo, inmersa en una cultura de odio hacia lo que ella misma representa y, encima, lidiando con el machismo de una sociedad que no considera a una mujer lo suficientemente apta para semejante misión.  (De una forma muy sutil, se nos sugiere que Arantxa acepta infiltrarse para escapar de un novio posesivo). Amplifica esta idea un personaje secundario, una mujer policía interpretada por Nausicaa Bonnín, que sirve para complementar el discurso. Arantxa Echevarría demuestra ser una directora todoterreno capaz de afrontar el drama social, la comedia y, ahora, también el thriller:son varias las escenas de máxima tensión que la directora de Carmen y Lola (2018) resuelve con solvencia e incluso brillantez. Por otro lado, nada mejor para humanizar el relato que un actor como Luis Tosar, que imprime realismo pero también matices a un personaje muy presente durante toda la película, y que viene a ser otro hombre que intenta controlar a la protagonista. El reparto se completa con actores como Víctor Clavijo, otro que imprime humanidad -pero que también resulta paternalista-, y un terrorífico Diego Anido, como el terrorista psicópata -o el marido maltratador- que todos imaginamos en nuestras peores pesadillas. Y reconociendo la existencia de personajes así, esta cinta de Echevarría hace relucir una de sus principales características como autora, su mirada humanista, que matiza y equilibra una historia de tragedias, injusticias y rencores que podría haber caído fácilmente en el maniqueísmo.

THE SUBSTANCE -MALDITO ESPEJO


Hay una escena en El resplandor (1980) en la que una atractiva y joven mujer sale de una bañera para seducir a un desprevenido Jack Torrance (Jack Nicholson) quien, enseguida, descubre que se trata de una aterradora anciana en proceso de descomposición. Ese terrorífico momento refleja viejas leyendas de aparecidos que nos advierten sobre la caducidad de la belleza juvenil y sobre nuestra propia mortalidad. Dicha escena podría muy bien resumir The substance (2024), película repleta de referencias estilísticas a la obra maestra del terror de Stanley Kubrick -y también con más de un guiño a 2001: Una odisea del espacio (1968)-. Más allá del homenaje a Kubrick, la segunda película de la directora francesa Coralie Fargeat es una reimaginación del clásico El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde: aborda el miedo natural a envejecer aplicándolo a la sociedad actual, marcada por el culto a la imagen y la cosificación de la mujer. Paro ello, Fargeat se aprovecha de la carga biográfica de una actriz como Demi Moore, que llegó a ser una de las más grandes estrellas de los años 90 y que en la película Striptease (1996) vendió caro el desnudo de su espectacular cuerpo en una operación que era al mismo tiempo un ejemplo de empoderamiento femenino y la cúspide de su propia cosificación, y que tras alcanzar la madurez cayó en la tentación de recurrir a las operaciones estéticas para mantener su estatus, sin conseguirlo. En esta película, una valiente Demi Moore aparece como una estrella venida a menos -Fargeat utiliza la imagen literal de una estrella en el paseo de Hollywood, deteriorándose con el paso de los años, como diáfana metáfora- que pierde su trabajo y que en un intento desesperado por rejuvenecer utiliza una misteriosa sustancia para dar a luz -asexualmente- a un nuevo ser, una joven de gran belleza, Sue (Margaret Qualley). Fargeat, que en su ópera prima, Revenge (2017), utilizó el subgénero del rape and revenge para hablar del consentimiento sexual y de la cultura de la violación, aquí utiliza la ciencia ficción para denunciar la cosificación de la mujer y lo hace, precisamente, cosificando a una espectacular Qualley, cuyos planos parecen haber sido rodados por Michael Bay. La estructura del relato es la de otro clásico, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, pero como si lo hubiera adaptado a la gran pantalla David Cronenberg. La película es un festín de body horror que, sobre todo en su tramo final, haría feliz a Brian Yuzna y a Rob Bottin, representando la torturada mente de una mujer acomplejada por los perniciosos cánones de belleza y juventud en forma de glorioso látex. The substance es una fábula moral que la puesta en escena de Fargeat convierte en un agresivo ataque a los sentidos del espectador: planos aberrantes, efectos de sonido al máximo volumen, música machacona y un montaje histérico dan como resultado una narración hinchada que abulta el metraje hasta los 140 minutos. La película es excesiva y hace de su estética hortera, noventera y discotequera, su seña se estilo. En varios momentos está a punto de caer en el vacío, pero su mensaje, sin bien resulta obvio, no deja de ser poderoso. Hay que añadir algunas gotas del David Lynch de El hombre elefante (1980), Carretera perdida (1997) y Mulholland Drive (2001) a la mezcla que prepara Fargeat, que se vale del humor negro y escatológico para evitar ser demasiado pretenciosa y se apoya en una fantástica Demi Moore que pone toda la carne en el asador. El villano de la función es un grotesco Dennis Quaid quien, rodeado de viejos verdes, es la mejor representación posible del patriarcado. Y en el torbellino de imágenes y sonidos que nos echa a la cara Fargeat me parece haber reconocido un breve guiño al hermoso tema de amor de Vértigo (1958) de Bernard Herrmann como perfecto resumen de lo perversa que puede llegar a ser la mirada masculina sobre una mujer.

