DRÁCULA EN BLANCO Y NEGRO

Resulta curioso penar que solemos relacionar a la figura del vampiro con el color rojo de la sangre, cuando la primera que se vio a Drácula en una pantalla, fue en blanco y negro. Sin colmillos ni sangre, Bela Lugosi se convirtió en la imagen más icónica y reconocible del personaje creado por Bram Stoker. Aunque podamos preferir las versiones encarnadas por Christopher Lee o Gary Oldman, la imagen más reconocible del conde sigue siendo la del intérprete húngaro, en blanco y negro. En las siguientes líneas celebro a ese elegante conde de pelo engominado, que seduce y no muerde, desde la película seminal dirigida por Tod Browning -recupero el texto ya publicado sobre este film sobre los mejores Drácula- y aclaro que me salto Nosferatu, obra maestra ya mencionada en el referido artículo, para luego repasar el terror de la Universal y otras producciones de serie B, hasta sus últimos coletazos en los años 40, justo antes de la irrupción del color que trajo la Hammer en 1958.

Drácula (1931) es teatral en su origen y en sus planteamientos dramáticos: la acción se desarrolla básicamente en interiores, a través de los diálogos de los personajes, sobre todo en la secuencia del castillo del conde y cuando el vampiro acecha a sus víctimas femeninas en Londres. Tod Browning, buen conocedor del género, autor de un clásico de culto como Freaks (1932), compensa este defecto con movimientos de cámara que pueden parecer impropios de una película en los comienzos del sonoro (quizás atribuibles al director de fotografía, Karl Freund). Aunque algo tosca, este Drácula mantiene la fuerza primitiva del cine mudo, especialmente en las intensas miradas de Bela Lugosi, que ya había interpretado al personaje sobre los escenarios. Drácula marcará la carrera del actor húngaro, siempre en relativo declive tras el gran éxito de su personaje más famoso. Su elegancia y su exótico acento estarán siempre relacionados al personaje creado por Bram Stoker, cuya idea del vampiro no era precisamente la de un hombre atractivo. A favor de la película, todos los recursos de la Universal y su equipo de artistas para crear una estética importada del expresionismo alemán: la dirección artística de Charles D. Hall, los decorados del oscarizado Russell A. Gausman -sin acreditar-, la mencionada fotografía del alemán Karl Freund -que firmó la de Metrópolis (1927) y luego dirigió La momia (1932)-. Estética poderosa para una historia en la que tenemos una concepción clásica del monstruo, como una amenaza externa, extranjera -el otro- que aparece para poner en peligro el orden establecido -el matrimonio de Mina (Helen Chandler) y John Harker (David Manners)- y que debe ser destruido. Los enemigos de lo transgresor -el sexo y la muerte- son la inocencia de Mina, la fe en el crucifijo, y la ciencia de Van Helsing (Edward Van Sloan). La película evita los detalles más escabrosos de la novela, las alusiones sexuales, la imagen de la sangre, de los colmillos, de estacas clavándose en el pecho del vampiro. Pero todo lo que pierde en impacto visual, lo gana en sugerencia.

Mencionemos la existencia de una versión muda, ya que en 1931 no todos los cines estaban preparados para el sonido; y de una versión con banda sonora -preciosa- de Phillip Glass, pensada como acompañamiento musical en directo para un film que sufre por unos largos silencios. Tod Browning nunca se sintió cómodo en el cine sonoro.

Lectura recomendada: Hollywood Gótico. La enmarañada historia de Drácula de David J. Skal (2015).


Drácula en español es más que una curiosidad. Cuando Tod Browning y compañía abandonaban el plató tras la jornada de rodaje, un segundo equipo se presentaba para realizar una versión en castellano de Drácula. Con actores españoles, mexicanos y argentinos, en un sorprendente remake simultáneo que parece más pulido técnicamente: el equipo de rodaje tenía la oportunidad de revisar el material rodado durante el día y mejorarlo. La película respondía, en principio, a la necesidad industrial de llegar al mercado hispano, que se quedaba huérfano de cine con la llegada del sonoro (el doblaje todavía no era viable). Pero con esta excusa, el empeño del productor Paul Kohner consiguió que este Drácula no fuera un simple remedo, sino un éxito artístico. Dirige George Melford en una obra que 
resulta más erótica -atención a las transparencias de Eva -personaje que sustituye a Mina- interpretada por Lupita Tovar, que acabaría casándose con el mencionado Kohner. La cinta tiene además a un Drácula más que competente en el cordobés Carlos Villarías, muy parecido a Bela Lugosi, aunque, claro, sin la estatura mítica de este. La película estuvo perdida mucho tiempo hasta que en los años 70 fue descubierta una copia íntegra en la Filmoteca de La Habana que permitió su restauración en los años 90. Se puede comprar en DVD, en alguna de las ediciones de los monstruos de la Universal.

Lectura recomendada: Hollywood Gótico. La enmarañada historia de Drácula de David J. Skal (2015).


En La marca del vampiro (1935) Todd Browning se permite reformular su propio Drácula (1931). Aquí, un misterioso crimen ocurre en una supersticiosa región, en la que se cree en la existencia de los vampiros. El policía interpretado por Lionel Atwell investigará el caso con la ayuda de un trasunto del profesor Van Helsing, Lionel Barrymore, que intentará evitar otro ataque vampírico. Así, el argumento de Stoker se cruza con el whodunit cuya resolución acaba resultando, en mi opinión, más fantástica que la existencia de los propios no muertos. En el relato hay una suerte de Mina, un prometido a lo Jonathan Harker, y, por supuesto, un Conde Drácula, al que da vida nada menos que Bela Lugosi. Browning consigue que sus apariciones sean atmosféricas, junto a la vampira Luna (Carroll Borland), de imagen inquietante. Para el espectador actual, el film resulte quizás algo anticuado, y su argumento no se entiende del todo, hasta su resolución.



La hija de Drácula (1936) es una secuela de Drácula algo tardía, tras el éxito de otros monstruos de la Universal. Su planteamiento es, básicamente, proponer una versión femenina de la novela de Stoker, funcionando como un espejo en el que la condesa Marya Zaleska (Gloria Holden) representa el mal y el insípido Jeffrey Garth (Otto Kruger) tendría que ser la víctima. Pero la propuesta es conservadora, ya que Garth acaba siendo el héroe, y otra mujer, Janet (Marguerite Churchill), la auténtica víctima. Esto curiosamente introduce insinuaciones lésbicas que añaden interés a la trama. 
El poder hipnótico de Drácula y su mirada se trasladan a una joya femenina -un grueso anillo- y la idea de la fuerza del vampiro a un esbirro fortachón -Sandor, interpretado por el también director Irving Pichel- con maquillaje expresionista de cine mudo. La condesa, más que un demonio peligroso como Drácula, acaba siendo una heroína de melodrama, una víctima de un linaje maldito, lo que no deja de ser interesante. Un mal llamado profesor 'Von' Helsing -de nuevo Edward Van Sloan- es el vínculo con el primer film, ya que la acción se retoma desde la última secuencia de aquel, en el castillo donde acaba de 'morir' el conde. Con presupuesto de serie B, mantiene cierta calidad gracias a la fotografía y los decorados. 


