THE FLASH -TEMPORADA 3- BORROWING PROBLEMS FROM THE FUTURE


BORROWING PROBLEMS FROM THE FUTURE (24 DE ENERO DE 2017) 
-AVISO SPOILERS-

Los últimos capítulos de The Flash están marcados por la revelación de un flashforward. Una decisión creativa muy interesante, ya que lo usual en las series es matar a un personaje y luego explorar las consecuencias de su ausencia. Otras, muchas, las series de menos calidad, eliminan a un personaje por el mero shock que produce en el espectador la muerte de un personaje, para luego pasar a otra cosa, olvidando la repercusión dramática de lo que se cuenta. Pero The Flash es diferente. Gracias a su argumento de ciencia ficción sobre viajes en el tiempo y tierras paralelas, una muerte, la de Iris West (Candice Patton), que todavía no ha ocurrido, tiene consecuencias importantes en el presente. El tono de la serie, normalmente ligero, divertido y luminoso, parece ahora más oscuro y grave. Los guionistas son rigurosos en el sentido de que todas las decisiones de Barry Allen (Grant Gustin) están marcadas por el conocimiento de esa posible y futura muerte de su amada. En este sentido, el título de esta entrega no podía ser más acertado: Tomando prestados problemas del futuro. Aquí, Iris y el resto de secundarios descubren también lo que va a pasar. Esto da un objetivo a todos: evitar la muerte de ella. Intentar cambiar, poco a poco, la línea temporal para alejarse de ese destino que se ha manifestado. Los que hemos visto ya más de una ficción sobre paradojas temporales, podemos adivinar que esos esfuerzos serán inútiles. Pero no nos adelantemos. El resto de tramas se ocupa de los personajes. El ansia de Wally West (Keiynan Lonsdale) por convertirse en velocista, en superhéroe, en Kid Flash. El miedo de Caitlin Snow (Danielle Panabaker) de que se cumpla su propio destino fatal: el llegar a ser la supervillana Killer Frost. Los intentos de redención de Julian Albert/Alchemy (Tom Felton). También busca encajar H.R. (Tom Cavanagh), el Harrison Wells de otra dimensión, que aquí abre el museo de los Laboratorios S.T.A.R, que seguramente será el futuro museo de Flash. Como veis, todos los personajes luchan contra un destino o intentan forjar uno diferente, como evidencia la reaparición de la portada del periódico del futuro en la que se nos habla de un Flash desparecido tras una "crisis". Esa página está en la serie desde la primera temporada, por lo que no podemos acusar a los guionistas de no ser coherentes. En medio de todo esto, aparece un supervillano episódico. Estos son cada vez menos importantes, pero aquí Plunder (Stephen Huszar) deviene directamente un McGuffin.

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TONI ERDMANN: LA VERGÜENZA DE EUROPA


Debo confesar que, más allá de los maravillosos Lubitsch y Wilder, mi desconocimiento es absoluto sobre la comedia cinematográfica alemana. ¿Existe? De hecho, tengo una amiga española, pero filogermánica, que nunca sabe si estoy de broma. Creo que podemos estar de acuerdo en que el humor es subjetivo, cambia de país en país y que, probablemente, el alemán no es demasiado exportable. Digo esto porque creo que Toni Erdmann es primero una película sobre el humor, antes que una comedia. Habría que hablar, de hecho, del posthumor, ese que no busca la carcajada franca, sino que prefiere despertar en el espectador una risa nerviosa, incómoda, pero también más inteligente. Es el humor de la vergüenza ajena, cuyo principal referente actual tiene que ser, necesariamente, Ricky Gervais, el de The Office (2001-2003) y también el de las sonadas actuaciones como presentador en las galas de los Globos de Oro. En este film, la directora alemana Maren Ade apuesta, sin embargo, por una vertiente menos agresiva del posthumor de Gervais, más en la línea de la versión estadounidense de The Office (2005-2013), protagonizada por Steve Carrell, que aportaba a su personaje -el jefe imbécil que se cree gracioso- una dosis de ternura que hacía imposible odiarle (a Gervais es mucho más fácil detestarle). Con algunos elementos tonales, también, del Dogma 95 danés de Lars Von Trier y Thomas Vinterberg, Toni Erdmann es una película salvaje, impredecible, a ratos desconcertante y en resumen, única. Winfried (Peter Simonischek), es un padre bromista que se inventa un personaje estrafalario, Toni Erdmann, con el que le hace la vida imposible a su hija, Ines Conradi (Sandra Hüller), una agresiva y ambiciosa ejecutiva. No debe ser casual que los dos personajes principales sean padre e hija. Nada nos avergüenza más que nuestros padres, porque, de alguna manera, nos hacen sentir que seguimos siendo niños. Nos hacen recordar que una vez nos limpiaron el culete. Tienen el poder de despojarnos de nuestros roles de adulto: de profesional, de amigo, de amante, haciéndonos ver que seguimos jugando a ser mayores. Lo que quiere conseguir Winfried haciéndole pasar vergüenza a su hija es el mensaje principal de esta película, digámoslo ya, imprescindible. La película de Maren Ade nos habla, primero, de lo simulado y de la hipocresía. Del miedo al ridículo que nos lleva a la falsedad social. Los pésimos chistes de Winfried, los ridículos personajes que se inventa con una dentadura postiza y una peluca, desenmascaran la imbecilidad de los ambientes de trabajo, de las relaciones de poder en los negocios, de las amistades e incluso de las relaciones sentimentales. Toni Erdmann nos pregunta básicamente por qué nos da vergüenza hacer el tonto, cantar en público o mostrar nuestro cuerpo desnudo y sin embargo presenciamos sin pestañear espectáculos indignantes como la desigualdad -la película plantea una Europa a dos velocidades al situar a personajes alemanes en Rumanía- el despido de un trabajador, un jefe machista o la ridícula impostura de una presentación de negocios y el forzado uso del inglés como el idioma de los negocios. Toni Erdmann es una película sobre el humor -nunca hay que perderlo, dice su magnífico personaje principal- pero también sobre la educación, sobre la paternidad y como ya he dicho, sobre la vergüenza: la propia, la ajena y la que nos falta. Por cierto, lo que he contado al principio sobre la comedia alemana, era mi propio ejercicio personal de vergüenza ajena.

