CALL ME BY YOUR NAME -CUENTO DE VERANO



Hay películas que son la vida. Que son capaces de evocar sensaciones apelando a nuestra memoria sensorial de una manera vívida. No tengo ni idea de cuál es el mecanismo para conseguirlo, en literatura o en cine, pero hay obras que no se ven con los ojos, ni se reciben con el intelecto, se sienten. "Lo que te ha pasado con Oliver nada tiene que ver con la inteligencia" le dice su padre a Elio, en uno de los monólogos más bonitos que he escuchado nunca. Call me by your name -Llámame por tu nombre- es la historia del despertar -sexual, vital, existencial- de Elio -Timothée Chalamet merece un Oscar- un sensible, inteligentísimo y talentoso joven de 17 años. Esa edad en la que estamos abiertos a todo. Ambientada en 1983, no pude más que pensar que este Elio tendría una buena conversación con el Conor de Sing Street (2016). En su vida aparece Oliver -un Armie Hammer que parece un dios griego- un joven algo más maduro, misterioso, masculino, del que podría enamorarse hasta el más heterosexual. El italiano Luca Guadagnino -Cegados por el sol (2015)- rueda todo esto de una forma tan sensorial que parece que esta película se puede tocar, oler, saborear. El agua fría de un río; el cigarrillo fumado por el que no fuma; un melocotón maduro que chorrea de bueno que está -ya me entenderéis, madre mía- las páginas ásperas de esos libros viejos que se les caen las páginas y que ya no existen; la sal sobre las estatuas grecorromanas que emergen del mar -una escena inolvidable-; el suave dolor de un masaje en los pies; el sabor de los primeros besos de nuestra vida. Call me by your name es un millón de veces más erótica que 50 sombras de Grey y sus secuelas. Increíble que James Ivory -Lo que queda del día (1993)- de 90 años, haya podido escribir este guión -aunque seguramente haya variado cuando Guadagnino se hizo cargo del proyecto- basándose en una novela de André Aciman. Como una maravillosa versión gay del Cuento de verano (1996) de Éric Rohmer, esta historia solo podía ocurrir durante el estío. En un verano, además, rodado por un europeo: nada que ver con el summer de los americanos, de chapuzones y juergas en bikini. Hablo de esos veranos de días larguísimos, de tiempo detenido -el reloj que consulta Elio desesperadamente- en los que no pasa nada y pasa todo. Cuando acababan esos veranos, había cambiado la vida. Justamente, la película nos regala otro personaje inolvidable, Mr. Perlman -el mejor Michel Stuhlbarg que he visto-, el padre que todos querríamos haber tenido. Llámame por tu nombre está nominada a 4 premios Oscar, pero eso importa poco. Es buena de verdad.

MAZINGER Z Y GODZILLA -JAPÓN COLOSAL


Feliz coincidencia que en la misma semana llegasen a nuestras pantallas dos iconos de la cultura pop japonesa -y mundial- como Mazinger Z y Godzilla. El primero aparece nada más y nada menos que en algunas salas de cine con una película inocente, nostálgica y entrañable. Si en el manga de Go Nagai, Koji Kabuto encontraba a Mazinger Z en una excavación arqueológica, esta nueva Mazinger Z: Infinity desentierra nuestro pasado sentimental, en una operación similar a las recientes resurrecciones de Star Wars, Jurassic Park o a lo que hace Stranger Things con respecto a los 80. Esto es un anime que sabe a bocadillo de Nocilla, en el que nos reencontramos con Koji, Sayaka, Shiro, el profesor Yumi (ahora Primer Ministro), Boss, y por supuesto los malvados Doctor Infierno, el barón Ashura y el conde Broke, con sus tropas y sus monstruos mecánicos, que aparecen en multitud pero reconocibles por nuestra memoria infantil. Eso sí, 45 años no pasan en vano y la simple animación televisiva de los años 70 ahora es un anime detallado, luminoso y espectacular, apoyado en el ordenador, en los modernos 3D y en los efectos digitales. El argumento también recoge este paso del tiempo y los protagonistas, no es que hayan envejecido, pero sí han madurado (un pelín): Koji ahora es pacifista -y rehuye convertirse en una figura paterna- Sayaka dirige el centro de investigaciones de su padre. Además, las batallas entre robots pierden protagonismo: lamentablemente el conflicto central se resuelve en un plano abstracto, de ideas que intentan ser metafísicas. Felizmente, los elementos más reconocibles de la serie sí reaparecen desempolvando rincones polvorientos de nuestros cerebros: los gritos de Koji invocando las armas de su robot; el melodrama sentimental; la picardía sexual -censurada en la versión que yo vi- el humor chorra del moco que cuelga siempre de la nariz de Nuke. Tras el visionado, dos constataciones. La primera, que, 45 años después, lógicamente, el bocadillo de Nocilla puede empacharnos. Segundo, que un niño actual, habituado a la amabilidad de Pocoyó, Peppa Pig y la Patrulla Canina puede sufrir un ataque de epilepsia ante las imágenes violentas y los gritos de Koji, el hilo de sangre en la comisura de sus labios.


