EL VECINO -SUPERHÉROE DE BARRIO


Lamento tener que hablar de algo tan subjetivo como mis expectativas para comentar una serie como El vecino. Adaptación del cómic de Santiago García y Pepo Pérez -que no he leído, lo siento- su planteamiento sobre un superhéroe, de barrio, español, me parece irresistible. Aumentaba el interés de la propuesta la presencia de Nacho Vigalondo tras la cámara en algunos episodios -mencionemos también a otros directores como Paco Caballero, Ginesta Guindal y nada menos que Víctor García León-. La serie cuenta además con actores contrastados en la comedia patria, como Quim Gutiérrez y Clara Lago. Partiendo de la premisa de que los autores -Miguel Esteban y Raúl Navarro- no deben complacer al espectador, debo decir, contradictoriamente, que me esperaba otra cosa. El vecino presenta a un personaje entre Green Lantern y El gran héroe americano (1981), estupendamente interpretado por Quim Gutiérrez, que tiene un sidekick divertido en el opositor José Ramón (Adrián Pino). Mi problema -personal- es que esta idea se acaba desarrollando de una forma casi secundaria, sin explorar cuestiones a priori interesantes. No veo a Titán -que así se llama el enmascarado- probando su traje, experimentando con sus poderes, preguntándose cuál puede ser su planeta de origen, cuál debe ser su misión en la Tierra, o qué pasará cuando se le acaben las pastillas -yo las habría llevado a un laboratorio- que le otorgan sus habilidades extraordinarias. Tampoco me convence cómo se establece la relación entre Javier y José Ramón, importante en la trama, pero desarrollada como por casualidad: se conocen por accidente, se hacen amigos porque sí, José Ramón decide que Javier debe salvaguardar una identidad secreta porque es lo que se ha hecho toda la vida. Encuentro, básicamente, muy forzada esta relación, cuando hubiera bastado con establecer que Javier y José Ramón han sido amigos toda la vida para justificar que estén tan unidos y se coman tantos marrones el uno por el otro. Supongo que no debo esperar ninguna de estas cosas, porque no eran esas las intenciones de los autores, pero he echado de menos un desarrollo argumental más sencillo.

Además de la historia del superhéroe, hay otros personajes y otras tramas en El vecino, que no se pueden considerar secundarias. Lo primero, hablemos de la relación sentimental entre Javier y Lola. Un punto de partida, el romántico, que puede funcionar en la historia: es lógico complicarle la vida al superhéroe con una exnovia. Pero el personaje de Clara Lago es una Lois Lane 2.0, algo repelente, que da una imagen bastante superficial del periodismo, que pretende ser crítica -la débil subtrama de las casas de juegos-. Lago interpreta a una periodista que más bien es una 'youtuber' y su triángulo amoroso con Rober (Sergio Momo) no me parece interesante, porque, francamente, lo he visto en cientos de series, no se desarrolla, ni lleva a nada. Sobre todo, creo yo, no se le saca partido a que uno de los implicados sea un superhéroe. Javier, precisamente, tiene una actitud hacia Lola que se acerca al acoso y la obsesión, pero este apunte incómodo no acaba de explorarse dramáticamente. Habría sido interesante. Eso por no hablar del episodio dedicado a una premisa tan gratuita como que Lola decide decir siempre la verdad, metiéndose en enredos varios. Tengo un problema con las situaciones manidas en las comedias, y El vecino cae en algunas de ellas: la torpeza de Lola en las redes sociales, la supuesta comicidad de ver a José Ramón drogado porque se ha fumado un porro, sin motivo alguno y de forma incoherente con el personaje planteado; son situaciones ya vistas en otras ficciones -sin ir más lejos, en Vida perfecta de Leticia Dolera-. Eso por no hablar del personaje del camello fumado, Lito (Denis Gómez), que encuentro francamente cargante. Lo peor de El vecino es que lo mejor de la serie es una trama que poco tiene que ver con el superhéroe de su premisa. La amiga de Lola, Julia (Catalina Sopelana) se dedica a una especie de heroísmo de barrio -la policía del Karma, en honor a Radiohead-, realizando pequeñas buenas acciones, que merecía más espacio dramático -ella tiene su propio sidekick, Marcelo (Nacho Marraco), cuya relación tampoco está bien explicada, por cierto-. Esta trama, qué demonios, merecía su propia serie. Una pena, porque una propuesta como El vecino ilusiona y es digna de apoyo en la ficción audiovisual patria.