SUPERGIRL -TEMPORADA 2- SUPERGIRL LIVES



Tras dirigir un par de episodios de The Flash, Kevin Smith -Clerks (1994)- se atreve también con Supergirl, serie que probablemente le ofrece más posibilidades de cultivar la vena sensiblera de su temida Jersey Girl (2004). Por suerte, no es así. Creo que no descubro nada si digo que en una serie de televisión, el texto, el guión, tiene mucho más peso que la realización, generalmente práctica, plana y funcional: excepciones hay, por ejemplo, Breaking Bad (2008), Mr. Robot (2015) o The Knick (2014). Smith, como autor, destaca sobre todo por sus diálogos y por sus temáticas: lleva un fan dentro que suele traducirse en forma de referencias cinéfilas -a Star Wars (1977)- y comiqueras -de superhéroes-. En este episodio, que podría haber dirigido Smith o cualquier otro, este ofrece una planificación un poco por encima de lo simplemente "correcto" y tampoco destaca demasiado en la dirección de actores, como sí lo había hecho en The Flash. Y eso que le ha tocado en suerte un guión delicioso, una aventura espacial en la que se recupera a la villana Roulette (Dichen Lachman), que utiliza un pórtico teletransportador al estilo Stargate (1994), en un argumento de space opera que descubre una raza extraterrestre que roba humanos para esclavizarlos: la más destacable es una joven encarnada por la hija del director, Harley Quinn Smith. A pesar del reducido presupuesto, el director de Mallrats (1995) se las arregla para que la cosa funcione. El resto de tramas son más bien funcionales. La evolución como periodista de Kara (Melissa Benoist) comienza a ser reiterativa; la relación lésbica entre Alex (Chyler Leigh) y Maggie (Floriana Lima) es juguetona, pero no aporta demasiado -recordemos al Smith casi homófobo de Persiguiendo a Amy (1997)- Guardian/James Olsen (Mehcad Brooks) protagoniza una escena de acción, una pelea a puñetazos, que le confirma como el "Batman" de esta serie, aunque escenas así las hay en Arrow a patadas y, por último, está la trama de Winn (Jeremy Jordan) un sidekick miedoso y friki, que podría ser un personaje de la trilogía de Jersey de Smith, pero que quizás acaba desaprovechado, a pesar del acierto de hacerle repetir la frase trekkie "No soy una camiseta roja" -I'm not a red shirt-. Por cierto, el episodio se titula Supergirl Lives por el proyecto abortado sobre el hombre de acero, Superman Lives, cuyo guión escribió Smith, Tim Burton iba a dirigir y Nicholas Cage a protagonizar. ¿Lo más interesante de este capítulo? El desarrollo de Mon-El (Chris Wood), su futuro como superhéroe y su misterioso pasado.

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ELLE: LA MEJOR ACTRIZ


En un plano hacia el final de Elle -Globo de Oro a la mejor película en lengua no inglesa- unos trabajadores pintan una pared de color amarillo y le preguntan a la protagonista, Michèle Leblanc, si le gusta dicho color. Ella responde que sí y la escena pasa como si nada. Pero la tonalidad elegida podría querer decir que el director, Paul Verhoeven, ha abordado esta película como si se tratase de un giallo, subgénero cinematográfico italiano, pariente del thriller y padre natural del slasher. No sé si la referencia al amarillo es deliberada, pero este film -uno de los mejores de 2016- tiene sin duda elementos de las historias de Dario Argento, Sergio Martino y Lucio Fulci. Como en el giallo, Michèle es acosada por un misterioso hombre que cubre su rostro con un pasamontañas, aunque en este caso no se trate de un asesino en serie, sino de un violador. Claro que, la propia Michèle, es hija de un asesino múltiple, por lo que el tema de la muerte está presente en esta historia. El otro gran tema es, por supuesto, el sexo. La tensión entre el amor y la muerte, Eros y Tánatos, es siempre el subtexto en esas películas italianas sobre crímenes de los años 60 y 70 -también su principal reclamo- como también lo es aquí, en Elle. La protagonista establece relaciones de amor/odio con todos los personajes que la rodean. Sin excepción, todos están unidos sentimentalmente a ella, dependen de ella, pero también serían capaces de agredirla de alguna forma. Michéle solo podía haber sido interpretada por Isabelle Huppert -ganadora de un Globo de Oro y nominada a un Oscar- una actriz que ha servido a Michael Haneke en La pianista (2001) o en Amor (2012) y cuya interpretación esconde el principal misterio del film. Michéle es amada y odiada por su exmarido, por su amante, por su mejor amiga, por su hijo y por su nuera, por los trabajadores de su empresa, por sus vecinos, por su madre -por el amante de esta- y finalmente por su padre. Este elenco de personajes, digno de Diez negritos (1939), nos obliga a sospechar que cualquiera de ellos podría ser el violador enmascarado. El giallo también suele ser un whodunit. Pero lo más llamativo de Elle es que este vehículo genérico sirve para contar una historia nada complaciente sobre una mujer violada, que seguramente escandalizará a más de una feminista despistada. Esta reflexión lleva necesariamente a pensar en Paul Verhoeven como autor. El holandés aborda los géneros poniéndose la bandera de cada país en el que le dan trabajo: Elle pasa por una película "de cine francés". El director tuvo su época de oro en Hollywood, en la que hizo un actioner de ciencia ficción con envoltorio fascista como Robocop (1987) que ahora es todo un clásico y que esconde un mensaje anticapitalista, operación repetida en la maravillosa Starship Troopers (1997) en la que se mofa del militarismo y el intervencionismo estadounidense. Verhoeven siempre ha tenido un soterrado sentido del humor, que es lo mejor de su cine, y que me hace pensar que todas sus obras tienen una lectura paródica. Creo que engañó a millones con Instinto básico (1992) -recaudó 117.727.224 dólares en taquilla- pero la broma no le salió igual de bien en su fracaso más sonado, Showgirls (1995). Ese sentido del humor, unido a una visión descarnada del sexo y a un uso exacerbado de la violencia, hacen evidente que la principal intención del cine de Verhoeven es provocar. Y con Elle, desde luego, lo consigue.