LA VIRGEN ROJA -HISTORIA Y CINE


La virgen roja
 (2024) se basa en la historia de Hildegart Rodríguez, nacida en Madrid en 1914 y criada por su madre, Aurora Rodríguez Carballeira, para ser el modelo de la mujer del futuro. Una niña prodigio que creció en un momento de grandes tensiones ideológicas, de revoluciones y rupturas. Una historia real que la directora Paula Ortiz convierte en cine. El contexto histórico se mantiene de fondo, así como las ideas filosóficas sobre el feminismo y la lucha obrera en un clima de máxima división política, pero lo que nos cuenta el guión que firman Eduard Sola y Clara Roquet es sobre todo la tóxica relación entre una madre -espeluznante Najwa Nimri- y su hija adolescente -Alba Planas-. Ortiz convierte a Aurora en una madre terrible, siguiendo el modelo, por ejemplo, de la señora Danvers (Judith Anderson) de Rebeca (1940) una figura hermética, rígida y aterradora. No sería este el único guiño al cine de Alfred Hitchcock: ese significativo plano en el partido de tenis remite a Extraños en un tren (1951) y quizás el monólogo final tiene algo que ver con Psicosis (1960). La hija es una heroína melodramática, que a pesar de su inteligencia y su precocidad, vive intensamente el paso de la infancia a la edad adulta, el descubrimiento del amor (Patrick Criado) -porque sobre el sexo ya ha escrito Hildegart un exitoso ensayo- y la búsqueda de su verdadera identidad como ser humano independiente. Un coming of age con momentos de cine de terror en un marco histórico y épico. Completan el reparto dramático una estupenda Aixa Villagrán que roba escenas gracias al contraste entre la humanidad de su personaje y la elevada intelectualidad de las protagonistas. Mencionemos también a Pepe Viyuela, como un editor progresista que conecta a la madre y a la hija con el mundo exterior y con la realidad política y social de la España de la época. La virgen roja tiene su punto de atrevimiento ideológico, provocador, dibujando el retrato de una feminista extremista que puede muy bien representar la idea mental que parecen tener los sectores más conservadores de una mujer ‘liberada’; nos muestra que el machismo también puede estar muy presente en la izquierda; y denuncia que las ideas y los principios, llevados al extremo, son muy peligrosos. Pero sobre todo hay que destacar de La virgen roja la poderosa puesta en escena de Paula Ortiz, su capacidad para contar la historia no solo a través de los diálogos, sino haciendo un uso expresivo de la fotografía -Pedro J. Márquez-, la música -compuesta por Guille Galván y Juanma Latorre- además del sonido, los decorados, el vestuario y los efectos especiales. Ortiz sabe cuándo buscar el realismo en la recreación histórica, cuándo elevar su película hacia la épica de una época que todavía soñaba con lo utópico, sabe estremecernos con la terrorífica amenaza de un alma torturada -fantástica Najwa Nimri-, y sabe ser romántica, como en la atmosférica secuencia de la escapada de Hildegart que acaba con las campanadas de la medianoche, como si estuviéramos ante el cuento de la Cenicienta. Y Ortiz sabe ser también seca, violenta, contundente, cuando se confirma la tragedia anunciada.

