Quizás no conocéis a Leigh Whannell, pareja creativa de James Wan, junto al que ha creado, como guionista -y actor- nada menos que las populares sagas de Saw e Insidious. Ahora, Whannell dirige su segunda película -tras la discreta aunque simpática, Insidious: Capítulo 3- y consigue una obra muy entretenida, entrañable y posiblemente de culto. La historia que propone Whannell comienza como un capítulo tecnófobo de Black Mirror, para convertirse enseguida en una revenge movie. A partir de ese momento, el film se convierte en una sucesión de sorpresas que se pueden resumir en 'cuando Siri te convierte en un superhéroe'. O como si un David Cronenberg con ganas de juerga hiciese un remake de Robocop (1987). Apuntemos también el Tetsuo (1989) de Shinya Tsukamoto como posible inspiración de algunos de los mejores momentos de esta cinta. Protagoniza Logan Marshall-Green, que en las secuencias de acción puede llegar a recordar al mejor Bruce Campbell -el de Terroríficamente muertos (1987)- acompañado por un trabajo de cámara muy divertido por parte de Whannell, que da pie a escenas de pelea vibrantes y graciosas con pequeñas explosiones de gore que son una auténtica fiesta para el aficionado al cine de género más desvergonzado. Rabiosamente divertida y con un humor negrísimo, Upgrade debe estar en vuestra lista de imprescindibles palomiteras este año.
EL NIÑO QUE PUDO SER REY -CABALLEROS DE LA MESA PLEGABLE
Un niño de 12 años encuentra la espada de Excalibur. Si con esa premisa no queréis ver El niño que pudo ser rey, algo habéis perdido en el camino a la madurez. La segunda película de Joe Cornish es la que me habría gustado ver de niño. El británico se propone como uno de los mejores recuperadores del espíritu del cine popular ochentero: ha firmado el guión de Las aventuras de Tin Tin (2011) para papá Spielberg y su ópera prima, Attack the Block (2011) es lo más parecido a unos Gremlins (1984) del siglo XXI. La premisa de esta película parece parida en aquellos años de la Amblin. El secreto de la pirámide (1985) era Sherlock Holmes para adolescentes, Los Goonies (1985) una de piratas, Una pandilla alucinante (1987) tiraba de los monstruos de la Universal y Exploradores (1985) hacia lo propio con la ciencia ficción. ¿Por qué nadie había aplicado el mismo esquema con las leyendas artúricas? Cornish introduce en su película todas las constantes de aquellas maravillosas películas. Alex (Louis Ashbourne Serkis, el hijo de Gollum/Andy Serkis-) es un niño friki, con algo de sobrepeso, sin padre, que sufre a los abusones de su colegio. Cornish sigue los pasos del viaje del héroe de Joseph Campbell y su héroe recibe la llamada de la aventura, busca aliados, y tiene la ayuda de un mentor. Se trata de Merlín, por supuesto, solo que aquí lleva una camiseta de Led Zeppelin -y está interpretado por unos divertidos Angus Imrie y Patrick Stewart, quien por cierto participó en Excalibur (1981)-. Otro ingrediente importante: los chavales de El niño que pudo ser rey viven en el mundo real. Si Elliot, en E.T., el extraterrestre (1982), jugaba con muñequitos de Star Wars, Alex es un friki que conoce bien a Frodo Bolsón, a Luke Skywalker y a Harry Potter, por lo que es capaz -con metahumor- de identificar las etapas del viaje heroico que acabo de mencionar, lo que lleva a un equívoco crucial en la historia. La película de Cornish está llena de detalles ingeniosos, las malvadas huestes de la bruja Morgana (Rebecca Ferguson) -aunque generados digitalmente- dan miedo, y la película entera está llena de aventura y sentido de la maravilla en un viaje delicioso que nos llevará a ver a los niños protagonistas convertidos en verdaderos caballeros de la mesa (casi) redonda. Cornish, además, le da hondura a su guión y el conflicto interior de su protagonista es emocionante y tiene una revelación equivalente a la de Rey (Daisy Ridley) en Star Wars: Los últimos Jedi (2017). Lo que me parece un mensaje estupendo y democrático. Además, la película le habla a los niños de los tiempos que corren, ese mundo dividido que nos ha tocado vivir de Brexit -o en clave local, del ´procés´- y nos habla también de líderes incompetentes y peligrosos -que podemos identificar con Maduro, Trump y hasta Vox-. Su mensaje final, de convertir a los enemigos en aliados, no puede ser más pertinente.