Muy diferente es Godzilla: El planeta de los monstruos, la primera cinta anime sobre el saurio mutante creado en 1954 en el clásico film de Ishiro Honda. Estrenada en cines en Japón -tras el éxito de Shin Godzilla (2017)- en el resto del mundo podemos verla a través de Netflix. La película evita por todos los medios recrear lo contado en más de 30 películas: no veremos al monstruo radioactivo destrozando una ciudad. Ese es, más bien, el punto de partida argumental. Godzilla -Gojira en japonés- es indestructible y obliga a la humanidad a abandonar la Tierra para buscar otro planeta habitable. Gran parte del film se desarrolla en esta nave, en la que el conflicto emana del protagonista y de sus ganas de venganza contra el monstruo. La animación es soberbia -aunque se apoya en gráficos generados por ordenador- pero la historia se desarrolla lentamente: Godzilla aparece tras una hora de metraje. El guión se esfuerza por introducir elementos creíbles de ciencia ficción, con diálogos repletos de términos científicos sobre planetas habitables, viajes interestelares y la genética de la criatura. De fondo, los temas recurrentes de la franquicia: la capacidad de recuperación del pueblo japonés -aunque ahora se incluyen incluso extraterrestres- para luchar después de una catástrofe. Recordemos que Godzilla siempre ha sido la metáfora de Hiroshima y Nagasaki. El principal defecto de esta película es que tiene poca acción, hecho disculpable si tenemos en cuenta que estamos ante la primera parte de una trilogía.

LOS ARCHIVOS DEL PENTÁGONO -PRIMERAS PLANAS


En el nuevo film de Steven Spielberg encontramos buenas intenciones, el idealismo propio del mejor cine clásico americano, pero unos resultados artísticos más bien discretos. Los archivos del pentágono es -para mí- la historia de una mujer, Kay Graham, que en los años 60 asumió la presidencia del periódico The Washington Post, siguiendo los pasos de su padre y de su marido. La trama principal de la película nos cuenta cómo Graham tuvo que enfrentarse a un mundo de hombres para dirigir su periódico, tomando encima decisiones tan complicadas como enfrentarse -o no- a la administración de Richard Nixon. Interpretada por una Meryl Streep tan solvente como siempre -ha vuelto a ser nominada al Oscar- el problema de esta película -también nominada- es que la historia de Graham debe coexistir con otra trama igual de interesante, la de su título, esos archivos top secret que ponían en evidencia el desastre que estaba siendo la guerra de Vietnam. Esta trama, que muestra el ideal periodístico -enfrentarse al poder y sacar a la luz sus trapos sucios- esta protagonizada por Tom Hanks -como el periodista Ben Bradlee-. Si bien ambas historias van necesariamente de la mano, creo que se restan la una a la otra. Y si Streep está francamente bien, Hanks no sale bien parado. Su personaje es antipático, en un bienvenido cambio de registro con respecto a los gentiles hombres buenos que siempre interpreta; pero el actor de El puente de los espías (2015) compone a este defensor de la verdad a brochazos. También es cierto que su papel no tiene demasiada enjundia -el de Streep está mucho más desarrollado-. Lo mismo ocurre con un elenco de secundarios desaprovechados, actores estupendos sacados de la mejor televisión actual: Sarah Paulson de American Horror Story, Bob Odenkirk de Better Call Saul, Carrie Coon de The Leftovers, Jesse Plemons de Black Mirror, etc. Cada uno de ellos tiene un papel pequeño, a veces minúsculo: les faltan detalles humanos, específicos, a estos personajes para hacernos sentir que están vivos. Esto a pesar de contar con el guionista de Spotlight, Josh Singer. Se ha dicho que esta es una película urgente, rodada en menos de un año por la necesidad histórica de responder a Donald Trump con una historia edificante y feminista. Pero en ella encontramos también al Steven Spielberg más plano, visualmente, de toda su carrera. Si el director de Tiburón (1975) se ha caracterizado por secuencias vibrantes, por narrar siempre en movimiento, por una planificación exuberante, aquí encontramos planos estáticos y cierta dependencia de los diálogos y de los -grandes- actores para hacer avanzar una historia necesaria, pero sin pulir.

