DRAGGED ACROSS CONCRETE -POLICÍAS Y LADRONES


Tras un western de terror como Bone Tomahawk (2015) -con Kurt Russell- y una de acción con escenario carcelario, Brawl in Cell Block 99 (2017), el director y guionista S. Graig Zahler propone un policíaco crepuscular y políticamente incorrecto en Dragged Across Concrete, protagonizado por Mel Gibson, al que su rol le viene como anillo al dedo. Zhaler, antes un escritor que director de cine, tiene una aproximación literaria a esta historia, que se permite ser episódica y expansiva, deteniéndose en los personajes que van a participar en un atraco y desarrollando con cierta profundidad lo que en cualquier otro film serían caras secundarias. Aquí conocemos bien al conductor que llevará a unos misteriosos atracadores -Henry Johns (Tory Kittles)-, a la empleada bancaria que trabaja en la sucursal que será atracada -Kelly Summer (Jennifer Carpenter)- pero sobre todo a la pareja de policías que se verán implicados. Mel Gibson -como Brett Ridgeman- es un veterano de la vieja escuela que  se ve incapaz de cambiar con los tiempos, que se ha quedado anclado en su puesto y cargo, a diferencia de su excompañero y ahora jefe, el teniente Calvert (Don Johnson). El personaje de Gibson se ve envuelto en una polémica mediática cuando un vídeo, en el que detiene a un narco de poca monta, se filtra en los medios y le cuesta una suspensión junto a su compañero, algo más joven, pero igualmente conservador, Anthony Lurassetti (Vince Vaughn). Estos personajes son el centro de la historia de Zahler y llegaremos a conocerlos lo suficiente como para empatizar con ellos. El guión se encarga de individualizarlos hasta en la forma de hablar: Vaughn utiliza la palabra ‘anchoa’ como interjección y Gibson juega con las probabilidades ante cada situación que se le presenta. Hay que decir también que Zahler aborda el cine de género desde una perspectiva de autor: estamos ante un policíaco al uso, pero sin concesiones al espectador. El film habla abiertamente de racismo, machismo y brutalidad policial, pero no necesariamente criticando estas realidades, sino contextualizando, matizando, hasta conseguir que su film se aleje del blanco y negro maniqueo de buenos y malos, para conseguir un gris moral en el que las circunstancias vitales pueden llegar a justificar que se rompa la ley. Estamos ante un film policíaco pero también político, social y existencialista, que tiene, además, un ritmo muy particular. Lejos de buscar lo espectacular o la tensión, Zahler prefiere los tiempos muertos; la espera a que salga un sospechoso de un piso; la vigilancia día y noche delante de la guarida de unos criminales; el turnarse para dormir durante la espera; el seguimiento cauto del coche de los criminales que se dirigen hacia un destino desconocido.