DOLOR Y GLORIA -A FAVOR Y EN CONTRA
Cada nueva película de Pedro Almodóvar es un acontecimiento. No es para menos. Actualmente es nuestro director más conocido y respetado, con una exitosa carrera de premios del mayor prestigio. Lo que no sé muy bien es qué nos pasa con Pedro. Sus películas polarizan más que las de ningún otro autor. Las amamos o las odiamos. Creo que con Almodóvar pasa como con todo en España: es una cuestión emocional. Al igual que sobre la política, el fútbol, o la mejor tortilla de patatas, hablamos sobre él desde el corazón. Para bien o para mal, Almodóvar está ahí arriba con la selección nacional: la misma capacidad para despertar amores y odios. Si eres "almodovariano" -¿Cuántos directores tienen un adjetivo propio?- te gustará (casi) todo lo que hace el manchego. Y es perfectamente legítimo. La mayoría de los autores repiten esquemas, temas, preocupaciones y actores: desde Steven Spielberg a Woody Allen pasando por Eric Rohmer y Hitchcock. Pero también es perfectamente legítimo que no te interese el cine de este señor. Cualquier espectador puede decir que una película "no le interesa" o que "le aburre". (Un critico de cine, en mi opinión, debería aportar algo más). Un autor es como un amigo; si te cae bien, si te identificas con él, disfrutarás de su compañía. ¿Cuántos amigos tenéis que estén igual de graciosos todas la veces que quedáis? ¿Y siempre tienen algo interesante que contar? Exigirle a un director de cine que esté "bien" en todas sus películas es absurdo. Comparar cada nueva obra con sus mayores éxitos pasados, una buena forma de amargarse y de no disfrutar con el presente. Yo nunca he comulgado con el cine de Almodóvar. Ni siquiera con esas películas que en tu mente son "las buenas". Pero creo que si escribo un texto sobre Dolor y gloria, debo -intentar- ser objetivo. A nadie le importa si algo me gusta o no me gusta, aunque la subjetividad es imposible de eliminar si hablamos de arte. Por eso, me tomo la libertad de hacer los dos papeles, a la vez: el de espectador complacido y el de hater. Aquí van tres razones por las que la nueva película de Almodóvar está muy bien y otras tantas por las que nos ha vuelto a tomar el pelo.
En contra: Almodóvar es una vieja gloria
1. Almodóvar habla de sí mismo. Hay algo de vergüenza ajena en todo ejercicio de nudismo artístico. En Dolor y gloria, no encontramos al Almodóvar de las comedias mordaces, ni el de los grandes dramas arrebatados. ¿Quién es entonces? Un Almodóvar menor. No sabemos muy bien si es que se le han acabado las historias para contar y por eso decide mirarse el ombligo, o si realmente cree que su figura tiene ya la estatura suficiente para justificar este auto homenaje.
2. El Almodóvar guionista se libera de tener una historia que contar. Y por eso no cuenta nada. Pasa de una cosa a la otra, sin continuidad, enlazando ideas con flashbacks, de la forma más elemental posible. Le interesa demasiado hablar de sí mismo y mostrar sus películas, libros y obras de arte de cabecera. ¿Por qué nos tiene que interesar todo eso?
3. Todo es falso. Nada es creíble en Dolor y gloria. Desde la escena inicial con esas mujeres cantando -Rosalía incluida-, pasando por un Antonio Banderas casi paródico, sin olvidar esos diálogos impostados y las citas literarias a destiempo. Muchos momentos del film te dejarán con cara de WTF y no sabrás si estás viendo la última de Almodóvar o su parodia.