El hijo de Drácula (1943) es el curioso trasplante del conde transilvano, al sur de Estados Unidos, con sus casonas, sus sirvientes afroamericanos -que antes fueron esclavos- sus pantanos húmedos, el llamado American Gothic. Un cambio de escenario que permite ideas sorprendentes, como que el vampiro ha viajado desde el viejo continente para buscar sangre nueva, fuerte y viril, en el nuevo mundo, en los Estados Unidos de América. Interpreta al conde nada menos que el hijo de Lon Chaney, cuya muerte le apartó del papel en la película dirigida por Tod Browning. Lon Chaney Jr. fue el hombre lobo en la cinta del mismo nombre (1941) -su rol más conocido-, en El fantasma de Frankenstein (1942) fue el monstruo, y fue también la momia en La tumba de la momia (1942), por lo que debe ser el único actor que interpretó a todos los monstruos clásicos para Universal. Su Drácula no puede evitar contagiarse de su mirada lastimera, a la que nos tiene acostumbrados como licántropo. Llaman la atención las bonitas animaciones que convierten al conde en murciélago -de goma- y en niebla -pintada- que tienen bastante encanto. El guión es de Curt Siodmak, auténtico experto en monstruos: suyos son los libretos de El hombre lobo (1941), Frankenstein y el Hombre lobo (1943) y hasta de Yo anduve con un zombie (1943)- y su historia tiene algo de folletinesco, de serial sin prejuicios, que además sorprende con un final anticlimático que la realización competente de su hermano, Robert Siodmak consigue salvar, parcialmente, con cierta dignidad. Una curiosidad: aquí el vampiro se hace llamar Alucard, cumpliendo la obligación -establecida en Carmilla- de usar un alias manteniendo las letras que componen el nombre original, pero cambiándolas de orden.



La mansión de Frankenstein (1944) es la primera reunión de los monstruos de la Universal: Drácula, el Hombre Lobo y Frankenstein, según una historia de Curt Siodmak. Drácula aparece casi testimonialmente, en el primer acto, interpretado nada menos que por un John Carradine larguirucho y con bigote. El conde aparece primero, de forma sugestiva, como una atracción de feria: un esqueleto en un ataúd con la estaca clavada. La forma de revivirle es tan simple como gratuita: nadie cree que realmente se trate del aristócrata de Transilvania. El protagonista del film es Boris Karloff, que tras interpretar al monstruo en tres ocasiones, ahora encarna a un malvado científico, que busca replicar los experimentos del famoso barón Frankenstein. Su ayudante, cómo no, es un jorobado, Daniel (J. Carrol Naish), que más que el malévolo Fritz/Igor de otras películas, es un remedo del Quasimodo de Victor Hugo, aunque aquí con instintos asesinos y, cómo no, enamorado de una gitana, que, a su vez, se queda prendada del hombre lobo, Larry Talbot (Lon Chaney Jr.). Este reaparece justo después de Frankenstein contra el Hombre lobo (1943), por lo que el monstruo no está demasiado lejos, encarnado por Glenn Strange. Su papel se reduce a despertar para provocar la gran destrucción que acaba la película por las buenas.




La mansión de Drácula (1945) es otro irresistible crossover de los monstruos de Universal, absolutamente inocente, casi un clon de la película anterior. Su máximo interés es cómo el guión de Edward T. Lose Jr. juega con los arquetipos del género. Aparecen todos, sin demasiada justificación. Primero, Drácula -de nuevo John Carradine- capaz de transformarse en murciélago con las animaciones ya vistas en El hijo de Drácula, que acude a la consulta del doctor Franz Edlemann (Onslow Stevens) para curarse de su vampirismo. Este doctor funciona además como científico loco y acaba protagonizando una subtrama inspirada en el Doctor Jekyll y Mister Hyde, que será el detonante de la historia. Antes, a su consulta acude nada menos que Larry Talbot (Lon Chaney Jr.), el hombre lobo, también para curarse. En la consulta también está Nina (Jane Adams), una enfermera jorobada -heredera de Quasimodo y del Igor/Fritz de Frankenstein-. Apuntemos por último la aparición, absolutamente casual del monstruo de Frankenstein (Glenn Strange) que llega -¡Otra vez!- solo para provocar un incendio que sirva de final a una película imposible. Hay un elemento interesante en el film y es su ausencia de personajes positivos: solo la guapa Martha O'Driscoll está libre de pecado, y se coloca del lado de los monstruos. Los vecinos del pueblo, representados por el poco agraciado Skelton Knaggs, dan más miedo que las criaturas fantásticas y la ley y el orden que defiende el personaje de Lionel Atwill son sin duda una imagen del fascismo. Así, como es normal, los monstruos acaban resultando mucho más simpáticos.


La sombra del vampiro (1946) quiso ser la secuela del Drácula de Tod Browning de 1931, nada menos que con Bela Lugosi repitiendo papel, pero Universal no permitió que Columbia utilizase al personaje de su propiedad, por lo que aquí el vampiro aparece bajo el nombre de Armand Tesla. El film a pesar de todo, recrea la atmósfera de las películas de la Universal, pero el guión de Kurt Neumann -director de La mosca (1958)- propone una operación extraña: la de situar la historia en el presente inmediato, cuando Alemania bombardea Londres. Una idea interesante. La novela de Bram Stoker, publicada al final del siglo XIX, en 1897, oponía al vampiro y su folklore a la modernidad, a la ciencia de Van Helsing, a los seminales gadgets que utilizaban éste, Seward y la 'nueva mujer' que representaba Mina. En las versiones cinematográficas hemos necesitado de un vampiro casi medieval para poder creer en el mito, pero en la esencia de la idea de Stoker estaba esa oposición entre ciencia y leyenda. En esta cinta dirigida por Lew Landers, apelar a un terror real como las bombas nazis desactiva a los monstruos clásicos: un Bela Lugosi envejecido y su hombre lobo esbirro, que encima habla, Andreas (Matt Willis) aparecen como terrores inocentes, de otra época. Si Nosferatu (1922) parece predecir el nazismo y el Drácula de 1931 servía para distraer al espectador de la Gran Depresión, La sombra del vampiro despide los terrores fantásticos ante la necesidad acuciante de enfrentar los reales. El escéptico policía Sir Frederik (Miles Mander), es incapaz de darle credibilidad a los monstruos y rompe la cuarta pared para preguntarle al público si este es capaz de creer en ellos.