LEGIÓN -TERCERA TEMPORADA -SUPERHÉROE PSICODÉLICO


Es una gozada cómo Legión, creada por Noah Hawley, basada en los cómics de Marvel desarrollados por Chirs Claremont y Bill Sienkiewicz, utiliza todos los recursos audiovisuales posibles para contar una historia que plásticamente es tan expresiva como un tebeo. Hay que aplaudir la forma en la que esta serie diseña sus extrañas imágenes y atmósferas, valiéndose de los efectos especiales, pero también a través de los decorados -muy imaginativos, que muchas veces se mueven y se transforman dentro del plano- la fotografía -que ilumina y oscurece los fondos, los personajes, con resultados expresivos- y el vestuario. Mencionemos también cómo Hawley se sirve de la banda sonora y de canciones pop -en esta serie suele haber secuencias musicales-; cómo usa la voz en off y los textos impresos sobre la pantalla, para generar varios niveles de lectura -que ni Jean-Luc Godard-; y cómo se vale de figuras del lenguaje cinematográfico como el plano secuencia o los ralentizados. Todos estos elementos conforman una narrativa difícil de encontrar no solo en un relato de superhéroes, sino en cualquier ficción audiovisual actual. Legión es una estimulante mezcla de fantasía, ciencia ficción, película de viajes lisérgicos -el tono alucinado hippie de la secuencia del fumadero- y de blockbuster de acción. Géneros a los que hay que añadir ahora viajes en el tiempo. Y todo esto solo en el primer episodio, que incluye detalles de humor absurdo, como cuando las fuerzas divisorias atrapan a un seguidor del protagonista, David Heller (Dan Stevens), utilizando un gigantesco bastón salido de los dibujos animados. Voy a echar de menos semejante libertad creativa.

A partir de aquí, ojo que hay spoilersEl primer episodio de la tercera, y lamentablemente última temporada de Legión es un resumen de la serie, con el protagonista convertido en un villano capaz de destruir el mundo -que incluso habría abusado de Syd Barrett (Rachel Keller) utilizando sus poderes-. Los personajes de las dos temporadas anteriores vuelven a aparecer aquí: Lenny Busker -maravillosa Aubrey Plaza-, Amahl Faoruk (David Neghban), Cary (Bill Irwin) y Kerry Loudermilk (Amber Midthunder), Ptonomy (Jeremie Harris) y las mujeres con mostachos; pero, como piezas de ajedrez, se sitúan en nuevas posiciones sobre el tablero del argumento. De hecho, hay tantas cosas en el primer capítulo, que el segundo redunda en las mismas situaciones. El tercer episodio retrocede en el tiempo, antes de que naciera David, nos presenta a sus padres, Gabrielle (Stephanie Corneliussen) y nada menos que el profesor Charles Xavier (Harry Lloyd), el mismo que fuera interpretado por Patrick Stewart y James McAvoy en las cintas sobre los X-Men. Con ellos se desarrolla un relato sombrío sobre cómo se tuerce todo para este héroe (o villano) que es Legión. Nos cuentan cómo penetra en su psique el Rey Sombra -el demonio de los ojos amarillos- y lo más interesante: la forma tan libre en la que el relato actual -el de David Haller adulto- irrumpe en el flashback, de vez en cuando, adoptando la forma de extrañas distorsiones temporales.

El cuarto episodio es notable y original. "Algo pasa con el tiempo" dice Kerry, y Syd Barrett concluye que el culpable debe ser David. El capítulo está salpicado de repeticiones, realizadas con inteligencia: no se trata de rebobinar y repetir lo filmado, sino hacer que los actores vuelvan a decir sus diálogos, como si realmente estuviesen reviviendo el momento. Otro hallazgo son los demonios del tiempo que se mueven como las agujas del reloj, en escenas con atmósfera de cine de terror que parecen salidas de Doctor Who. El diseño de estas criaturas recuerda, además, a los Blue Meanies de la psicodélica Yellow Submarine (1968). Pero hay más ideas interesantes, como la muy loca de introducir, sin aviso, una escena de The Shield (2002-2008), una serie antigua de la misma cadena, para que incluso nosotros los espectadores percibamos que viajamos en el tiempo. Otros momentos destacables son el encuentro de Syd Barrett con su yo del pasado; o el de David con su madre, de origen romaní, en un campo de concentración nazi, que me pregunto si tendrá que ver con el abortado film sobre el Doctor Doom que no pudo llevar a cabo Hawley para Fox -ahora propiedad de Disney, como Marvel Studios-. Por último, hay un irresistible homenaje al cortometraje 'fotográfico' La Jetée (1962) de Chris Marker, que dio pie a Doce monos (1995) de Terry Gilliam.