A favor: Almodóvar es un autor en plena forma
1. Almodóvar habla de sí mismo. Y eso es bueno, porque, sin duda, sabe de lo que habla. El personaje cinematográfico de Almodóvar -interpretado con gracia y cariño por Antonio Banderas- me parece un gran hallazgo. Se dibuja a sí mismo como exitoso, pero incapaz de ser feliz. Agobiado por los achaques, la nostalgia y los rencores del pasado. La idea de partida es digna de Woody Allen: el trasunto almodovariano se engancha a la heroína en la tercera edad. A partir de ahí, hace repaso de su vida: su relación con su madre, el despertar de su pasión por el cine y la literatura, su homosexualidad, pero también las broncas con actores, los amores que siguen doliendo y un bloqueo creativo que es existencial. Almodóvar contempla su éxito, pero con humor: la frase "no entiendo por qué gusto tanto en Islandia" debe estar entre las más graciosas de su filmografía. Encuentro aquí al Almodóvar menos pretencioso, más mundano y humano, con sus pequeñas manías y excentricidades.
2. El Almodóvar guionista se libera de tener que contar una historia. En mi opinión, muchas películas del director compensan un argumento débil -por no decir demencial- con la pura emoción de las situaciones. Suele buscar en su filmografía el giro sorprendente de culebrón y retorcer las situaciones hacia el melodrama. En Dolor y gloria, al utilizar el hilo (auto)biográfico como único conductor, tenemos a un Almodóvar libre y juguetón, lo que permite una narración ágil, episódica y ligera. Esto es así porque cada episodio funciona: la emotiva relación infantil con la madre -Penélope Cruz vuelve a estar en clave 'madre del cine italiano' y, como siempre en este registro, está estupenda-; la reconciliación con el actor que interpreta Asier Etxeandía, que forma una gran pareja con Banderas; el emocionante encuentro con un antiguo amor (Leonardo Sbaraglia); la entrañable relación adulta con la madre (Julieta Serrano). La libertad narrativa permite también licencias como acercarse al cine-ensayo o más bien al cine-diario personal: la secuencia que habla de cómo el protagonista aprendió geografía -viajando- y anatomía -con sus dolores- es divertida y sorprendente.
3. Todo es falso. Como varios de los grandes directores de la historia del cine, Almodóvar no intenta copiar la realidad, sino que crea su propio universo. En Dolor y gloria esto está mucho más justificado que de costumbre, al partir de la subjetividad del narrador. La imposible escena inicial de las mujeres cantando a la orilla del río se justifica como un recuerdo feliz de la infancia, filtrado por la nostalgia. Y cuando hablo de un universo propio, no me refiero únicamente al diseño de producción -su sensibilidad pop para el vestuario y los decorados son una seña de identidad más que conocida- sino al tono de las interpretaciones y de los diálogos, que, aún teniendo elementos costumbristas, se pueden mezclar fácilmente con la cita literaria, convertirse en un monólogo teatral, o permitir que un fotograma de cine clásico invada la pantalla. Almodóvar usa aquí la fotografía, el montaje y la música -de Alberto Iglesias- para crear un artefacto que reflexiona sobre el cine y su relación con otras artes y con la persona misma del autor.