TOY STORY 4 -NO SÉ DECIR ADIÓS


Toy Story (1995) desvelaba un maravilloso mundo infantil oculto, el de la posible vida de los juguetes cuando no los miramos. En ella, Buzz Lightyear (Tim Allen) debía aprender su verdadero papel en la vida, que no es un aventurero espacial, como reza la caja en la que venía empaquetado, sino un juguete cuya misión es hacer feliz a un niño. Esto lo aprendía del que primero sería su mayor rival, y luego, su mejor amigo, el vaquero Woody (Tom Hanks). Con la saga creada por John Lasseter, ha crecido una generación, que se divirtió luego con el espectáculo autoconsciente y cinéfilo de la segunda parte en 1999 y que en 2010 vivió de la forma más emocionante posible el tránsito a la vida adulta con Toy Story 3. En ella, el niño que jugaba con los personajes que todos conocemos, pasaba el testigo a una niña, Bonnie (Madeleine McGraw), lo que introducía el factor del tiempo y la mortalidad en la trilogía. El tema de crecer y dejar atrás etapas de la vida, y aceptarlo, ha demostrado ser la gran preocupación de Pixar: la secuencia inicial de Up (2009), la niña de Del revés (2015), la jubilación de Rayo McQueen en Cars 3 (2017) y por supuesto, esa gran obra sobre la muerte que es Coco (2017). Ahora, Toy Story 4 regresa con lo que solo puede ser un epílogo, en una entrega que cumple con todas las constantes de la saga: los personajes entrañables de siempre, espectaculares secuencias de acción y aventura, los ya clásicos momentos tenebrosos de puro terror, nuevos juguetes a conocer -alguno tan interesante y atípico como Forky (Tony Hale)- y mucha comedia. Donde esta película sube las apuestas es en su carga emocional, con una dosis muy alta, y por supuesto, en la calidad visual de su animación, en la que los efectos de luz, las texturas, la física de los elementos que se mueven, comienzan a ser indistinguibles de la imagen real. Mención aparte merece la fotografía, preciosa sobre todo en las secuencias en la feria, con las nostálgicas luces de las atracciones. El gran protagonista de la función es Woody, que asume el papel del motor de la acción y que se convierte en el personaje que debe transformarse, precisamente, con respecto a esa lección que le diera a Buzz en la primera película. ¿Se puede ser algo más en la vida que un juguete? El vaquero experimenta algo así como una crisis de la mediana edad, que lleva a reflexiones muy interesantes. Hasta ahora, Woody ha sido el gran héroe, entregado por completo a la felicidad de un niño, primero Andy, ahora Bonnie -que aquí deja atrás el parvulario- pero ¿Tiene derecho un héroe a pensar también en sí mismo? El ejemplo a seguir por Woody se lo dará un personaje con recorrido feminista, la inocente pastorcilla Bo Peep (Annie Potts), que se convertirá en una auténtica superviviente a los Ellen Ripley. Y para contar esta historia, es interesante el dibujo social que hace Toy Story 4 de los juguetes, en el que hay unos privilegiados, los que tienen un 'niño' que juega con ellos, y otros desfavorecidos, los juguetes perdidos, que como los refugiados y los inmigrantes están obligados a buscarse la vida en los márgenes del sistema. Woody encontrará su verdadera vocación y se convertirá en una suerte de Oscar Schindler -en un concienciado activista de una ONG- para estos juguetes, empeñado siempre en salvar a uno más. Con estos elementos, hay que aplaudir la capacidad de riesgo de Disney/Pixar que, sabedores de que tienen entre sus manos un producto con una taquilla asegurada, se arriesga con una entrega de tono crepuscular, inevitablemente amarga, incluso más triste y casi más valiente que Toy Story 3. La productora podría haberse limitado a colocar sus juguetes en una aventura más, pero ha decidido exigir a su público -¿Infantil?- que escale un peldaño emocional más para enfrentarse a sentimientos tan complicados como decir adiós o como descubrir el mundimperfecto y cruel que existe fuera de su habitación. Valiosa experiencia para un niño.

MR. LINK -EL ORIGEN PERDIDO


No se puede decir que Mr. Link sea la típica película infantil, como no se puede decir tampoco que lo sea ninguna obra de los estudios Laika -Los mundos de Coraline (2009), Kubo y las dos cuerdas mágicas (2016)-. No hay canciones, ni colores horteras -no es Aladdin- y sus mensajes para el espectador -¿infantil?- lejos de ser evidentes, hay que buscarlos en el subtexto del film. Por si fuera poco, esto no es la brillante animación por ordenador de Pixar, sino stop motion artesanal (sin renunciar, claro, a las nuevas tecnologías) prácticamente en desuso. El tema de la película, encima, es la criptozoología, lo que parece una decisión de lo más atípica en un mundo en el que ya todo está más que conocido. Si recomiendo Mr. Link es porque precisamente no es nada de eso que vemos en la típica película infantil. No hace falta, a estas alturas, alabar la cuidada animación de Laika, sus detallados personajes, el vestuario, los decorados y la fotografía. Una vez más, todos estos elementos artísticos son maravillosos. Pero además, este film es cine clásico para todos los públicos. Desde un planteamiento con sabor a Julio Verne o a Arthur Conan Doyle, recorremos géneros como el western, la aventura, y la fantasía, que progresivamente van abriendo el espectro de la película y aumentando el goce del espectador. Géneros clásicos unidos por mucha comedia, y temas de fondo tan importantes como encontrarse a uno mismo antes que intentar hacer esfuerzos por encajar. El film es una celebración de la diferencia -el 'eslabón perdido' del título- con reivindicaciones feministas desactivando la clásica historia de amor -entre Adelina Fortnight y el aventurero protagonista Sir Lionel Frost- y colocando al villano -Lord Pigoot-Dunceby- como representante del colonialismo, de la caza, del clasismo, del machismo y del racismo. Escribe y dirige Chris Butler, autor de la estupenda El alucinante mundo de Norman (2012), que utiliza un recurso clásico, el de convertir al monstruo, al desconocido, en un marginado y en un solitario digno de nuestras simpatías. El mítico sasquatch es llevado aquí de la leyenda a lo ordinario, un personaje que rompe todo tipo de moldes, lamentablemente lastrado por una inadecuada elección de doblaje, el divertido Brays Efe -Paquita Salas- no me parece idóneo para darle voz al físico gigantesco y peludo de Mr. Link, interpretado por Zach Galifianakis en la versión original.