Abbott y Costello contra los fantasmas (1948) es el epílogo de los monstruos de la Universal. La pareja de cómicos consigue reunir a Drácula, el Hombre lobo y la criatura de Frankenstein en una sola película, pero, más importante, interpretados por los actores que los hicieron famosos. Ahí está Bela Lugosi como el vampiro, Lon Chaney Jr. como el licántropo, y solo faltó Boris Karloff como el monstruo. Le sustituye Glen Strange, que ya había dado vida a la criatura en La mansión de Drácula y La mansión de Frankenstein. Estos elementos son el gran atractivo de la cinta, porque la comicidad de Abbott y Costello parece haber perdido vigencia con el paso del tiempo: los tics y las muecas del segundo solo harán gracia a los que estén familiarizados con su humor. Precisamente, hacer comedia con los monstruos que hace una década eran aterradores certifica la necesidad de su renovación. Las mejores escenas, claro, son las que presentan a todos los monstruos reunidos, en momentos que son pura serie B, convertido Drácula en un mad doctor deseoso de utilizar al monstruo de Frankenstein en sus planes diabólicos y con el hombre lobo, de nuevo, como un antihéroe trágico.


El vampiro (1957) es una sorprendente película mexicana, heredera del blanco y negro expresionista de la Universal, con unos atmosféricos decorados cubiertos por la niebla, pero que prefigura el enérgico y violento Drácula al que dará vida Christopher Lee un año después para la Hammer. El director, Fernando Méndez, fabrica imágenes de indudable fuerza y hasta inquietantes, pero el guión roba la mayoría de sus ideas de El hijo de Drácula (1943) de la que es prácticamente un remake, agregando una subtrama de enterrados en vida que no aporta demasiado. Con un tono de melodrama y diálogos antinaturales, molesta sobre todo el tono sarcástico del 'héroe' un escéptico médico que se toma todo a broma. Por suerte, Méndez parece aportar el imaginario sobrenatural mexicano a la estética del vampiro, con fantasmas, apariciones y utilizando a los indios como sirvientes del conde húngaro que interpreta Germán Robles, que se adelanta a Lee mostrando sus colmillos. Así, sorprende encontrar en México la película 'bisagra' entre Universal y Hammer. La cinta, por cierto, 
contó con una secuela, El ataúd del vampiro, también dirigida por Fernando Méndez y con German Robles repitiendo como el no muerto. Atención también a la publicación en el Festival de Stiges 2020 del libro ¡A mordiscos! sobre la vida de Robles, firmada por Jesús Palacios.

ANTIDISTURBIOS -REALIDAD Y FICCIÓN



Análisis problemático pero muy interesante el de Antidisturbios, la serie que Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña (director y guionista) firman para Movistar Plus. Un producto potente y adictivo -sus seis capítulos se quedan muy cortos- cuya gran virtud es el juego que se establece con el espectador y con la realidad, una cualidad que ha sido marca de estilo de Sorogoyen y Peña en trabajos previos. Tras firmar la enigmática Madre (2019), esta pareja de autores vuelve al terreno de su mayor éxito, El reino (2018). Estamos ante un thriller que entretiene de forma sobresaliente al espectador, pero que de paso nos habla de conflictos sociales, de los fallos del sistema y, por supuesto, de corrupción. La serie se abre con un breve prólogo en tono cotidiano que presenta a la protagonista del relato, Laia -estupenda Vicky Luengo-, en una breve escena familiar -jugando al Trivial- en la queda clara su personalidad. Luego vendrá el plato fuerte de la serie: una tensa secuencia en la que una unidad de antidisturbios interviene en un desahucio. La situación planteada bebe de la realidad del problema de la vivienda, de la exclusión social, de la inmigración, de la percepción social de la supuesta brutalidad policial y del papel de los medios y las redes sociales. Si el guión juega con estos elementos de forma brillante, la planificación de Sorogoyen genera la tensión suficiente para fabricar una secuencia modélica y difícil de olvidar. Una secuencia que nos hace pensar que estamos ante una ficción en la línea realista y basada en los procedimientos como la obra maestra que es The Wire de David Simon. Una idea que se demuestra falsa enseguida, porque el relato se mueve, como ya he dicho, sobre todo en el terreno del thriller, aunque es verdad que juega también con lo cotidiano, con los tiempos muertos, con los procedimientos policiales no necesariamente impactantes. 

Aún así, lo principal es la intriga de la investigación de Laia, por un lado, y los movimientos de los policías por otro. La trama está marcada por giros y revelaciones -lamentablemente, algunos muy predecibles- que soportan una historia que, al mismo tiempo, pone el acento en sus personajes. Esta es quizás la principal debilidad de Antidisturbios, porque el retrato, en cada episodio, de un personaje, es irregular. Ya he hablado de la investigadora de asuntos internos, Laia, bien interpretada por Luengo, un personaje antipático pero muy interesante, que en mi opinión sigue el esquema ya manido de otras heroínas catódicas, concretamente la Carrie Mathison (Claire Danes) de Homeland. Adivinamos en el comportamiento de Laia algún trastorno psicológico que la lleva a realizar su trabajo de forma obsesiva, empeñada en la corrección de las formas y los procesos, más que en la justicia como tal. Laia no parece preocuparse por las personas que la rodean y comete acciones difíciles de justificar, que, personalmente, me chirrían un poco. El resto del reparto funciona francamente bien: un malencarado Raúl Arévalo ofrece matices interesantes; Hovik Keuchkerian está magnífico como una figura paterna para sus compañeros; Roberto Álamo también está muy bien y su personaje expresa los problemas psicológicos derivados de la presión a la que se enfrentan estos agentes. Álex García sale bien parado de un papel que cae en el estereotipo y Patrick Criado borda un personaje también predecible, el de niñato violento, siempre a punto de saltar. A Raúl Prieto le toca en suerte el peor de todos, en mi opinión, un acosador y maltratador, cuya subtrama se aleja un poco del tema central, y parece pensada solo como denuncia del machismo en el cuerpo policial. Parece lógico que la serie no haya gustado a los policías: el retrato del cuerpo es muy oscuro y pocos saben diferenciar realidad y la ficción. 

