EL PACIFICADOR -EL SHOW DE JAMES GUNN


James Gunn está ahora mismo en una posición de privilegio en la industria audiovisual que le permite trabajar con grandes presupuestos y una relativa libertad creativa en las dos principales franquicias de superhéroes del momento, Marvel y DC. Un logro que tiene mucho valor si recordamos que los orígenes de la carrera de Gunn están en la productora Troma, especializada en cine gore de serie Z, de presupuestos ínfimos. Todavía más impresionante es que desde Troma a Marvel -propiedad de Disney-, Gunn haya conseguido mantener su personalidad y sobre todo su sentido del humor. El espíritu que muestra Gunn, ya como autor, en Slither (2006) se mantiene en su película más reciente, la estupenda El Escuadrón Suicida (2021), de la que surge la serie El Pacificador disponible en HBO Max. Aquí encontramos a James Gunn en estado puro: una comedia negra con elementos fantásticos, un humor de amplio espectro -que va desde la sátira social hasta lo escatológico, pasando por el absurdo-, gore y momentos de terror. El argumento retoma al personaje del Pacificador, un superhéroe marginal de la editorial DC Comics, un violento antihéroe capaz de matar para mantener la paz. Para James Gunn, los superhéroes no son precisamente un encargo: tiene dos aproximaciones al género, eso sí, con una vuelta de tuerca. Dirigió la paródica Super (2010) -precedente directo de esta serie- y produjo El hijo (2019), una reimaginación de Superman en clave de terror. En El Pacificador, Gunn se recrea en los ridículos trajes y cascos del protagonista y de otros personajes como el Vigilante (Freddie Stroma) o del minúsculo villano Judomaster (Nhut Le); y utiliza la figura del superhéroe para poner en entredicho las convenciones sociales. Gran parte del humor de la serie es colocar a personajes corrientes, hablando en lenguaje coloquial en situaciones propias de un tebeo de superhéroes, jugando, además, a desmitificar toda la épica de estos personajes. En este sentido creo que no es descabellado hablar de un humor similar al de los hermanos Coen en sus obras dedicadas al cine negro, pobladas de criminales idiotas y policías chapuceros. Hay que alabar la capacidad de Gunn, además, para dirigir a sus actores, consiguiendo que el musculoso John Cena despliegue su vis cómica, pero también, que resulte humano y tremendamente cercano. Eso a pesar de que su personaje es el prototipo de superhéroe fascista -pensemos que Alan Moore lo utilizó como uno de los referentes para crear al Comediante en Watchmen- y enamorado de las armas. Gunn sitúa a su antihéroe en un ambiente white trash de racismo y nazismo -su padre es un supremacista interpretado por un estupendo Robert Patrick, en un papel que normalmente habría encarnado Michael Rooker en la filmografía de Gunn- que fácilmente se puede identificar con el votante medio de Donald Trump. Pero el riesgo que asume Gunn es mostrar a estos personajes como seres humanos con virtudes y defectos y, sobre todo, con capacidad de cambiar y evolucionar. Una cosa que se le da muy bien a Gunn es conseguir que sus personajes nos importen y nos emocionen, a pesar de ser sujetos imbéciles a los que hemos visto protagonizar momentos de auténtica vergüenza ajena. El Escuadrón SuicidaEl Pacificadorque James Gunn firma para DC, son la versión sin censura de sus estupendos y carismáticos Guardianes de la Galaxia para Marvel. Y si en aquellas podíamos disfrutar de una banda sonora llena de temas pop gracias a la excusa la cinta cassette de Star-Lord (Chris Pratt), aquí Gunn recicla la idea convirtiendo al personaje de Cena en un fan del heavy y del glam rock lo que permite momentos muy divertidos. El Pacificador es una de las series más entretenidas que se pueden ver ahora mismo. Solo con ver su original cabecera, estaréis irremediablemente enganchados.

KIMI -SOLA EN CASA


Steven Soderbergh -¿No se había retirado del cine?- ha estrenado nueva película en HBO Max, titulada Kimi, sobre una joven que, tras el confinamiento por la pandemia, no se atreve a salir de casa. El guión, firmado por el reputado David Koepp, se presenta como un thriller con el reto de que gran parte de la historia debe ocurrir en ese piso que la protagonista, Angela -estupenda Zöe Kravitz-, no se atreve a abandonar. Con aires hitchcockianos -la música del habitual colaborador de Soderbergh, Cliff Martínez, me parece que también apunta en esa dirección- el planteamiento recuerda a La ventana indiscreta (1954), actualizando sus postulados a la situación actual de nuestra sociedad, absolutamente mediatizada por las nuevas tecnologías. Así, en su primera parte, el relato, aunque pausado, me parece un estupendo estudio de nuestros miedos actuales: las mascarillas, la dependencia de la tecnología, el querer encerrarse en casa y evitar el contacto con el exterior. Incluso, el miedo a comprometerse en una relación sentimental en los tiempos de incertidumbre que vivimos. En su segundo tramo, Kimi deviene un thriller de Hollywood más convencional, creo que ejecutado con algo de desgana. Una deficiencia que me parece perdonable porque lo verdaderamente interesante de esta película es la disección del momento actual: cómo la promesa de una vida mejor, gracias a las nuevas tecnologías, puede convertirnos en peores personas, menos humanas; cómo la idea de una conectividad total instantánea con todo el mundo puede tener como efecto secundario nuestro propio aislamiento; o la idea conspiranoica de que los famosos asistentes inteligentes sean el caballo de Troya de las grandes empresas para despojarnos de nuestra privacidad incluso en nuestro hogar; y por último, que esos gurús cargados con promesas sobre un futuro brillante y progresista sean la tapadera de los capitalistas de siempre, capaces de enterrar cualquier pecado cometido, a cualquier precio.