X-MEN: FÉNIX OSCURA -¡ADIÓS AMIGOS MUTANTES!


La única razón para ir al cine a ver X-Men: Fénix Oscura es que hayas visto las entregas anteriores de la franquicia mutante de Fox y quieras despedirte tras 19 años. Esta última entrega no tendrá continuidad debido a la absorción de los estudios por parte de la voraz Disney, que reintegra en Marvel Studios los derechos de estos X-Men y de los Cuatro Fantásticos. Conocidos como la Patrulla X en España, estos superhéroes marginados fueron creados, como casi siempre, por Stan Lee y Jack Kirby, pero no se harían verdaderamente populares hasta la llegada de autores como Chris Claremont, John Byrne y luego Jim Lee, entre otros. Las películas inauguradas en el año 2000 por Bryan Singer han sido tremendamente irregulares, empezando por el estupendo díptico inicial, algo superado hoy, y con cumbres pulp como X-Men: Primera Generación y obras de madurez como Logan. Pero la franquicia también ha tocado fondo con cintas como X-Men Orígenes: Lobezno. Curiosamente, otra de sus peores entregas, X-Men: La decisión final contaba ya la historia que propone de nuevo esta Fénix Oscura: Jean Grey se convierte en una telépata súper poderosa que sucumbe al mal y debe ser detenida por sus propios compañeros. Antes fue Famke Janssen, ahora es Sophie Turner, y lo primero que sorprende de esta cinta es la decisión de despedirse con un pseudo remake. Lo segundo que sorprende deriva de esta decisión -y de otras cosas que ocurren en el argumento que no revelaré- y es que resulta imposible encajar esta entrega con las -en teoría- cronológicamente posteriores películas de Singer. En todo caso, la verdadera despedida que ataba cabos y cerraba el argumento fue precisamente el retorno de Singer a la franquicia, X-Men: Días del futuro pasado, que unía los repartos de las dos etapas. Justo por eso, la posterior X-Men: Apocalipsis y esta película que nos ocupa, se antojan innecesarias o, más bien, sin dirección clara en sus argumentos. Justo por eso se echa en falta en este film un mayor riesgo: si se tenía la libertad de romper con el pasado y de no tener ataduras con el futuro ¿Por qué no hacer algo más atrevido? Dicho esto, la cinta es bastante correcta y entretenida, haciendo un magnífico uso de sus posibilidades, teniendo en cuenta que aquí no se manejan los presupuestos, ni la cantidad de personajes de Vengadores: Endgame. El guión es eficiente, aunque no brilla, los efectos especiales funcionan, sin sorprender y sus actores son solventes, aunque no tengan escenas para lucirse. Es digno de mención la calidad de los actores implicados: James McAvoy, Michael Fassbender, Jennifer Lawrence, Evan Peters o nada menos que Jessica Chastain, todos desperdiciados, sin la más mínima oportunidad de explorar o desvelar sus personajes -algo que sí conseguía Matthew Vaughn en Primera Generación-. Todo esto lleva a un final deslucido, que cierra sin convicción casi 20 años de películas. Decía que me parecía esta entrega una oportunidad perdida, pero no ha sido así para el guionista y productor Simon Kinberg, que ha estado detrás de los X-Men desde 2006, cuando escribió, precisamente el guión de la desastrosa Decisión Final, que aquí realiza su ópera prima como director y que probablemente esté saldando alguna cuenta pendiente y desde luego cerrando un círculo.