Cada episodio nos va dando pinceladas de los policías, pero no profundiza realmente en sus situaciones vitales. En este sentido, Antidisturbios se queda a medio camino entre el largometraje, en el que quizás habría quedado todo mejor atado, y el formato serial. Con más capítulos se habría evitado un final apresurado que se apoya en varias elipsis y se habría podido matizar un poco más a lo agentes. Aún así, creo que Sorogoyen y Peña juegan -como nos tienen acostumbrados- a la ambigüedad, a no mostrarnos a sus personajes como positivos o negativos, una intención loable y valiente. Pero también es cierto que, si bien todos los personajes tienen defectos, algunos imperdonables, tras el desenlace de la historia me queda la sensación de que sí hay héroes y villanos. El uso de elementos reconocibles de nuestra realidad aporta debate, pero también puede llevar a una leer en la serie una posición política que denuncia desahucios y pateras, sí, pero que sobre todo critica la España de Rajoy, la de la corrupción inmobiliaria, la de las cloacas del Estado del comisario Villarejo y la del conflicto catalán. ¿Es la intención de los autores lanzar un mensaje político o simplemente se valen de elementos reconocibles para provocar reacciones en el espectador? Sea como sea, Antidisturbios ofrece simultáneamente una mirada pesimista de la realidad, en la que los héroes fracasan contra el sistema, y una mirada de nuestro país. Elegid vosotros qué queréis ver.

REBECA -LAS COMPARACIONES


La idea de hacer una nueva versión de Rebeca es simplemente perfecta. La adaptación de la novela de Daphne du Maurier que estrena Netflix -también en cines- siempre tendrá que mirar hacia arriba al clásico intocable de Alfred Hitchcock de 1940, al que nunca podrá superar, lo que coloca al film en la misma situación que la protagonista del relato, obligada a luchar contra el fantasma de la Rebeca del título. En este sentido, Twitter sería la malvada ama de llaves. Pero si nos olvidamos de las comparaciones, ya sabéis que son odiosas, encontraremos en la nueva Rebeca un film digno con algunos momentos interesantes. Dirige un director interesante como el británico Ben Wheatly, autor de títulos estupendos como Kill List (2011), Turistas (2012) y sobre todo High-Rise (2015). En sus obras, Wheatly suele explorar el lado oscuro del ser humano, con una mirada escéptica no exenta de humor (negro). Rebeca parece ser un encargo para Wheatly, del que creo que sale airoso abordando el proyecto sin mirar demasiado hacia el tótem intocable del maestro del suspense y asumiendo las convenciones del género que aborda. En su primer tramo, Rebeca es una historia romántica sobre las fantasías de la protagonista, una huérfana interpretada con ojos húmedos por Lily James, torturada con sadismo por su jefa, la señora Van Hopper -siempre eficiente Ann Dowd- y rescatada por un apuesto y misterioso millonario, Maxim De Winter (Arnnie Hammer). La recreación de la época, el lujo que rodea a los personajes y los magníficos escenarios, nos llevan de la mano sin esfuerzo a través de una historia romántica que parece impresa en papel satinado. Donde se juega su prestigio Wheatly es cuando la historia arriba a la famosa mansión de Manderley, en la que el relato vira hacia el suspense e incluso el terror, gracias a la presencia inquietante del ama de llaves, la señora Danvers (Kristin Scott Thomas). Wheatley establece una descenso a los infiernos muy gradual y utiliza la secuencia del baile de máscaras -un diseño de producción estupendo- como el umbral hacia una historia de fantasmas, imprimiendo una atmósfera sobrenatural -esos cielos arrebatados, el mar oscuro, el buzo con su pesada escafandra emergiendo de las aguas (del subconsciente culpable)-. Son pequeños detalles, es cierto, que estaríamos aplaudiendo si viviésemos en una realidad alternativa en la que no hubiera existido Hitchcock. Por suerte vivimos en esta realidad, y podemos disfrutar con la nueva versión de Rebeca -si queremos- y volver a ver, una y mil veces, el clásico de Joan Fontaine, que sigue ahí, en vuestra videoteca, como siempre.

ON THE ROCKS -MATAR AL PADRE


Sofia Coppola estrena su nueva película en Apple Tv, On the Rocks, con un reclamo irresistible: el reencuentro con un actor maravilloso como Bill Murray, que protagonizó el film más popular de la directora, Lost in Translation (2003). La guionista y realizadora propone a una protagonista, Laura (Rashida Jones), en plena crisis de la mediana edad: su matrimonio con Dean (Marlon Wayans) se ha enfriado, su papel como madre le resta tiempo para sí misma, y su carrera como escritora parece estancada ante el famoso bloqueo creativo. Con Nueva York como escenario, Coppola canaliza el espíritu de Woody Allen en una película sencilla, cercana a la comedia, en la que los personajes son lo más importante. Sobre todo la fantasía de esos personajes, porque la sospecha de una posible infidelidad disparará la imaginación de Laura y provocará el reencuentro con su padre, Felix, un Bill Murray delicioso al que todos querríamos tener como padre, o como abuelo. Se inicia entonces una ligera investigación detectivesca para pillar al marido en una falta, en la que Laura se dejará llevar por su padre en una serie de aventuras cada vez más alocadas. Este liviano artefacto argumental esconde un conflicto de  asuntos no resueltos entre la hija y el padre, que son el verdadero corazón de esta historia que en realidad no se complica buscando lo grave: la capacidad de silbar expresará en Laura el tránsito hacia la superación de su pequeña crisis existencial. Pero On the Rocks también invita a preguntarnos por una posible lectura autobiográfica en lo que escribe Sofia: ese padre divertido, que la mete en aventuras alocadas, pero que tiene un lado mujeriego y algo irresponsable, al que Laura echa en cara cierto abandono, puede encajar en la sombra alargada del padre de Coppola. Mencionemos también la elección de la protagonista y álter ego de la directora en su película, Rashida Jones, hija del famoso y exitoso productor musical, Quincy Jones. No debe ser casualidad.

