EN UN MUELLE DE NORMANDÍA -EXPLOTACIÓN LABORAL


El escritor, guionista y director Emmanuel Carrère presenta En un muelle de Normandía, que convierte a Juliette Binoche en una periodista y escritora que se propone dedicar su siguiente libro a la vida de la clase obrera, a los trabajadores precarios, a las víctimas de la crisis. Para conseguirlo, el personaje de Binoche, Marianne Winckler, se hace pasar por una desempleada más, aceptando los peores trabajos. Ganadora del premio del público a película europea en el Festival de San Sebastián, En un muelle de Normandía retrata sobre todo la solidaridad de la clase trabajadora -aquí algo idealizada, seguramente, pero no por ello menos real- y también entre mujeres. Por alguna razón, el durísimo oficio de la limpieza parece reservado al género femenino y la propia película se hace eco de una realidad insólita: ¿Por qué un hombre no puede limpiar un baño? En todo caso, Carrèrre -adaptando el libro de la periodista Florence Aubenas, El muelle de Ouistreham- consigue generar personajes entrañables y creíbles, rodeando a Binoche de un elenco verosímil, de actrices no profesionales: Hélène Lambert es todo un descubrimiento como Chrystèle, personaje principal del film, vehículo del mensaje que Carrère nos quiere dar. Lambert demuestra ser capaz, nada menos, que de darle la réplica a una veterana como Binoche, desde la fuerza de la verdad que consigue imprimir a su personaje. La película brilla sobre todo cuando adopta un tono casi documental, mostrándonos con detalle el trabajo de las limpiadoras, sus pésimas prestaciones, sus condiciones de trabajo infrahumanas, sobre todo en esos ferris enormes en los que limpiar se convierte en una carrera contrarreloj. El personaje de Binoche servirá como nuestros ojos, que atestiguan cómo viven estas mujeres, pero también refleja el lugar de privilegio desde donde vemos la película, cuyo final es una contundente bofetada a nuestra indiferencia. Película emparentada con cintas como Dos días, una noche (2014) de los hermanos Dardenne con Marion Cotillard; o con la reciente Nomadland (2020) de Chloé Zhao, con Frances McDormand; En un muelle de Normandía es una película emocionante, que obliga a reflexionar y que no tiene concesiones: poca esperanza deja sobre una posible reconciliación entre clases.

MIDNIGHT MASS -ORACIÓN POR EL FIN DEL MUNDO


El director y guionista Mike Flanagan se ha convertido en una de las miradas más importantes del género del terror actual. Tras películas como Hush (2016) o Doctor sueño (2020) -nada menos que la secuela de El resplandor de Stephen King-, Flanagan ha encontrado su 'hogar' en Netflix, donde ha podido desarrollar, por ejemplo, una serie como La maldición de Hill House (2018-2020) cuyo impacto ha sido tremendo. Ahora, con la miniserie Midnight Mass, Flanagan nos deja con la boca abierta con una obra ambiciosa y monumental, una película de más de 7 horas de duración en la que despliega las ideas, los temas, las preocupaciones y las influencias de su filmografía anterior. La historia nos presenta a Riley Flynn (Zach Gilford), un joven que se ve implicado en un accidente de tráfico tras el que acaba en prisión. Después de cumplir su condena, Riley vuelve a su pueblo, Crockett Island, una pequeña comunidad de pescadores al borde de la desaparición. Este regreso al hogar nos permitirá conocer a cada uno de los vecinos de la localidad, que además se verá revolucionada por la aparición de un nuevo sacerdote, el padre Paul (Hamish Linklater), que sustituye al religioso anterior, sospechosamente desaparecido, el monseñor Pruitt. El guión de Flanagan, hábilmente, introduce varias subtramas, aparentemente sin relación entre sí, a partir de estos personajes. Lo hace con tanta habilidad que nos sumergiremos en la vida de los vecinos del pueblo, a los que llegaremos a conocer bastante bien. Si la serie arranca planteando pequeños indicios de un misterio que nos engancha, el primer gran logro de Midnight Mass es conseguir que este pueblo cobre vida y nos interese tanto que no se echan de menos los prometidos elementos terroríficos -que están presentes, pero en pequeñas dosis-. Flanagan demuestra aquí, creo yo, una clara influencia de Stephen King, sobre todo de una novela como El misterio de Salem´s Lot (1975). El guión despliega temas como la culpa, la búsqueda de redención, el perdón y la fe, o las adicciones, a través de estos personajes. Pero Flanagan solo calienta motores. Sin desvelar mucho más del argumento para evitar los spoilers, hay que decir que Midnight Mass, en su segundo tramo, recoge todas las ideas sembradas en su estupendo planteamiento para desarrollar una historia apasionante que nos habla del miedo, de la fe y del misterio. Primero, el miedo a las comunidades cerradas: tanto a ser marginado por el grupo como a pertenecer a este, temiendo constantemente dar un paso en falso que nos pueda convertir en 'pecadores'. Flanagan habla de extremismo religioso y de sectas destructivas, manteniendo la inquietud durante toda la serie y creando para ello a uno de los mejores personajes de la misma: la beata Bev Keane, una estupenda Samantha Sloyan. La fe es quizás el tema más presente en esta miniserie, que propone -atención spoiler- lo que pasaría si los preceptos del cristianismo si hicieran literales. La respuesta es que estaríamos ante una película de terror fantástico. Midnight Mass tiene momentos aterradores, muy estimulantes y una imaginería que me ha recordado, aunque sean muy diferentes, a la estupenda 30 monedas de Álex de la Iglesia que hemos podido ver también este mismo año. Hablando de la fe, hay que destacar la inmensa interpretación de Hamish Linklater como el padre Paul, que es el protagonista de varios momentos destacados, especialmente durante sus sermones en misa. He dicho que la serie aborda el tema de la fe, pero también habla de su ausencia, a través de los personajes de Riley y Erin Greene -estupenda también Kate Siegel, pareja de Flanagan-, que vehiculan las cavilaciones pseudofilosóficas del director, especialmente en una secuencia de puro diálogo, impresionante, en la que se trata el tema de la muerte. Por último, hay que hablar del misterio, y la forma modélica en la que Flanagan va cerrando sus tramas, revelando sobre todo lo que ha movido a sus personajes -la resolución de la historia del padre Paul es francamente satisfactoria- pero renunciando a explicarlo todo, dejando a nuestra imaginación el origen de la mitología que propone esta ficción, una opción que siempre me ha parecido más interesante que dar todas las respuestas. Todo esto lleva a un final espectacular, apocalíptico, que conecta con las preocupaciones actuales sobre la pandemia y el contagio, que traduce en clave de cine fantástico esos sucesivos apocalipsis que estamos encontrando constantemente en las noticias en los últimos dos años. Midnight Mass es una de las series del año, ambiciosa, excesiva, que se atreve a ser emotiva hasta lo cursi, valiente al exigir la atención del espectador -no conviene verla al estilo Netflix, en plan maratón- y que utiliza las constantes del cine de terror para hablar de lo dividida que está nuestra sociedad, cuando las diferencias de opinión acaban en discusiones enconadas, cuando se persigue a los que piensan de forma diferente, y que propone una hermosa imagen final de reconciliación y reencuentro a pesar de que nuestros pecados se hayan cargado el mundo.