EL INSTANTE MÁS OSCURO- ONE MAN SHOW


El instante más oscuro es de esas películas que parecen haberse rodado únicamente para la temporada de premios. Ya ha ganado -justificadamente- el Globo de Oro para Gary Oldman, quien, como sabéis, se transforma completamente en Winston Churchill. Es este, sin duda, el principal valor de la película: un maquillaje perfecto y el mérito de Oldman de interpretar a través de la gruesa capa de látex para, efectivamente, convertirse en el histórico primer ministro británico. Precisamente, lo que narra la película -escrita por Anthony McCarten, autor del texto de otro film premiable, La teoría del todo (2014)- es el momento en el que Churchill llega a Downing Street y los problemas que tiene que afrontar: la amenaza de Hitler en Europa, además de la desconfianza de sus colegas políticos y del rey, Jorge VI (Ben Mendelsohn). La figura de Churchill se describe como excéntrica, con una gran habilidad oratoria, pero de decisiones arriesgadas y cuestionables. Eso sí, es presentado como el único que en aquel momento histórico, 1940, vio claramente la amenaza de los nazis y la necesidad de combatirla. Todo esto se narra de forma impecable, con un guión tan redondo como predecible, marcado por los discursos de Churchill que deben emocionarnos. El diseño de producción, los decorados, el vestuario, la recreación de la época, son simplemente soberbios. Pero todo es tan funcional, tan bienintencionado, que no emociona. Le falta garra a la dirección de Joe Wright -Orgullo y prejuicio (2005)- cuya elegante cámara resulta narrativamente eficaz, pero poco comprometida. Tampoco ayuda a insuflar vida al conjunto un reparto de secundarios con poco margen de lucimiento: Lily James es la joven ayudante que llega de nuevas y nos introduce en la figura de Churchill; Kristin Scott Thomas es la mujer del primer ministro, que está ahí para humanizarle. Pero el rol de ambas es tan limitado, que apenas aportan. No hay, además, un antagonista de peso para enfrentarse a Churchill, que debe superar, más bien, sus propias inseguridades. El instante más oscuro brilla en muchos aspectos, no tiene defectos apreciables, pero la suma de sus partes es sensiblemente peor que el conjunto. Su posible mensaje es, quizás, cuestionable: que el mundo en el que vivimos se decidió en momentos cruciales que podrían haberlo cambiado todo y que una sola persona puede modificar el curso de la historia. Una curiosidad, lo que nos cuentan aquí coincide históricamente con lo relatado en Dunkerque de Christopher Nolan, y resulta interesante cómo el mismo hecho se narra desde dos perspectivas completamente diferentes: aquí desde los despachos de los políticos y en escenas repletas de diálogo; en la de Nolan desde la arena de la playa del norte de Francia y metiéndonos en la piel de los soldados que esperaban ser rescatados.

120 PULSACIONES POR MINUTO- ACTIVISMO VITAL



Desde la primera escena, 120 pulsaciones por minuto te compromete a muerte con los activistas de Act Up-París, en su lucha por visibilizar y concienciar sobre el SIDA. Las asambleas de estos luchadores -muchos de ellos seropositivo- son la columna vertebral de la película y su principal logro, al hacernos sentir que formamos parte de ellas. Esta identificación inicial es clave para lo que viene luego: experimentaremos junto a los protagonistas su periplo vital. Reiremos con ellos, lloraremos con ellos. Estas asambleas recuerdan a las películas del Godard de los años Mao, justo antes de Mayo del 68, en su inocencia, su contagiosa pasión, el humor en la creación de eslóganes, los chasquidos de los dedos que sustituyen a los aplausos para no silenciar a nadie. Y nos recuerdan también que estamos ante una obra -ganadora de cuatro premios en Cannes- de Robin Campillo, guionista de la imprescindible La clase (Laurent Cantet, 2009). El ambiente combativo, el realismo irrefutable, la efervescencia de las discusiones, son muy similares. Ambas cintas hablan de la sociedad actual, de Europa, de marginación, de integración. La causa que mueve a los protagonistas aquí es personal y trasciende la política, las ideologías, la defensa de los derechos civiles. Es una lucha a vida o muerte. La de personas que viven con el fin de su existencia muy presente. Esa urgencia existencial les lleva a pelear, discutir, reír, gritar, follar con una intensidad agotadora. Campillo sintetiza esta idea con una metáfora visual que utiliza dos veces durante el metraje: las formas sudorosas de los protagonistas bailando en una discoteca se deforman, se mezclan con las luces estroboscópicas, se desenfocan para convertirse en motas de polvo. Eso somos. Luego ese polvo se convierte en partículas microscópicas, en moléculas y en el espantoso VIH que, aumentado ópticamente millones de veces se vuelve abstracto. Quizás Campillo quiere decirnos que así vieron los gobiernos, la farmacéuticas, a los enfermos abandonados a su suerte. Precisamente por eso, Campillo lleva el drama a lo humano, a lo individual. Los retratos de sus personajes son soberbios. Los actores están maravillosos, sobre todo Nahuel Pérez Biscayart, absolutamente inmenso. Con ellos el drama se hace específico y adquiere nombres: Sean, Nathan, Sophie, Max. Porque son los detalles, mundanos, los que elevan esta película por encima de otras con la misma temática: las relaciones sentimentales -algunas soterradas- entre los activistas; la aproximación absolutamente masculina al sexo como reafirmación de la vida; esa madre que tiene problemas para plegar un sofá cama en el momento más trágico posible; los suspiros de la pasión que se confunden con los estertores del moribundo.