CODA -FABRICADA PARA GANAR EL ÓSCAR


¿Qué es una película de Óscar? Está claro que los premios de la Academia no siempre han favorecido a la mejor película de su correspondiente año, algo que tampoco debería sorprendernos, ya que, probablemente, no nos pondríamos de acuerdo sobre qué película merece tal reconocimiento. Dicho esto, debo decir que, personalmente, creo que Coda no merece una nominación a la mejor película del año. Pero tampoco sabría definir exactamente por qué. No estamos ante una cinta deficiente, bajo ningún concepto, y sí ante una historia que seguramente gustará a un público amplio. Conviene saber, quizás, que se trata de un remake de una película francesa, La familia Bélier (2014), y digo esto porque el país galo ha hecho industria con éxitos de taquilla que se apoyan en comedias dramáticas que abordan algún problema social y que garantizan una sonrisa (y tal vez una lágrima) al salir de la sala. Una feel good movie. Coda cumple con esos requisitos. Quizás demasiado bien. Para mí su gran pecado es acumular temas para 'complacer' al espectador: una discapacidad, una chica que sufre acoso, una historia de amor, una reivindicación social y un sueño, el de cantar. Todo eso en una sola película, qué queréis que os diga, puede producir empacho. Ruby (Emilia Jones) es una joven que vive en el seno de una familia con una discapacidad auditiva, lo que la aleja de la sociedad, provoca las burlas de sus compañeros de instituto, convierte en inalcanzable al chico que le gusta de la clase y hace que cantar sea su único alivio en una vida de sacrificio que la obliga a hacer de intérprete de su familia y encima, a faenar en el barco pesquero familiar, que económicamente ha dejado ser viable. Hay aquí cinco o seis películas, cuando la experiencia de crecer en una familia con esa discapacidad me parece dramáticamente más que suficiente. Siempre he pensado que en el cine, menos es más. Casi siempre. Así, en Coda asistiremos a varios clichés de las películas con historias de superación: como la presencia de un mentor o, en este caso, un profesor de canto, divertido y carismático que dice las verdades de la vida -un histriónico Eugenio Derbez, famoso actor y director mexicano-; la ternura del primer amor en un relato coming of age; y un clímax emocionante, en el que escuchamos a la posible futura artista dándolo todo sobre el escenario. Todo esto no quiere decir que la película esté mal: tiene varias cosas a su favor. La primera es su actriz protagonista, Emilia Jones, con carisma de estrella y una voz que emociona. Luego está la familia con discapacidad auditiva, interpretados por los estupendos Marlee Matlin y Troy Kotsur -éste último nominado al Oscar-, actores que realmente tienen esa discapacidad y que dan vida a unos padres excéntricos que, a pesar de protagonizar chistes de humor grueso, tienen momentos bastante emotivos. Me gustaría destacar especialmente la interpretación de la madre: conflictiva, interesante y humana. La película tiene también momentos afortunados, como ese concierto desde la perspectiva del padre de Ruby, o su intento de descubrir si su hija canta realmente bien. Dirigida eficazmente por Sian Heder, Coda, que triunfó en el festival de Sundance, puede ser la ganadora del Óscar, pero ¿Lo merece?