LOVING (JEFF NICHOLS, 2016)



No dejéis de ver Loving, quinto largometraje de Jeff Nichols, director cuya carrera avanza firme y que se confirma como una voz importante. No es poca cosa lo que consigue aquí, estamos ante un trabajo coherente con su filmografía, un film de autor, que sin embargo parte de una historia real, la del matrimonio Loving, una pareja interracial a la que el estado de Virginia prohibió, en los años sesenta, vivir juntos dentro del Estado. Nichols no cae en los convencionalismos del biopic, su historia no tiene la más mínima concesión a la galería y aún así, Loving debería aspirar a todos los premios de la temporada. En esto se desmarca de otras propuestas, como Figuras Ocultas (2016), también en cartelera, también sobre el racismo, pero mucho más impersonal. Curiosamente, en un momento de Loving, los protagonistas miran en la televisión el lanzamiento de un cohete al espacio, contradicción que aquí es solo un apunte y en aquella película el tema central: ¿Cómo pudieron los estadounidenses enviar a hombres al espacio mientras en su país seguían segregando a los afroamericanos? Jeff Nichols, tras hablarnos del Apocalipsis desde un punto de vista subjetivo en Take Shelter (2011) y abordar el género Americana con una historia coming of age en Mud (2012), se atreve con una historia más ambiciosa por el alcance de su argumento, al ocuparse de los derechos civiles y de unos hechos que cambiaron la historia de su país. Pero el director nacido en Arkansas decide contarnos esto sin abandonar su estilo, sin apartarse de sus personajes. Prefiere quedarse pegado a los rostros de sus protagonistas -sus gestos son mucho más importantes que sus palabras- detenerse en el césped de sus casas, en las ruedas de sus coches, para decirnos que la verdad está en las cosas pequeñas, en el día a día y no en las batallas legales entre abogados y jueces en la Corte Suprema. Nichols evita toda épica, no hay imágenes más grandes que la vida, ni discursos grandilocuentes. De hecho, creo que nunca había visto una película de estas características en la que sus protagonistas hablen tan poco. No hace falta. Richard es el camaleónico Joel Edgerton -irreconocible con respecto a El regalo (2015)- se convierte en un sencillo hombre trabajador con un solo sentimiento, el amor por su mujer, de raza negra; Mildred, una impresionante y contenida Ruth Negga: ambos estuvieron nominados a un Globo de Oro. No es para menos. Nichols construye la película sobre sus interpretaciones y elige siempre momentos cotidianos para contarnos esta historia, momentos como los que retrató, en la vida real, el fotógrafo de Life Magazine, Grey Villet, encarnado por Michael Shannon, actor fetiche del director. Loving es una película reposada y hermosa que, sin embargo, genera una tensión insoportable cuando sentimos cómo el odio del racismo estrecha el cerco alrededor de la pareja protagonista. Lo que cuenta esta película es sin duda poderoso. Intenta ser un retrato profundo de la naturaleza humana, de la gente corriente. De la gente de verdad. De esos que solo aspiran a vivir humildemente, en familia, bajo un techo que puedan llamar propio. Eso, en estos tiempos, cuando millones de seres humanos se ven obligadas a separarse de sus seres queridos por razones económicas, religiosas o políticas, es muy importante. Que algunos sigan alimentando un odio absurdo contra el diferente, o contra el que tiene la suerte de amar y ser feliz, me resultará siempre incomprensible.

ARROW -TEMPORADA 4- BLOOD DEBTS


BLOOD DEBTS (20 DE ENERO DE 2016) -AVISO SPOILERS-

Uno de esos cómics que demostró que los tebeos de superhéroes podían ser "adultos" fue La broma asesina (1988) de Alan Moore y Brian Bolland. En aquella historia, Batman no podía evitar que el Joker disparara contra Barbara Gordon, hija de James Gordon y mejor conocida como Batgirl. La heroína quedaba parapléjica, por lo que se vio obligada a continuar su labor justiciera desde una silla de ruedas valiéndose de conocimientos informáticos y convirtiéndose en un apoyo logístico para los héroes de Gotham. Barbara Gordon adoptaba entonces el nombre de Oráculo. Siempre he pensado que el personaje de Felicity Smoak (Emily Bett Rickards) estaba parcialmente inspirado en Oráculo y que en este episodio se quede parapléjica podría confirmar esa sospecha. Por otro lado, la serie se atreve a jugar con el lado más oscuro del superhéroe y hasta dónde puede llegar para hacer justicia. La tortura es un pecado instalado en el inconsciente estadounidense desde que comenzara la llamada lucha contra el terrorismo, y aquí vemos varias: John Diggle (David Ramsey) golpea a su hermano; Green Arrow (Stephen Amell) a Lonnie Machin (Alexander Calvert) -también lo hace Speedy (Willa Holland)- y el malvado Conklin (Ryan Robbins) castiga a latigazos a Oliver Queen. La evolución de Arrow como serie comenzó en una ridícula y exagerada gravedad para luego ir perdiendo seriedad -tras el estreno de The Flash- hacia una más que deseable ligereza. Pero este episodio devuelve al Oliver Queen oscuro y vengativo, capaz de matar a sus enemigos.