David se ha convertido en el líder de una secta hippie -en una suerte de Charles Manson- con chicas jóvenes como seguidoras, aficionadas a las drogas alucinógenas, que se consideran una "familia". David es ahora en un ser casi todopoderoso, como Thanos con el Guantelete del infinito, capaz de transformar una pistola en un pato de goma, de borrar la memoria de alguien y de alterar la realidad a su antojo. Transformado en un auténtico villano, a su paso, mueren todos -Lenny, Clark (Hamish Linklater)-. En un momento visualmente fantástico, David incluso se convierte en una secta de sí mismo al grito de "soy legión" y acaba incluso, con la vida de Syd Barrett (aparentemente). Resaltemos también el momento en el que todos los personajes cantan el tema (What's So Funny 'Bout) Peace, Love and Understanding de Nick Lowe, en una secuencia robada de Magnolia (1999) de Paul Thomas Anderson. 

Hay que mencionar también el sorprendente paréntesis del sexto episodio, que ocurre dentro de una maceta -en serio- en la que reencontramos a Oliver (Jemaine Clement) y Melanie Bird (Jean Smart), encargados de cuidar a una Syd Barrett convertida en bebé, en un relato que emula los cuentos de hadas, entre Caperucita Roja y Los tres cerditos, con el Lobo (Jason Mantzoukas) como metáfora de la pérdida de la inocencia. Luego, la historia adquiere un carácter urbano y dickensiano, y por último, el conflicto se decide con una batalla de rap que aprovecha el talento para la comedia de Clement y acaba funcionando por ello. En un apunte poético, Syd expresa que ha vivido una segunda vida, entera, en 20 minutos. Fantástico.

Todo esto nos lleva al final de la temporada y de la serie, en dos episodios sobre viajes temporales, repletos de acción y juegos visuales, sobre todo cuando la historia se traslada al plano astral. Hay un nuevo homenaje a Pink Floyd cuando David canta la muy pertinente Mother, que evidencia que más que una lucha entre buenos y malos, Legión es un conflicto interior, psicológico, expresado de la forma visual más original y estimulante que hayamos visto en televisión. Voy a echar de menos esta serie.

I LOST MY BODY -POESÍA ANIMADA


En I Lost My Body una mano amputada busca incesantemente. Su deambular por la ciudad, moviéndose fuera de la vista de las personas, detrás de cubos de basura, bajo los coches, alcantarillas y túneles de metro, permite ángulos de cámara imposibles y que la narración tenga un punto de vista insólito, en un ejercicio de animación soberbio, tan dinámico en lo visual, como poético en sus ideas. Porque la mano, intuimos, pertenece a Naoufel (Hakim Faris) un joven cuya vida vamos conociendo a través de los flashbacks que evoca el miembro desprovisto de su cuerpo. Naoufel es un joven que ha tenido mala suerte en todo, que busca un sentido para su vida -como la mano busca su cuerpo- y que parece no valer para ningún oficio. Justamente, Naoufel encontrará su vocación trabajando, cómo no, con sus manos. Pero ni por esas le abandonará su mala fortuna. El otro elemento importante en este primer largometraje como director del animador francés, Jérémy Clapin, es el sonido. Naoufel se relaciona con el mundo a través de los sonidos y la música -sus manos infantiles aprenderán a tocar el piano- ya que de niño se dedica a grabar todo a su alrededor. Estos sonidos registrados le permitirán revivir el momento más trágico de su vida. Pero también, a través de la voz que viaja gracias a un telefonillo conocerá a un personaje que le cambiará, Gabrielle -a la que vemos casi siempre con auriculares-. La secuencia en la que ella reconstruye el destino de Naoufel, a través de los sonidos que ha grabado, es memorable. Si antes he dicho que la mano sin cuerpo se pasea por los bajos de la ciudad, por el subsuelo, el camino de Naoufel es ascendente, hacia la azotea de los edificios, y de hecho la mano no se acercará a su cuerpo hasta que se produce un mágico viaje por los aires. I Lost My Body tiene un fantástico look de animación tradicional -en realidad está hecha en 3D- que le ha valido el premio de la Semana de la Crítica en Cannes, la nominación a los premios del Cine Europeo, el galardón a la mejor música en Sitges, y la nominación al Oscar.