LA MATANZA DE TEXAS -LOS TIEMPOS CAMBIAN


La matanza de Texas
(1974), dirigida por Tobe Hooper es un clásico del terror, creo que indiscutible, que cambió las reglas del género. Una experiencia extrema que utilizaba técnicas del cine documental e incluso, usaba a su favor su escaso presupuesto y el casi anonimato de sus actores, para imprimir realismo a su escabroso relato aterrorizando a los espectadores de la época. Presentada casi como un found footage, sin serlo, la película de Hooper es áspera, incómoda, de una atmósfera malsana y sobre todo de una violencia salvaje: el ensordecedor ruido de la motosierra de Leatherface (Gunnar Hansen) bailando enloquecido con la luz menguante del atardecer. Curiosamente, es una película en la que apenas hay violencia explícita y gore, elementos que sí explotarán sus numerosas secuelas, ninguna realmente comparable con la original. El propio Tobe Hooper firmó La matanza de Texas 2 (1986), la mejor de todas, que inteligentemente opta por la comedia de horror, entendiendo que era complicado igualar el terror extremo de la original, consiguiendo una estupenda cinta, divertida, macabra, pero también con momentos escalofriantes y un final enloquecido que parece la principal influencia de La casa de los mil cadáveres (2003) de Rob Zombie. Luego vendría una serie de películas más bien olvidables: la fallida La matanza de Texas 3 (1990), un loable intento maltratado por productores y censura; la muy torpe La matanza de Texas: La nueva generación (1994) dirigida por el coguionista de Hooper en la película original, Kim Henkel. Más tarde vendría un primer y estimable intento de reinicio, con La matanza de Texas (2003) de Marcus Nispel y su precuela inmediata, La matanza de Texas: el origen (2006). Más recientemente, otras dos películas han intentado -sin éxito- resucitar la franquicia, como La matanza de Texas 3D (2013) enésimo intento de explotar la figura de Leatherface; y precisamente Leatherface (2017) de los franceses Alexandre Bustillo y Julien Maury, con mucha imagen de impacto, pero poco interés dramático. Ahora, llega a Netflix una nueva matanza de Texas que, siguiendo los pasos de Scream (2022) y sobre todo de Halloween (2018), se propone continuar la historia del clásico original, cuatro décadas después, olvidando todas las secuelas previas (no era difícil) y rescatando a un personaje del film original para buscar cierta legitimidad. Dirige David Blue García y se encarga del guión Chris Thomas Devlin, apadrinados nada menos que por el uruguayo Fede Álvarez -No respires (2016)- que ya demostró su buen hacer con otra franquicia legendaria en el remake de Posesión infernal (2013). Así, lo mejor que se puede decir de La matanza de Texas 2022, es que es inteligente. No intenta emular a la película de Tobe Hooper, sino que establece un diálogo con la misma. Si la familia de asesinos caníbales de 1974 representaba un orden primitivo y aterrador que devoraba a la generación hippie que protestó contra Vietnam, aquí el monstruo regresa para encontrarse con unos Estados Unidos divididos: por un lado los hipsters, ecologistas, usuarios de las redes sociales y abanderados de la gentrificación -la pareja compuesta por Melody (Sarah Yarkin) y Dante (Jacob Latimore)- y por el otro, el votante de Trump, defensor de la posesión de armas, probablemente racista y machista -el paleto Richter (Moe Dunford)-. En medio de estos dos grupos enfrentados, una marginada, Lila (Elsie Fisher), víctima de la violencia de las armas en un instituto. Así, las dos La Matanza de Texas, separadas por cuatro décadas, se plantean como relatos de terror que sirven de radiografía del momento que vive Estados Unidos. Solo que la jugada es mucho más clara en 2022, donde los guiños a la actualidad son obvios, y la historia, más que aterrorizar, se conforma con entretener. Nada que objetar. Esta nueva película se aleja de la violencia seca y apuesta por el gore festivo: la motosierra persigue a una víctima, bajo el suelo de madera de una casa, como si fuera la aleta invertida de un tiburón; o la sangrienta escabechina que significa la entrada del asesino psicópata en un autobús repleto de niñatos de fiesta. Leatherface (Mark Burnham) pierde a su familia, se queda solo y se convierte más que nunca en un trasunto de Michael Myers o Jason Voorhees, una máquina de matar imparable que vuelve una y otra vez, con lo que el argumento se acerca al slasher puro y se aleja del esquema recurrente en la saga, en la que la familia de asesinos atrapa y tortura a un grupo de incautos. Aire fresco para una secuela bien empaquetada, que pierde la carga transgresora e incómoda del original, y busca un acabado preciosista en la realización y en la fotografía -como ya hizo Marcus Nispel en 2003- alejándose de la crudeza y el feísmo de 1974. Un buen producto, entretenido y contundente para los fans del terror.

EL MÉTODO WILLIAMS -UN PLAN SENCILLO


El método Williams
 cumple con la cuota de nominadas a los Óscar -tiene seis, incluyendo a mejor película- que están basadas en una 'historia real' y que tras su desenlace se completan con una serie de informaciones sobre lo que pasó después con los protagonistas y con imágenes de los personajes de la vida real para que certifiquemos el cuidado con el que han sido recreados. En este caso, se nos recuerda el tremendo éxito de las hermanas Williams, Venus y Serena, como jugadoras de tenis. La película, dirigida por Reinaldo Marcus Green y escrita por Zach Baylin -este último nominado al Óscar por su trabajo- es un vehículo para el lucimiento personal del actor Will Smith, que aparece acreditado como productor de la cinta y que interpreta al personaje principal, Richard Williams, padre de las mencionadas deportistas. Smith aparece en pantalla prácticamente en cada fotograma de la película -de 2 horas y 24 minutos de duración- y sin embargo no puedo decir que la historia esté contada desde su punto de vista -aunque el relato se inicie con la voz en off de su personaje-. Richard Williams, tan elocuente cuando repite las consignas de su 'plan' a sus hijas, como callado cuando se trata de expresar sentimientos o motivaciones, permanece relativamente en el misterio: ¿A qué se debe su obsesión por conseguir el éxito de sus hijas? La respuesta parece estar en el contexto social que expone la película: la discriminación que sufren los afroamericanos en Estados Unidos. Esa rabia hacia la opresión de la mayoría blanca recorre el relato, aunque nunca acaba de tomar el protagonismo absoluto. La película es muy clara en este sentido de denuncia, pero resulta más contradictoria si analizamos la validez ética de los métodos del protagonista para conseguir que sus hijas lleguen al olimpo del tenis (como de hecho consiguió). Richard Williams es un personaje excéntrico y sus excesos disciplinarios solo se justifican por su tremendo éxito. 
El método Williams puede parecer la típica historia de superación que tantas veces hemos visto en el cine, sobre todo en películas de temática deportiva. Pero lo interesante es que el protagonista encarnado por Smith es un personaje autoritario, obsesivo, que se enfrenta a todos para conseguir sus objetivos, y que puede resultar incómodo a pesar de la simpatía con la que se le retrata y del carisma de Will Smith, nominado al Óscar por este papel. El guión no evita destapar los aspectos más oscuros del personaje, pero prefiere dejar esas imperfecciones en los márgenes del relato, para que su argumento pueda avanzar sin desvíos hacia el desenlace que ya conocemos todos -y en el que Arantxa Sánchez Vicario es la última villana a batir-.