PETITE MAMAN -MADRES E HIJAS


La directora francesa Céline Sciamma -Retrato de una mujer en llamas (2019)- ha presentado en el festival de Cannes y en el de San Sebastián la película Petite Maman. Se trata de un film pequeño -apenas aparecen cinco actores y casi toda la acción transcurre en una sola localización- pero con una gran capacidad para emocionar. La historia es difícil de describir sin desvelar sus secretos: una niña, Nelly (Joséphine Sanz) acaba de perder a su abuela y debe acompañar a sus padres -interpretador por Stéphane Varupenne y Nina Meurisse- al campo para vaciar la vieja casa familiar. En ese extraño período, tras la muerte de un ser querido, Nelly encontrará una amiga inesperada, Marion (Gabrielle Sanz), cuya identidad es el gran misterio de la cinta. Sin embargo, Sciamma no le da demasiada importancia a dicha intriga, cuya resolución, más que sorprender, produce maravilla y sobre todo ternura. Petite Maman es un precioso retrato de la infancia, de la fantasía y los juegos de los niños, de cómo el patio detrás de casa, el bosque, una cabaña de madera, se pueden convertir en los escenarios de una gran aventura. Sciamma nos regala una bonita película sobre la familia: la relación de Nelly con su padre -cariñosa, pero algo distante- y la de la niña con su madre y con su abuela. Tres mujeres que forman parte de una línea generacional que Nelly descubrirá de la forma más fantástica posible, gracias a una idea tan sencilla como afortunada, que sin grandes alardes permite explorar temas como las relaciones madre/hija y la amistad. Petite Maman es algo así como si Regreso al futuro (1985) hubiera nacido en la Nouvelle Vague y con una perspectiva femenina. Lo mejor, dejarse llevar por la inocencia y la imaginación de esta película. Lo peor: que esta maravilla nos pase desapercibida por lo sutil y lo sencillo de sus planteamientos.

CRY MACHO -EL ÚLTIMO RODEO


Clint Eastwood es una de las grandes figuras del cine. Como actor, ha creado personajes legendarios, sobre todo en el wéstern, y como director, tiene varias películas que pueden llegar a considerarse obras maestras. Sus últimos trabajos -aunque con altibajos- gozaban sobre todo de la simplicidad y efectividad narrativa del cine clásico, del que Eastwood puede ser el último heredero. Su trabajo anterior, Richard Jewell (2019), es una oba estupenda, la reflexión madura de un maestro sobre la sociedad en la que vive y sobre la idea del heroísmo. Ahora Eastwood presenta Cry Macho, en la que vuelve a ponerse delante de la cámara tras Mula (2018). Aquí, el actor da vida a una nueva variación de su personaje de siempre: un vaquero duro, pragmático, algo huraño, pero de buen corazón y con principios morales sólidos. Solo que este vaquero ya se ha retirado, ha colgado las botas y busca, quizás, su último destino. Mike Milo, que así se llama, acaba de ser despedido y su jefe, Howard (Dwigth Yoakam), le encarga una última misión a cambio de los favores prestados durante toda una vida: encontrar a su hijo, Rafo (Eduardo Minett) en México. Esto da pie a una road movie por las polvorientas carreteras al sur de la frontera y a una buddy movie que juega con el contraste entre Rafo y Mike: la diferencia generacional, cultural e idiomática. Mike representa lo tradicional, el sentido común y Rafo es un producto del materialismo y de la pérdida de valores como la familia. Eastwood no tiene ninguna dificultad para conseguir que sus personajes sean humanos y entrañables, apoyándose en el guión de Nick Schenk basado en una novela de N. Richard Nash. Como actor, sigue gozando del carisma de toda la vida. Pero, lamentablemente, sus 91 años de edad lastran su nuevo film. Eastwood apenas puede caminar, mucho menos pelear, bailar o cabalgar -por no hablar de su historia de amor con Marta (Natalia Traven)- lo que exige un esfuerzo al espectador, que debe hacer la vista gorda en varios momentos de la película. Creo que el error de base es que el personaje del film no tiene esos 91 años y hace cosas que Eastwood, físicamente, no parece ser capaz de realizar. Aunque, si lo pensamos bien ¿Cuántos actores pueden llevar a cabo en la vida real lo que hacen sus personajes? En todo caso, hay que criticar también un elenco de secundarios no demasiado afortunado, un guión que toma numerosos atajos, y secuencias de acción resueltas de una forma poco convincente, lo que impide que el film vuele a la altura a la que nos tiene acostumbrados Eastwood. Cry Macho, sin embargo, es la oportunidad de ver en pantalla a un mito viviente, que mantiene su atractivo y su sentido del humor, y que sobre todo lleva encima la carga de casi 70 años de historia del cine. Una oportunidad que deberíamos atesorar.

MAIXABEL -VÍCTIMAS Y VICTIMARIOS


Maixabel de Icíar Bollaín -La boda de Rosa (2020)- está llamada a ser una de las películas importantes de 2021 y a ser una de las grandes aspirantes de cara a los premios Goya. Como ya sabréis, esta cinta se inspira en hechos reales: la reunión entre un etarra, Ibon Etxezarreta, y la mujer de una de sus tres víctimas, Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, político socialista asesinado en el año 2000. Estamos, por tanto, ante una historia real de mucho calado social, un tema delicado y politizado -el terrorismo y sus víctimas-, llevado a la gran pantalla por una directora de trayectoria contrastada contando con dos de los mejores actores de este país como protagonistas. El título del film, sin embargo, resulta engañoso. No se nos presenta la historia de Maixabel, ya que esta comparte protagonismo con Ibon, e incluso, con un segundo etarra, Luis (Urko Olazabal). Esta alternancia en el punto de vista del relato, creo yo, está pensada para evitar la subjetividad y para acercarse lo máximo posible a una cierta neutralidad, reflejando las intenciones de la autora. Lo que nos dice el guión de Bollaín e Isa Campo es que los dos personajes principales, Maixabel e Ibon, tuvieron que sortear dificultades muy similares para, desmarcándose de sus respectivos bandos, encontrarse y buscar una reconciliación, un perdón, un intento de expiación de la culpa y sobre todo, buscando pasar página sobre un hecho trágico. La película está pulcramente dirigida por Bollaín que, sin alardes, coloca la cámara donde es necesario para contar la historia y, sobre todo, para dejar que sus intérpretes se luzcan. Blanca Portillo y Luis Tosar están magníficos dando vida a estos personajes -como ya he dicho, inspirados en personas reales- y sobresalen sobre todo en dos o tres secuencias de alto voltaje emocional en los que será difícil para el espectador contener las lágrimas. Sin embargo, más allá de la calidad de la dirección, del guión y de las interpretaciones -cuya principal virtud es su rigor- creo que Maixabel se ocupa de un tema muy oportuno, el del perdón. La película habla de la capacidad de acercarse al otro incluso desde posturas irreconciliables. En los tiempos que corren, en los que asistimos a diario a enfrentamientos encarnizados por una película, la decisión de un árbitro, o el vestido de una modelo, por no hablar de la política, de la vacuna o de la pandemia, esta idea, de que todos somos más o menos iguales, de que todos estamos embarcados en el mismo viaje que acabará siempre de la misma manera y que, por lo tanto, es posible arrepentirse y ser perdonado por absolutamente cualquier pecado, justifica esta obra. Se dice con mucha facilidad que una película es 'necesaria', pero quizás en Maixabel ese calificativo sea el más apropiado.