KIDDING -LA SONRISA TRISTE
Kidding supone el regreso de Jim Carrey a la primera línea, tras unos años en los que ha escaseado su presencia en películas y series. Hace mucho que Carrey no es la superestrella taquillera de La Máscara (1994), y tampoco goza de las mismas oportunidades para interpretar personajes tan interesantes como el de Andy Kaufman en Man on the Moon (Milos Forman, 1999). Ahora, Carrey vuelve de la mano de Michel Gondry, director francés con el que colaboró en la que puede ser la mejor película de ambos, ¡Olvídate de mí! (2004). Esta serie, creada por Dave Holstein -guionista de Weeds- utiliza a la perfección la personalidad de Carrey. Su personaje es una estrella de la televisión, presentador de un programa infantil, Jeff Pickles, que conjuga la simpatía de Carrey, cierta inocencia que es capaz de transmitir, pero también, una turbulencia interior que provoca una tremenda inquietud: véase el documental Jim y Andy (2017). Kidding juega constantemente a equilibrar esas dos caras, la tierna y la oscura, sometiéndonos a tantos momentos de angustia existencial como a instantes de reconciliación con la vida. Y en ese sentido me parece esta una ficción única. La primera escena, del primer episodio, Green Means Go, es realmente sintética. Jeff Pickles asiste al famoso talk show de Conan O´Brien para ser entrevistado. Allí saca uno de sus títeres y canta una canción, cuya letra, comprobamos, todo el público conoce de corazón -incluyendo a otro invitado, el duro de acción Danny Trejo-. Esta sencilla escena nos sitúa rápidamente, pero enseguida comenzamos a descubrir que detrás de la aparentemente vida ideal de Jeff hay sombras terribles: se ha separado de su mujer (Judy Greer) y uno de sus hijos ha fallecido. Estos conflictos convierten a Jeff en una bomba a punto de explotar, como descubrimos en el inquietante final del episodio.
A esta línea principal, se añaden otros conflictos, creo que interesantes y originales. La intención de Jeff de hablar de la muerte de su hijo en su programa infantil, encuentra la oposición de su productor ejecutivo, y padre, Seb -magnífico Frank Langella-. Esta trama se ocupa también del hijo de Jeff, Will (Cole Allen), que era nada menos que gemelo de su hermano fallecido, lo que provoca en él una actitud rebelde. También está la hermana de Jeff, Deirdre (Catherine Keener), capaz de castigar a su hija Maddy (Juliet Morris) sin bañarse por no comer sus vegetales -y cuyo marido tiene secretos en el armario-. El primer episodio es fantástico porque despista, es original, y mezcla la inocencia de la puesta en escena y los efectos especiales artesanales de Gondry, con un tono triste, y momentos oscuros. Sobre toda la serie gravita la idea de la pérdida y de la imposibilidad de sustituir a un ser querido.
TRIPLE FRONTERA -VETERANOS DE GUERRA
Sigue Netflix decidida a fichar a los grandes talentos cinematográficos y Triple Frontera aparece en la plataforma firmada por el prometedor J.C. Chandor, de sólida carrera y con un futuro a seguir de cerca, sobre todo tras El año más violento (2014). Aquí, Chandor cuenta con un reparto solvente: repite con Oscar Isaac, añade una estrella como Ben Affleck, y se rodea de gente como Charlie Hunnan -Z, La ciudad perdida (2016)- y Pedro Pascal. La presencia de este último y el argumento nos hace pensar inevitablemente en la serie Narcos: el destino de los personajes es Sudamérica y el marco, la lucha contra la droga. Pero los protagonistas son soldados veteranos -que trabajan para la CIA- lo que nos hace trazar paralelismos con el estupendo díptico de Sicario (2015) y Sicario: El día del soldado (2018). Hagamos la sinopsis: un grupo de operativos de las fuerzas especiales, casi todos retirados, se reúnen para atacar a un poderoso narcotraficante que esconde un botín millonario -claro trasunto de El Dorado- que podría resolver la vida de las familias de estos veteranos de guerra. Podemos pensar también, por tanto en Tres reyes (1999) en la que el tesoro estaba enterrado en el Irak de Sadam Husein. Triple frontera se divide claramente en dos partes: la primera aborda la vida de los protagonistas y su incapacidad para adaptarse a la vida civil, para establecer relaciones de pareja y familiares, para encontrar un trabajo digno con el que subsistir. Esta reflexión sobre la realidad del veterano de guerra, sobre el coste humano y personal de un conflicto bélico -la guerra contra el terrorismo y las drogas, lo son- parecen un eco de planteamientos similares a los de El francotirador (Clint Eastwood, 2014) y La noche más oscura (2012) de Kathryn Bigelow que aquí aparece como productora. Ambas películas comparten además guionista: Mark Boal, que ha firmado también el texto de dos películas dirigidas por Bigelow, En tierra hostil (2008) y Detroit (2017). El dibujo de la incómoda y desagradecida situación de los que han luchado por Estados Unidos más allá de sus fronteras, sirve sobre todo para establecer sólidamente las motivaciones de los personajes y que nos identifiquemos con ellos. Tras esto, el film se convierte en una película de acción y aventura, trepidante, en la que los (anti)héroes deben superar todo tipo de obstáculos y complicaciones. Chandor demuestra buen músculo para este tipo de secuencias. Pero hay además un conflicto moral en los protagonistas, paralelo a este trayecto físico, que me ha recordado, no sé si estaréis de acuerdo, a El tesoro de Sierra Madre (John Huston, 1948).