AFTER LIFE -EL MÁS ALLÁ


Ricky Gervais no es solo el tío borde que se atrevió a sacarle los colores a las más grandes estrellas de Hollywood poniendo a prueba los límites del humor en los Globos de Oro. Es, además, un innovador de la comedia televisiva, que cambió las reglas de la sitcom creando The Office (2001) junto a Stephen Merchant, una ficción de influencia tremenda, solo equiparable a Curb Your Enthusiasm (2000) de Larry David. En aquella serie, Gervais y Merchant apostaban por abolir los recursos clásicos de la comedia catódica: evitaban las risas enlatadas, por supuesto, pero también los planteamientos cómicos a priori, buscaban un realismo descarnado y cotidiano, le decían adiós al punchline y a la catchphrase y lo más inaudito de todo, basaban la comicidad en la vergüenza ajena, en lo incómodo, en lo socialmente intolerable. El protagonista de The Office, David Brent, es egocéntrico, racista, homófobo, machista, mezquino y patético. Verlo solo puede hacernos reír si entramos en el perverso juego de la serie. Gervais ha seguido desarrollando ese mecanismo de lo cómico en sus siguientes trabajos, como Extras (2005) -sobre las miserias del mundo del espectáculo-, Life´s Too Short (2011) -protagonizada por Warwick Davis, afectado de enanismo-, Derek (2013) -en la que Gervais interpreta a un una persona con discapacidad- y ahora en After Life (2019) que estrena su tercera temporada en Netflix y que lleva todavía más allá eso que denominaremos post humor. En este sentido debo admitir que esta serie me descoloca en cada entrega por lo radical de su planteamiento. Hacer una comedia sobre el duelo, me parece, de entrada, tremendo. Pero es que Gervais es consecuente con su premisa: la muerte de la pareja del protagonista, Tony -el propio Gervais-, no es una excusa argumental, sino el conflicto central de la trama sobre la que gira cada capítulo de las tres temporadas de la serie. Tony se siente miserable tras la muerte de su mujer, Lisa (Kerry Godliman), y no consigue superar su pena. No evoluciona. Gervais se niega rotundamente a darnos cualquier tipo de esperanza al respecto. A través de su personajes, aprovecha para transmitirnos su filosofía de la vida: Gervais es profundamente ateo, animalista, y siempre está dispuesto a decir lo que cree, aunque sea políticamente incorrecto. Dado que el personaje protagonista, Tony, es un monolito inmutable en el centro del relato, debemos buscar el significado de esta comedia en el contraste con el resto de personajes del reparto. Tony es listo, culto y una especie de defensor del sentido común -y de lo justo- pero está rodeado por individuos mediocres, físicamente alejados de los cánones de belleza de los actores de cine y televisión, frikis, fracasados o directamente asquerosos. ¿Qué quiere decir esto? Pues que Tony, con toda su inteligencia e ironía, no encuentra razones para vivir -tras la muerte de Lisa- mientras que esta deprimente galería de perdedores nunca se plantea en lo más mínimo el sentido de la vida y siguen buscando la forma de ser felices (aunque siempre fracasen en el intento). Este planteamiento hace de After Life una serie única, al menos en mi experiencia, que además no teme hablar de todos los tabúes posibles: la muerte, la enfermedad, la prostitución, las discapacidades y hasta el cáncer infantil. Pero quizás lo que más me ha descolocado de esta ficción es la voluntad de Gervais de ser cursi. Sí, cursi. Esta serie se regodea en el sufrimiento de su protagonista, insiste una y otra vez en la pena que siente al haber perdido a su pareja, y se permite momentos delirantes y cursis, aunque no en un sentido romántico o sentimental, sino en cuanto a una oscuridad extrema, nihilista, que no encuentra sentido en la existencia más allá de la muerte. El plano final -atención spoiler- en el que vemos a Tony alejándose -¿Hacia dónde?- con su perro, para luego ver cómo aparece Lisa cogiendo su mano, para enseguida desaparecer, seguida del perro y del propio Tony, me parece un momento tan desolador que llega a ser, como ya he dicho, cursi. Tan exageradamente triste, que uno podría incluso reírse, aunque quizás, con una lagrimilla en el ojo. ¿Es esta la intención de un tipo tan listo como Gervais?