LOS ETERNOS DE JACK KIRBY


En 1975, Jack Kirby, creador junto a Stan Lee del Universo Marvel, volvía a la editorial tras cumplir una breve etapa en DC Comics. A su vuelta, Kirby creó varias series de personajes, entre ellos, Los Eternos, que ahora se convertirán en la nueva película de Marvel Studios, dirigida nada menos que por Chloé Zhao de Nomadland. Aquella serie de Kirby apenas contó con 19 números y un anual. En ella, The King desarrolló una historia que recogía conceptos inspirados en la obra de Erich Von Däniken sobre la visita de los extraterrestre a la Tierra en la prehistoria y la antigüedad y sobre cómo influyeron en la evolución de la raza humana. Ideas que ya estaban presentes en la adaptación que hizo Kirby para Marvel de 2001: Una odisea del espacio (1968). Kirby utilizó esos estimulantes conceptos de ciencia ficción para crear algo parecido a un grupo de superhéroes, aunque los Eternos son en realidad una raza de seres inmortales, que claramente reflejan a los dioses de diferentes mitologías, pero sobre todo a los de la griega. Sus enemigos: los desviantes, monstruosos y capaces de cambiar de forma. Atrapados en medio de esta guerra eterna, una tercera raza, la nuestra. Y todos creados por unos misteriosos dioses del espacio, los gigantescos celestiales. En estos cómics, Kirby muestra sus acostumbrados personajes toscos, las colosales máquinas que ya vimos en Fantastic Four, criaturas extrañas y ciudades imposibles que recuerdan a Asgard, y enormes páginas mostrando sus descabellados y exagerados diseños. Kirby en estado puro. Quizás sin el dinamismo de otras creaciones suyas con más acción, como el Capitán América, el Kirby guionista recarga un poco las viñetas con diálogos y explicaciones. La trama, además, se aleja mucho de los convencional en un tebeo de superhéroes: el protagonismo va pasando de un eterno a otro y 
a veces el punto de vista pasa a los humanos, que parecen salidos de una película de ciencia ficción de los años 50. En los primeros 12 números, Kirby, con su habitual creatividad avasalladora, va creando conceptos -la Unimente-, presentando personajes y villanos, y abriendo tramas con una ambición que, lamentablemente, no tendrá continuidad.

En los últimos números de Los Eternos, Jack Kirby, que habría intentado mantener a sus personajes al margen del Universo Marvel, parece verse obligado a introducir a una de sus creaciones más famosos, el Increíble Hulk. Una estrella invitada que no solo no aporta demasiado y cuya historia se desvía de la trama principal, sino que encima ni siquiera es el verdadero coloso esmeralda, sino un robot, absurdamente creado por unos estudiantes científicos que no vienen a cuento. Y es que la narrativa de Kirby, en estos Eternos, adolece de cierta inocencia desfasada, quizás, para 1975, con ideas y desarrollos más propios de los años 60. Otro ejemplo: en el anual del que gozó la colección, protagonizado por dos personajes secundarios, pero interesantes, el Rechazado y Karkas, se enfrentan a figuras históricas como Jack el destripador o Atila el huno en un relato que me parece naive. En definitiva, el potencial que prometía esta serie en sus primeros números acaba desperdiciándose con historias dispersas y un final abrupto. La serie encontraría su final en la colección de Thor, entonces guionizada por Roy Thomas y dibujada por el gran John Buscema, pero siempre nos quedará la duda de qué habría hecho Kirby si hubiese podido completar con libertad lo que tenía en mente.

MARICÓN PERDIDO -AUTOBIOGRAFÍA


Lo mejor que se puede decir de Maricón perdido, una suerte de memorias con elementos de ficción, en forma de serie televisiva, creada por Bob Pop, es que es valiente. El autor no tiene reparos en mostrarse tal como es -o como ha sido- con sus inseguridades, miedos, su dolor y su gloria. Y es esta honestidad el gran atractivo de esta serie emitida por TNT -disponible bajo demanda- que nos muestra los traumas de ser homosexual -o simplemente, diferente- en una sociedad retrógrada y machista. Ser gay, inevitablemente, es lo que marca la historia del personaje principal, Roberto, al que interpretan dos estupendos actores, Carlos González y Gabriel Sánchez -lo hacen tan bien que llegamos a confundirlos- en diferentes momentos de su vida. Roberto es un adolescente, y luego un hombre, que no encaja, que sufre por su soledad, por el acoso al que es sometido por los diferentes abusones a los que se va encontrando en su vida, y por su familia disfuncional: fantástico el retrato que hacen de los padres Candela Peña y un aterrador Carlos Bardem. Roberto es una persona sensible y creativa, que se refugia en la ficción de novelas -que le recomienda su abuelo, entrañable Miguel Rellán- y del cine; y que encontrará su camino, precisamente, expresándose como escritor. Los guiones de Bob Pop son eficaces balanceando los elementos más oscuros, sórdidos y duros de la trama, con un agradecido sentido del humor y cierta nostalgia. Porque se mira hacia atrás con cariño incluso a los peores trances. En solo seis capítulos, Bob Pop repasa su vida y creo que la brevedad de la serie es su mayor defecto: las situaciones planteadas y las reflexiones que podemos extraer de ellas se nos escapan demasiado rápido. Además, los personajes, muy bien diseñados, piden más espacio, más historias, más capítulos, una segunda temporada. Y sobre todo, Maricón perdido tiene la virtud de ser necesaria: hacen falta referentes para ese chaval gay que no se ve reflejado en la pantalla de la televisión española, que quizás no encuentra ficciones que le den la réplica a las cosas que le pasan y a las preocupaciones que no le dejan dormir por las noches. El propio Bob Pop reconoce abiertamente cómo el cine de Pedro Almodóvar le ha marcado en su vida y en su obra, y el director manchego es una presencia importante en esta serie. Así que puedo imaginar que Maricón perdido servirá también de ejemplo y de inspiración para los chavales de una nueva generación que siguen huérfanos de ficciones que les representen.

DUNE -UN PROFETA EN EL DESIERTO


Dune
 (1965), la novela de Frank Herbert, es una magnífica epopeya espacial, que conjuga aventura y ciencia ficción, con una intriga palaciega que se anticipa a Juego de Tronos, y que cuenta, además, con una parte mística y religiosa -que puede hacer pensar en la Fuerza de la también posterior Star Wars (1977)- que hacen de ella una historia verdaderamente especial. Los principales problemas para su adaptación son la necesidad de unos efectos especiales que no han existido hasta hace relativamente poco, y la gran extensión de su texto, de casi 500 páginas. Es de sobra conocido el primer intento de llevar la historia de Herbert al cine, promovido por el psicomago Alejandro Jodorowsky, que habría sido, probablemente, un fracaso comercial, pero que ha alcanzado el estatus de cinta de culto, precisamente, por ser un proyecto abortado. La adaptación que sí conocemos es la estrenada en 1984, dirigida por el gran David Lynch, producida por Dino de Laurentis, con los actores habituales del director: Kyle MacLachlan, Everett McGill o Jack Nance, acompañados por figuras internacionales como Silvana Mangano, Max Von Sydow o incluso Sting. Poco importan los grandes nombres, porque no tendrán más que unos pocos minutos en pantalla. El mastodóntico argumento de Dune apenas cabe en las 2 horas y 17 minutos del montaje final, con el que Lynch no estuvo de acuerdo. Así, la única forma de entender la película es haber leído antes la novela: a pesar de un prólogo explicativo con la voz de la princesa Irulan (Virginia Madsen) y algunos diálogos farragosos que intentan situar al espectador, la trama es difícil de seguir con situaciones inconexas que se van sucediendo atropelladamente. Lo mejor, dejarse llevar por las imágenes, el estupendo diseño de producción -fantásticos decorados y vestuarios- y la atmósfera que sí sabe imprimir Lynch, sobre todo con ese uso excesivo y loco, pero sugerente, de la voz en off para expresar el recurso del monólogo interno de los personajes que utiliza Herbert en la novela. El Dune de Lynch es una extraña mezcla de ciencia ficción camp que parece anterior a Star Wars o 2001: Una odisea del espacio (1968), con el cine de autor de Lynch -quien, por cierto, aceptó rodar Dune y rechazó El retorno del Jedi (1983)-. El Dune de Lynch se puede ver en Filmin.