IN FABRIC -TEMPORADA DE BRUJAS
Inclasificable es el término necesario para referirse a una película como In Fabric. El adjetivo también se ajusta a la filmografía de Peter Strickland, autor de cintas como Berberian Sound Studio (2012) y The Duke of Burgundy (2014), con las que está construyendo una filmografía única. En esta In Fabric, asistimos de nuevo a las obsesiones estilísticas del británico. Estética años setenta, kitsch elegante, colores saturados, en un intento -exitoso- de reproducir las sensaciones del cine de Jess Franco o Dario Argento, de ese cine europeo de género, de explotación, que también era cine de autor. Atmósferas recargadas de moquetas, cortinas, vestidos, encajes, pieles, catálogos de papel satinado, texturas de terciopelo y seda. El cine de Strickland puede sentirse en la piel. Hay una clara fijación fetichista por los tejidos, los zapatos de tacón, los maniquíes y las uñas pintadas de rojo. Se asoman de nuevo temas como el erotismo lésbico, las escenas sexuales que parecen salidas del softcore de los setenta. En términos dramáticos, encontramos una historia de misterio, de ocultismo, sobre un vestido maldito. Strickland nos presenta un mundo ‘ordinario’ de curritos -Marianne Jean-Baptiste, Leo Bill y Hayley Squires- atrapados por el consumismo de rebajas, aplastados por políticas de empresa que invaden la vida privada y hasta los sueños. Strickland contrapone a esta supuesta 'normalidad' un universo oculto de tiendas por departamento regentadas por brujas, al que accedemos a través de espirales expresionistas -o ciclos de lavadora- y de la perorata de un técnico de lavadoras que se convierte en un conjuro hipnótico. Esta narrativa extrañísima, sí, pero también fascinante, fluye como el inconsciente, relacionando ideas e imágenes muy potentes. El tejido del vestido maldito destroza lavadoras, lo que lleva a un cambio de protagonista en el relato: la sensación es que hemos visto dos películas, primero una de terror y luego su secuela en clave de comedia. Porque un inédito sentido del humor, esquinado, revoluciona la propuesta de Strickland y se convierte en el último ingrediente para que esta sea una cinta única.
MAYA -EL VELO DE LO IRREAL
Es fácil ver en Maya una película romántica, porque, al fin y al cabo, tiene todos sus elementos. Un personaje masculino de vocación romántica, idealista, con conflictos existenciales, vive un romance en un paisaje exótico de gran belleza. Él es Gabriel (Roman Kolinka) un reportero de guerra que ha sufrido un secuestro que le llevará a aislarse en Goa, en India, lo más parecido al paraíso. Este escenario se desvela, además, como el origen de los traumas de la infancia del protagonista. Un requisito de la historia romántica parece ser el que sus personajes pertenezcan a las clases acomodadas: quizás, el amor entre curritos no es digno del cine o la literatura. Gabriel tiene sus necesidades más que resueltas, lo que le permite deambular por playas y selvas casi vírgenes, pensar mucho, fumar más, y enamorarse. La película de Mia Hansen-Love parece decirnos que estos ricos lloran y además, intentan aliviar su mala conciencia 'ayudando al mundo', ya sea contando 'la verdad' como periodistas -para Gabriel la vida real está en las zonas en conflicto- o trabajando como voluntario en una ONG -como la madre de Gabriel- o incluso como Maya (Aarshi Banerjee), negándose a abandonar un paraíso a punto de ser perdido por la voracidad de las multinacionales turísticas -que paradójicamente verían con buenos ojos las atractivas estampas que aparecen en esta película-. Mia Hansen-Love, como en El porvenir (2016), coloca a sus personajes en una encrucijada entre los ideales y lo práctico. La clave del film, como ya he dicho, aparentemente de un romanticismo convencional, debemos buscarla en el choque con la cultura y la religión hindú: en ellas Maya -o maia- es la ilusión, lo irreal.