VENENO -LA SERIE DE ESPAÑA


Se puede decir que estamos viviendo un momento importante en cuanto a la ficción en televisión: probablemente hay más series que nunca y en consecuencia, una buena cantidad de productos de calidad. En España también se ha disparado la producción de series de éxito internacional y de excelente factura. Y dentro de esta 'edad de oro' televisiva, me permitiréis destacar a Veneno, para mí la serie más importante de los últimos tiempos en nuestro país. Javier Ambrossi y Javier Calvo han contado con los recursos necesarios para contar la historia de Cristina Ortiz, conocida como 'La Veneno', una mujer transexual que tras sufrir todo tipo de prejuicios tuvo que prostituirse, se convirtió luego en un personaje mediático gracias a la llamada telebasura y acabó siendo un juguete roto. Hasta ahora, nadie se había interesado por Cristina: un personaje chabacano, relacionado con la telebasura, fácil de despreciar. El primer acierto, por tanto, de los Javis, es haber visto en ella un símbolo y un reflejo de nuestra sociedad, sin prestar atención a los prejuicios de los que no saben distinguir la realidad de la ficción. Se convierte así la biografía de Veneno en un vehículo perfecto para las intenciones de los autores. El otro acierto, que aumenta el alcance de la propuesta, es jugar a la ficción dentro de la ficción, o a la metaficción si lo preferís, dándole el protagonismo a Valeria (Lola Rodríguez), personaje inspirado en Valeria Vegas -que por supuesto hace un cameo-, autora de la biografía en la que se inspira la serie. Con este hilo conductor, nos hacemos partícipes del conflicto personal de Valeria, también una mujer trans, cuya perspectiva es importante para identificarnos con lo que nos cuentan. Desde los ojos de Valeria vemos sobre todo a la propia Veneno -un personaje tan grande que tiene que ser interpretado por varios actores y actrices- que aparece mitificado en su momento de esplendor, humanizado en su infancia y adolescencia, ensombrecido en sus momentos más bajos.

La historia de Valeria, humana y cercana, sumada al morbo y el escándalo de la de Veneno serían suficientes para un producto entretenido. Pero los Javis han decidido profundizar en cada capítulo de la serie, multiplicando las lecturas de lo narrado. Veneno tiene la capacidad de reflejar problemas sociales y de defender unos valores de igualdad e inclusión que van más allá del colectivo LGTBI. Esta mezcla de entretenimiento y defensa combativa de los derechos sociales convierte a los Javis en alumnos aventajados del conocido front runner Ryan Murphy, creador de Pose, que también retrata el submundo trans en el Nueva York de los años 80 y 90. Nunca antes se habían contado en la televisión española los problemas del que es quizás el colectivo más marginado, desde luego nunca de una forma tan explícita y por lo tanto, valiente. Esto enmarcado en una filosofía de buen rollo, de igualdad y de libertad presente en toda la trayectoria como autores de los Javis, desde Paquita Salas hasta La llamada. De hecho, podemos ver en Veneno la culminación de una serie de temas recurrentes en la obra anterior de estos creadores: la marginación del diferente, la trastienda oscura de los medios y de la fama, el derecho de cualquiera a perseguir sus sueños y a ser lo que le dé la gana -y a acostarse con quien le dé la gana-.

Pero Veneno no es solo una serie 'necesaria', etiqueta que suele utilizarse cuando una obra esconde carencias artísticas apoyándose en 'hechos reales' y un mensaje paternalista para la sociedad. Veneno hace gala de un empaque brillante -nunca mejor dicho-. El diseño de producción, el vestuario, la fotografía, el uso de la música y la ambientación de las distintas épocas en las que se desarrolla la trama, todo es impecable y sobre todo, atractivo. La infancia de Cristina Ortiz -entonces Joselito-, contada casi como una respuesta a Dolor y Gloria de Almodóvar; el retrato de la televisión de los años 90 -hay un precedente en Paquita Salas- como reflejo de la sociedad española de la hipocresía, los prejuicios, pero también de cierta alegría de vivir y con una cierta nostalgia -impagable el momento en el que el decorado de Esta noche cruzamos el Mississippi se derrumba, como la propia vida de Cristina-; la capacidad narrativa para buscar formas originales de contar esta historia, para las transiciones de una época a la otra, el introducir secuencias de animación o utilizar la escenografía como sustituto del montaje; el atrevimiento de mostrar escenas sexuales -la celebración del sexo libre que es el episodio Acaríciame-, de enseñar cuerpos transexuales, penes, muchos penes -quizás acercándose al récord de Euphoria-, mostrando felaciones y eyaculaciones que solo se ven en una película pornográfica, buscando la provocación, sin duda, pero también la normalización; los cambios de tono y de registro, del melodrama al gore -cuando Veneno arranca un pezón a una prostituta rival-, del drama social a la comedia loca de esas mujeres desesperadas, pero maravillosas -como la deslenguada Paca la Piraña- que no paran de soltar tacos muy brutos; y hasta cómo se va en un solo episodio, de la estética preciosista del videoclip al feísmo del underground. Veneno no tiene un momento aburrido, es puro ingenio y creatividad, un festival de luces y colores que envuelve de forma inteligente el retrato y la denuncia de un mundo sórdido de discriminación e intolerancia. La serie española más valiosa de los últimos años.

POST MORTEM -FOTOGRAFIANDO A LOS MUERTOS


Post Mortem es una película húngara llena de ideas interesantes. La más sugestiva es la de situarnos en una época en la que el número de muertos supera al de los vivos: en 1918, en Hungría, tras la guerra y la peste. El protagonista, Tomás (Viktor Klem) es un soldado que, tras volver prácticamente de la muerte, se dedica a hacer fotografías de los muertos, hasta que en su camino se cruza una niña, Anna (Fruzsina Hais), a la que cree haber visto en una visión. Tomás acompaña entonces a la niña a su pueblo, donde los cadáveres se amontonan. Dirigida por Péter Bergendy, la película naufraga en su desarrollo, en el que Tomás y Anna se convierten en una suerte de cazafantasmas, que, por alguna motivación no demasiado clara, buscan pruebas de la existencia de espectros en el pueblo. Estos se aparecen como sombras en las fotos de Tomás, pero también influyen directamente en los vivos de forma física. A pesar de estas ideas interesantes, la película se desarrolla de una forma caótica, y no hay tensión en las apariciones de los fantasmas. A pesar de una fotografía y ambientación estupendas, Post Mortem no parece proponer nada tras su planteamiento sobrenatural. Un argumento tedioso que desemboca en un clímax, eso sí, enloquecido de gente levitando o siendo arrastrada por fuerzas fantasmales, todo con unos efectos especiales sencillos pero convincentes. A pesar de esto, lamento decir que no me ha conquistado.