EMA -INCENDIARIAS


Dos películas conviven en la sorprendente Ema de Pablo Larraín -El club (2015), Jackie (2016)-. La primera está fuera de campo, se mantiene en el misterio y es un melodrama sobre dos padres que pierden la custodia de su hijo. La segunda, la que vemos, es la repercusión emocional de esa historia no contada, de ese drama sobreentendido. Larraín abandona el desarrollo dramático para explorar sentimientos, sobre todo de culpa, presentándonos a unos personajes crueles -a una sociedad cruel- que en poéticos diálogos de frases lapidarias hacen acusaciones terribles, enjuician a los otros sin piedad. Aceptamos la estrategia de Larraín porque cada plano de su película es tan raro como bello, por la fotografía de intensos colores apagados de Sergio Armstrong, la música de Nicolas Jaar y las hipnóticas coreografías de Jose Luis Vidal. Larraín mezcla danza, música y sexo, en un crescendo de ideas literalmente incendiarias, cada vez más abstractas, hasta que los personajes -la sociedad- parecen volverse locos: esa compañía femenina de baile que parecen brujas o vampiresas, además de una abogada y un bombero (claro) que acaban enredados en la tela de araña que teje Ema, un personaje extremo, poderoso, peligroso, memorable, interpretado por la magnética Mariana Di Girolamo, contra la que no puede hacer nada un macho despistado, el coreógrafo al que da vida un habitual del cine de Larraín, Gael García Bernal. El discurso de este contra el reguetón es fantástico y tan verdadero como la defensa que hace enseguida otra bailarina (Giannina Fruttero), elevándolo a la categoría de lo contracultural precisamente por ser, simplemente, sexo convertido en ritmo. El giro final de la película, que nos devuelve a la historia no contada, convierte Ema en un ejercicio crítico que desmantela desde la ficción la base de la sociedad, la familia tradicional.

BUÑUEL EN EL LABERINTO DE LAS TORTUGAS -SURREALISMO ANIMADO



En 1933 Luis Buñuel rodó Las Hurdes, probablemente el único documental surrealista de la historia del cine. En esta obra, el autor aragonés de El ángel exterminador (1962) volcaba sus preocupaciones personales -la muerte, su anticlericalismo- con una clara intención de denuncia social (y política, claro). El cómic Buñuel en el laberinto de las tortugas de Fermín Solís -no dejéis de leerlo- se imaginaba el making of de Las Hurdes en un estupendo estudio sobre el director, sobre la época de aquel rodaje en España, justo antes de la Guerra Civil, y como homenaje al imaginario de Buñuel y a su poderosa y contradictoria personalidad. Mucho de lo bueno de esa novela gráfica lo encontramos en la adaptación animada llevada a cabo por Salvador Simó, que, alejándose de la obra original en las acciones concretas, y creando nuevas escenas más cinematográficas, se mantiene fiel al espíritu y las intenciones de Solís. Nominada a 4 premios Goya, Buñuel en el laberinto de las tortugas indaga en los conflictos psicológicos del autor, en su problemática relación con su padre, en su vínculo emocional con su madre, en la presencia de la religión católica como parte de su educación y de su configuración como persona, pero también en su mencionado anticlericalismo. La película presenta a Buñuel como un rebelde, que lleva su postura hasta el extremo de volverse contra sus propios amigos y contra él mismo. En este sentido es importante destacar la figura de Ramón Acís (Fernando Ramos), personaje que aquí sirve como contrapunto del director, idealista defensor de la justicia y la libertad, en una lucha que enseguida iba a fracasar en el conflicto armadde 1936. No se puede ocultar que la película va justa en cuanto a la animación -nada que ver con Pixar, Disney, el anime japonés o incluso Klaus- pero es en las ideas, en los diálogos, en las intenciones, que este film brilla por encima de sus limitaciones técnicas. El escenario surrealista, fantasmagórico, de las Hurdes, potencia los conflictos dramáticos y si no se esconde que Buñuel falseó las imágenes y fue tremendamente cruel con los animales, tampoco se ignora que aquella gente vivía en una condiciones penosas, similares a las de la Edad Media. El desenlace, con la Guerra Civil en ciernes, no podía ser optimista.