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FIGURAS OCULTAS (THEODORE MELFI, 2016)


En los años sesenta que dibuja Figuras ocultas, la sociedad estadounidense podía soñar con la posibilidad de enviar a un hombre al espacio, pero era incapaz de compartir el baño con una persona de raza negra. Sobre esta contradicción se apoya una película de acertado título: esas figuras ocultas son al mismo tiempo los secretos de la geometría y las protagonistas del relato, tres mujeres afroamericanas, superdotadas intelectualmente, que lucharon contra los prejuicios raciales y machistas en el corazón de la NASA. Estamos ante una cinta que aspira a ganar premios -estuvo nominada a dos Globos de Oro y opta a un Bafta por su guión adaptado-. Bien contada, excelentemente ambientada, la película se apoya en un sólido reparto de actores, encabezado por Taraji P. Henson, secundada por Octavia Spencer y la cantante Janelle Monáe, que conforman el trío femenino protagonista, apoyadas por secundarios que habrían sido protagonistas en cualquier otra película, veteranos como Kevin Costner y Kirsten Dunst, un Jim Parsons que cambia de registro y el emergente Mahershala Ali. Pero lo verdaderamente importante es que estamos ante una historia real que merecía ser contada. La lucha por la igualdad que emprenden estas mujeres de raza negra tiene relevancia en esta nueva era Trump, y en este sentido, el argumento de Figuras ocultas traza una trayectoria emocional como la de un cohete que despega hacia el espacio. Cada escena es una emocionante reivindicación, cada escena es una conquista de dignidad, respeto e igualdad. Lo que no quiere decir, en mi opinión, que estemos ante una obra maestra: su principal defecto son las concesiones a la vida sentimental de la protagonista. Pero además, el guión expresa conflictos sociales de una forma muy evidente, no demasiado ingeniosa, aunque sí convincente. Esto resulta lógico debido a la dimensión de lo contado: la película no puede permitirse una construcción dramática visual más exigente, ya que no tiene tiempo de digerir las situaciones, porque de hacerlo, el metraje sería excesivo. Lo más llamativo del film es que se las arregla para mostrar las sombras de un sistema injusto, racista y machista, siendo al mismo tiempo patriótico al mostrarnos los esfuerzos para conseguir una meta tan alta como ganar la carrera espacial a los soviéticos. También consigue esta película enseñarnos situaciones indignantes, de discriminación racial y de género, sin mostrar a un solo personaje racista o machista. Todo el peso del guión de Allison Schroeder -basado en la novela de Margot Lee Shetterly- recae en la sociedad como conjunto, nunca señala a una persona determinada. Todo lo contrario, lo que se exalta es la capacidad de algunos individuos de rebelarse contra una reglas felizmente superadas. Donde el director de Figuras ocultas, Theodore Melfi, se juega el tipo, es en la exigencia que supone mostrarnos en la misma película a un astronauta tocando las estrellas y a una mujer corriendo para llegar a un baño reservado a personas de raza negra, y que ambos momentos sean igualmente emocionantes.

SHIN GODZILLA: VUELVE EL REY DE LOS MONSTRUOS


Shin Godzilla representa la rara oportunidad de ver en pantalla grande a uno de los personajes más famosos, longevos y carismáticos de la historia del séptimo arte. Junto a King Kong, Godzilla, es un mito puramente cinematográfico, que ha acabado constituyéndose en su propio subgénero. Ya solo por eso, la entrada valdría su precio en oro. Hagamos un poco de historia. Godzilla, o más bien, Gojira, es obviamente más popular en Japón, donde sus películas fueron grandes éxitos de taquilla en los años sesenta. Su rasgo más característico es que sus creadores, la mítica productora Toho, apostaron por recrear a la criatura utilizando a un actor disfrazado, lo que marca sin duda el diseño cónico del saurio. Godzilla se parece, por tanto, más al King Kong (1976) de Dino de Laurentiis -diseñado e interpretado por el genial Rick Baker- que al King Kong (1933) original, animado con la maravillosa técnica del stop motion por el pionero Willis O´Brien. Y eso que el monstruo nipón tiene un precedente directo en La bestia de los tiempos remotos (1953) animada por el mejor discípulo de O´Brien, Ray Harryhausen. Así, las películas sobre el saurio radioactivo se han mantenido fieles al espíritu de "señor con traje de goma" y no han sucumbido a lo digital a pesar de que sus versiones estadounidenses sí lo han hecho: la fallida de 1998, dirigida por Roland Emmerich y la reivindicable coproducción de 2014, realizada por Gareth Edwards -responsable de Monsters (2010) y de la reciente Rogue One (2016)-. Godzilla ha protagonizado más de 30 películas, con una primera etapa, tras un par de films en blanco y negro, en la que dejó de ser una amenaza -le gustaba demasiado a los niños- y acabó convertido en héroe en las inocentes, absurdas y hermosas películas en Technicolor de los años sesenta, dirigidas por Ishiro Honda, ayudante habitual del maestro Akira Kurosawa. Luego llegaría un nuevo ciclo, con Godzilla 1985 (1984), de espíritu ochentero, deudor de Steven Spielberg, con efectos especiales más realistas, pero siempre utilizando a un hombre disfrazado dedicado a destrozar maquetas. Con Godzilla 2000 (1999) se abre un tercer período, más corto, que acaba con Godzilla: Final Wars (2004), celebración del 50 aniversario y carpetazo a la saga para dejarla reposar en busca de nuevas ideas.


12 años después, vuelve el monstruo en Shin Godzilla, y nos encontramos casi con un remake, muy curioso, del primer film de 1954. Si aquel era una metáfora del horror nuclear que vivió Japón, un exorcismo de los fantasmas de Hiroshima y Nagasaki, aquí volvemos a ver ecos de aquella tragedia, pero con un tono muy distinto. La Godzilla original tenía a su favor un clima de pesadilla, gracias al blanco y negro, a que sucedía casi íntegramente de noche, y al pesado caminar de la criatura, de una escala imposible. Aquí, esa atmósfera es reemplazada por un tono hiperrealista, una fotografía de textura digital para darle una inmediatez periodística, y sobre todo por un ritmo casi de trailer que nos lleva de una escena a otra prácticamente sin pausa. El miedo al desastre nuclear se mantiene -recordemos la reciente catástrofe de Fukushima de 2011- pero aparece también una preocupación ecológica. La historia sorprende por ocuparse en gran medida de los personajes humanos -es una película "de despachos"- a los que se dedica gran parte de la acción. Por esto, probablemente decepcione a los que tengan ganas de ver al monstruo gigante, que aparece en pantalla un poco menos de lo deseable. En este reinicio, además, el saurio se convierte en una criatura mutante, por lo que hay que tener paciencia hasta poder verle con su aspecto clásico, si bien rediseñado. Lo más llamativo, en todo caso, es la apuesta de la productora Toho, que pone el acento menos en la destrucción y más en el lado humano de la historia. Hay un claro mensaje patriótico que ensalza la unión y el trabajo en equipo de los japoneses, así como su espíritu de superación ante las adversidades, manteniendo a raya, además, las injerencias de países extranjeros como Estados Unidos.