LICORICE PIZZA -CUANDO ÉRAMOS JÓVENES


¿Qué es una película? Hay quizás tantas respuestas como espectadores. Una película puede ser una historia bien contada, una montaña rusa de emociones, un reflejo de la realidad que nos hace pensar. Puede ser también la posibilidad de entrar en otro mundo, en una época, un país, una cultura diferentes al nuestro. En Licorice Pizza creo que Paul Thomas Anderson consigue precisamente eso: que durante poco más de dos horas nos traslademos a los Estados Unidos en 1973, a California y a cuando éramos jóvenes, apenas unos chavales de instituto que corrían entusiasmados para llegar cuanto antes a su destino. El gran logro de la película de Anderson es captar ese espíritu, ese momento en el que todo era posible, en el que el futuro estaba abierto por delante, en el que soñábamos con el primer amor sin haber sufrido decepciones, rupturas ni desengaños. Cuando no elegíamos lo que más nos conviene, sino con el corazón. Si tuviera que apuntar el género de Licorice Pizza, sería el de esas películas en las que me gustaría quedarme a vivir. Toda una sorpresa, porque Paul Thomas Anderson parecía empeñado en conseguir una obra maestra, como Pozos de Ambición (2007), The Master (2012) y El hilo invisible (2017), películas ásperas, frías y perfectas -yo diría que magistrales-; tendencia que cambia en Licorice Pizza, obra que recupera el tono atrevido y despreocupado de Boogie Nights (1997), con similar retrato nostálgico de una época y sentido del humor. Anderson utiliza una fotografía de colores cálidos, una banda sonora espectacular -compuesta por el habitual Jonny Greenwood de Radiohead, pero también por canciones de la época de gente como Nina Simone, Chuck Berry, The DoorsPaul McCartney y el omnipresente David Bowie-, además de multitud de referencias pop a esos años, permitiéndose unos cuantos guiños al show business que la emparentan con Érase una vez en Hollywood (2019) de Quentin Tarantino. Todo bien. Pero me gustaría destacar sobre todo el talento de Anderson para dibujar a sus personajes principales, Alana Kane y Gary Valentine. Este último, es una mezcla irresistible de marginado con granos y sobrepeso, pero con una inaudita autoconfianza que le permite atreverse a todo, a ligar con todas y a emprender cualquier tipo de negocio, lo que parece convertirle en el protagonista del relato. Pero es Alana la que acaba siéndolo -creo yo- en constante búsqueda de su camino, de su identidad y del amor (esto último en un recorrido muy accidentado que quizás resume la moraleja de la cinta). Alana Kane está fantásticamente interpretada por Alana Haim, del grupo californiano Haim -sus hermanas y el resto de su familia también aparecen en esta película- que aporta una naturalidad pasmosa y un encanto irresistible. A Gary Valentine le da vida nada menos que Cooper Hoffman, hijo de Phillip Seymour Hoffman, llorado actor habitual en la filmografía del director de Magnolia (1999) hasta su prematuro fallecimiento. Ambos forman parte de un espectacular casting de actores que no parecen actores y que hacen que esta historia, formada por episodios apenas conectados entre sí por la tensión romántica entre los protagonistas, sea única. Hasta el más irrelevante de los actores del reparto goza de un pequeño detalle de vestuario, de una frase o de un físico peculiar, que hace que el mundo de la película cobre vida. Junto a ellos, las caras conocidas de Sean Penn, Bradley Cooper y Tom Waits, en papeles más bien caricaturescos, casi, casi, sobran (no me resisto a desvelar el cameo de John C. Reilly como Fred Gwynne). Y aunque seguramente ninguno de nosotros, espectadores, hemos sido actores infantiles, ni hemos emprendido empresas para vender camas de agua o máquinas recreativas pinball, ni hemos trabajado en campañas políticas, de alguna forma, nos sentimos identificados con lo que les pasa a Gary y Alana, como si estuviéramos viendo nuestras propias memorias robadas por el cine. Licorice Pizza es una obra maravillosa, para perderse en ella y sus detalles una y otra vez.