EL HOYO -LOS DE ARRIBA, LOS DE ABAJO Y LOS QUE CAEN


El hoyo es hacer una película a partir de la frase “la mierda siempre cae hacia abajo”. La ópera prima de Galder Gaztelu-Urrutia es cine de género inteligente, algo que me parece necesario en España. Una estupenda obra que es muy entretenida y consigue al mismo tiempo plantear una reflexión muy clara -no hay subtexto ninguno- sobre temas sociales como la desigualdad, el reparto -injusto- de la riqueza, el rencor social y a un nivel más profundo, ilustrar las miserias de la gente, la falta de solidaridad, el egoísmo, la mezquindad hasta su extremo más brutal. Una visión muy pesimista del ser humano. El hoyo es una película sobre poderosos y oprimidos, en la que no se retrata el poder, ya que los papeles se van intercambiando gracias al ingenioso mecanismo del “hoyo” en el que se encuentra metido nuestro protagonista, Goreng (Iván Massagué) un idealista que ha decidido leer Don Quijote de La Mancha -en un diáfano detalle descriptivo sobre el personaje- y dejar de fumar. Con una idea argumental mínima, a la que se le saca todo el provecho posible -casi tanto como a la comida que lleva la plataforma- El hoyo mezcla ciencia ficción distópica, terror, survival y apuntes gore, en el descenso a los infiernos de los personajes. Ayudan unos efectos especiales sencillos pero eficientes y sobre todo unas buenas interpretaciones, especialmente de Zorion Eguileor. Obvio. Mencionemos también la estupenda música de Aránzazu Calleja, utilizada eficazmente en varios momentos narrativos. Con voluntad de película de culto, esperemos que las nominaciones a los Goya (3) le permitan un regreso a las salas de cine o una mayor difusión, casi garantizada tras ser adquirida por Netflix.

JOJO RABBIT -MIEDO Y MENTIRAS


Vivir da miedo. Por un montón de razones. Para no tenerlo hemos inventado las leyes, la policía -que también da miedo-, la religión, las ideologías, el odio y hasta el amor. Construcciones mentales que fabrican un mundo ilusorio en el que nos sentimos un poco más seguros. La Alemania nazi debió dar mucho miedo, y eso debió pensar Taika Waititi -director y guionista- cuando leyó la novela Caging Skies de Christine Leunens. La gran idea de la novela, y de la película, es que debió dar tanto miedo estar en el bando de los nazis, en 1945, como ser judío. Una idea atrevida y radicalmente humanista que le da una fuerza tremenda a esta cinta nominada a 6 premios Oscar. Que todos tenemos miedo es prácticamente la única idea que sostiene toda la historia de Jojo Rabbit, estructurada en sketches de comedia insólita, de humor absurdo y muy negro, que podemos definir como un afortunado cruce entre la tierna Moonrise Kingdom (2012) de Wes Anderson -de cuya estética se apropia Waititi- y la irritante La vida es bella (1997) de Roberto Benigni. Aquí el director neozelandés se lo juega todo a que sus personajes sean adorables y lo consigue. Waititi ha construido su breve filmografía con niños como personajes principales -Boy (2010), A la caza de los ñumanos (2016)- o adultos de comportamiento infantil -Lo que hacemos en las sombras (2014) o Thor: Ragnarok (2017)-. Aquí el protagonista, Jojo (Roman Griffin Davis), es inocencia pura, y aunque estemos ante una adaptación de material ajeno, el niño tiene rasgos similares al Jarrod (Jemaine Clement) de la ópera prima de Waititi, Eagle vs Shark (2007): ambos son inadaptados que se autoengañan y se marcan metas absurdas, mientras la gente que los rodea los ve como realmente son. Alrededor de Jojo, destaca sobre todo su madre, Rosie, una estupenda Scarlett Johansson, nominada al Oscar -¡Dos en un año!- que borda el personaje más importante de la historia en unas pocas escenas. Mencionemos también a los divertidos nazis a los que dan vida Sam Rockwell, Alfie Allen, Rebel Wilson, y Stephen Merchant, que resultan simpáticos en su torpeza; y cómo olvidar al entrañable Yorki (Archie Yates). Por último, hay que hablar del propio Waititi como Adolf Hitler, el amigo imaginario de Jojo, que le ayuda, cómo no, a no tener miedo. Todos los personajes de Jojo Rabbit viven su propia mentira, erigida como muro de contención ante la insoportable realidad: soy un nazi, te odio, soy un monstruo, mi hijo no es un monstruo, no soy gay, no quiero perderte. Divertida, emocionante y triste, Jojo Rabbit tiene la inusual capacidad de encontrar el optimismo en el momento histórico en el que la humanidad mostró su peor caraUna película que comienza con los Beatles y acaba con David Bowie, aunque canten en alemán, no puede estar mal.