LA LA LAND (DAMIEN CHAZELLE, 2016)



No leáis este texto. Coged la mano de vuestra pareja y corred hasta el cine más cercano para ver La La Land. Sé que no hace falta que os la recomiende: ha ganado 7 Globos de Oro y probablemente se lleve varios premios Oscar. Pero, ¿sabéis qué? Los premios no significan nada. La publicidad, el hype, no significan nada. La ciudad de las estrellas es buena de verdad. Un auténtico sueño que os hará pasar dos horas y ocho minutos deliciosas, flotando sobre la butaca. Vais a tararear la melodía de su tema principal al salir de la sala. Si estáis enamorados, esta es la velada perfecta. Si no lo estáis, probablemente os entrarán ganas de salir corriendo a buscar a alguien. Si estáis con la persona equivocada, esta película os servirá de consuelo. Y si vuestro verdadero amor es el cine, La La Land es vuestra media naranja en CinemascopeCada plano del metraje es precioso. Tiene los colores saturados de Los paraguas de Cherburgo (1964) y de Pierrot el loco (1965). Tiene el amor pop por los carteles de Jean-Luc Godard, coloridos guiños a películas que todos hemos visto. Que todos queremos ver otra vez. Tiene el sabor de un musical clásico -de Gene Kelly, de Cyd Charisse, de la MGM- en el que los escenarios son decorados que se ve que son decorados: aquí algunos son directamente platós de cine. Hay homenajes a Casablanca (1941) y la cita a Rebelde sin causa (1955) es especialmente bonita. El precio de la entrada de La La Land se amortiza en los primeros minutos, con un espectacular plano secuencia que pasará a la historia del cine. Hay pasión en esta película, por el cine y por el jazz, primer amor de su director, Damien Chazelle. Ese romance frustrado es, por ahora, lo que hace latir el corazón cinematográfico de este chaval -nacido en 1985- que aquí y en la virtuosa Whiplash (2014) habla de lo mismo. De los sueños, de los sacrificios para conseguirlos y de si, en el fondo, vale la pena renunciar a ciertas cosas para alcanzarlos. El -fallecido- género musical es perfecto para hablar de estos temas, si es que alguna vez ha servido realmente para hablar de otra cosa. Por esto, esta obra solo podía ser un musical, género teatral que aquí es puramente cinematográfico, que sueña a ser clásico sin renunciar a una sensibilidad contemporánea: la cámara al hombro, las coreografías de Harlem Shake, o que un número musical sea interrumpido por un móvil. Los actores están perfectos en sus papeles. Ryan Gosling aprendió a tocar el piano y la historia de Mia podría ser la de Emma Stone. Porque aunque estamos ante la irrealidad, la fantasía y el arrebato del género, hay mucha verdad en esta cinta, que sale de la experiencia vital de su director, de sus actores y del amor con el que percibimos que está rodada. Por todo esto, por una vez, a mí, que odio los musicales, no me ha importado que la historia se detenga para perderse en el puro goce estético de la fotografía, del movimiento de los bailarines, de los colores del vestuario y los decorados, de la música más grande que la vida que ha compuesto Justin Hurwitz. Por eso, tengo que lamentar que hayáis leído hasta aquí, porque estáis perdiendo el tiempo. Porque tenéis que ver La La Land.

LA TORTUGA ROJA: POESÍA ANIMADA


Si la animación tradicional, en dos dimensiones, resulta cada vez más difícil de ver en una sala de cine -la gran excepción es el anime japonés, que tampoco aparece frecuentemente en nuestras pantallas- la animación para adultos siempre ha sido una rara avis. Por esto, la aparición de una obra como La tortuga roja es sin duda un acontecimiento feliz, que esperemos sea la continuación de una nueva tendencia y no el canto de cisne de un género cinematográfico de infinitas posibilidades. Este año, esta primera producción no japonesa de los prestigiosos estudios Ghibli -Mi vecino Totoro (1988), El viaje de Chihiro (2001)- podría unirse en la carrera hacia los Oscar a la magistral Miss Hokusai (2015), otra muestra de cine animado para adultos que no debéis dejar de ver, aunque sea en formato doméstico. Volviendo a la película que nos ocupa, dirigida por el holandés Michael Dudok de Wit -que se estrena como director de largometrajes, después de una premiada carrera en el corto animado- estamos ante un film bellísimo que apuesta por la línea clara franco-belga para contarnos la historia de un solitario náufrago obligado a vivir en una isla desierta. El relato, sin embargo, no tiene un ánimo desesperado, sino más bien apacible, resignado. Dudok de Wit encuentra, sabiamente, la belleza de la naturaleza en una situación inclemente para el único hombre de la existencia. La llegada de este personaje sin nombre -sin voz, no hay diálogos, no hacen falta- a la isla puede interpretarse como su (re)nacimiento, lo que da pie a que nos cuenten el ciclo de la vida en clave poética, incluso fantástica. Así, el argumento transcurre suavemente y en un suspiro, a pesar de la sencillez de un relato cuyos conflictos son abordados como sucesos tristes, sin duda, pero también inevitables y naturales. Como parte de la existencia. La historia es decididamente onírica y no conviene desvelar el papel que juega el quelonio rojo del título, desde ahora un símbolo de la nostalgia de lo que no pudo ser. No dejéis de ver La tortuga roja.