DARK- LA TEORÍA DE LA CAJA


Adictiva, intrigante y de factura impecable, la serie alemana Dark es el penúltimo éxito de Netflix. Simpática sobre todo para el fan de la fantasía, el terror y la ciencia ficción, entretiene a pesar de que probablemente este podrá anticipar sus giros. Aún así, hay que recomendarla 'ciegamente' porque resulta imposible hablar de ella por la vulnerabilidad de su trama al temido spoiler. Es mejor verla sin saber nada de antemano. Comparada frecuentemente con Stranger Things, la referencia es pertinente, aunque incompleta. Es verdad que ambas series beben de las estrategias narrativas más utilizadas en la ficción actual, esas que, en lugar de construir momentos dramáticos interesantes, prefieren crear una constante anticipación por lo que ocurrirá después. Una forma de contar que debemos sobre todo al éxito de Perdidos (2004-2010) y su concatenación de enigmas que, como ya sabemos, nunca llegan a resolverse del todo, siguiendo la famosa teoría de la magic mistery box de J.J. Abramas -y de Damon Lindelof- que propone que, lo que no sabemos, es mucho más evocador que cualquier revelación. Pero no os asustéis, porque Dark parece haber escarmentado ante las iras de los fans por el famoso final de la serie sobre la isla, y su argumento va resolviendo, paso a paso, sus interrogantes. Para ello, la trama genera continuamente nuevas incógnitas, a partir de la inexplicable desaparición de un niño en un pequeño pueblo. Sí, el planteamiento resulta familiar, porque esta producción alemana -creada por Baran bo Odar y Jantje Friese- tiene precedentes obvios. Y en esto se separa de Stranger Things: los hermanos Duffer juegan al homenaje y a recrear el imaginario infantil de los 80, inspirándose en Stephen King, Steven Spielberg y en películas como E.T., El extraterrestre (1982), Gremlins (1984) y Los Goonies (1985) -por citar unos pocos títulos-. Lo que nos cuenta Dark ya lo hemos visto en Twin Peaks (1990) y -cuidado spoiler- en Regreso al futuro (1985), pero en ningún momento nos remite directamente a estas obras. No hay -casi- guiños. Entre ambas series hay, además, diferencias de tono, aquí mucho más oscuro y con la dosis mínima de humor. También difieren en cuanto a los personajes -y los actores- que aquí son el elemento más débil, sin el carisma de los chavales de Stranger Things (ni la profundidad de los protagonistas de Perdidos). En Dark, el argumento y sus giros es lo más relevante y en ese sentido, creo que la serie está bastante bien construida, resulta sólida -aunque el amplio elenco de personajes puede llegar a ser confuso en algunos momentos-. Con una narrativa cinematográfica, de largas secuencias visuales sin diálogo, estamos ante un elegante relato pulp de puertas ocultas, escotillas que abren accesos a lugares misteriosos, personajes encapuchados cuya identidad es una incógnita, cuerpos hallados donde no deberían, y paradojas que nos harán recapitular sobre todo lo que hemos visto. Perdonamos incluso su abuso de las secuencias videoclip. Divertida y muy recomendable serie, que confirma que la ficción audiovisual europea puede generar productos comerciales de alta calidad.

SUBURBICON- PARAÍSO PODRIDO


Suburbicon es una urbanización de casas perfectas, césped verde y rasurado y coches limpios y brillantes aparcados. La típica estampa de los Estados Unidos más optimistas, consumistas y conservadores. Como en Eduardo Manostijeras (1990) o Terciopelo azul (1986) detrás de esa fachada de perfección idealizada se esconden sombras. Dirigida por George Clooney y escrita por los hermanos Coen, la frase precedente resume esta película impecable, pero sosa. Los autores de Fargo (1996) vuelven a inspirarse en el cine negro clásico para contar una historia de personas comunes -el matrimonio que forman Matt Damon y Juliane Moore- implicadas en sórdidos asesinatos. Como suele ocurrir en una de los Coen, el crimen está lejos de ser perfecto: de hecho, es una chapuza que pronto se desmorona. El problema es que Clooney dirige de forma estupenda -tiene algunos momentos inspirados y tensos, sobre todo cuando su cámara adopta el punto de vista del niño, Nicky (Noah Jupe)- pero no consigue despegarse lo suficiente de un guión tan redondo como predecible. Hay momentos de humor negro que son puro Coen -Damon pedaleando sobre una bicicleta de niño- que a la dirección elegante de Clooney parecen quedarle lejos. Otra cosa que suelen hacen los hermanos de Minesota es esconder sus intenciones, haciendo sus películas más crípticas, sí, pero también más interesantes. Aquí el director de Los idus de Marzo (2011) resulta diáfano al decirnos que detrás de la fachada de la normalidad blanca, anglosajona y protestante, se esconde la mentira, la avaricia, y sobre todo el miedo, el odio hacia el otro, en este caso, una familia afroamericana que sufre el acoso racista de la comunidad que da nombre al film. Esta subtrama habría sido material suficiente para una película diferente y aquí Clooney la inserta forzadamente para hablarnos, cómo no, de Trump y de su muro. Buenas intenciones y mucho talento para una película, en definitiva, fallida.