Era cuestión de tiempo el que se pensara en un remake de Dune con los efectos especiales actuales, que permiten llevar a la pantalla, con mayor fidelidad, las ideas de Frank Herbert. El proyecto tiene enjundia, al serle confiado a un autor como Denis Villeneuve, con un estupendo título de ciencia ficción en su haber, como La llegada (2016) y una demostración de valentía, como hacer una secuela imposible como Blade Runner 2049 (2017). Lamentablemente, hemos tenido que esperar de más la llegada del nuevo Dune por culpa de la pandemia. Y cuando por fin se acercaba la fecha, nos encontramos con una absurda polémica en la que Villeneuve se dedica a criticar las películas de superhéroes, concretamente las de Marvel Studios, en una rueda de prensa. Una polémica que, sin embargo, bien podría definir involuntariamente la propuesta del director de Incendies (2010). Quizás tiene razón Denis Villeneuve al sentirse amenazado por las películas de Marvel y despreciarlas calificándolas como un ‘corta pega’ que se multiplica en las salas de cine, amenazando con saturar el mercado quitándole el sitio a blockbusters de autor como su versión de Dune. Francamente dudo que eso ocurra: creo que siempre habrá espacio -ahora más que nunca- para todo tipo de películas. El problema es, más bien, si realmente lo que propone Villeneuve es otro tipo de cine tan diferente al de Marvel. Al fin y al cabo, repito, estamos ante una epopeya de ciencia ficción, que influyó seguramente en Star Wars (1977) y que, como ya hemos dicho, fue llevada al cine previamente. En otras palabras, lo que propone Villeneuve no es precisamente original, aunque obviamente su película pase por el filtro de su visión como artista, algo que definitivamente no ocurre en Marvel (al menos hasta que podamos ver qué ha hecho Chloé Zhao con Eternos). Por otro lado, Warner ha permitido en sus películas de DC Comics precisamente eso: que diferentes directores aporten su propia sensibilidad, sacrificando la coherencia serial de Marvel, con resultados variados pero irregulares. El temor, en todo caso, debería ser que se acabe imponiendo el exitoso modelo Marvel en el blockbuster mainstream. Pero, tras 10 años de éxito contrastado, esto ya debería haber ocurrido ¿no? y de hecho ha habido otros intentos de crear un universo cinematográfico compartido, pero nunca con resultados tan espectaculares. 

¿Qué ofrece entonces Villeneuve en Dune para competir con Marvel? Pues una cinta que evita el frenesí, el colorido y el sentido de la aventura. Dune es una película de peleas emborronadas, de naves espaciales que se mantienen fijas en el cielo, de ejércitos simétricamente alineados pero inmóviles, de fotografía oscura, colores terrosos y mucha cámara lenta. Sus numerosos personajes apenas tienen tiempo en pantalla para desarrollarse, salvo el protagonista, Paul Atreides (Timothée Chalamet), el único que goza de una progresión y el único con el que intentamos identificarnos: el guión carga las tintas en la naturaleza mesiánica del héroe -similar a Luke Skywalker- y deja en segundo plano elementos interesantes de la novela: la guerra entre las diferentes casas por el poder -estilo Juego de Tronos-; la ecología del planeta Arrakis; o incluso la naturaleza de los poderes de Paul Atreides y de su madre, Jessica -una estupenda Rebecca Ferguson-; además de una reflexión ecológica sobre la explotación de los recursos naturales, y el colonialismo. Todo esto aparece en el film, pero Villeneuve prefiere centrarse en su personaje principal, en el desarrollo de sus capacidades y en una decisión que considero cuestionable: la inclusión de los sueños de Paul que funcionan como flashforwards que nos muestran lo que podría ocurrir en la trama. Personalmente creo que es un recurso arriesgado, que quizás se utiliza demasiado. Por otro lado, a pesar del largo metraje, tenemos la sensación de que su fabuloso reparto está desaprovechado. Un elenco, por cierto, que parece elegido viendo las películas que Villeneuve parece detestar: Zendaya -Mary Jane en las películas de Spider-Man-, Jason Momoa -Aquaman-, Oscar Isaac -Poe Dameron de Star Wars-, Josh Brolin -Thanos y Cable-, Dave Bautista -Drax- y hasta un David Dastmalchian recién salido de Escuadrón Suicida. Mencionemos, además, a Stellan Skarsgard y Javier Bardem. Con estos elementos, Villeneuve fabrica un film hermoso, pictórico, que desactiva nuestras expectativas. Su película es impresionante, pero no es precisamente una montaña rusa de emociones: prácticamente no hay humor, ni sensación de peligro, ni de aventura. Y debo decir que la novela original es francamente divertida (al menos para mí) y la versión de Lynch, aunque incomprensible e inconexa, tenía un tono más cercano a la space opera, aunque alucinada. Sea como sea, Dune es uno de los eventos cinematográficos del año, que hay que ver sí o sí en una sala de cine, y cuya repercusión real, lamentablemente, pasa por ver cómo funcionará en la taquilla.

SECRETOS DE UN MATRIMONIO DE INGMAR BERGMAN


El estreno de una nueva versión de Secretos de matrimonio de Ingmar Bergman en HBO, protagonizada por dos actores de peso como Jessica Chastain y Oscar Isaac, es una buena excusa para repasar cómo la pareja, ese concepto, fue uno de los temas fundamentales en la filmografía del director sueco. Una preocupación que aparecía en sus films, paralelamente a su propia vida sentimental, marcada por sucesivos matrimonios, nada menos que nueve hijos, e incontables infidelidades y relaciones con las actrices que aparecían en sus películas. En sus inicios, los argumentos de las primeras obras dirigidas por Bergman tendían a ser melodramas en los que el amor era el motor de la trama, aunque sirviera también de excusa para hablar de otras cosas. Las parejas jóvenes, cuyo amor se enfrentaba a todo tipo de obstáculos serían la norma en títulos como Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco a la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Ciudad portuaria (1948) o Tres amores extraños (1949). Pero no es hasta La alegría (1949), cuando Bergman, que ya firma sus guiones como autor total, se centra en la problemática de una pareja. 
No se trata de una historia de amor, sino la amarga trayectoria de dos jóvenes violinistas, Marta (Maj-Britt Nilson) y Stig -el habitual Stig Olin-, que se enamoran, pero que después no viven precisamente felices, más o menos como le pasa a todo el mundo en la vida real. Stig es el borrador del hombre que suele aparecer en el cine de Bergman, lleno de defectos y debilidades, con una pasión obsesiva por el arte -en este caso la música- y una entrega total que le lleva a descuidar a su familia y a cometer infidelidades en una tendencia autodestructiva. El patrón de este personaje-tipo se repetirá en las futuras obras del sueco.