LA AUTOPSIA DE JANE DOE: UN CADÁVER COMO ESCENARIO


Pocas secuencias se han quedado tanto tiempo en mi memoria como la de la autopsia en la oscarizada El silencio de los corderos (1991). El director Jonathan Demme nos introducía en un procedimiento completamente ajeno a nosotros, en el que la agente Clarice Starling (Jodie Foster) indagaba en el interior de un cadáver, buscando las pistas que desvelasen el modus operandi -y por tanto la identidad- de un peligroso asesino en serie. Esa mezcla de lo macabro con la limpieza de lo quirúrgico; la tensa, fría y exacta metodología de los forenses ante la muerte, tuvo un impacto evidente en ficciones posteriores. Siempre vi ecos de aquella en las frecuentes autopsias realizadas por la agente Dana Scully (Gillian Anderson) en Expediente X (1993-2016). Probablemente, tampoco habría existido una serie llamada Bones (2005-2016). Pues bien, La autopsia de Jane Doe es, básicamente, la deliciosa expansión de dicha escena hasta convertirse en un ajustado largometraje de 86 minutos. La idea de los guionistas Ian Goldberg y Richard Naing es un estupendo ejercicio de música cámara: dos personajes principales, un par de secundarios y prácticamente un único escenario. Todo ocurre en una atmosférica morgue que también es un negocio familiar, detalle esencial en el desarrollo del argumento. Partiendo de la aristotélica unidad dramática de acción, tiempo y lugar, el objetivo del director André Ovredal -firmante de la simpática Troll Hunter (2010)- maneja los espacios reducidos con gran soltura para crear la máxima tensión posible. Dos estupendos actores, Brian Cox y Emile Hirsch, son padre e hijo, forenses, enfrentados a un misterioso cuerpo que se convierte, literalmente, en el escenario en el que se desarrolla la película. Contar más sobre el argumento resulta peligroso. No hay sorpresas, ni trampas, ni giros, pero el gran placer de ver esta cinta es ir desentrañando el misterio que rodea el cuerpo de Jane Doe (Olwen Kelly), nombre utilizado en Estados Unidos cuando se desconoce la identidad de un muerto, de un paciente o cuando se quiere ocultar la propia identidad. La película es absorbente, atmosférica, tiene algunos sustos -que no sobresaltos- bastante buenos, que se apoyan antes en la sugerencia que en lo grotesco. A mí me recordó esta historia a un viejo tebeo de EC Comics, a un episodio redondo de Tales from the Crypt (1989-1996). Y ese es un sabor que me gusta y que echo de menos. Esconde la película, además, un conflicto paterno filial algo freudiano, una alusión, quizás, al matriarcado, y una muerte sin resolver. Y no me refiero a la de Jane Doe. Por cierto, pocas veces un personaje ha tenido tanta "vida" sin moverse de la mesa de disección.

¿TENÍA QUE SER ÉL? (JOHN HAMBURG, 2016)



¿Tenía que ser él? es casi un quién es quién de la llamada "nueva comedia americana". Coged aire: parte de un argumento de Jonah Hill -Supersalidos (2007) e Infiltrados en clase (2012)-, tiene el protagonismo de James Franco -Superfumados (2008) y The Interview (2014)- el guión y la dirección de John Hamburg -autor de Entonces llegó ella (2004) y Te quiero tío (2009), guionista de Los padres de ella (2000), de Zoolander (2001) y de sus secuelas- y está producida por Shawn Levy -Noche en el museo (2006)- y por Ben Stiller -Tropic Thunder (2008)-. El problema es que, quizás, al menos en su vertiente más comercial, esta "nueva" comedia comienza a ser "vieja". Estamos ante un film que no brilla pero que resulta muy eficaz en sus resortes humorísticos. Su mayor virtud es el enfrentamiento entre dos rostros: el de James Franco, con esa sonrisa más grande que su cara, y el de Bryan Cranston, actor dotadísimo para la comedia, al que se han tomado demasiado en serio tras el éxito de la magistral Breaking Bad (2008-2012), curiosamente, una comedia disfrazada de drama. Aquí, ambos intérpretes están enormes en sus papeles de futuro yerno insoportable y futuro suegro conservador, respectivamente. El peor defecto del film, sin embargo, es su vocación de buscar la carcajada constantemente, con escenas pasadas de rosca que, seguramente, harán reír a muchos. ¿Tenía que ser él? fuerza las situaciones y no permite que la comicidad surja de forma natural. Aún así, personalmente, encontré algunas pocas risas en los márgenes de cada sketch, en pequeños comentarios de los personajes, en gestos, quizás improvisados, de los actores. La trama parte de un conflicto más que conocido: el del padre que se resiste a dejar ir a su hija con una pareja que no está a la altura de sus expectativas. Sobre esta situación cotidiana, sin embargo, se construye una extraordinaria: ¿Qué pasaría si un niñato multimillonario y famoso se enamorase de una chica de clase media "normal"? James Franco podría haberse interpretado aquí a sí mismo, en su faceta de estrella de Hollywood, con todo lo que debe rodearle de falsedad, superficialidad e hipocresía -ya lo hizo de forma brillante en Juerga hasta el fin (2013)- pero prefiere guardar distancias encarnando a una suerte de Mark Zuckerberg ligón y tatuado. Pero sin ofender. La película evita lanzar dardos hirientes contra nadie. Hay un subtexto bastante explícito sobre el conflicto generacional entre los baby boomer y la generación X y los milenial, pero el guión no profundiza en esto y prefiere contraponer la forma tradicional de entender el sexo del padre -Ned (Cranston)- con la del novio de su hija -Laird (Franco)-. Básicamente, para el segundo todo es sexo, por lo que la película ofrece una gran cantidad de bromas sexuales, que, supongo, tendrán su público. Luego, hay que destacar una extensa escena en un extraño retrete japonés, por lo que ya podéis ver por dónde van los tiros. Lo curioso es que, a pesar de todas las bromas sexuales y de hacer referencia a términos tan extremos como el "bukake" -en un chiste cuya resolución se ve venir a la legua- esta comedia estadounidense no consigue ser mínimamente ofensiva. Mucho menos, transgresora. De hecho, acaba resultando sumamente conservadora. Es más, habría que considerar un logro que hable tanto de sexo y heces sin resultar incómoda. En el lado positivo, hay que reiterar que Franco y Cranston están muy divertidos en sus personajes, pero para mí el secundario que roba el protagonismo es el mayordomo Gustav, interpretado por Keegan-Michael Key, del dúo cómico Key and Peel (2012-2015). Su personaje, al que literalmente no se le ve venir, es lo mejor del asunto.