EL LIBRO DE BOBA FETT -STAR WARS FOREVER


Antes de emprender este comentario sobre El libro de Boba Fett convendría analizar su aparente naturaleza de apéndice de la serie The Mandalorian. Esto puede parecer obvio, hasta que alguien suelta en las redes que le gusta mucho más la serie original. No estamos ante un spin-of con identidad propia como puede ser Better Call Saul con respecto a Breaking Bad, serie nacida cuando la segunda ya había completado su recorrido. Tampoco estamos ante un mero intento de explotación comercial: no se le ha encargado el proyecto a un nuevo equipo creativo para rentabilizar el éxito de The Mandalorian. El libro de Boba Fett está escrita y producida por el propio Jon Favreau, que vuelve a colaborar con Dave Filoni, Robert Rodríguez y Bryce Dallas Howard entre otros. La serie sigue las peripecias del famoso cazarrecompensas de El Imperio contraataca (1980)  y El regreso del Jedi (1983) mientras sabemos que la historia de The Mandalorian no se ha cerrado. Por todo esto, El libro de Boba Fett pasa de ser una mera subtrama para, en los episodios 5, 6 y 7, convertirse en algo más. Los últimos tres capítulos marcan la vuelta -ojo spoiler- del mandaloriano (Pedro Pascal) y de un montón de inesperados personajes más. Se trata de tres episodios que confirman que, lejos de ser esta una serie menor, El libro de Boba Fett es un importante complemento de The Mandalorian, confirmando la intención que intuíamos en Favreau: la de contar historias de Star Wars sin miedo a usar a los míticos personajes originales, creando una especie de cemento que rellena los huecos entre las películas y conecta las tres trilogías sobre la saga Skywalker.

En sus primeras entregas, la serie sobre Boba Fett (Temuera Morrison) es una estupenda revisión del western, con sus grandes paisajes, pueblos sin ley, tribus de indios -los moradores de las arenas-, el asalto a un tren o diligencia, y sus duelos entre pistoleros. El western siempre ha estado presente en Star Wars, y de hecho, el gran atractivo del misterioso Boba Fett era ser la mezcla de una armadura medieval, un astronauta y un pistolero sin nombre, tomando como referencia al Clint Eastwood de la trilogía del dólar de Sergio Leone. Sin embargo, hay que constatar que todo eso ya lo había aprovechado Favreau para el protagonista de The Mandalorian, cuyas aventuras son, en realidad, las que habíamos soñado para el propio Fett. Tras la resurrección del personaje original, había que buscarle su propia personalidad, que ha acabado siendo el resultado de su madurez. Este Boba Fett es un viejo pistolero que, tras volver a la vida, ha cambiado completamente. Favreu nos regala así una suerte de western crepuscular, en la que el antihéroe debe luchar contra todos a pesar de haber perdido facultades físicas. Por otro lado, los guiones de Favreu se esmeran por conectar las dos primeras trilogías con la historia de Fett, utilizando flashbacks de las precuelas en las que conocimos a su padre, Jango Fett, y contándonos lo ocurrido después de El regreso del Jedi (1983). Si a todo esto unimos una buena ración de fan service -¿Qué tendrá de malo?- y mucho sentido del humor -el androide 8D8 con la voz de Matt Berry- no sé qué más se puede pedir.

Por si fuera poco, la serie culmina con un episodio dirigido por Robert Rodríguez que es un auténtico festín de acción y guiños, de nuevo, al western -Los siete magníficos (1960)- y al cine de monstruos gigantes -de King Kong (1933) a Ray Harryhausen- donde las escenas de lucha no son meros trámites: la forma en la que los héroes luchan contra los droides protegidos por campos de fuerza es ejemplar y verdaderamente emocionante. Creo que Favreau ha demostrado con estas series que la forma correcta de hacer Star Wars es volver a lo básico, al sentido de la maravilla, a la inocencia y al disfrute infantil, evitando complicaciones innecesarias como buscar un tono más adulto u oscuro. Es irrelevante si El libro de Boba Fett ha acabado siendo el prólogo de la tercera temporada de The Mandalorian: es pura diversión. Personalmente, yo quiero más.

DRIVE MY CAR -CONTADORES DE HISTORIAS


El director japonés Ryusuke Hamaguchi -este mismo año ha estrenado La ruleta de la fortuna y la fantasía- se propone como un autor a seguir de cerca con Drive My Car, a la que coloco desde ya entre las películas más relevantes de este inicio de 2022, y que no por casualidad se ha llevado tres premios en el festival de Cannes -mejor guión incluido- y el Globo de Oro a la mejor cinta extranjera. La película es un prodigio narrativo que entrelaza diferentes historias a través de sus personajes, que van desvelando sus conflictos personales a través de diálogos contenidos pero emocionantes. El protagonista es Yusuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) un actor y director de teatro con una peculiar costumbre: aprenderse sus textos mientras conduce su viejo coche rojo, escuchando una cinta grabada con la voz de su esposa, que recita los diálogos de los personajes de la obra. A partir de esta situación tan sencilla como bonita, Hamaguchi nos irá contando los traumas de los personajes que rodean a Kafuku: su mujer, una dramaturga que se inventa historias mientras hace el amor; un joven y conflictivo actor famoso; una actriz que se comunica por lenguaje de signos, y sobre todo, una silenciosa conductora que ha encontrado el sentido de su existencia detrás del volante. La película funciona como una road movie a la inversa: en lugar de hacer un viaje descubriendo diferentes lugares, el coche de Kafuku casi siempre hace el mismo recorrido, según su rutina de trabajo, y son los personajes mencionados los que se suben al vehículo, que funciona como un confesionario. Hamaguchi adapta un relato de Haruki Murakami del mismo título, que además mezcla con los textos de Tío Vania de Antón Chéjov, la obra que prepara Kafuku: son dos miradas humanistas con las que el director y guionista japonés da forma a una reflexión sobre el significado de la vida, entendiendo la existencia como una sucesión de tragedias y pérdidas. Sin levantar la voz en ningún momento, con una planificación tan sencilla como exacta y con un ritmo sosegado, Drive My Car te va atrapando poco a poco, cocinando a fuego lento sus conflictos dramáticos hasta llevarnos a un desenlace emotivo y de una humanidad arrebatadora. Pero lo que más me ha conmovido de esta película es su mensaje sobre el arte, sobre la literatura y el teatro, sobre cómo la ficción nos ayuda a superar los problemas de la vida. Que sus tres horas de duración y su engañosa lentitud no os impidan disfrutar de esta gran obra.