BLACK MIRROR -DOBLES VIDAS


Vuelve Black Mirror con una quinta temporada en Netflix, lejos sin duda del impacto de las primeras entregas, pero manteniéndose el interés de las ideas y propuestas de su creador y guionista, Charlie Brooker. Solo tres episodios configuran esta nueva tanda, eso sí, de más de una hora de duración, característica que, en mi opinión, juega en contra de la calidad de los mismos. Aun así, estos tres pequeños films tienen un nivel medio-alto y no desmerecen de lo que ha sido la serie. Un tema parece recorrer las tres historias, el de la doble vida de los protagonistas, en un intento de escapar de una realidad poco satisfactoria, generando avatares y dobles virtuales creados, cómo no, por las nuevas tecnologías, que acaban teniendo consecuencias, a veces dramáticas, en la vida real. Paso al análisis de cada episodio.

Striking Vipers es una joya. Un clásico instantáneo de Black Mirror que reincide en uno de los temas que mejores episodios ha dado a la serie, las relaciones de pareja -véase Be Right Back o Hang The DJ-. Aquí Brooker se ríe del bromance -más de uno se habrá sentido incómodo- utilizando la típica amistad masculina de juventud -Anthony Mackie y Yahya-Abdull Mateen II- que se queda atrás en un proceso de maduración que nunca es del de todo satisfactorio. El episodio explora las frustraciones de la generación X, esos que tienen casi 40 y que se han quedado obsoletos con la llegada de los millennials, a pesar de que siguen siendo jóvenes. Para Brooker la brecha generacional tiene que ver sobre todo con la tecnología: los protagonistas -incluida la tercera en discordia, Nicole Beharie- no tienen Facebook, ni están enganchados al móvil. Pero la tecnología sigue estando presente en sus vidas, claro, y lo que se inventa Brooker aquí vuelve a ser el desencadenante de la historia: una realidad virtual capaz de hacernos trascender nuestro género para afrontar una sexualidad completamente abierta. La historia es atrevida, graciosa, algo incómoda y sobre todo impredecible. El final, una declaración de intenciones acerca de la obsolescencia de la monogamia y una defensa de la fantasía (sexual) como paliativo. 9/10

Todo el interés que tiene Smithereens gira alrededor de la intriga que genera su argumento. Charlie Brooker apuesta por dosificar la información y arranca su historia sin desvelar absolutamente nada. Poco a poco iremos descubriendo quién es el personaje protagonista, Chris (Andrew Scott), cuáles son sus intenciones y sobre todo, como es habitual en Black Mirror, qué debilidades humanas esconde. Esta estrategia narrativa diseñada para mantenernos pegados a la pantalla funciona relativamente: la falta de información, que debe despertar nuestra curiosidad, evita también que nos comprometamos emocionalmente con un personaje al que no conocemos. Además, la duración del episodio me parece francamente estirada: sus 70 minutos se antojan excesivos para lo que se cuenta y para cómo se cuenta. No es que se haga largo este capítulo, pero sí tengo la sensación de que el relato se diluye y pierde tensión en lo que debe ser un thriller. Por otro lado, el éxito del mecanismo narrativo de la intriga depende de una revelación final contundente. Creo que no es el caso. La típica denuncia sobre el lado oscuro de la tecnología, que suele hacer esta serie, parece aquí demasiado obvia, ya superada, como del año pasado. Precisamente, Brooker sitúa su historia en el año 2018. Un último apunte: lejos del habitual retrato crítico y misántropo de la sociedad, aquí todos los personajes parecen bienintencionados y solidarios, lo que me produce la sensación de haber visto un episodio descafeinado de Black Mirror. 6/10

En Rachel, Jack and Ashley Too, Charlie Brooker despista mezclando ideas de episodios anteriores, por ejemplo, sobre la tecnología como muleta para la soledad individual en la sociedad actual; la inteligencia artificial y la identidad personal -pienso de nuevo Be Right Back-. Esto aparece contado en dos historias paralelas, primero la de Rachel (Angourie Rice), adolescente marginada en su instituto que encuentra consuelo y compañía en ser fan de Ashley O, una superestrella pop para teenagers. Por otro lado nos cuentan la historia, precisamente, de esa cantante, que se siente atrapada por su personaje mediático, por su mánager -su tía (Susan Pourfar)- en un rol que aprovecha la carga biográfica de su intérprete, Miley Cyrus, que de 'chica buena Disney' ha pasado a niñata rebelde que busca el escándalo. Brooker llevará la idea de que un artista puede ser un producto hasta el extremo, reciclando también conceptos ya vistos en San Junipero. Las dos historias se conectan a través de un pequeño robot de juguete, entre Siri y un Furby, con la personalidad de Ashley O, el Ashley Too -'también'- del título. Con estos elementos, en realidad, lo que construye Brooker es una comedia adolescente con sabor a los años ochenta, en la que Rachel tiene como compañera a su amargada hermana Jack (Madison Davenport), rockera fan de los Pixies, y a un padre inventor excéntrico (Marc Menchaca). En clave feminista -dirigido por la noruega Anne Sewitsky- esta mini película es un puro divertimento, que aprovecha las capacidades de Cyrus para hacer el payaso. Aunque está muy lejos del shock y el nihilismo de los episodios más recordados de Black Mirror, encuentro su desenfado francamente refrescante. 8/10