SILENCIO (MARTIN SCORSESE, 2016)


Estaría justificado hablar de una película como Silencio en voz baja. Quizás habría que ser creyente para comulgar completamente con el nuevo film de un clásico vivo como Martin Scorsese, que narra la persecución cruel de los cristianos en Japón, en el año 1640. Pero estoy seguro de que esta obra encontrará también adeptos entre otro tipo de fieles, los del cine. Silencio es una película magistral, pero hasta cierto punto anacrónica, porque se ocupa de la fe cuando vivimos tiempos de crisis de valores, en los que el extremismo religioso está mal visto, y con razón. La cinefilia de Scorsese, autor de algo tan diferente como Taxi Driver (1976), que sin embargo también habla de redención, le permite variar el tono de la historia sutilmente: de una película épica histórica -disfrazando su reducido presupuesto- al rigor didáctico de la puesta en escena de un Roberto Rosellini -Francisco, juglar de Dios (1950)- sin olvidar lo obvio, dado el escenario japonés: Silencio tiene algo del humanismo de otro grande como Akira Kurosawa -Vivir (1952)-. Con el rigor narrativo antes mencionado, Scorsese nos obliga, como espectadores, a preguntarnos hasta dónde seríamos capaces de defender nuestras creencias, un dilema que puede resultar, repito, anacrónico. El director de La última tentación de Cristo (1988) consigue esto utilizando el plano general en momentos clave, respetando religiosamente el punto de vista del protagonista, para hacernos testigos, junto a este, de las crueles torturas que sufren los cristianos en un Japón que la mirada del director convierte en un paisaje -y en una cultura- casi extraterrestre. Así, nos hace partícipes, de forma contundente, el miedo que sienten los religiosos al adentrarse en territorio desconocido y peligroso. Hay, quizás también, algo de Apocalypse Now (1979) en esa búsqueda, en el corazón de las tinieblas, de un jesuita, el padre Ferreira (Liam Neeson) que podría haberse pasado al bando contrario. No dirige Scorsese como un creyente convencido: su película está llena de dudas, muy claras, sobre todo, en la forma en la que retrata cómo los japoneses convertidos interpretan la doctrina cristiana: al pie de la letra, como un cuento de hadas que se hiciera realidad. Estamos ante una película, sin duda, sobre la fe, pero también sobre la traición de esas creencias. Los mártires que sufren por mantenerse fieles a sus convicciones son tan importantes como los que cobardemente reniegan, como Judas: ahí está el personaje de Kichijiro (Yosuke Kubozuka), el más ambiguo e interesante del film. Hay que destacar también a un inmenso villano, Inoue (Isseu Ogata), con su inquietante acento al hablar inglés y una forma espeluznantemente burocrática de decidir sobre la vida y la muerte. Si algún pecado puedo achacarle al maestro Scorsese es el de haber caído en la tentación de lo digital. Hay algunos planos, con efectos especiales, que entiendo útiles, que no molestan demasiado, pero que quizás no eran imprescindibles. En el mismo sentido, hay subrayados innecesarios, como el del rostro de Cristo -una pintura de El Greco- que se le aparece al protagonista confundiéndose con su reflejo en el agua; o los planos aéreos que parecen reflejar el punto de vista de ese Dios que guarda silencio. Dicho esto, me permito una reflexión personal. Me resulta llamativo que Silencio coincida en el tiempo con Hasta el último hombre (Mel Gibson, 2016), en la que el mismo Andrew Garfield interpreta a un personaje -Desmond Doss- que profesa una idéntica fe -cristiana- a la que debe aferrarse con riesgo de su vida y la de otros, enfrentándose en el frente a soldados japoneses, idéntico predicamento al que sufre aquí el personaje -también real- del padre Rodrigues. Más anecdótica, pero también curiosa, es la presencia del ubicuo Adam Driver, aquí también un sacerdote jesuita que arriesga su vida en un país de budistas, mientras en la contemporánea Paterson (Jim Jarmusch, 2016) su personaje hace gala de una filosofía zen que encuentra la felicidad en las pequeñas cosas, sin desear nada más, ni siquiera la inmortalidad de la posible publicación de sus poemas, revelación que le llega de manos de un turista japonés aficionado a la poesía. Tres obras mayúsculas, de tres autores estadounidenses muy diferentes, que plantean profundas cuestiones muy similares. La propuesta de Jarmusch tiene algo de lección de vida, ajustando de forma perfecta su mensaje a su forma; la de Gibson es cuestionablemente ejemplarizante, pero tremendamente efectiva en su ejecución; y creo que la de Scorsese es una búsqueda de la "verdad" -término utilizado repetidamente en Silencio- seguramente personal pero también cinematográfica. Quizás, en el caso del director, ambas cosas sean una misma. 