ARCHIVO 81 -COMPENDIO DEL TERROR


Misteriosas películas caseras halladas en un viejo trastero, objetos de coleccionismo supuestamente malditos, sectas secretas que practican oscuros rituales, la leyenda urbana de las snuff movies, personas extrañamente desaparecidas, todos estos elementos forman parte de Archivo 81, la serie de Netflix producida por James Wan -detrás de la saga de Saw, Insidious y Expediente Warren-. Su argumento conjuga los elementos antes mencionados, de comprobada eficacia, y los articula como un found footage, subgénero que aporta interés y verosimilitud al presentar las imágenes que conforman el relato con la textura engañosa, el grano, de lo supuestamente real. Así, se nos presenta a Dan Turner (Mamoudou Athie), un restaurador de películas y cintas analógicas que recibirá la misteriosa misión de recuperar los materiales hallados en un trágico incendio en un edificio en los años 90. En su nuevo trabajo, Dan descubrirá la historia de Melody Pendras (Dina Shihabi), una joven que investigó el edificio siniestrado buscando su verdadero origen, utilizando como excusa la grabación de un documental. Así, la trama se reparte en dos líneas temporales, en las que los dos protagonistas irán descubriendo nuevos misterios que llevarán a su vez a nuevos enigmas, en un relato que incluye momentos terroríficos -estoy pensando en la inquietante música del ritual que se convierte en leitmotiv de esta ficción-. La serie sigue una pauta -también de probada eficacia- que puede recordar a Perdidos (2004-2010), encadenando misterios, colocando un cliffhanger al final de cada episodio, e incluso estableciendo de fondo una teoría de la conspiración con la típica gente poderosa moviendo los hilos. Así, utilizando elementos argumentales recurrentes, un subgénero con morbo, y una estructura narrativa con gancho, Archivo 81, desde luego, interesa y entretiene. Pero en mi opinión, no ofrece nada más. Comete el error de hacer caso a los detractores, precisamente, del final de Perdidos, y se esfuerza en explicarlo todo y atar todos los cabos, lo cual es contraproducente, aburrido y se carga el misterio. Por otro lado, la serie parece creer que ha solucionado el gran lastre del found footage -siempre, en algún momento, nos preguntamos por qué los personajes siguen grabando- al abandonar la perspectiva del metraje encontrado para meternos dentro de las películas de Melody, mostrándonos lo que le pasa a ella, en primera persona, en una recreación de los años 90. Para mí esto resta inquietud a esas imágenes, que pasan a ser parte de la serie y se convierten en convencionales. Además, acaban resultando igualmente lastradas por la necesidad de ver a Melody con una cámara, grabando constantemente, para justificar que Dan esté viendo todo aquello. Por último, Perdidos enganchaba con sus enigmas, sí, pero contaba también por sus grandes personajes: la parte dramática de Archivo 81 resulta endeble, sobre todo en ese convencionalismo que obliga a relacionar a los personajes de forma personal y sentimental con la historia que se desarrolla ante ellos. Habría sido más riguroso y arriesgado mantener los puntos de vista de cada personaje y no apartarse del found footage. La serie tira, además, de demasiados clichés, como el edificio de vecinos sospechosos en plan La semilla del diablo (1968), pero lo hace sin gracia. Y aunque aborda temas menos sobados, como la relación entre el arte y el mundo de los espíritus, no llega a centrarse demasiado en nada. Archivo 81 tiene ideas interesantes, como que las relaciones con los fantasmas se puedan interpretar como paradojas temporales, y hay momentos que valen la pena, como la sesión espiritista del episodio dirigido por Aaron Moorhead y Justin Benson -autores de otra ficción sobre sectas como El infinito (2017)- quienes saben imprimir una atmósfera terrorífica a dicho momento. Se desaprovecha también un arranque estimulante que nos presentaba el oficio/pasión de Dan, un homenaje a un mundo (casi) perdido: el del soporte físico y analógico, de cintas de Súper 8, cassettes, VHS y vinilos, que es apasionante y que podría haber hecho ganar muchos enteros a la serie de haber apostado por ese camino. Y hay un elemento más que añadir al batiburrillo temático de la serie: el de la salud mental, que permite jugar al terror psicológico y citar a Solaris (1972), de Andréi Tarkovski. En resumen, creo que Archivo 81 es una serie con todo lo que le puede gustar a la mayoría de los fans del terror, pero que carece de rigor, riesgo y personalidad suficientes para destacar en la ficción actual.

EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS -SED DE MAL


El callejón de las almas perdidas
es una pequeña joya de cine negro de 1947, dirigida por Edmund Goulding y protagonizada por Tyrone Power, ambientada en los bajos fondos de las ferias y los espectáculos de barraca. Un escenario colorido, pero también decadente y algo macabro que conecta perfectamente con la imaginería visual del mexicano Guillermo del Toro, que realiza ahora su propia versión de la historia, regresando a la novela original, que firma William Lindsay Gresham. La historia narra la peripecia de Stanton Carlisle (Bradley Cooper), que se une a una feria ambulante y acaba formando parte del modesto espectáculo de una mentalista, Madame Zeena (Toni Collette). Del Toro mantiene la ambientación original en los años 40 lo que da pie al punto más fuerte de la película, un deslumbrante diseño de producción en el que brillan los decorados de época, especialmente los de la feria y sus diversos espectáculos, y también los de la segunda parte de la película, en lujosos hoteles y salones art déco; lo mismo ocurre con el vestuario y las caracterizaciones, todo esto fotografiado estupendamente por Dan Lastsen. Si sumamos a estos elementos la superdotada puesta en escena de Del Toro y un elenco de lujo -sumemos a los ya mencionados a Rooney Mara, Cate Blanchett, Willem Dafoe, David Strathairn y Richard Jenkins, entre otros- hay que decir que estamos ante una cinta de calidad incuestionable. Técnica y visualmente, El callejón de las almas perdidas bien vale el valor de su entrada. Del Toro realiza un film cercano al thriller, sin los elementos fantásticos que abundan en su filmografía, pero potencia la atmósfera y los elementos afines a su cine como si lo fueran: los fenómenos de feria, los espectáculos de mentalismo, las sesiones de espiritismo, todo está realizado por Del Toro con su sensibilidad fantastique. Los elementos más sensacionalistas de la historia, esos que la película de 1947 mantenía fuera de campo, el mexicano los lleva a primer plano, mostrando una violencia más que contundente e, incluso, recreándose en algunos momentos gore, por no hablar de una mayor carga sexual en las relaciones entre los personajes. Una falta de contención que entiendo como marca de estilo, pero que quizás resta rigor a un relato que brilla al mostrarnos la paulatina caída del personaje protagonista, Stanton, llevado por su ambición, en una cuidada interpretación de Bradley Cooper, que lo da todo en el último y memorable plano de la película. Aunque quizás, un flashback podría contradecir esa estupenda evolución moral del personaje, con una innecesario revelación de última hora. Lo dejo a criterio de cada espectador.

BELFAST -LA MIRADA DEL NIÑO


Para entender Belfast parece necesario fijarse en los planos que dedica su director, Kenneth Branagh, a la mirada del niño protagonista, Buddy (Jude Hill), porque todo el relato está marcado por su perspectiva infantil. Ese niño representa, claro, al propio Branagh, que en esta película se permite el lujo artístico de recrear algo parecido a sus memorias en un espectacular blanco y negro. Estamos, por tanto, ante un retrato nada realista de la Irlanda del Norte de finales de los años 60, y ante una mirada nostálgica e idealizada que traduce los momentos más tensos de los violentos enfrentamientos sectarios entre protestantes y católicos en clave de western, como puede ser Solo ante el peligro (1952). Branagh mira hacia atrás sin ira, todo lo contrario, su retrato semi autobi
ográfico de su propia infancia es luminoso, optimista a pesar de los conflictos sociales e históricos, capaz de transformar un funeral en una fiesta. Con canciones a cargo de Van Morrison, Belfast se ve con una sonrisa y, quizás, también con alguna lágrima. Branagh elige un reparto de lujo para interpretar a su familia, con Jamie Dornan y Caitriona Balfe como sus guapísimos padres, y nada menos que Ciarán Hinds y Judi Dench como sus abuelos, que son quizás lo mejor de la función. Con una espléndida fotografía de Haris Zambarloukos, hay que decir, sin embargo, que Belfast no es Roma, de Alfonso Cuarón. En la gran obra del mexicano, su punto de vista personal me parece que está más difuminado -Cuarón sería uno de los niños de la familia protagonista- y además, se da prioridad al retrato social de una época expresado con una propuesta estética apabullante que utiliza el plano secuencia y la profundidad de campo como herramientas narrativas y para crear una distancia emocional. El regreso al pasado del director irlandés está marcado por la cinefilia -las películas forman parte importante de la vida del soñador Buddy-, por el primer amor, por el recuerdo de pequeñas travesuras. Es una mirada complaciente y cariñosa que puede llegar incluso al fetichismo en la reproducción minuciosa de los regalos infantiles recibidos en Navidad: el uniforme de los Thunderbirds o una reproducción de juguete del coche de James Bond. Branagh, que ha firmado una filmografía reciente marcada por el encargo y la superproducción, parece desquitarse en Belfast con su film más personal en mucho tiempo.