SOY NEVENKA -TERROR PSICOLÓGICO

La gran virtud de una película como Soy Nevenka (2024) de Iciar Bollaín es la efectividad con la que el argumento va aumentando paulatinamente la presión sobre la protagonista. Pocos espectadores entrarán en la sala sin conocer los detalles de la historia real ocurrida en Ponferrada en el año 2000, lo que juega a favor de la cinta, que acaba funcionando como una película de terror en la que sabemos que la protagonista, tarde o temprano, se enfrentará a un monstruo. Sabemos que Nevenka (Mireia Oriol) se está metiendo en la boca del lobo al aceptar un cargo público en el ayuntamiento. Estremece ver al que será su acosador, el alcalde Ismael Álvarez (Urko Olazabal) y cuánto más amable y atento se muestra, más terrorífico parece, como Drácula cuando recibe a Jonathan Harker en su castillo, sabemos que Álvarez, tarde o temprano, mostrará sus colmillos. El guión que firman la directora e Isa Campo -colaboradora habitual de Isaki Lacuesta- funciona como el terror psicológico, en el que la heroína se ve cada vez más acorralada por la amenaza, pero no consigue que nadie le crea. El retrato no se limita al machismo, que puede estar presente en cualquier relación de pareja heterosexual, sino que plantea cómo el poder -en este caso político, pero también económico y social- sirve como caldo de cultivo para Nevenka se convierta en una víctima sin escapatoria. La película refleja el estereotipo del político de provincias: populista, corrupto, un cacique que solo busca beneficiarse a sí mismo y a los que lo rodean. Bollaín depura la narrativa y la puesta en escena para fabricar una película a la que no le sobra nada, pero que tampoco se permite la metáfora ni ninguna búsqueda estética, en favor de un supuesto realismo que no es tal. El único momento en el que la imagen parece sugerir más de lo que es, ocurre cuando Nevenka participa en una procesión religiosa y se enfrenta a su acosador convertido en un monstruo gigante gracias a una enorme pantalla de vídeo. La actriz Mireia Oriol hace una estupenda composición del personaje, sostiene la película entera sobre sus hombros y encuentra un enemigo a la altura en la interpretación de Olazabal, cuyo personaje, sin embargo, aparece completamente deshumanizado, sin matices, un monstruo sin redención posible. Bolláin, siempre sensible a las problemáticas sociales, se muestra didáctica, ofrece un manual para hombres en caso de ruptura sentimental y echa en cara a la sociedad española entera el no haber sabido defender a Nevenka. Solo han pasado 24 años desde aquellos hechos y las imágenes de archivo de la cobertura mediática de entonces nos pone la cara roja de vergüenza ¿Cómo hemos cambiado tanto en tan poco tiempo? Y sobre todo ¿Hemos cambiado lo suficiente?

JOKER: FOLIE À DEUX -A CONTRACORRIENTE


Hay un número musical en Joker: Folie à Deux (2024) en el que el protagonista, Arthur Fleck (Joaquim Phoenix), caracterizado como el payaso del crimen, interrumpe la canción de su compañera, Lee Quinzel (Lady Gaga), y cuestiona su actitud en la actuación ¿Para quién están cantando realmente? Y sobre todo ¿Le están dando al público lo que quiere ver? Esta escena se puede interpretar perfectamente como una declaración de intenciones del director Todd Phillips que plantea esta secuela de su exitosa Joker (2019) en contra de las expectativas de casi cualquier espectador. La primera película utilizaba como modelo los antihéroes de Martin Scorsese -y Paul Schrader- de obras maestras como Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (1982) para narrar el origen del villano de Batman convirtiéndolo en un marginado con problemas de salud mental que se convierte en un criminal y aprovecha el descontento social para erigirse en un héroe. En tiempos de líderes políticos y mediáticos populistas e irresponsables, esa primera película debería interpretarse como una denuncia: en los tiempos que corren, Batman no sería un héroe. Pero quizás Todd Phillips se encontró con demasiados fans haciendo una lectura demasiado literal de lo contado, sobre todo en las redes sociales -nada sorprendente- por lo que esta segunda parte parece casi una disculpa y una enmienda. No por casualidad la película nos muestra en su inicio al criminal convicto convertido en un cartoon de la Warner, en un icono pop, despojado de su carga transgresora y asimilado por el sistema. Así, nos encontramos a Arthur en prisión y pendiente de juicio. El consejo de su abogada (Catherine Keener) es alegar un trastorno mental para evitar la pena de muerte, pero eso significaría, claro, negar a la figura del Joker, decepcionando a miles de fanáticos, entre los que se cuenta la mencionada Lee Quinzel, en la que Arthur encuentra el amor. Toda la película se apoya en esa tesitura, pero la verdad es que no parece que Phillips sepa muy bien cómo desarrollar ese planteamiento de una forma interesante. Si el interés del primer Joker era el rigor con el que se mantenía el punto de vista del atormentado protagonista, interpretado por un inmenso Phoenix, aquí el relato pasa a la tercera persona, perdiendo la subjetividad y diversificándose en nuevos personajes, como el carcelero interpretado por Brendan Gleesson o la ya mencionada Lady Gaga. Pero Phillips no desarrolla estos personajes y desperdicia a sus estupendos actores. La primera parte de la historia ocurre en la cárcel, con ecos de Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), y la segunda mitad es un drama judicial, pero la historia, en ningún momento genera interés. En busca de la originalidad, Phillips salpica el relato de números musicales, que pueden ser estupendos, pero pierden su eficacia al estar enmarcados casi siempre como ensoñaciones de los personajes, sin peso argumental. En el desenlace, Phillips recurre a un Deus ex machina y cuando parece que la acción, por fin, va a explotar, cuando parece que el espectador va a recibir lo que quiere, el director apuesta de nuevo por lo anticlimático, llevándonos a un desenlace tan sorprendente como decepcionante.