MIRA LO QUE HAS HECHO -LOS TERRIBLES DOS
Muchas ganas tenía de ver la segunda temporada de Mira lo que ha hecho tras una primera entrega prometedora, aunque irregular. Y la verdad es que la nueva tanda de episodios empieza muy bien. Sudor y lágrimas es una estupenda entrega, centrada, en definitiva, en lo que promete la premisa de esta serie: ver a una pareja enfrentada a la dura tarea de ser padres y al mismo tiempo trabajar, y mantener viva su relación. Luego, El hijo de Beto, integra mucho mejor temas como la fama de Berto y la paternidad, algo que no me convenció en la primera temporada. Hay en este episodio una escena perfecta en la que el cómico se enfrenta a los que le acusan de valerse de su fama para recibir trato de favor. Es quizás el mejor momento de la serie. Luego, La noche de la iguana, se desvía de los problemas de la paternidad para mostrarnos a los dos miembros de la pareja en una salida nocturna, por separado, con amigos. Pero la idea de visitar un local frecuentado por la tercera edad, aunque tiene gracia, se aparta del tono costumbrista y parece algo forzada. El siguiente capítulo, La dolce vita, se antoja gratuito: nos muestran la primera cita de la pareja que forman Berto y Sandra (Eva Ugarte), un primer encuentro romántico arruinado por un problema de pareja del hermano de Berto -José (Jordi Aguilar)- y esto se mezcla con flashbacks a la infancia de los protagonistas, con guiños acertados a sus personajes, pero cuya relación con la trama principal puede parecer lejana. La idea de usar el accidente del transbordador espacial Challenger como experiencia traumática común, que explica que Berto y Sandra sean almas gemelas, es digna de aplauso por su humor negro.
Recorre todos los episodios el tema de la ficción dentro de la ficción -visto ya en Seinfeld, por ejemplo- a la que no se le saca partido. Berto está grabando una serie que es, básicamente, Mira lo que has hecho. Esto me lleva a destacar una escena que ejemplifica mis dudas con respecto a esta serie. Vemos a Berto en su casa simulada en un set, que se despide de sus hijos -un muñeco- y de su mujer en la ficción -Belén Cuesta-. Tras cerrar la puerta del decorado, escuchamos una música melancólica y vemos el gesto triste de Berto. Pero ¿A qué responden? ¿Por qué hay de repente un tono triste en el episodio? En este momento, parece gratuito, aunque luego se justificará cuando se desarrolle una pequeña trama sobre una posible infidelidad, que veo poco aprovechada. Resumiendo: la comentada escena solo me funciona de forma retroactiva. El último episodio, Los terribles dos, me parece el resumen de una serie que falla cuando se deja llevar por sus pretensiones y por dejar que un tono dramático se apodere de la historia, presentándonos una crisis de pareja que, francamente, parece tímida. Aunque los pequeños reproches que surgen en una pareja con hijos están muy bien reflejados, creo que los protagonistas se ahogan en un vaso de agua. No critico que sus problemas sean menores -es solo mi opinión- pero sí que no se afronten en el terreno de la comedia. Destaquemos, eso sí, a una estupenda Eva Ugarte, y momentos inspirados de humor: costumbristas, como los silencios incómodos entre los padres que miran a sus hijos jugar en el parque; y también la divertida caricatura de Andreu Buenafuente, convertido en un millonario que vive aislado en su lujosa mansión.