LA INOCENCIA -INCOMUNICACIÓN


La inocencia cumple con los elementos recurrentes del coming of age: una adolescente, Lis -la nominada al Goya, Carmen Arrufat- se enfrenta al difícil tránsito hacia la vida adulta. Esta historia, mil veces contada, no tendría demasiado interés por sí misma: hemos visto ya a adolescentes fumando, emborrachándose, drogándose, manteniendo relaciones sexuales -quizás- prematuramente o ejerciendo la violencia en las típicas peleas. Sí, La inocencia tiene todo el catálogo. Pero no es otra película sobre la problemática adolescente por dos motivos, para mí, importantes. El primero, hacer del escenario un lugar concreto, un pequeño pueblo de Valencia, Traiguera, donde nació la directora debutante, Lucía Alemany -que estaría nominada a mejor dirección novel si no fuera porque este año dicha candidatura estaba especialmente reñida-. Esta particularidad aporta el retrato costumbrista de los modos del pueblo -de las fiestas, por ejemplo, en cuyas imágenes Alemany demuestra buen ojo documentalista- y del contexto cultural de los protagonistas, haciendo que sus peripecias sean únicas, aunque sus problemáticas sean universales. El otro elemento interesante de esta estupenda ópera prima es cómo aborda el tema de la educación, o más bien, el de la comunicación. Afinemos todavía más: el de la incomunicación. Lis busca aprender a vivir, pero es incapaz de establecer un diálogo con sus padres -los siempre estupendos Sergi López y Laia Marrull- que responden habitualmente de forma punitiva a las quejas de Lis; ni con sus amistades -la insidiosa Rocío (Laura Fernández)-; ni con su inadecuada pareja -Néstor, un convincente Joel Bosqued-. Ante la incomprensión, Lis busca modelos para ganar experiencia, desde su mencionado novio 'camello' a una curandera new age -(Sonia Almarcha)- y haciendo evidente que, aunque copie los vicios de los adultos, sigue siendo una niña -elocuente el momento en el que juegan a echarse agua como crías antes de entrar en la discoteca de “mayores”-. Lis mantiene un pensamiento infantil, capaz de buscar soluciones mágicas a los problemas que conllevan sus decisiones, mientras sueña con un futuro representado en la carpa de un circo.