TRAIN TO BUSAN: ZOMBIES EN EL TREN


El creador del zombie moderno, George A. Romero, insufló en sus películas de terror un subtexto político o social que aportaba otros niveles de lectura a sus obras, lo que no quiere decir que estas no estuviesen repletas de sustos, acción y gore suficientes para ser mínimamente comerciales. Partiendo de La noche de los muertos vivientes (1968), el zombie ha sido una metáfora de las preocupaciones de cada época, desde la mirada crítica sobre la sociedad consumista de Zombi (1978), hasta La tierra de los muertos vivientes (2005), en la que los cadáveres revividos representaban a los marginados y a los inmigrantes. Hoy hablaríamos de los refugiados. Train to Busan, film surcoreano que coloca a los muertos vivientes en un tren, esboza también algunos apuntes críticos, al enfocar su discurso principal en torno al egoísmo de la hedonista sociedad moderna -¿Y occidentalizada?-. Así, los supervivientes de un primer brote zombie se dividen muy pronto en privilegiados y marginados, utilizando el miedo a ser infectados como excusa para sacrificar al otro en aras de la supervivencia personal. Este tema, muy presente en la ficción que ha puesto de moda a los zombies, The Walking Dead (2010), no evita que estemos ante un film adrenalínico que se presenta como la típica película de catástrofes, con su grupo humano de personajes diferenciados que irán sucumbiendo en un medio de transporte cotidiano. En este sentido, Train To Busan se define claramente como una Guerra Mundial Z (2013) de serie B, dicho esto en el buen sentido. La propuesta surcoreana supera en todo a su modelo hollywoodiense, excepto en su presupuesto y en el star power de Brad Pitt. Casi mejor. Yeon Sang-ho, mejor director en Sitges 2016, curtido en films de animación, firma aquí su primera película de acción real, en la que destaca su ritmo endiablado, su concreción narrativa y algunas ideas brillantes para aprovechar el reducido espacio de un tren repleto de cadáveres reanimados. Se propone aquí un zombie contorsionista y espasmódico, histérico, rapidísimo, que se aleja del monstruo lento de Romero y Robert Kirkman, acercándose más bien a los ágiles infectados de 28 días después (2002). A esto se añaden unas reglas de comportamiento de las criaturas, aceptablemente originales y sobre todo bien aprovechadas en la historia: me refiero, por ejemplo, a lo que ocurre en la oscuridad de los túneles por los que pasa el tren. En este desarrollo lineal que marca el escenario ferroviario, la película se acerca a la obra de ciencia ficción Snowpiercer (2013), firmada por otro surcoreano, Bong Joon-ho, quien también nos dio una de catástrofes, pero con monstruo gigante, en la magistral The Host (2006). Solo algunos apuntes melodramáticos -la trama principal es la relación entre un padre y su hija pequeña- y una música poco acertada, empañan el producto. Estamos ante un film de género sin complejos, terriblemente entretenido y sobre todo imprescindible para el aficionado al cine de terror.

COMANCHERÍA (DAVID MACKENZIE, 2016)



Quizás estéis cansados del llamado western crepuscular, pero Comanchería es una gran película sobre un mundo que se acaba. El título original, Hell or Highwater, se puede traducir como "pase lo que pase", "venga lo que venga", o quizás, "a tomar por culo". Una frase hecha que describe perfectamente la situación desesperada de los personajes. Pero no despreciemos la traducción al castellano: comanchería, tierra comanche, se refiere a la región en Texas que sirve de polvoriento escenario a esta historia que se desarrolla en carreteras y pueblos casi fantasmas. Pero, además, el significado de "comanche" define explícitamente el corazón del film. Esta es la historia de un sheriff a punto de jubilarse que sigue la pista de los últimos forajidos. David Mackenzie y su guionista Taylor Sheridan utilizan los arquetipos del cine de vaqueros y los colocan en la realidad actual, en una región tejana anclada en un estilo de vida olvidado. El director dibuja un paisaje apocalíptico de carteles de negocios que cierran por la crisis y de tierras embargadas por los bancos. Sobre ese decorado se mueven los personajes tipo del cine del oeste: el sheriff, el indio, los ladrones de bancos, el mexicano, y hasta la prostituta aparecen despojados de sus roles tradicionales, al convertirse en personas muy reales. El western fue el escenario del cine de aventuras de los años 50 y 60 sobre todo, un territorio de fantasía, afincado en la realidad por su fisicidad, a conquistar por héroes dueños de su propio destino. Era el sueño americano y el relato mitificado de la historia de Estados Unidos. En esta película, esos héroes intentan mantenerse en las coordenadas de sus personajes, pero en Comanchería no quedan fronteras por conquistarlos asaltantes atracan bancos porque se sienten robados, ellos mismos, por las entidades financieras. No es lo único que ha evolucionado: el cowboy aquí es aliado de su gran enemigo, el indio, que es medio mexicano y católico, y que le mira como a un igual. Ambos trabajan para mantener un orden, la Ley, en el que ya nadie cree porque no tiene nada de justo. Ningún hombre es dueño de su destino en un mundo controlado por grandes corporaciones bancarias y compañías petroleras. Por eso resulta entrañable el empeño de estos personajes por mantenerse fieles a sus arquetipos cuando todo se derrumba a su alrededor. Destaca, cómo no, Jeff Bridges, inmenso como ya nos tiene acostumbrados -su nombre suele sonar a Oscar una vez al año- al que le planta cara un Chris Pine que nunca había estado así de bien, acompañado de un Ben Foster perfecto en su papel. Si buscamos los orígenes de estos personajes en nuestra memoria cinéfila, quizás Bridges se reclina sobre su silla, en el porche, como lo hacía el Wyatt Earp al que dio vida Henry Fonda en la fordiana Pasión de los fuertes (1946). Los hermanos a los que dan vida Pine y Foster no pueden más que recordarnos a los Frank y Jesse James -Tyrone Power y, otra vez, Henry Fonda- de Tierra de Audaces (1939). Pero, de nuevo, hay que decir que la oposición entre "buenos" y "malos" ha perdido completamente su significado en esta película cuya principal virtud es eludir maniqueísmos. Ambos bandos, en los dos lados de la Ley, tienen razones muy humanas. Que podamos entenderles e identificarnos con ellas significa que el conflicto final no dejará indiferente a nadie. Todo esto está contado con una riqueza y unos detalles apasionantes de las gentes, las costumbres y los lugares de esa Comanchería del título en castellano. Al salir de la sala sentiréis haber estado realmente allí, lo que es todo un logro: David Mackenzie es escocés.