Sicario nos engaña mostrándose como una variación de La noche más oscura (Kathryn Bigelow, 2012) en la que la guerra contra la droga sustituye a la guerra contra el terrorismo. Pensadlo bien. En ambas películas las protagonistas -interpretadas por actrices, creo, demasiado guapas- renuncian a su vida personal para conseguir un objetivo idealista -la paz, la seguridad, la justicia- que se pierde entre los vericuetos de la burocracia policial, militar y sobre todo en el relativismo moral de la política exterior estadounidense. Estas mujeres tienen que sobrevivir rodeadas de los hombres más duros -cuerpos especiales militares- y se muestran críticas a la forma de actuar de su Gobierno, esos Estados Unidos que suelen justificar cualquier medio para conseguir un objetivo. En ambos casos, el enemigo se personaliza -en Bin Laden, en un capo de la droga- y la llamada "guerra" acaba siendo la cacería de un hombre. Los rostros de las verdaderas víctimas también son equivalentes: los refugiados por un lado, los inmigrantes mexicanos por el otro. ¿Y no es la entrada de los cuerpos antidrogas en Ciudad Juárez que vemos aquí, idéntica a la de unos marines en un país en conflicto de Oriente Medio?
El cine del director Denis Villeneuve parece en una continua mutación. Sus últimas cinco películas son completamente diferentes. Pero tienen, sin embargo, algunas constantes. Sus héroes son seres atormentados desde el principio, que se embarcan en una búsqueda obsesiva. En las historias que elige Villeneuve hay siempre una atmósfera cargada de tensión. El canadiense parece abordar cualquier género como si se tratase de una película de terror: ahí está la crispante banda sonora de Johann Johannsonn para Sicario. Pero sobre todo, en Incendies (2010), Prisioneros (2013), y Enemy (2013) hay una revelación que lo cambia todo.
En Sicario, Villeneuve se aparta del realismo, digamos, de la mencionada La noche más oscura, para acercarse poco a poco a la abstracción de una película de género. Visualmente esto se refleja en esos planos aéreos de carreteras, del desierto mexicano -que me hacen pensar en La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014)- las imágenes nocturnas viradas a verde, los planos en negativo a través de la visión nocturna de los militares. Pero también hay un distanciamiento en el itinerario de los protagonistas, que visitan lugares sin nombre, siguiendo órdenes desconocidas que forman parte de un plan secreto. Ninguno de los personajes tiene una vida normal, no hay el menor atisbo de cotidianidad al que aferrarse. Poco a poco el guión de Taylor Sheridan, dosificado con mano maestra por Villeneuve, va revelando sus cartas: el niño mexicano que venera a su padre que resulta ser un policía corrupto; el personaje de Matt Graver (Josh Brolin), que representa a unos Estados Unidos que se han aliado directamente con el mal. La revelación que lo cambia todo en la película, el secreto de esta historia, ha estado siempre delante de nuestros ojos, en el propio título del film, en español en el original.
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