LOVING VINCENT -MOTION PICTURES


Loving Vincent es de esas películas cuyo proceso de creación -pintar al óleo, fotograma a fotograma, los 94 minutos del metraje- se adivina mucho más interesante que el resultado que vemos en pantalla. La historia narra los momentos posteriores a la muerte de Vincent Van Gogh, utilizando como personajes a los retratados por el genio del pelo rojo. El protagonista, Armand Roulin (Douglas Booth), realiza una suerte de investigación policial sobre las circunstancias del suicidio del artista, entrevistando a diferentes personajes, indagando en el estado de ánimo de Van Gogh en los últimos días de su torturada existencia. Utilizando como McGuffin una de las famosas cartas a Theo, este personaje se pasea por los escenarios pintados que todos recordamos -algo parecido hizo Kurosawa en uno de sus sueños, proponiendo a Martin Scorsese como el pintor- intentando resolver el misterio de la muerte (y de la vida) del autor de La noche estrellada. Como he dicho al principio, la decisión artística más importante es servirse de la reconocible estética del genio neerlandés para que cada fotograma se convierta fugazmente en uno de sus cuadros. El problema es que esto resulta bastante estático, a pesar de su innegable belleza pictórica. Algo parecido a la aventura conversacional de un videojuego como L.A. Noire (2011). La trama se desarrolla íntegramente a través de los interrogatorios que realiza el protagonista para resolver el misterio, y la sensación es que estamos viendo pinturas con una voz en offLa audioguía más ambiciosa de la historia. Es una pena que el argumento no se interese de una forma más visceral por la torturada vida del que se cortó una oreja. La recreación de los cuadros no consigue emular la hermosa desesperación que se adivina en los trazos del precursor del expresionismo. Eso por no mencionar unos horrendos flashbacks en blanco y negro que afean el conjunto. Loving Vincent es un prodigio técnico y artesanal, sí, pero este se agota pronto. Intuyo que la propuesta se habría beneficiado de un formato más breve en su duración.

TRES ANUNCIOS EN LAS AFUERAS -MADRE CORAJE



Tres anuncios en las afueras es la película más sorprendente que he visto en mucho tiempo. Cuando como espectador llegas a cierta edad, es difícil que te pillen desprevenido: más o menos todas las historias están contadas, más o menos podemos predecir lo que va a pasar. Aquí no. La película del británico Martin McDonagh -Escondidos en Brujas (2008) y Siete psicópatas (2012)- tiene una refrescante vocación anárquica en sus giros, originales, bastante impredecibles y hasta gamberros. Y sobre todo, el guión -también de McDonagh- tiene una capacidad increíble para soltar un chiste en el momento más tenso, o para ponerte un nudo en la garganta durante lo que parecía un ingenioso diálogo entre dos personajes. De la comedia a la tragedia y viceversa sin previo aviso. El planteamiento de la historia tiene gancho: una madre cuya hija ha sido violada y asesinada, decide criticar a la policía local cantándoles las 40 en los tres anuncios del título. Pero esto es solo una -magnífica excusa- para hablar de unos personajes, los de Ebbing, Missouri, todos absolutamente encantadores, profundos, inteligentes, divertidos. Ninguno es un simple estereotipo. Y todos son muy diferentes. Creo que el sentido profundo de esta cinta es que, a pesar de los distintos papeles que interpretamos en la vida -madre, policía, racista, maltratador, enano- hay una condición -la mortalidad- que nos iguala a todos, que borra los bandos que nos separan, que nos une como aliados frente a un mismo destino. Una idea existencialista expresada de forma maravillosa. Y si estos personajes tan complejos y cambiantes funcionan es porque están más que justificadas las nominaciones a diferentes premios que han recibido prácticamente cada uno de los actores del reparto. Empezando por Frances McDormand, auténtica one-woman-show a pesar de estar rodeada de gente como Sam Rockwell, Woody Harrelson, Peter Dinklage, John Hawkes y el Lucas Hedges de Manchester frente al mar (2016) con la que esta película haría una buena doble sesión. Ganadora del Globo de Oro -y firme candidata a llevarse más de un Oscar- Tres anuncios en las afueras modula el drama de lo contado con un humor negro e ingenioso. Cuando parece que va a caer irremediablemente en la trampa de lo convencional, vuelve a dar otro giro estimulante hacia un final que te deja queriendo más. No hay que perdérsela.

MOLLY´S GAME- ¿QUIÉN ES TU HÉROE?