CHERNOBYL -CARA A CARA CON LA MUERTE



Según Chernobyl, el fin del mundo ya ha ocurrido. La serie de HBO y Sky creada por Craig Mazin -hasta ahora un guionista asociado a comedias como las secuelas de Scary Movie y Resacón en las Vegas- habla sobre todo de la muerte, que aquí deja de ser un imprevisto para convertirse en una certeza estadística en boca del físico Valery Legasov, interpretado por un inmenso Jared Harris -grandísimo actor, al que siempre recordaré en Mad Men-. En esta ficción, la muerte se despoja de su misterio para convertirse en una amenaza invisible pero segura, matemática: tras 90 segundos de exposición a la radiación, a una determinada distancia, morirás en tres días. Y punto. No hay escapatoria posible, ni heroísmo ni romanticismo alguno. La serie se divide en cinco capítulos que son una película de horror total que no necesita monstruo, ni asesino en serie. La gran amenaza la hemos creado nosotros mismos, la raza humana.

No hay personajes en Chernobyl, sino la representación de estamentos sociales muy concretos. Hablemos primero del pueblo, retratado como ignorante -por lo que es víctima del desastre- incapaz de salvarse, pero al mismo tiempo, valiente y heroico: mencionemos a los bomberos, a los trabajadores de la propia central nuclear y sobre todo, a esos magníficos mineros que manchan de hollín el traje del ministro del carbón en una escena reivindicativa. Precisamente, la otra clase social representada en la serie es la política, personificada en Boris Scherbina -también soberbio Stellan Skarsgard- que no sale retratada precisamente en su mejor perfil: incompetentes y tan ignorantes como el pueblo que gobiernan. Encima, los que vemos aquí, pertenecen al sombrío aparato soviético, más interesado en la propaganda que en salvar vidas. Los políticos, sin embargo, son también capaces de inspirar -¿O manipular?- al pueblo utilizando la palabra. Magnífico el momento en el que Boris apela al heroísmo del pueblo ruso, en un discurso para conseguir voluntarios para una misión suicida. Entre el pueblo y sus dirigentes, encontramos a los científicos, como el ya mencionado Legasov y también Ulana Khomyuk (Emily Watson), un personaje ficticio. Ambos son dueños del conocimiento, lo que lleva a una moral superior, a una ética humanista. Pero ojo, la serie deja claro que los científicos también son, en parte, culpables. Mencionemos además el estamento militar, representando en dos personajes, Pavel (Barry Keoghan) y Bacho (Fares Fares), que, lejos de ser máquinas de matar, son simples hombres, trabajadores, que intentan cumplir una misión. Con este elenco Chernobyl busca retratar, más que un sistema como el comunista, a la propia humanidad con sus dudas, sus preocupaciones y sobre todo, sus mentiras.

Creo que no hay que caer en el error de entender Chernobyl como la crónica realista del accidente ocurrido en 1986 en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, en Ucrania. El director sueco Johan Renck propone una estética de pesadilla, agobiante, que remite al cine de terror, cuyos mecanismo son utilizados con efectividad. Destaquemos el suspense que genera ver a una pareja joven, con su hijo pequeño, que anuncia su intención de acercarse al accidente, inconscientes del peligro mortal que corren. Hay también momentos poéticos, como la gélida belleza del cielo sobre la central nuclear siniestrada. Mencionemos la decadencia orgánica de los afectados por la radiación, digna de la nueva carne de David Cronenberg. También el tono apocalíptico de la cacería de perros contaminados; los desesperantes turnos de 90 segundos de los robots-humanos encargados de contener la radiación; el idílico flashback que nos  transporta a los momentos previos al accidente que cobra un cariz macabro porque ya conocemos la tragedia que ocurrirá. Chernobyl es una ficción basada en hechos reales, construida con elementos del cine de género, como el terror o la ciencia ficción. El capítulo final de esta miniserie es una anticlimática exposición de hechos, en formato de cine judicial, que resulta desalentadora en su contundente reflexión sobre la verdad y la mentira oficial, esas fake news que acaban imponiéndose como relato impuesto. 