MEGALÓPOLIS -SALTO AL VACÍO


Francis Ford Copppola es ese director paradójico que tiene en su currículum cuatro obras maestras, que todo el mundo conoce, como son El padrino (1972), La conversación (1974), El padrino: parte II (1974), y Apocalypse Now (1979), pero cuya última película estrenada en cines, Twixt (2011), es seguramente desconocida para una inmensa mayoría. Eso por no hablar de su último proyecto artístico, el experimento titulado Distant Vision (2015), un híbrido entre el cine, el teatro, la ópera y la televisión en directo, del que Coppola habla en su libro El cine en directo y sus técnicas (2017). Casi una década después, el director estrena Megalópolis (2024) un proyecto largamente acariciado, de esos que parecen condenados a no ser realizados nunca. La otra paradoja de Coppola es que haya firmado la que puede ser la última gran película de estudio, El padrino, aunque siempre haya buscado la independencia, aunque eso le haya supuesto la ruina económica -Apocalypse Now- y aunque eso le haya obligado a aceptar varios encargos -Drácula, de Bram Stoker (1992)-. La libertad artística es, seguramente, la verdadera obsesión del director, que para realizar esta -¿última?- obra lo ha apostado casi todo -para financiarse ha vendido sus famosos viñedos-. Por tanto, Megalópolis es una película que nace como una reivindicación de la independencia y la libertad artística, idea que se plasma directamente en la pantalla: "solo saltando al vacío demuestras que eres libre", dice el protagonista, César Catilina, interpretado por Adam Driver. El personaje es uno más en la larga lista de soñadores, individualistas, genios adelantados a su época, que desafían el orden establecido de la filmografía de Coppola -mencionemos como ejemplo paradigmático Tucker: un hombre y su sueño (1988)-. Aquí el escenario es de ciencia ficciín anticipatoria, Catilina sueña con construir una utopía llamada Megalópolis, pero tendrá que enfrentarse a fuerzas políticas, económicas, sociales y criminales, a las que ponen rostro actores como un travestido Shia LaBeouf, Giancarlo Espósito, Jon Voight, Dustin Hoffman y Aubrey Plaza en el papel de una clásica vampiresa, una femme fatale en toda regla. Coppola plantea este enfrentamiento de fuerzas en una historia desordenada, completamente libre, en la que se suceden secuencias dramáticas, de cine negro, del peplum, o de ciencia ficción futurista, por no mencionar algunos momentos de fantasía. Y en este inmenso fresco cabe todo: la crítica a su propio país, al comparar Estados Unidos con un decadente imperio romano; la sátira de los políticos populistas y los medios sensacionalistas -Trump y las fake news, claro- y del capitalismo salvaje que da poder a los empresarios -ejecutivos de Hollywood incluidos- sin escrúpulos ni demasiadas luces. Coppola presenta sus temas más cercanos de siempre, como el de la familia como centro de la sociedad y de la vida -los personajes de la película están emparentados en su mayoría-; el inexorable paso del tiempo -aquí convertido en un precioso recurso estético-; el amor, la traición e, incluso, el homenaje a Nueva York. Todo esto se plantea como una cinta de cine mudo -sin intertítulos, pero con voz en off- de la era del cine digital, en la que se permiten todo tipo de soluciones visuales, encadenados, pantallas partidas -como la famosa triple pantalla del Napoleón (1927) de Abel Gance- y efectos de montaje, de antes y del futuro. La narrativa tiene más que ver con el teatro -los diálogos entre los personajes, las citas shakesperianas- que con el relato convencional cinematográfico heredado de la novela literaria. Megalópolis pretende ser la nueva obra maestra de la última etapa creadora de Coppola, compuesta por Youth Without Youth (2007), Tetro (2009) o la ya mencionada Twixt, aunque es justo señalar La ley de la calle (1983) como la semilla de este cine más personal, experimental y arriesgado. Rodada sobre exuberantes decorados art déco que recuerdan, claro, a Metrópolis (1927), con momentos expresionistas y de cine espectáculo, en los instantes más barrocos y delirantes, el director parece seguir el estilo de alguien como Baz Luhrman -decidid vosotros si eso es bueno, o malo-. Lamentablemente -o quizás, inevitablemente- una película con tantos elementos -y tan descaradamente egocéntrica y pretenciosa- resulta desequilibrada: por cada momento en el que Coppola parece reinventar el cine o haber robado la luz del séptimo arte del futuro, hay otro momento excesivo que roza el ridículo. ¿Con qué nos quedamos? ¿Cómo podemos juzgar una obra voluntariamente arriesgada y excesiva? En mi opinión, no deberíamos. Personalmente, prefiero celebrar la existencia de una obra que parecía fallida antes de nacer, pero que se atreve a escapar de fórmulas y estudios de marketing. Ya os aviso que es una película que se escapa al primer visionado y, si hoy recibe críticas negativas, quizás mañana se convierta en otra cosa. Pero ¿Quién puede decirnos qué nos depara el futuro? Francis Ford Coppola, quizás.