Cada uno de los hombres alrededor de Molly Bloom -Jessica Chastain, nominada a un Globo de Oro- es un auténtico imbécil. Empezando por su padre -Kevin Costner ahora siempre hace de padre- y pasando por su jefe y los jugadores de póquer -aficionados, nuevos ricos, profesionales, mafiosos- que conocerá durante su vida. Molly debe luchar contra machirulos que la humillan, la menosprecian, se ofenden si viste demasiado sexy, la golpean si se pasa de la raya, tratan de sacar partido o peor, se enamoran de ella. Molly se mantiene firme en sus principios ante los ataques de todos estos tipos menos inteligentes que ella, inseguros, salidos, alcohólicos, violentos, infieles. La historia de Molly Bloom es probablemente la de cualquier mujer que pretenda tener éxito. Su único defecto es ser demasiado lista, guapa, sexy, y sobre todo, autosuficiente, en un mundo de hombres. Aaron Sorkin -El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006)- escribe y dirige una película absolutamente fantástica, muy "americana", sí, con un ritmo increíble -sus dos horas y veinte minutos pasan volando- inteligente, llena de humor, y en su desenlace, humana y emocionante. Nominado a un Globo de Oro por su guión, Sorkin despliega su arsenal habitual: narración en off absorbente, diálogos que ametrallan, datos propios del Trivial que sorprenden y enriquecen el discurso. Y compromiso. Sorkin no nos cuenta la vida sentimental de Molly ni por qué no ha tenido hijos. Una decisión que hay que aplaudir: habría sido fácil humanizarla de esa manera. Pero al director no le hace falta, porque tiene a una Jessica Chastain inmensa -en un papel que invita a la comparación con Erin Brockovich (2000)-. A ella y a Costner hay que sumarles a Idris Elba -perfecto- y a un inquietante Michael Cera, en un registro completamente distinto al habitual. Sorkin es lo suficientemente inteligente para no dejar a todo el género masculino por los suelos: el abogado de Elba es de esos personajes positivos, idealistas, que solo nos creemos en el cine de Hollywood. Y eso no es un defecto. Por encima de todo, hay que agradecer esos temas que Sorkin se encarga de inyectar en sus trabajos -que tanto echamos de menos en el cine estadounidense actual- esa desconfianza en el sistema, el rechazo a la codicia capitalista, y especialmente esa integridad -aquí feminista- que hay en Molly y que Sorkin hace evidente citando El Crisol de Arthur Miller: a ella también intentarán quemarla en la hoguera, aunque tras la película sepamos que en Salem no quemaron a ninguna bruja.

MR. ROBOT -SERIE DE AUTOR


Elliot Alderson (Rami Malek) entra en un ascensor de Evil Corp -maligna multinacional- y la cámara le sigue a la altura de sus ojos saltones, pero adormilados. Oímos el sonido rítmico de un extraño carraspeo metálico, cuyo origen no distinguimos: forma parte de la hipnótica banda sonora electrónica de Mac Quayle. Escuchamos de repente un coro que pertenece a un tema de Einstein on the Beach, ópera de Phillip Glass, que hace que lo que vemos -Elliot en un ascensor- parezca trascendente. Pero sobre todo, está la voz interior del protagonista, que resume rápidamente lo que ocurre -al menos lo que él cree que ocurre, porque tiene doble personalidad y lagunas de memoria- y la cámara le sigue -¡sin cortes!- por todo el edificio hasta su ordenador. Estamos viendo un episodio rodado íntegramente en (falso) plano secuencia. Es el quinto capítulo de la tercera temporada de Mr. Robot. No hay ninguna serie como esta. La razón principal es Sam Esmail, autor de esta ficción, guionista y sobre todo, director de cada entrega. Su decisión de rodar sin cortes (visibles) ese quinto episodio, no es un mero despliegue técnico: influye en la narración. Nos mete con Elliot dentro de esa multinacional en la que se ha infiltrado. Y eso es importante, porque entendemos tan poco como él de lo que está ocurriendo: el argumento de Mr. Robot es intrincado. Es fácil perderse en las maquinaciones de Evil Corp, Dark Army, Fuck Society y el FBI. Además, Esmail propone como telón de fondo elementos de política ficción, prediciendo el inminente auge de las divisas digitales; la anexión del Congo por parte de China; los oscuros intereses que han conseguido la victoria de Donald Trump; o un acontecimiento histórico -la acción se sitúa en 2015- del que no hablaré para evitar el consabido spoiler. En medio de este barullo a escala mundial, Esmail nos habla de individuos, absolutamente desorientados, fragmentados, temerosos, con los que nos identificamos. En estos conflictos personales el argumento resulta diáfano y emotivo.