Tres mujeres (1952) es un salto tremendo en la filmografía de Ingmar Bergman: aunque en sus films anteriores siempre había un importante rol femenino, aquí las mujeres se convierten en personajes profundos, reales y dejan de ser heroínas melodramáticas para convertirse en mujeres de verdad que, además, vehiculan el tema principal de esta película: su papel en las relaciones románticas con los hombres, siempre en segundo plano, cumpliendo labores como la maternidad o el cuidado de la casa, soportando en silencio infidelidades y sobre todo, esperando. Bergman propone a tres mujeres, encarnadas por Anita Björk, Maj-Britt Nilson -con la que repite tras Juegos de verano-, y la estupenda Eva Dahlbeck -actriz importante en futuros títulos-. El autor sueco plantea una suerte de alianza -sororidad, diríamos ahora- entre estas mujeres insatisfechas y atrapadas en sus vidas que comparten sus historias cuando sus maridos están ausentes, y ante los que fingen cierta felicidad, aunque sea por pragmatismo. Estas tres mujeres están emparejadas con tres hombres, de diferentes personalidades, pero todos distantes y machistas, interpretados por Birger Malmsten -el rostro más presente en la primera parte de la carrera del director-, Gunnar Björnstrand -que será habitual y clave en películas futuras- y Jarl Kulle -otro predilecto de Bergman-. Los maridos que aparecen en la historia son, de nuevo, los típicos hombres bergmanianos: mentirosos, egoístas, cobardes, infieles, incapaces de entender los problemas de sus parejas. Encontramos en esta película, quizás, la primera radiografía de un matrimonio maduro que hace Bergman, en el episodio final del film, en tono de comedia, cuando la pareja formada por Björnstrand y Dahlbeck se queda atrapada en un ascensor y no les queda más remedio que hablar, confesar e intentar luchar contra el paso del tiempo, para acabar besándose de nuevo como si fuera la primera vez. A pesar de la constatación del fracaso de la pareja, la película se permite un final pragmáticamente optimista.

Idéntica relación, aunque secundaria con respecto a la trama, encontraremos en Noche de circo (1953), en la que el director de una feria ambulante, Albert Johansson (Ake Grönberg), hace una extraña pareja con la arrebatadora Anne (Harriet Anderson), una artista ecuestre que se hace pasar, nada menos, que por andaluza. Albert es, de nuevo, ese padre irresponsable que abandona a la familia por amor al arte (y a su amante) que, como ya he dicho, reaparece una y otra vez en la filmografía de Bergman, expiando quizás un sentimiento de culpa. EnseguidaUna lección de amor (1954) retoma los personajes del matrimonio que se quedaba encerrado en un ascensor en Tres mujeres (1952), que aquí vuelven a interpretar Eva Dahlbeck y Gunnar Björnstrand, este último, de nuevo, un marido y padre al borde de abandonar a su familia. Ambos dan vida a una pareja que tras 15 años se desmorona, sobre todo por la irrupción de una joven que dice estar locamente enamorada de él. Bergman nos cuenta la historia de esta pareja a través de flashbacks sobre su relación, desde el origen de la misma, en la que está implicado un artista, Carl-Adam -el imponente Ake Grönberg-, que reaparece en sus vidas en el peor momento. El pasado siempre tiene un peso importante en los personajes de Bergman y aquí se presenta al espectador para hacerle reflexionar sobre si la pareja principal merece ser salvada, o no.

La obra maestra Sonrisas de una noche de verano (1955) es una comedia ligera, obviamente inspirada en Shakespeare, que aborda temas nprecisamente livianos: el tiempo como enemigo del amor y de la pareja, las infidelidades y los celos, la pasión de la juventud que se opone a la decepción de la madurez, incluso el suicidio ante la falta de fe. Pero todo esto lo cuenta Bergman con una (falsa) alegría que no había demostrado hasta entonces en la pantalla, en una comedia de enredos, una guerra de sexos de época. En ella encontramos una tercera versión de la pareja formada por Gunnar Björnstrand y Eva Dahlbeck que, aunque sus personajes son amantes, funcionan de nuevo como un matrimonio veterano, con sus idas y venidas, infidelidades y su 'no puedo vivir contigo, pero tampoco sin ti'. Mencionemos también la idea de los hijos abandonados o la mala relación entre padre e hijo, elementos que también parecen autobiográficos.

El tema de la pareja estaría presente en las siguientes obras de Bergman, aunque de forma secundaria o complementaria: el director prefiere hablar de la muerte -El séptimo sello (1957)- de la vida -Fresas salvajes (1957)-, de la maternidad, la venganza, las máscaras y el arte, del silencio de Dios y la incomunicación. En 1968, estrena La vergüenza, esta sí, una nueva exploración de los conflictos de pareja: el desgaste de los años, la desconfianza en el otro, el gran paso que significa tener hijos, las infidelidades, todo estos temas reaparecen en los personajes que interpretan Liv Ullmann y Max von Sydow, que, de nuevo, son dos artistas condenados a buscarse la vida en trabajos mundanos. Lo que diferencia a La vergüenza de otras cintas del director sueco es el escenario de una indeterminada guerra civil que impide una vida normal y la consecución de los deseos y sueños que suelen llevar a la felicidad. La mezquindad humana aparece bajo la forma del actor fetiche Gunnar Björnstrand, que pone en jaque a la pareja de forma casi mefistofélica. La guerra que plantea Bergman sirve para llevar al límite a los personajes, pero las explosiones y tiroteos parecen también una extensión de sus conflictos emocionales, de sus frustraciones y bajos instintos reprimidos. Al año siguiente, ePasión (1969), Ingmar Bergman nos muestra de nuevo a personajes marcados por una tremenda soledad: Andreas (Max Von Sydow) es prácticamente un ermitaño cuando comienza la historia; Anna (Liv Ullmann) es una mujer traumatizada por una tragedia; Eva (Bibi Andersson) es una esposa infeliz que busca consuelo engañando a su marido; este es Elis (Erland Josephson) una suerte de genio antipático y descreído, aunque generoso; Bergman describe a estos personajes como trágicos, pero las imágenes que crea como escenario de sus conflictos son de una belleza gélida que produce un efecto estético arrebatador, gracias a la fotografía de su fiel colaborador Sven Nykvist. Pasión es una variación de La vergüenza eliminando el tema de la guerra: veremos episodios de violencia física y psicológica, de nuevo el tema de la infidelidad y el aborto.