COMRADE DRAKULICH -VAMPIROS Y COMUNISMO


En el ciclo que Hammer Films dedicó a Drácula y a otros no-muertos, el vampiro funcionaba como un elemento de transgresión social (y sexual). El conde interpretado por Christopher Lee mordía a una recatada señorita -o señora- que se convertía en una voluptuosa vampira cuya sexualidad ponía en peligro el orden establecido por maridos, padres, sacerdotes y otras figuras de autoridad del patriarcado. Por suerte estaba allí el profesor Van Helsing (Peter Cushing) para, con una afilada estaca, penetrar el corazón de la vampira -que solía recuperar entonces su belleza angelical- para restablecer el status quo. En la película húngara Comrade Drakulich (2019), lo más interesante es precisamente la evolución de un personaje femenino, Magyar Mária (Lili Walters), una agente de la policía secreta en tiempos del comunismo soviético, en los años 70. Magyar aparece primero como mera comparsa (sexual) de su grosero compañero Kun (Ervin Nagy), hasta que le encomiendan la misión de seducir y descubrir los secretos de Fábián (Zsolt Nagy), un misterioso líder revolucionario que no envejece (y que bebe sangre). Magyar irá ganando protagonismo tras relacionarse con el vampiro, para frustración de Kun y de todos los que la rodean. Lamentablemente, Comrade Drakulich no funciona del todo como comedia -bastante zafia-, ni como sátira del comunismo, ni mucho menos como film de vampiros: este no es más que una excusa argumental para hacer avanzar la trama y aparece despojado de cualquier aura sobrenatural más allá de un olfato que ni Lobezno. Con una estética interesante -deudora probablemente de Delicatessen (1991)- la película de Márk Bodzsár dibuja una sociedad comunista en la que todos viven escuchando o vigilando lo que hacen los demás -a través de las paredes o con micrófonos que recuerdan a La vida de los otros (2006)- en la que destaca, sobre todo, como ya he dicho, el machismo que impide a una mujer como Magyar ser completamente libre.

BECKY -HOME ALONE INVASION



Inverosímil pero entretenida, Becky se presenta como una versión gore de Solo en casa (1990), una home invasion protagonizada por una niña enfadada con la vida tras la muerte de su madre. Esa rabia primaria de Becky -estupenda Lulu Wilson- dirigida contra su padre (Joel McHale) es equiparada en el guión con el odio infantil, irracional y producto del miedo, de un grupo de neonazis presidiarios capitaneados por Dominick, interpretado por un sorprendente Kevin James, muy lejos del registro cómico que le ha hecho famoso. Con estos mimbres, una estética muy chula -fotografía de Greta Zozula- una banda sonora molona -compuesta por Nima Fakhara- y un trabajo de cámara resultón, de los directores Jonathan Millot y Cary Murnion -realizadores de la simpática pero olvidable Cooties (2014)-, Becky desperdicia todo su potencial y sus buenas ideas con un desarrollo que parece improvisado. Las situaciones que plantea no están bien resueltas y desde luego carecen de ingenio. Hay, además, un brusco cambio de tono entre el drama que vive la protagonista al inicio, la supuesta amenaza de los malvados neonazis que invaden su casa, y el gore festivo y gamberro que encontramos en la parte final de la película. Para pasar el rato, sin más.

MOSQUITO STATE -LA GRAN RECESIÓN


Ganadora del premio a los mejores efectos especiales en el Festival de Sitges 2020 y mejor fotografía -para Eric Koretz- en el de Venecia, Mosquito State es una película ambiciosa que utiliza una coartada fantástica para expresar el malestar de nuestra sociedad ante los sucesivos 'apocalipsis' que nos han tocado vivir. Porque la película del polaco Filip Jan Rymsza nos lleva al año 2007, justo antes de la crisis financiera de 2008, y nos sitúa en el epicentro de la misma, el Nueva York del lujo, de los rascacielos y de la bolsa. El protagonista es un analista de Wall Street, Richard Boca -un esforzado Beau Knapp- en el que adivinamos un trastorno de conducta del espectro autista, que le mantiene socialmente aislado y le convierte en un solitario. Pero su inteligencia privilegiada le ha permitido ser un exitoso y adinerado analista que ha desarrollado un algoritmo capaz de predecir el comportamiento de los mercados, pero también de anticipar las señales de la mencionada debacle financiera. Y, claro, nadie querrá creer a Richard, ya que vive en una sociedad depredadora, superficial, de apariencias y de gente guapa, como su jefe (Olivier Martinez), su compañero de trabajo (Jack Kesy) y la chica de la que se enamorará, Lena del Alcázar (Charlotte Vega). Hasta aquí estamos ante el retrato casi realista de la sociedad capitalista, pero cuando el protagonista sufre la picadura de un mosquito, la película entra dentro del terreno de lo fantástico. Richard Boca es un Quasimodo, un marginado social, que irá sufriendo una transformación física en la línea de la Metamorfosis de Kafka, o de La Mosca (1986) de Cronenberg. Con un buen uso de los premiados efectos especiales -firmados por Maks Naporowski, por el propio Filip Jan Rymsza y por Dariush Derakhshan- Mosquito State intenta trazar un paralelismo entre el sistema capitalista que intenta replicar matemáticamente el algoritmo de Boca y su crisis existencial interior, expresada a través del surrealista ecosistema que los mosquitos crean en el lujoso piso del protagonista. En este empeño, Jan Rymsza fabrica imágenes fantastique sugerentes, pero quizás su film acaba dándole tantas vueltas a la misma idea que termina haciéndose demasiado evidente.

LA VAMPIRA DE BARCELONA -FAKE NEWS


Ganadora del premio del público en el Festival de Sitges 2020, La vampira de Barcelona nos lleva a los comienzos del siglo XX para mostrarnos cómo un traumatizado periodista investiga la extraña desaparición de una niña. La película del director Lluís Danés escarba detrás de la historia verídica de Enriqueta Martí, considerada una asesina en serie y secuestradora de niños a los que prostituía. El guión de Lluis Aracarazo y María Jaén nos invita a cuestionarnos la leyenda de la vampira, introduciéndonos en la sociedad del momento -cuyas dinámicas reflejan las actuales- y dejando claro que los desamparados siempre serán las víctimas de los poderosos. Con este trasfondo, la película recuerda inevitablemente a un cruce entre La isla mínima (2014) y la serie El alienista, aunque los recursos utilizados para contar esta historia sean algo diferentes. Ante un presupuesto modesto para recrear la Barcelona de principios del siglo XX, Danés tira de ingenio y utiliza todo tipo de recursos estéticos y artísticos: escenografías casi teatrales, sombras chinescas, siluetas, y en determinados momentos -como en el burdel- una puesta en escena cercana al videoclip. Y la apuesta le sale bien al director, que consigue meternos de lleno en la historia, sin necesidad de grandes alardes en efectos especiales, con una trama bien contada y con buen pulso. El otro elemento a favor de la película es un gran reparto: Roger Casamajor está estupendo como el atormentado y morfinómano periodista protagonista, Sergi López evita que el autoritario policía que interpreta se convierta en una caricatura con disfraz; Bruna Cusí está perfecta en un papel reducido pero muy importante para la trama. El trío está acompañado por buenos actores en papeles secundarios y hasta en cameos: Nora Navas es importantísima como Enriqueta Martí; así como Núria Prims, Francesc Orella, Pablo Derqui y hasta Albert Pla. La vampira de Barcelona es una película que se defiende muy bien, con la idea clara de cuestionar el papel de los poderes en la sociedad, sobre todo el del periodismo sensacionalista y cómo este crea una falsa realidad -hoy las llamamos fake news- que beneficia, cómo no, a los de arriba. Solo una cierta falta de originalidad y un exceso de explicaciones sobre la trama, cuando hubiera sido mejor dejar algunas cosas en el misterio, evita que esta cinta sea completamente redonda.