En varios momentos de esta tercera temporada de Mr. Robot, Elliot desaparece para convertirse en personaje referencial, cediendo su espacio a otrosAsí, Tyrell Wellick (Martin Wallström), ese American Psycho, protagoniza un episodio en flashback que revela lo que ha sido de él durante la segunda entregaAprenderemos mucho también de Angela (Portia Doubleday) que experimenta una completa transformación, que obviamente no puedo contar. Esta tercera entrega de Mr. Robot tiene la particularidad de volver constantemente sobre sus pasos, aclarando situaciones, atando cabos sueltos, explicando los motivos ocultos de los personajes y revelando cosas increíbles de su pasado. Con ese mismo espíritu, los giros argumentales -claramente deudores de El club de la lucha (David Fincher, 1999)- se han acabado -bueno, hay una última sorpresa final, realmente hermosa, que redime a un personaje importante-. A cambio, Esmail y sus guionistas plantean un interesante juego con la psique desdoblada de Elliot, que se convierte en su propio antagonista, Mr. Robot (Christian Slater). Alrededor de esta dualidad, se dividen en dos bandos personajes como el misterioso Whiterose, un BD Wong travestido y desatado; la agente Dominique Di Piero, a la que da vida una estupenda Grace Gummer; y el recién llegado Irving, fantástico Bobby Canavale, que nos sorprende casi en cada escena. Todos ellos participan en una historia contada en espiral y situada en un escenario post-apocalíptico: Mr. Robot es pesimista y profunda. Plantea que las revoluciones, que en realidad no hemos vivido, están en manos de los ricos y poderosos. Que son imposibles. Pero como he dicho, a pesar de ese ambicioso telón de fondo, la serie de Esmail nos habla de individuos que buscan respuestas. Las buscan sobre todo en su infancia, lo que da pie a cierta nostalgia ochentera. Los millennial como Elliot y Angela, han perdido la esperanza en uno de los mejores episodios que he visto en cualquier serie, Dont-Delete-Me. En este, el protagonista descubre una nueva generación, que no ha visto Regreso al futuro (1985), pero que tampoco ha perdido la inocencia y que puede ser la razón para cambiar las cosas. Así, la tercera temporada de Mr. Robot parece ser un ejercicio con voluntad de reinicio, de proponer un nuevo comienzo, que deja la historia abierta e incluso se permite un rayo de esperanza.

THE DISASTER ARTIST- EL SUEÑO AMERICANO



Creo haber leído alguna vez que François Truffaut decía que una película mala, pero honesta, era mucho más valiosa que una obra maestra sin alma. Eso podría explicar el inexplicable éxito de The Room (2003), auténtico bodrio en el que todo, absolutamente todo, falla: un guión sin sentido de diálogos absurdos y actores de segunda, mal dirigidos. Convertida en obra de culto, parece que incluso rentable, habría que preguntarse si su éxito se debe a la pasión de su autor, el misterioso Tommy Wiseau, de origen y recursos económicos -para producir su película- desconocidos. Quizás, la honestidad es la razón por la que The Room tiene miles de fans y los telefilmes de sobremesa no los recuerda nadie. The Disaster Artist narra la gestación, rodaje y estreno de esta pésima película. Dirige y protagoniza James Franco -en el papel de Wiseau- quien nos habla del "sueño americano", pero en un sentido inverso: cuando el que persigue el éxito no tiene ningún talento, el resultado no es la gloria, sino la vergüenza ajena. Solo que, esta vez, sabemos que el fracaso estrepitoso ha acabado siendo un logro. ¿Qué quiere decir esto? Quizás que, en una cultura obsesionada con el éxito, hacer "la peor película", también puede significar ser "el mejor". Si Ed Wood (Tim Burton, 1994) hablaba de marginados y de arte, The Disaster Artist, contando prácticamente lo mismo, propone un retrato muy diferente de la sociedad que rodea al autor. Ed Wood murió en la absoluta pobreza y sin ningún reconocimiento, mientras Tommy Wiseau se permite un cameo al final de esta película de Hollywood (no salgáis de la sala hasta el final de los créditos). Vivimos en un mundo de zapping, memes, y vídeos de youtube en el que personajes como Wiseau tienen gracia e incluso son admirados. Una admiración manifiesta en los actores que aparecen al principio de esta película haciendo de sí mismos, o en el cuasi remake que Franco y compañía han hecho de The Room -en una operación de clonación curiosa y similar a la de Gus Van Sant con Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock-. Quizás hay cierta verdad en un film desastroso como The Room, que echamos de menos en los films de Hollywood técnicamente perfectos y trazados milimétricamente por los departamentos de marketing. Quizás con ese espíritu podemos entender la barba falsa, cutre y mal pegada, que lleva el protagonista, Dave Franco, en su papel de Greg Sestero, escudero y víctima de Wiseau, con el que establece una relación de amistad que me hizo pensar en Un loco a domicilio (1996).