La carcoma (1973), película de la que Ingmar Bergman se avergonzaba -no puedo estar menos de acuerdo- es la primera película rodada en inglés por el director, detalle ciertamente menor que permitió que el actor Elliot Gould interpretase el papel principal. La película parece una variación de Pasión (1969) en la que de nuevo la infidelidad es el motor argumental. Bibi Andersson es Karin Vergerus, un ama de casa aparentemente feliz, esposa de Andreas (Max Von Sydow) y madre de dos adolescentes. La familia perfecta, como parece decirnos el propio Bergman en dos o tres secuencias en las que Karin atiende sus quehaceres domésticos con energía en una casa iluminada por el sol y con una irónica melodía como banda sonora -el tema Sax Kitten de Carlos Diernhammer-. Esta felicidad, claro, es engañosa, porque Bergman nos habla de nuevo de las máscaras que utilizamos para vivir en sociedad. Karin conocerá a Elliot, un arqueólogo extranjero que imprudentemente le declarará su amor. Esto dará inicio a una relación imposible, en la que Karin se muestra como una mujer madura y resolutiva, capaz de llevar una doble vida sin problemas. La interpretación de Bibi Andersson es emocionante en todos los matices que es capaz de imprimir en su personaje, especialmente en una magnífica escena en la que, antes de mantener relaciones sexuales por primera vez con su amante, tras quitarse la ropa y meterse a la cama, se desnuda mientras confiesa todas sus inseguridades físicas y emocionales. Una escena que vale la película. Elliot Gould interpreta a David Kovac, el típico personaje masculino de Bergman, apasionado por su trabajo, enamorado ciegamente, pero cobarde, egoísta y violento. Sus heridas emocionales se explican en sus orígenes: su familia judía fue perseguida por los nazis y llevada a un campo de concentración. La violenta escena en la que David maltrata a Karin, es también un ejemplo de los niveles de 'verdad' a los que Bergman puede llegar con sus actores, mostrándonos una discusión entre amantes tan incómoda como reconocible. La gran metáfora de la película, que recoge el título en español -La carcoma- es la de una virgen desenterrada por los arqueólogos y que por dentro está siendo carcomida por insectos. David reflexiona sobre la belleza exterior de la estatua -la vida de casada de Karin- y la iguala a la de los insectos devorándola por dentro -el amor que siente Karin por David-. Al final, Bergman se decanta por la solución más probable en la vida real: Karin elige quedarse con su marido y con sus hijos. Siente que ese es su 'deber'.

Finalmente llegamos a Secretos de un matrimonio (1973), la obra definitiva de Ingmar Bergman sobre el tema que nos ocupa. El formato de serie de televisión permite al director extenderse durante más de cinco horas en las que enfrenta a sus protagonistas a todas las etapas que se pueden atravesar durante una larga relación. Y esto lo hace Bergman de la forma más simple posible, a través de sucesivas conversaciones entre Marianne (Liv Ullmann) y Johan (Erland Josephson), en un tono de profundidad teatral, pero también mediante escenas tremendamente cotidianas y reales. La pareja vive primero un momento idílico, que se contrapone al de otra pareja de amigos, en proceso de desintegración -Bibi Andersson y Jan Malmsjö-. Pero esa felicidad, nos dice el propio Bergman como narrador, es falsa, fabricada en base a la noción de que no discuten casi nunca y sobre todo, en una fachada de puertas para fuera, expresada en la entrevista periodística que conceden los protagonistas. Una infidelidad desencadenará la ruptura del matrimonio, pero no de la pareja, que seguirá peleándose, separándose y reconciliándose de una forma casi enfermiza, dándole la vuelta a la definición social de marido y mujer hasta convertirlo en un elemento transgresor. Bergman compara su pareja principal con la de sus padres -juntos hasta la muerte, pero sin contarse nada el uno al otro- y partiendo de experiencias autobiográficas -fue pareja de Liv Ullmann- nos habla de las expectativas y los miedos individuales, existenciales y de cómo esos miedos se trasladan a la pareja, o a sucesivas parejas -en el caso de él-. La serie habla también de sexo, de violencia doméstica, y francamente creo que deja en mejor lugar a la mujer: es habitual que Bergman presente personajes femeninos maduros, y valientes contrapuestos a hombres cobardes e infantiles, que pueden ser un reflejo de las inseguridades del director. Tiene mucho esta serie de expiación, que nace de la culpa que sintió Bergman tras dejar a su mujer y a sus hijos para escaparse con una amante a París, tal como aparece reflejado en uno de los episodios y según cuenta el propio autor en sus memorias y en el documental The Bergman Trilogy de Marie Nyreröd -disponible en Filmin-.

Producida para la televisión, Tras el ensayo (1984) es algo así como el punto intermedio entre el cine y el teatro, las dos artes a las que Ingmar Bergman dedicó su vida. Dos personajes se encuentran sobre un escenario teatral: Henrik Vogler, claro trasunto del propio Bergman, director teatral, ya en la tercera edad, interpretado por el álter ego habitual del director sueco en la última etapa de su filmografía: Erland Josephson. Un personaje de pasado convulso, de relaciones sentimentales y extramatrimoniales, de pasión por el teatro y de sacrificios, y de dinámicas complicadas con sus actores y los miembros de su equipo. Henrik es el director de un nuevo montaje de 'El sueño' de August Strindberg, autor teatral sueco que Bergman admiró y llevó al escenario en repetidas ocasiones. Frente a este personaje masculino, dos mujeres que son una sola: Anna Egerman, interpretada por Lena Olin, es una joven actriz que mantiene una ambivalente relación con Henrik: de atracción sexual, paternal y de admiración mutua. La otra mujer es una veterana Ingrid Thulin, que interpreta a Rakel Egerman, madre de Anna y examante de Henrik, con la que mantiene la clásica relación de pareja bergmaniana, envenenada, de amor-odio, pero también inquebrantable a pesar del paso de los años. Anna y Rakel son, en realidad, la misma mujer, en diferentes momentos de su vida. Anna, además, vive en su conversación con Henrik todos los destinos posibles: está embarazada de su novio -que Henrik desprecia- pero también ha abortado y ha sido abandonada por su pareja. Todo esto ocurre sobre un escenario de teatro, en el que Bergman demuestra su capacidad para escribir textos de profundidad psicológica y para que sus actores lo den todo. Lo mejor: cuando Henrik y Anna se imaginan lo que pudo ser su relación sentimental.

Para terminar, Saraband (2003), última obra de Ingmar Bergman, es una película engañosa porque se presenta como el reencuentro, treinta años después, de la pareja de Secretos de un matrimonio (1973). Pero la puesta al día de las vidas de Marianne (Liv Ullmann) y Johan (Erland Josephson) es una especie de marco para hablar de relaciones conflictivas entre padres e hijos. El núcleo argumental es la incómoda relación entre Henrik (Börje Ahlstedt) -hijo de Johan- y su hija Karin (Julia Dufvenius). Bergman construye un oscuro retrato familiar de rencores, frustraciones, odio e incluso incesto, que seguramente dejará con mal cuerpo al espectador que haya acudido con la esperanza de saber lo que ha pasado en las vidas de Marianne y Johan. Película dura, que, como suele ocurrir con Bergman, se puede ver como una expiación de culpas, el exorcismo de fantasmas del pasado. Tanto Johan como Henrik, padre e hijo, representan al propio Bergman en diferentes aspectos: como el hijo que nunca obtuvo lo que quería de su estricto padre, un pastor luterano; pero también como el padre que no se ocupó de su familia, lo que debe haber despertado el rencor de sus propios vástagos. Una vez más, las mujeres son retratadas como maduras y comprensivas, intentando poner paz en las violentas relaciones entre los hombres que las rodean. Karin -el nombre real de la madre de Bergman- es una joven mucho más equilibrada que su autodestructivo progenitor, y Marianne -que como personaje es un mero espectador de lo que ocurre- aparece como una figura maternal y protectora. El amor casi obsesivo de Henrik por su mujer fallecida, refleja de forma torturada el recuerdo del propio Bergman por la suya, Ingrid Von Rosen, y de hecho, la foto que admira Henrik en la película, es la de Ingrid. Un ejemplo más de cómo el director sueco se confesaba en cada película, y de cómo conseguía que sus miedos y dudas sobre la vida de pareja, se convirtieran en temas universales con los que nos podemos identificar todos.