NACIÓN SALVAJE -CAZA DE BRUJAS
Casi panfletaria y de espíritu revolucionario, Nación Salvaje es la primera película que siento directamente dirigida a esa nueva generación nacida ya con el selfie, las redes sociales y que parece haber renunciado -¿voluntariamente?- a su intimidad. Y en ese sentido me parece imprescindible. La acción ocurre en el típico small town estadounidense llamado, no por casualidad, Salem. Diferentes personalidades de ese pueblo serán atacadas por un misterioso hacker, supuestamente antisistema, que revela sus secretos más oscuros: mensajes, vídeos, y hasta su historial de webs visitadas. Esto provoca la caída en desgracia de los personajes implicados: primero un político, luego el director de un instituto y así hasta afectar a cualquier hijo de vecino. Esta exposición provoca una reacción de intolerancia, odio y violencia en el pueblo. Las protagonistas del relato son cuatro chicas que representan la diversidad -Odessa Young, Abra, Suki Waterhouse y Hari Nef- que tienen una combativa ideología feminista, y una clara voluntad de defender las libertades -sobre todo sexual y la de expresión-. El director Sam Levinson -The Wizard of Lies (2017)- expresa todo esto utilizando el lenguaje visual post millennial del youtuber, pero también valiéndose del videoclip, la publicidad, las pantallas partidas, los ralentizados y los ejes invertidos, todo montado frenéticamente, apoyándose casi siempre en temas musicales que van desde Mozart, Morricone, pasando por Pixies, y hasta Isabella Summers. Levinson se encarga de que el empaque de su película sea un caramelo visual irresistible para enviar su mensaje, una actualización en la era de las redes sociales de los famosos juicios por brujería de Salem. Hay que destacar en la propuesta del director un plano secuencia que recorre la fachada exterior de una casa, mientras vecinos con intenciones homicidas acechan a través de las ventanas a las protagonistas. Una secuencia tensa que además plantea muy bien la clave de la película, el choque entre lo privado y lo público.
En Nación Salvaje los cuarentones somos oscuros personajes conservadores, frustrados, violentos, incapaces de aceptarnos a nosotros mismos, ni de establecer un diálogo con la próxima generación. La excepción es ese director de instituto que interpreta Colman Domingo. Y su papel no es precisamente destacado. Todo esto nos lleva a un clímax que parece una versión teen de La Purga. Una explosión de violencia que, lejos de ser entendida literalmente, creo que representa una fuga artística, estética, de rabia y rebelión contra la hipocresía, la intolerancia y las fake news; contra el odio; contra Trump y sus chillidos para ‘recuperar’ América, pero también contra la cultura divisiva, pueril, narcisista y terrible de las redes sociales, que no son mostradas como perniciosas per se, sino como el reflejo de lo que somos.
CAPITANA MARVEL -LA PRIMERA VENGADORA
Feminista, más arriesgada de lo esperado, noventera y divertida, Capitana Marvel consigue mantenerse fiel al canon del origen de un superhéroe sin perder frescura. El Universo Marvel Cinematográfico culminó en Vengadores:Infinity War, tras unas 20 películas interconectadas, que permiten a esta nueva cinta convertirse en una precuela en toda regla, que se propone como la pieza oculta que unía todo el puzle que ya conocíamos. Desde el logo de Marvel Studios, en el que se sustituyen los superhéroes de la casa por imágenes del fallecido Stan Lee -este es uno de sus últimos cameos- estamos ante el primer film Marvel que se permite la nostalgia: la recuperación de Nick Fury y el agente Coulson, además de múltiples guiños para el fan, dan fe de que ya estamos ante un fenómeno similar al de Star Wars. O para ser más exactos, se ha conseguido replicar en las pantallas de cine la experiencia de leer un tebeo Marvel en los años 70.