Todo esto aparece en una serie cuya principal virtud es su rigor a la hora de exponer el horror sin tremendismo. Pero también sin concesiones. Solo veremos los momentos de esta historia en los que las víctimas estuvieron cara a cara con el horror. Si Chernobyl conmueve no es porque narre un hecho real terrible, ocurrido, al fin y al cabo, en un país concreto hace más de tres décadas. Es porque nos coloca, en cada una de sus escenas, delante de la muerte, del vacío, de la nada que nos espera. Nos recuerda que la muerte está ahí, que rara vez es digna y sobre todo, que es inevitable.

EL HIJO -¿QUIÉN PUEDE MATAR A UN NIÑO?


James Gunn comenzó su carrera cinematográfica en la productora de serie Z, Troma, caracterizada por su irreverencia, por su humor y por el gore. Todo con presupuestos mínimos. Tras ello, Gunn demostraría su talento para el terror, con el guión de Amanecer de los Muertos (2004) de Zack Snyder, y con su ópera prima, Slither (2006), festín gore terrorífico, pero cargado de humor. En esa vena paródica afrontaba Gunn su segunda película, Super (2010), extrañísima aproximación a los superhéroes, que puede haberle dado crédito -o no- para afrontar el encargo de llevar a la pantalla a los estrafalarios Guardianes de la Galaxia (2014), en dos volúmenes, para Marvel Studios. Dos entregas que, más que un relato superheroico, son comedia y space opera. De hecho, el éxito de ambas ha permitido a los héroes de Marvel afrontar sus aventuras con mucho más humor, antes algo más contenido, lo que ha dado pie a films que son comedias románticas, como Ant-Man (2015), comedias adolescentes como Spider-Man: Homecoming (2017), o comedias puras, como la estupenda Thor: Ragnarok (2017). Con este bagaje nos podemos explicar que Gunn esté detrás de una película como El hijo, -Brightburn en el original- que parece la reinterpretación en clave de terror de Superman (Richard Donner, 1978). Algo así como el cruce de esta con La profecía (1976) también de Donner. De alguna forma, el tono de El hijo me recuerda a la estupenda serie de Dark Horse, Black Hammer, creada por Jeff Lemire. En esta película, tenemos a Gunn produciendo un guión oscurísimo -firmado por sus hermanos Mark y Brian Gunn- que juega con la mitología del personaje creado por Jerry Siegel y Joe Shuster en 1938, para convertir el relato de su origen mítico en unos Estados Unidos idealizados, en la pesadilla de una pareja de clase trabajadora -Elizabeth Banks y David Denman- bienintencionados, pero paletos, que sufren el peor temor de cualquier padre: que su hijo descarrile, que vaya por el mal camino, que se convierta en un monstruo. El hijo del título tiene el típico nombre aliterado de los superhéroes, Brandon Breyer, y está interpretado por un aterrador Jackson A. Dunn. La película, dirigida con buen pulso terrorífico por David Yarovesky, es inteligente y terrorífica, sin concesiones al espectador. El hijo destaca por su tono desesperanzado, incómodo, y por entender que entre el Superman de 1978 y Vengadores: Endgame (2019), el subgénero de los superhéroes ha madurado lo suficiente para permitir variaciones tan estimulantes cómo esta. Por cierto, hay precedentes de un Superman malvado, sin ir más lejos, Chronicle (2012), que también parecía inspirarse en el descontrolado Tetsuo de Akira (1988). En cómic, la mejor versión de esto puede ser la recomendable Irredeemable de Mark Waid.