TEDDY -LOBO SOLITARIO



Las películas sobre hombres lobo suelen inscribirse en el subgénero de las monster movies, pero en Teddy, los directores Ludovic y Zoran Boukherma -hermanos gemelos- utilizan al licántropo como metáfora en una sátira social oscura y muy crítica. Teddy (Anthony Bajon) es un joven sin futuro -no tiene padres, dejó los estudios, tiene una dependiente a su cargo-, un marginado en su pueblo y sobre todo, un solitario. Teddy es el retrato del joven europeo que acaba emigrando, cayendo en las drogas o el crimen, seducido por la ultraderecha o la izquierda extrema, y en el peor de los casos, convertido en un peligroso 'lobo solitario'. Justamente, el joven acaba identificándose con ese lobo (literal) que todo el pueblo busca para aniquilarlo. La película se desarrolla como una comedia negra, en la que los personajes que rodean a Teddy son antipáticos reflejos de lo peor de la sociedad, en esta caso, francesa. La evolución del protagonista es psicológica -su aislamiento es cada vez mayor- pero también física: no veremos aquí una transformación espectacular a lo Rick Baker, sino una degradación biológica que recuerda al David Cronenberg de La Mosca (1986). Sin ser una cinta despreciable, a Teddy le hubiera venido bien forzar un poco más sus situaciones en una dirección concreta: la comedia negra, el body horror, o la atmósfera fantástica. Creo que la película se queda a medio camino de todo, aunque sí consigue interesarnos en el destino trágico de su protagonista, que, como todos los hombres lobo, intentará escapar de su maldición.

THE DARK & THE WICKED -EL INFIERNO


Mal rollo. Esa es la principal emoción que despierta una película tan brutal como The Dark & The Wicked, del director Bryan Bertino -Los extraños (2008)-. Últimamente hemos visto películas que extraen del horror sobrenatural una metáfora de los conflictos humanos, con la casa familiar como escenario: es el caso de la estupenda Hereditary (2018) o la reciente Relic (2020). Pero si en las mencionadas cintas el terror parece un vehículo, aquí Bertino se muestra tan brutal que sus imágenes acaban pareciendo gratuitas o, si lo preferís, terror puro. La historia es tremendamente sencilla: dos hermanos, Louise (Marin Ireland) y Michael (Michael Abbott Jr.), acuden a la casa familiar, situada en una granja aislada, para acompañar a su padre enfermo en sus últimos momentos de vida. Pero enseguida, imágenes que solo pueden describirse como infernales, o satánicas, se apoderan de todos los habitantes de la casa. Si el terror psicológico nos hace dudar de si los horrores que enfrentan los personajes son reales o solo existen en sus cabezas, aquí, esa diferencia, importa muy poco. Bertino fabrica momentos muy crueles, más perturbadores que terroríficos, de una violencia despiadada. Un catálogo de momentos espantosos que gustará al fanático del horror más duro y sin concesiones.

RELIC -HUMEDADES


Participa en la Sección Oficial del Festival de Sitges, la australiana Relic, una soprendente ópera prima de Natalie Erika James, producida por los marvelianos hermanos Russo y el actor Jake Gyllenhaal. La óptica femenina de la directora es, en mi opinión, el ingrediente más interesante de un relato de horror existencial. La película se desarrolla primero como un drama familiar, en el que tres generaciones de mujeres se encuentran: la desaparición de la matriarca familiar, Edna (Robyn Nevin), provoca el reencuentro de su hija Kay (Emily Mortimer) y su nieta, Sam (Bella Heatcote) en la casa de su infancia. De forma inteligente, James enfrenta a sus personajes a miedos que nos tocan a todos: la decadencia biológica, la vejez, la enfermedad mental y, por supuesto, la muerte. Estos elementos se mezclan, sin embargo, con imágenes de corte sobrenatural que nos introducen en un relato de terror psicológico en el que no sabemos qué es real y qué es producto del delirio. Relic es una película de ruidos, de sombras, de movimientos captados con el rabillo del ojo, rozando así el film de casas encantadas. Le falta algo de pulso a la directora para fabricar sustos efectivos, aunque sí se muestra competente generando una atmósfera cargada, asfixiante. Quizás, eso sí, el ritmo del film se resiente por un desarrollo pausado, en el que la tensión se va acumulando muy poco a poco, pero que recompensa al espectador en su tramo final. James y el guionista Christian White se inspiran en el Poe de La caída de la casa Usher, pero también en los espacios físicamente imposibles de Lovecraft, e incluso sorprenden con momentos de body horror en los que las humedades que hacen visible la podredumbre de la casa familiar parecen contagiarse a los cuerpos en decadencia.

MANDIBULES -¿DÓNDE ESTÁ LA MOSCA?

Quentin Dupiex sigue puliendo su estilo surrealista en Mandibules, una película que se acerca a la comedia todavía más que la anterior Le Daim, y que resulta todavía más accesible que aquella. La premisa, eso sí, vuelve a ser absurda: dos amigos sin oficio ni beneficio encuentran una mosca gigante en el maletero del coche robado que van a utilizar para un encargo aparentemente criminal. A partir de este planteamiento, todo lo que ocurre en la película carece de lógica en el mundo real, pero funciona muy bien dentro de la coherencia desquiciada del relato de Dupiex. El director presenta su obra en Sitges asegurando que es su primera película sobre la amistad y no le falta razón. Los protagonistas son dos perdedores, absolutamente idiotas, Manu (Grégoire Ludig) y Jean-Gab (David Marsais), a los que les van ocurriendo cosas en una suerte de road/buddy movie. Dupiex mantiene su película en una ligereza deliciosa, sin complicarse la vida en ningún momento, apoyándose en personajes y situaciones sorprendentes, hilarantes y simpáticas. Las mosca gigante acaba siendo, claro, el Mcguffin que permite que los protagonistas se encuentren con todo tipo de personajes: un sujeto que vive en una caravana (Bruno Lochet), pijos descerebrados que no se enteran de nada, o una joven con una extraña minusvalía que interpreta una estupenda Adèle Exarchopoulos, probablemente lo mejor de la película. Dupiex firma un film que parece haber sido hecho sin esfuerzo y que se disfruta plácidamente, mientras nos dice que la vida es mejor si nos la tomamos como viene.