WONDER WHEEL-LA RUEDA DE LA VIDA


En Wonder Wheel, Woody Allen convierte las tablas del paseo marítimo del mítico Coney Island en las de un escenario dramático. La nueva película del neoyorquino no esconde sus referencias teatrales al hacer del narrador -y personaje catalizador del conflicto- un socorrista aspirante a dramaturgo. Sin embargo, Mickey, interpretado por Justin Timberlake, no escapa de la condición que Allen ha designado para sus personajes: todos están atrapados e insatisfechos en sus vidas, todos sueñan con escapar y todos tienen una flaqueza que lo impide. Empezando por el carácter enamoradizo del propio Mickey; o la dependencia masculina de Carolina (Juno Temple), casada con la mafia; el alcoholismo latente de Humpty (Jim Belushi); o los fuegos que el pequeño Richie (Jack Gore) provoca para llamar la atención. Y sobre todo, hay que hablar del mejor personaje de este reparto de miserias humanas, Ginny, una magnífica Kate Winslet -como siempre- que da vida a una mujer apasionada, agobiada por la culpa y soñadora. Contradictoria. Sus fallos, muy humanos, son su principal riqueza dramática y Winslet saca todo el provecho posible del material que le sirve Allen. Ginny pasa a formar parte de la galería de grandes personajes femeninos de la filmografía del autor de Annie Hall (1977), desde los que interpretaran Diane Keaton y Mia Farrow hasta la Cate Blanchet de Blue Jasmine (2013). Con Ginny -y con el resto de personajes de Wonder Wheel- Allen elabora un comentario pesimista del amor: todos utilizan la excusa romántica para enmascarar el deseo egoísta de utilizar al otro como tabla de salvación existencial. El director de fotografía, el oscarizado Vittorio Storaro, ilumina las caras de estos personajes reflejando los nubarrones que aparecen sobre la playa del sur de Brooklyn. Storaro ensombrece e ilumina los rostros según pasan estas nubes, en una intermitencia que parece reflejar sus constantes altibajos sentimentales. Allen desarrolla este drama, sin embargo, con el tono ligero de sus mejores comedias, con diálogos chispeantes que casi contradicen la tragedia. Pero los impresionantes monólogos de Winslet no dejan lugar a engaño. Está atrapada sin remedio en una rueda que gira sin variar su trayectoria.

BLACK MIRROR- PESADILLA TECNOLÓGICA


Ya es tradición recibir cada Navidad una nueva entrega de Black Mirror. Su creador, Charlie Brooker, sigue fabricando pequeñas historias de ciencia ficción anticipatoria sobre los horrores que puede desencadenar la tecnología en nuestra sociedad. Brooker se mantiene siempre verosímil, apoyándose en tecnologías existentes y familiares a las que da un giro terrorífico. Esta cuarta temporada en Netflix no decepciona. Paso a comentar sus seis episodios, clasificados del peor al mejor.

6. Empezando por el poco interesante Crocodile, relato irregular y desenfocado sobre los errores del pasado. Dirigido por John Hillcoat -La carretera (2009)- esta entrega utiliza escenarios de novela criminal nórdica y se apoya tangencialmente en una tecnología capaz de visualizar nuestros recuerdos (y nuestros más oscuros secretos). Creo que Brooker no saca todo el provecho posible del tema. 


5. Seguimos con Metalhead, rodado por David Slade -Hard Candy (2005)- en un blanco y negro apocalíptico. Estamos ante un ejercicio de tensión cuya mayor virtud es erigir en heroína de acción a una mujer madura -Maxine Peake está muy bien- que debe enfrentarse a un robot de seguridad con forma de perro, inquietante como una cucaracha y persistente como Terminator (1984).

4. Dirigido por Jodie Foster, Arkangel tiene un planteamiento típico de Charlie Brooker, que lleva al extremo una tecnología actual: el control parental -la restricción que podemos aplicar a los dispositivos de nuestros hijos- un término frío para no decir "censura". La madre sobreprotectora (Rosemarie DeWitt) que protagoniza el relato -le prepara diabólicos batidos nutricionales- teme perder a su hija y le implanta un chip en la cabeza, que le permite controlar sus movimientos. El guión destaca por su capacidad para narrar la infancia y la adolescencia de Sara, la hija, con una concreción admirable.

3. Uss Callister es al mismo tiempo un bonito homenaje a la serie original de Star Trek y un retrato amargo de los fans inadaptados que se refugian en la ciencia ficción. Sobre todo en la fantasía masculina que representa el capitán James T. Kirk (William Shatner), machista y asexuada -esos besos sin lengua de los años sesenta- al mismo tiempo. La historia convierte al marginado en tirano, inspirándose claramente en el episodio It´s a Good Life (1961) de Twilight Zone (1959-1964) -recreado por Richard Matheson y Joe Dante en En los límites de la realidad (1983)-. 

2. La frase Hang the Dj proviene de una canción de The Smiths -Panic- que da título a un episodio que reincide en la vena romántica de Black Mirror y que explora de nuevo uno de sus temas más fructíferos, el de las relaciones sentimentales. La búsqueda de pareja se ha visto modificada por las nuevas tecnologías -Meetic, Tinder, lo estamos viviendo- y el santo grial es un algoritmo que sea capaz de emparejarnos adecuadamente. Brooker da aquí un paso más allá y propone un "programa" que decide todo por nosotros. Esto, por supuesto, se convierte en una pesadilla y en uno de los mejores episodios de la serie.

1. La temporada acaba -se ha hecho corta- con el fantástico Black Museum, un homenaje a la propia serie -hay referencias muy pertinentes a San Junípero y a entregas anteriores de la temporada- y a los films de episodios como Torture Garden (1967). Dirige Colm McCarthy -Melanie, The Girl with All the Gifts (2016)- y protagoniza un estupendo Douglas Hodge como Rolo Haynes, maestro de ceremonias que nos presenta tres historias sobresalientes, cargadas de humor negro, todas relacionadas con la muerte y la trascendencia de la conciencia. Un giro sorprendente -aunque anticipable- conectará los relatos en el mejor episodio de esta cuarta entrega de Black Mirror.