Eso por no hablar de la ambientación en los años 90 que
permite escuchar temas musicales de la época, nada menos que de Nirvana, Hole, Elastica,
y Garbage. No sé si las estupendas canciones de estas bandas
encajan del todo, pero tras unos 5 años machacando los 80 en series y
películas, ver una recreativa de Street Figther o a Stan Lee
leyendo el guión de Mallrats (Kevin Smith, 1995), mola. Como
he dicho, habiendo un universo ya creado, esta película se beneficia
reutilizando el entorno cósmico de Guardianes de la Galaxia, las
tramas de Vengadores y hasta el cine de espías de Agentes
de SHIELD. La acción es
espectacular, como siempre en estos productos, acompañada de unos efectos
especiales competentes y vistosos. Pero yo destacaría un look diferente,
una fotografía que se aleja del blockbuster habitual, una
narrativa fragmentada que desempolva un poco el clásico viaje del héroe, y la
voluntad de difuminar las fronteras entre quiénes son los buenos y quiénes son
los malos. Los primeros compases del film, la amenaza de los Skrulls -casi salidos de la Invasión de los ultracuerpos (1978)- son
pura ciencia ficción y tienen
ingenio y brío. Algo de personalidad -y alma- aportan los codirectores,
Anna Boden y Ryan Fleck, cuyo origen es el cine independiente.
Como en todo producto Marvel, hay una importante dosis de
humor, muy de agradecer. Pero esta comicidad es además es deliciosamente extraña: ojo a los sorprendentes
Skrulls y mucha atención al gato ‘Goose’. Brie Larson es una heroína
francamente cercana y graciosa, en la línea de Han Solo e Indiana Jones. Me
gusta. Le acompañan Samuel L. Jackson -aquí se encarga de desmitificar a su personaje-, Jude
Law, un divertido Ben Mendelson y Annette Bening, todos correctos. Hay guiños maravillosos para el fan de los cómics más veterano
-la guerra Kree-Skrull- y encontramos aquí el mismo enfoque que tiene la
editorial en sus tebeos: la Casa de las Ideas en los años 60 y 70 intentaba
reflejar en sus escapistas aventuras temas sociales y políticos. En Capitana
Marvel se habla de un imperio malvado que amenaza a todos, de
inmigrantes y refugiados; pero sobre todo hay en ella un feminismo decidido y
molón que merecen desde hace tiempo las espectadoras más jóvenes.
LA NOCHE DEVORA EL MUNDO -NO SOY LEYENDA
¿Quién ha dicho que el cine de zombies está agotado? Yo mismo. En los últimos años se han producido decenas de películas -y series- sobrepoblando un subgénero del terror que no era precisamente virgen. Desde la seminal La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero hasta la televisiva The Walking Dead (2010), hemos visto de todo. Pero La noche devora el mundo merece la pena: es fresca, ingeniosa, tiene humor, buenas ideas y algunas estupendas secuencias de tensión. Película francesa firmada por Dominique Roche, trasciende enseguida una premisa de cortometraje: ¿Qué pasaría si el Apocalipsis zombie nos pilla en casa de una exnovia? Tras esto, el argumento se convierte en un Soy leyenda -de Richard Matheson- de andar por casa -y en París- que está francamente bien. El héroe, Sam -estupendo Anders Danielsen Lie- sostiene solito la película -no tiene con quién hablar- y ver sus estrategias para sobrevivir como el único hombre vivo en una tierra devastada, es francamente entretenido. Sin grandes despliegues de efectos especiales o maquillaje, la película consigue transmitir la sensación de soledad, aislamiento y pesadilla ante la amenaza exterior. Que el héroe sea músico es una gran idea: el mundo se ha convertido en un lugar silencioso para un tío que había ido a casa de su ex para recuperar sus cintas de cassette favoritas. Mencionemos también la magnífica idea de un concierto para un público muerto: pura rabia y frustración. La noche devora el mundo se parece más a Zombies Party (2004) que a La noche de los muertos vivientes (1968) y eso está muy bien: ambas proponen un conflicto personal, el tránsito a la madurez, enmarcado en un escenario fantastique. Además, es la oportunidad de ver a Denis Lavant convertido en muerto viviente.
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