EL 47 -EL AUTOBÚS QUE SÍ PUDO


La película neorrealista El techo (1956) de Vittorio De Sica narra cómo una pareja joven sin recursos aprovecha una ley italiana de la época que reza que si una casa tiene techo, sus habitantes no pueden ser desahuciados, lo que lleva a los protagonistas a intentar levantar una casa, de la nada, durante la noche, para tenerla terminada antes del amanecer. Un relato idéntico sirve de arranque para El 47 (2024) de Marcel Barrena, director interesado en el hecho real como materia prima para luego convertirlo en cine estilizado y hasta preciosista de vocación concienciadora. El realizador de Mediterráneo (2021) vuelve a contar con el brillante Eduard Fernández como protagonista absoluto para contar la historia verídica de Manolo Vital, vecino fundador del barrio de Torre Baró, al que veremos luchar por conseguir que llegue hasta allí la línea de autobús municipal, de la que él mismo es conductor. Considerando que la historia arranca a finales de los años 50 en Barcelona y culmina en los 70, no queda otra que constatar que Barrena apuesta por el trazo grueso, por abarcar la mayor parte posible de la vida de su personaje principal, apostando por el biopic como subgénero dramático para fabricar un relato inspirador -al más puro estilo Hollywood-, con elementos de crítica social y sin renunciar al pronunciamiento ideológico. La película aborda temas como las dificultades de la inmigración en Cataluña de españoles de otras provincias; la falta de interés de los políticos por los problemas reales de la gente -el personaje de David Verdaguer-; los remanentes fascistas de la dictadura -el agente que encarna Vicente Romero Sánchez-; la lucha obrera por unas mejores condiciones laborales -el personaje de Aimar Vega-; o el analfabetismo -la escuela que lleva el personaje interpretado por la estupenda Clara Segura-. La película se desarrolla con una narrativa eficaz pero diáfana hasta lo obvio: en la secuencia del incendio, que se presupone tensa, no sé cuántas veces repiten los personajes la línea de diálogo “¿Por qué no suben los bomberos?”. A pesar de esta exagerada claridad expositiva, la película tropieza con momentos algo confusos, o que merecían un desarrollo más pausado, como el destino del personaje que encarna Salva Reina. El 47 es una película con buenas intenciones que creo que cae en el buenismo, que aspira a ser cine de calidad para todos los públicos, con grandes actores en el reparto, pero en pequeños papeles -mencionemos también a Óscar de la Fuente-, que sin embargo no puede evitar el acartonamiento. Barrena, competente realizador, busca el verismo en los detalles, en la inclusión de actores no profesionales para inyectar realidad a su película, y mezcla lo filmado con imágenes de archivo de la época, recurso que ya hemos visto, por ejemplo, en la serie Cuéntame (2001-2023).