CON QUIÉN VIAJAS -PERFECTOS DESCONOCIDOS


Las 'nuevas' tecnologías y las redes sociales han cambiado por completo la forma en la que interactuamos y nos relacionamos. Lejos de aislarnos, nos han permitido conectar con personas que no habríamos conocido antes, cuando nos veíamos limitados al círculo de personas cercanas físicamente en el trabajo, el lugar de estudios, el barrio o la discoteca. Ahora, podemos quedar con perfectos desconocidos para compartir coche y gastos en un viaje a otra provincia. Esta es la premisa de Con quién viajas, ópera prima de Hugo Martín Cuervo, en la que cuatro personajes compartirán un viaje de Madrid a Murcia, pasando por Cieza. La trama transcurre enteramente dentro del reducido espacio del coche, en carretera, y el viaje sirve para que los personajes se vayan revelando: porque tienen algunas cosas que ocultar. Así, Martín Cuervo depende casi enteramente de su guión y de sus actores para hacernos pasar un rato entretenido. El primero goza de diálogos costumbristas que hacen mucho por hacer que las situaciones planteadas sean creíbles y cercanas, además de contener varios giros que aportan interés a la trama. En cuanto a lo segundo, los actores cumplen estupendamente: Salva Reina defiende bien un papel que roza la caricatura; Ana Polvorosa le da la réplica y se convierte un poco en la protagonista del relato; Pol Monen tiene un rol menos dicharachero, pero aporta con sus expresiones, de forma muy sutil, la parte emocional y humana; y Andrea Duro tiene un papel clave dentro de la trama, que resuelve con eficacia. Con quién viajas es una comedia costumbrista con algo de intriga, que de paso reflexiona sobre quiénes somos en la sociedad actual mediatizada por las redes sociales: la fachada que ofrecemos públicamente, la parcela de intimidad a la que hemos renunciado voluntariamente y ese lado oculto que reservamos a los mensajes privados que circulan a través de nuestros teléfonos móviles. La película resuelve bien el reto de entretener durante casi hora y media con solo cuatro personajes y con un coche como único escenario, aunque quizás podríamos afearle el hecho de que sus misterios se intuyen con facilidad -al menos es mi caso- y que quizás se podría haber afinado un poco más la comedia para hacernos pasar de la sonrisa a la carcajada.

NORA -BUSCANDO SU DESTINO... SIN RUMBO


En la que para mí es la secuencia más ingeniosa de Nora, estupenda película dirigida por Lara Izaguirre -Un otoño sin Berlín (2015)-, la protagonista, interpretada por Ane Pikaza, conduce torpemente su viejo coche cuando sufre un pinchazo y se detiene en una gasolinera. La empleada (Itziar Ituño) le pregunta que si necesita ayuda y Nora responde que sí, pero en realidad quiere decir que necesita ayuda con respecto a su vida. No me parece casualidad que la trabajadora de la gasolinera sea en este caso una mujer -todavía es habitual que ese trabajo lo desempeñen hombres- porque solo una mujer podrá ayudar a Nora con sus dos problemas: el de su coche, y el de su vida. Es una pequeña escena que se vale del subtexto para mostrarnos la crisis de Nora y un bonito momento de solidaridad entre extraños. Nora presenta a una joven que aspira a ser artista pero que no consigue abrirse camino en ese difícil mundo, o más bien, en ese difícil mercado. El fallecimiento de su abuelo -un entrañable Héctor Alterio- llevará a Nora a emprender una huida hacia adelante que se convierte en una road movie en la que su (viejo) coche se estropea a la primera de cambio. La protagonista irá visitando lugares y conociendo personas, en una historia de ritmo contemplativo -varias personas pasarán de largo junto a Nora- en la que cada parada es un pequeño episodio y, lo más interesante, un posible futuro para ella. Nora es de esas películas en las que disfrutamos del cine sin necesidad de excesos ni trucos, de esas obras en las que te gustaría quedarte a vivir, con sabor a verano y preciosos escenarios naturales del País Vasco, presentados con una bonita fotografía de Gaizka Bourgeaud. Es un placer acompañar a Nora, que viaja sin rumbo intentando descubrir su destino, pero con la mirada siempre puesta dentro de sí misma. Todo desplazamiento geográfico conlleva también un descubrimiento interior. No necesita Nora grandes alardes dramáticos para convertirse en una experiencia cinematográfica sencilla pero valiosa. Muy recomendable para cualquiera que haya sentido, en algún momento, que su vida es un desastre.

SHANG-CHI Y LA LEYENDA DE LOS DIEZ ANILLOS -UNA DE ARTES MARCIALES


Siempre en expansión, el Universo Cinemático de Marvel inaugura con Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos su parcela dedicada a las artes marciales. La estrategia no es nueva, ya que precisamente el personaje nació, en los cómics en 1973, para aprovechar el tirón que tenían entonces Bruce Lee y la serie Kung Fu con David Carradine. Ahora, este personaje, más bien secundario en los tebeos y sin superpoderes espectaculares, parece ser la punta de lanza de una nueva hornada de héroes -tras esta película llegarán los Eternos-, destinada a sustituir a los emblemáticos Iron Man, Viuda Negra o Hulk. Así, Shang-Chi (Simu Liu) es un personaje nuevo para el espectador y en esta entrega se mantienen a raya las referencias a la veintena de películas -y series- precedentes. Estamos ante un producto Marvel en toda regla, con grandes secuencias de acción, efectos especiales, una buena dosis de humor -el personaje de Katy, interpretado por Awkwafina es probablemente lo mejor del film-, héroes bien construidos y carismáticos, transitando, eso sí, por caminos arquetípicos: la lucha entre el bien y el mal, disfrazada aquí como un conflicto familiar. Shang-Chi debe enfrentarse a su propio padre, nada menos que el equivalente al Mandarín -que apareciera, de aquella manera, en Iron Man 3 (2013)- interpretado con solvencia por Tony Leung, gran actor y un tipo que, simplemente, mola. Mencionemos también a una veterana como Michelle Yeoh, a la que todos recordamos por Tigre y dragón (2000), que aparece para amadrinar esta aventura asiática de artes marciales. Porque la verdad es que estamos ante una película en la que las peleas importan realmente, son espectaculares, y nos hacen disfrutar de secuencias de acción bastante conseguidas, como la pelea dentro de un autobús en marcha, en San Francisco; o la lucha sobre la fachada de un edificio. Además, la historia se transforma luego en una fantasía oriental, muy interesante, de leyendas, dragones y otros seres mitológicos, que podría ser desarrollada en futuras entregas. 
Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos es un producto con la calidad ya contrastada de Marvel Studios, un entretenimiento eficaz que solo falla -en mi opinión- hacia el último tercio, por la sobreexplicación de su historia, que alarga el metraje de forma innecesaria, y sobre todo por una lucha final que se apoya demasiado en lo digital y que nos hace perder de vista la humanidad y el carisma de unos personajes que nos tenían conquistados.