JOHN WICK: CAPÍTULO 3 -PARABELLUM


Si hablamos de cine, como lenguaje, el de 'acción' es probablemente el género que permite una narración visual más puramente cinematográfica, recogiendo el testigo del western, lamentablemente hoy en desuso. Actualmente el cine de acción se mantiene en un saludable segundo plano en cuanto a los gustos del público: ya no es el rey de la taquilla, lugar que ahora mismo ocupa la fantasía, la ciencia ficción y los superhéroes. Sus grandes representantes son tres sagas, la taquillera y desprejuiciada Fast and Furious, y la que para mí es la mejor, Misión Imposible, fantástica sobre todo en sus dos últimas entregas, dirigidas por Christopher McQuarrie. La tercera en disputa: John Wick.

John Wick (2014) fue toda una sorpresa. Con una propuesta modesta, recuperaba las esencias de un thriller de acción y artes marciales, más artesanal. Su historia era tan sencilla como directa, un asesino a sueldo retirado, interpretado por Keanu Reeves en su enésima 'resurrección', se embarcaba en una misión de venganza en la que básicamente debía matar a todo el que se le cruzaba por el camino. Todo por su perro. En una película de acción, las peleas y los tiroteos hacen avanzar la acción y los personajes se definen por su forma de pelear -en el caso de John Wick, ese particular arte marcial combinado con armas de fuego, en el que cada golpe acaba en un disparo- antes que por sus diálogos. Esto es especialmente cierto en el caso del parco Keanu Reeves. Detrás de la cámara está un especialista, Chad Stahelski, experto en artes marciales, que participó en Matrix (1999) y fue doble del propio Reeves. Como director, Stahelski se ha revelado, primero, como un realizador más que competente. Luego, en John Wick: Pacto de sangre (2017), se revela, además, como un realizador con ideas y buen ojo. Esta secuela, en la que se nota una mayor ambición y un presupuesto superior, deja atrás el obligado realismo de la original para expandir el mundo de John Wick y plantearse como un soberbio juego de metaficción, que en algunos momentos alcanza lo abstracto, potenciando los elementos más divertidos del primer film: el universo oculto de los asesinos a sueldo y las mafias; la idea kafkiana del hotel en el que no se permite asesinar a los asesinos -valga la redundancia-; o la red de mendigos. En la segunda parte hay secuencias memorables, como el enfrentamiento en el metro entre Wick y un esbirro -Cassian (Common)- rodeados de inocentes que tardan en percatarse de lo que ocurre. Mencionemos también la secuencia final, el tiroteo rodeado de espejos que remite a Operación Dragón (1973) de Bruce Lee y por tanto a La Dama de Shangai (1947) de Orson Welles. Por último, quiero destacar el diálogo que establece esta película con la mencionada Matrix, que propone como subtexto que los inocentes civiles vivimos en un mundo falso de asesinos ocultos, similar a la simulación que descubría Neo. Ahí está la presencia de Laurence Fishburne o el momento en el que el personaje de Ian McShane -Winston- 'congela' a todo el mundo en una concurrida plaza en Central Park. La secuela de John Wick es fantástica y nos dejó un cliffhanger  tras el que podía pasar cualquier cosa.

Ahora, John Wick: Capítulo 3 -Parabellum, continúa la trama justo al final de la secuela. El argumento se podría resumir en 'John Wick contra el mundo'. El planteamiento es irresistible y la película cumple con su objetivo de entretener. Vaya si lo hace. La historia se va dividiendo en capítulos, primero una trepidante persecución; luego el encuentro con un nuevo personaje, Sofía, encarnado por Halle Berry; y por último un asedio que es para mí lo mejor del film. En esta segunda secuela hay más acción espectacular y set pieces muy divertidas: la pelea sobre las motos es quizás la mejor; luego un larguísimo tiroteo con Halle Berry, que roba el protagonismo a Reeves; y el mencionado asedio que se desarrolla en múltiples oleadas, casi como un videojuego. Hay muchas peleas y es que, como ya he dicho, en este género, la acción es lo que hace avanzar la trama, es la carne del film, como las canciones en los musicales o los gags en la comedia. Por cierto, en esta tercera entrega hay más humor -John Wick a caballo por las calles de Nueva York, el asesino Zero, encarnado por Mark Dacascos-. Resumiendo, Parabellum mantiene el fantástico nivel de la película anterior pero, es comprensible, pierde capacidad de sorpresa. Juega con los elementos ya planteados y redunda en la estructura ya conocida. Y atención porque deja la historia muy abierta para un cuarto capítulo. Ahí estaré yo.