KILLING EVE -TERCERA TEMPORADA -LA SOLEDAD



Pocas series -o ninguna- manejarían un cliffhanger como lo ha hecho Killing Eve en su tercera temporada, con respecto al final de la entrega anterior. Hay ficciones televisivas que sobreviven en nuestras pantallas gracias a una intriga hábilmente colocada en el último capítulo para garantizar la fidelidad de sus espectadores al regreso de la emisión. Pero ¿Alguien se creyó que Villanelle mataba a Eve? Los guionistas de la serie confían en la inteligencia de su público y saben que el misterio es menor, un peaje de toda ficción en serie, y quizás por eso nos hacen esperar, al comenzar el capítulo, planteando primero la situación de otros personajes. Luego, aparece, por fin, Eve (Sandra Oh), como si nada, demostrando que la promesa del título de esta serie -disponible en HBO- sigue sin cumplirse. ¿Cómo se resuelve la interrogante de por qué Eve sigue con vida? Cuando ella, haciendo algo tan cotidiano como la compra, se pasa la bolsa de víveres de un brazo, al otro, manifestando un leve gesto de incomodidad que revela una lesión de la que no se ha recuperado del todo. Un disparo certero de Villanelle que no hizo daño en ningún órgano vital. Tan sencillo como ingenioso. Y sobre todo, todo esto se narra sin decirlo, debemos inferirlo. 

La tercera temporada de Killing Eve no es una continuación, exactamente, sino que parte casi de cero, como la segunda entrega, y recoloca a los personajes en nuevas casillas del tablero. Villaneve (Jodie Comer) se reencuentra con su antigua mentora, un nuevo personaje, Dasha (Harriet Walter), que proporcionará varias sonrisas en esa vertiente excéntrica que quizás es lo más original de la serie. El resto de personajes, Carolyn (Fiona Shaw) y su hijo Kenny (Sean Delaney), Niko (Owen McDonnell) y Konstantin (Kim Bodnia), son presentados en nuevas ubicaciones -geográficas y existenciales- que renuevan el tema principal de la ficción: la oposición entre una existencia gris y anodina -todos tienen nuevos trabajos 'normales'- y la fantasía de la vida de acción y peligros del espía que encarna la asesina Villanelle. Cuando parece que el primer episodio propone una nueva temporada más ligera, con más humor, se produce un golpe dramático doloroso que nos recuerda que, a pesar de las excentricidades de Villanelle, la violencia en Killing Eve tiene consecuencias trágicas.

Killing Eve en su tercera temporada es más que nunca la parodia de una película de espías, desde una óptica femenina, en la que las mujeres se ríen de todo. Las conspiraciones de 'Los 12' parecen más que nunca un mcguffin, un escenario de fondo en el que se mueven los personajes. Pero lo importante no es todo eso, sino los conflictos personales. La relación entre Eve y Villanelle es extraña, graciosa, sexy, contradictoria: dos mujeres que se buscan mutuamente, que intuyen que la otra es eso que les hace falta en su vida, pero que también se temen. Esta relación principal, pero necesariamente ausente, marca todas las demás. Y lo que encontramos es lazos que se rompen, incomprensión, incomunicación, resumiendo, un retrato más bien pesimista -y realista- de las relaciones humanas: Carolyn (Fiona Shaw) y su hija Geraldine (Gemma Whelan); Konstantin (Kim Bodnia) y la suya, Irina (Yuli Lagodinsky); o Eve y Niko (Owen McDonnell), todos esos vínculos generan más estrés y frustración que cariño y compañía. Luego está la soledad de Villanelle, que en esta temporada será sometida a emociones muy intensas, lo que permite el lucimiento de Jodie Comer como actriz. El episodio Are You from Pinner? es una tragicomedia ácida en la que Comer hace, quizás, su mejor interpretación en lo que va de serie. 

El episodio final de la tercera entrega de Killing Eve nos deja, claro, con ganas de más. Pocas series pasan con tanta facilidad de la comedia al drama, pasando por momentos de acción trepidante. A esto hay que añadir una puesta en escena muy cuidada, personajes muy originales -el editor Jamie (Danny Sapani) me parece el descubrimiento de esta temporada- y grandes interpretaciones -la risa de Konstantin, qué maravilla-. Y volvemos al principio, porque la gran incógnita argumental presentada en el primer capítulo se resuelve en el desenlace con un simple diálogo que esconde muchas cosas. Porque lo no contado en Killing Eve es tan importante como lo que vemos, una serie que respeta al espectador hasta el extremo de dejarle con más incógnitas que respuestas.

VAMPIROS CONTRA EL BRONX -ESPECULACIÓN INMOBILIARIA

La idea de la especulación inmobiliaria ya estaba sugerida en la novela Drácula (1897) de Bram Stoker, un planteamiento que recoge y actualiza con ingenio Oz Rodríguez, guionista y director, en Vampiros contra el Bronx (2020), producción que estrena Netflix. La película redefine al vampiro como símbolo de la gentrificación, en una sátira social evidente, en la que los héroes son un grupo de niños que descubren, por casualidad, la llegada de los no-muertos para apoderarse de su barrio. Siendo el Bronx un barrio latino -dominicano- y afroamericano, esta película tiene también aires de blaxploitation. El héroe de los chavales no es Van Helsing, sino el cazador de vampiros Blade, creado por Marv Wolfman y Gene Colan, e interpretado en el cine por Wesley Snipes; los 'chupasangre' son sujetos caucásicos, más que blancos, pálidos, que además visten ropas caras de diseño que a los vecinos del Bronx, les resultan ridículas. La película tiene gracia, además, en sus referencias a la literatura y el cine vampíricos: la inmobiliaria hostil se llama Murnau -como el director de la seminal Nosferatu (1922)- y lleva en su cartelería la efigie de Vlad Tepes; el trasunto de Reinfeld que interpreta Shea Whigham se llama Polidori, como el autor de uno de los primeros relatos que acuñó las características del arquetipo vampírico, en el personaje de Lord Ruthven. Por otro lado, el retrato, casi costumbrista, de la vida de barrio de los protagonistas, los niños Miguel, Bobby y Luis, es lo mejor de la película, un trío que logra ganarnos, si bien replicando las dinámicas de It, de Los Goonies o más pertinentemente, de Jóvenes ocultos. Una pena que Vampiros contra el Bronx fracase estrepitosamente en la primera parte de su enunciado: las escenas de terror o las de acción que implican a los vampiros, son francamente torpes, a pesar de unos maquillajes más que correctos. Rodríguez no sabe generar atmósferas fantásticas o inquietantes, lo que impide recomendar esta película.