CHAVALAS -CHICAS DE BARRIO


Chavalas es el debut en la dirección de Carol Rodríguez Colás, que le ha valido el premio del público en el Festival de Málaga. El guión, firmado por Marina Rodríguez Colás -hermana de la directora-, cuenta la historia de Marta, una joven fotógrafa que se ve obligada a volver a su barrio, Cornellà, lo que supone la lógica sensación de fracaso y retroceso vital, pero, también, el reencuentro con tres amigas de su adolescencia: Desi, Bea y Soraya. El conflicto esencial del argumento es la incomodidad de Marta, que aspira a moverse en ambientes artísticos e intelectuales, ante la vulgaridad y la falta de pretensiones de las personas con las que ha crecido, empezando por su familia. Este dilema, sin embargo, se plantea de una forma superficial, que no indaga en la insatisfacción de Marta, ni desarrolla el choque que tiene con su amiga Desi, quien aboga por una vida menos pretenciosa, más sencilla, y más feliz. Así, Chavalas se descubre como una feel good movie con tintes sociales, que prefiere hablar de la amistad y las raíces, descartando otros temas más complejos. Nada que objetar. Hay, sin embargo, un desequilibrio en la película, que no retrata demasiado bien los ambientes de las galerías de arte o de la revista en la que trabaja Marta, que además describe como hipócritas y marcados por el 'postureo'; mientras que las hermanas Rodríguez saben muy bien captar la vida del barrio de su heroína, dibujan bien a sus amigas, retratan perfectamente a los vecinos, que, además, son mostrados claramente de una forma positiva, más auténtica y humana. Se nota que han vivido en esos ambientes y se decantan claramente por reivindicarlos. Rodríguez, además, se muestra algo plana tras las cámara en las escenas en interiores, mientras que su puesta en escena resulta más dinámica a pie de calle, utilizando de forma eficaz la arquitectura del barrio obrero como escenario para su historia, o presentando a una Barcelona moderna pero fría, inhumana, cuando Marta se ve obligada a deambular por ella sin rumbo, por sus líneas de metro, en busca de un lugar para quedarse. La película, sin embargo, es efectiva, sobre todo gracias a sus interpretaciones, que incluso llegan a emocionar: Vicky Luengo demuestra que es capaz de hacer creíble cualquier papel, y Carolina Yuste se luce en un rol a su medida, bien complementadas las dos por Elisabet Casanovas y Ángela Cervantes. Completan el reparto Cristina Plazas, como la madre de Marta, que brilla en todas sus escenas; Ana Fernández como el único personaje que humaniza el 'otro bando' y un José Mota que sorprende. Chavalas brilla en el costumbrismo pero decae cuando su argumento transita por situaciones convencionales, subrayadas, además, con una inadecuada utilización de la música, y cuyo final, me parece, personalmente, contradictorio. Y una petición, también personal, a los cineastas españoles: no más escenas de amigas o amigos cantando un 'temazo' en una fiesta para demostrar alegría/desenfado/vergüenza ajena y un pasado compartido.

MALIGNO -LOS HORRORES DEL CASTILLO


Decía el maestro del terror Mario Bava -podéis leer una guía introductoria a su cine en Indienauta- que su película ideal sería la de un hombre solo en casa, enfrentándose a sus propios miedos, porque el monstruo en toda película de terror es precisamente ese: nosotros mismos (cito del estupendo libro sobre Bava de Carlos Aguilar). El director 
James Wan, fanático del cine de terror italiano que cultivaron Bava y Darío Argento, lleva esa idea al extremo en Maligno, magnífica película que coloco desde ya entre lo mejor del año. Wan, justificadamente considerado uno de los mejores directores de terror actuales gracias a tres grandes sagas, como son Saw, Insidious y Expediente Warren, ha tomado algunos desvíos en su carrera para 
oxigenarse, realizando un film de acción, Furious 7 (2015), y uno de superhéroes, Aquaman (2018). Curiosamente, Maligno parece un cruce entre Saw y Expediente Warren, entre el terror urbano de los asesinos en serie y la casa encantada sobrenatural, enriquecido, además, por secuencias de acción e incluso, por guiños a los seres superpoderosos. Y si al principio podemos dudar de que semejante mezcla de ingredientes funcione, la película contiene una vuelta de tuerca sorprendente que hace que todo encaje, y que la convierte en un film único, arriesgado, estimulante y sumamente divertido. El argumento plantea como protagonista a una mujer maltratada, Madison (Annabelle Wallis), atormentada por las visiones de sangrientos asesinatos que resultan ser reales. No conviene revelar más detalles de la historia, que contiene sustos, crimenes sangrientos, momentos de tensión, persecuciones trepidantes, las ya mencionadas escenas de acción y la también mencionada revelación, que además es terrorífica. Todo con la magistral puesta en escena de Wan, un estupendo diseño de producción y la música del habitual Joseph Bishara, que se atreve a versionar en clave terrorífica el Where Is My Mind de Pixies -título que viene al pelo al argumento de la película-. James Wan parte del giallo italiano, con un asesino vestido de negro cuya identidad es el motor argumental, pero también recurre a sustos propios de una película de casas encantadas -subgénero que domina como nadie- con componente góticos -ese sótano abandonado y polvoriento en el que guardan carruajes del siglo XIX, ese tétrico centro de reclusión que parece un viejo castillo- y me atrevo a decir que Maligno recuerda a un viejo film de Bava, Orgía de sangre (1972) o, según su título original, Gli orrori del castello di Norimberga. En ambos films, el asesino quiere vengar hechos traumáticos del pasado que han permanecido ocultos. Maligno es un film que requiere una mirada desprejuiciada y que personalmente colocaría junto a una de las cintas menos valoradas de su director, pero que me atrevería a situar entre mis preferidas: Silencio desde el mal (2007), con la que formaría una sesión doble impagable.

EL TUBO -UNA COSA TRAS OTRA

El cine fantástico suele ofrecer un reflejo certero de los miedos y las preocupaciones de una determinada época. Quizás más que cualquier otro género, y de forma más efectiva que esas películas 'necesarias' que intentan retratar la realidad del momento, la fantasía, la ciencia ficción o el terror pueden expresar, intencionadamente o no, el espíritu de cada época. Si ahora mismo tuviéramos que describir lo que hemos sentido tras la llegada del covid-19 a nuestras vidas, tendríamos que hablar de desorientación, de incertidumbre, de miedo, de claustrofobia, de la sensación de que nos falta el aire, de que cada poco tiempo nos enfrentamos a un nuevo problema y que, cada vez que parece que vamos a poder escapar, nuestras esperanzas se ven truncadas por un nuevo obstáculo. Eso por no hablar de la culpa y la pérdida. No creo que sea casualidad que todas esas emociones estén en El tubo, una película que de ninguna manera se refiere a la pandemia, y cuya aspiración principal es entretener, cosa que consigue sobradamente. Escrita y dirigida por el francés Mathieu Turi, la historia plantea a una mujer, interpretada por Gaia Weiss -Porunn en la serie Vikingos- que tras ser recogida en la carretera por un desconocido, se despierta dentro del extraño 'tubo' del título (el original, en francés, Meandro, resulta más poético). Desde el primer momento, el argumento plantea un enigma tras otro, sin dejar respiro al espectador: ¿Quién es la protagonista? ¿Quién es el hombre que la recoge en su coche? ¿Qué es el extraño lugar en el que despierta ella? Cada pregunta se resuelve con una nueva interrogante y el film presenta giros constantes, de una forma explícita, cada 10 minutos aproximadamente. Dentro del tubo, del que conviene no revelar demasiado, la protagonista contagiará al espectador sus sensaciones de agobio, terror y sobre todo, claustrofobia. En la línea de films como Cube (1997) y The Descent (2005), El tubo propone el entretenimiento puro: el espectador solo necesita saber el peligro inmediato al que se enfrenta la protagonista y que una vez superado, vendrá una nueva sorpresa. Una idea que se traslada al mensaje de la película, algo así como 'pasa página y vive el momento', porque no sabemos qué nos depara el futuro. Presentada en el Festival de Sitges y en la Semana de Cine Fantástico y de Terror de Donostia, El tubo ganó el premio al mejor largometraje en el Festival de Cine Fantástico de Bilbao, y al mejor director y a la mejor actriz en el Festival Sombra de Murcia.