EL FARO -LOS ABISMOS DE LA LOCURA


Tras debutar con la interesante La bruja, Robert Eggers firma El faro, película que supone un arriesgado salto sin red en su corta carrera cinematográfica. Se trata de un film minimalista, pero excesivo, que cuenta con solo dos personajes principales, encarnados por Willem Dafoe -estupendos sus monólogos- y Robert Pattison, en un auténtico duelo interpretativo que lleva a los dos actores hasta el límite. Y más allá. Sus personajes se enfrentan en lo que parece un comentario sobre las relaciones de poder, la lucha de clases, la explotación del hombre por el hombre. Quizás precisamente por eso, ambos acaban difuminándose, fundiéndose, confundiéndose entre ellos. Para no engañar a nadie, Eggers va desactivando poco a poco cualquier expectativa que podamos tener sobre el argumento, en una suerte de test de resistencia para el espectador, que espera inútilmente ese supuesto relevo para encargarse del faro, como si fuera Godot. Hay que decir, sin embargo, que la estructura del relato y las intenciones parecen calcadas a las de La bruja, cambiando la exploración de lo femenino por una indagación en los demonios masculinos. Además, aquí no hay coartadas, es una historia despojada de excusas argumentales y de asideros para el espectador. Comparten ambas cintas un escenario aislado para sus protagonistas, y una visión de la vida que implica trabajo duro y sufrimiento sin esperanza, además de una cuestionable creencia en un poder superior. Si en La bruja percibíamos una desconocida amenaza sobrenatural, satánica, aquí también aparece otro mundo oculto, terrorífico, pero quizás de origen psicológico. La locura. Así nos lleva Eggers, para luego dejarnos abandonados en un desenlace críptico que parece una referencia a mitos griegos como Ícaro y Prometeo, referencias que se suman a Poseidón, a las sirenas, a Lovecraft, a las historias de marinos de Melville. Con un extraño sentido del humor -¡Cuantos pedos!- Eggers propone una estética de cine primitivo, en blanco y negro y formato cuadrado, con una maravillosa fotografía expresionista de Jarin Blaschke -nominada al Oscar-. Mencionemos también la banda sonora incómoda de Mark Korven. El faro es una película exigente, a la que hay que acercarse con mente abierta para aceptar la propuesta de un director que arriesga y que evita complacer a su público.

DRÁCULA -MITO Y REALIDAD



Tras completar la renovación de la longeva serie Doctor Who de la mano de Matt Smith, y llevar a la actualidad al detective de Arthur Conan Doyle en la estupenda Sherlock, Steven Moffat y Mark Gatiss se atreven nada menos que con el Drácula de Bram Stoker. El prestigio de los show runners hacía esperar grandes cosas de esta miniserie, de calidad asegurada al estar detrás la BBC, que coproduce para Netflix. Pero cuidado, porque la historia del famoso vampiro ha sido llevada tantas veces al cine y a la televisión -por no mencionar cómics como el fantástico La Tumba de Drácula de Marv Wolfman y Gene Colan- que cabe preguntarse si se puede aportar algo nuevo a la historia del famoso no-muerto. El cine ha dado un Drácula a cada generación: el de Bela Lugosi abrió el camino a los monstruos de la Universal; el de Christopher Lee para la Hammer -sin olvidar al doctor Van Helsing de Peter Cushing-; la aproximación romántica de Francis Ford Coppola convirtiendo a Gary Oldman en el conde, por citar solo las versiones más conocidas por el gran público. Moffat y Gattis podrían haber hecho muchas cosas con su adaptación, pero en el primer episodio de la serie, de 89 minutos de duración, titulado The Rules of the Beast, deciden optar por la versión canónica del relato de Bram Stoker, situando la historia a finales del siglo XIX y comenzando por el relato de la llegada de Jonathan Harker (John Heffernan) al castillo del conde. Ojo, que a partir de aquí, hay spoilers. Digamos primero que, Moffat y Gatiss se muestran humildes reconociendo las adaptaciones precedentes. Así, creo que escuchar a Bela Lugosi en el acento del conde cuando aparece por primera vez, envejecido además, como en la encarnación de Gary Oldman. Pero sobre todo he creído ver a Christopher Lee en las etapas transitorias que van rejuveneciendo al aristócrata hasta adquirir los rasgos de Claes Bang, que está magnífico. 

En el primer episodio veo la influencia de la serie de films sobre el vampiro que llevó a cabo Hammer Films entre los años 50 y 70: el ataque de los murciélagos al convento recuerda con fuerza a El beso del vampiro (Don Sharp, 1963). Es precisamente en este escenario donde Moffat y Gatiss imprimen su personalidad, con una creación como la hermana Ágatha (Dolly Wells), maravilloso personaje que parece ser una monja sin fe. Como una detective, la religiosa va extrayendo el relato de lo ocurrido a Harker, que aquí aparece como una fusión del prometido de Mina (Morfydd Clark) y el sicario del conde, Renfield -papel que se reserva luego, el propio Gatiss-. Pero hay más innovaciones: la primera provocación del guión es una pregunta de Ágatha, que da buena cuenta de la metáfora sobre el sexo -en oposición a la muerte- que siempre ha sido el vampirismo, y que, cuando el conde muerde a otro hombre, nos hace pensar en un encuentro homosexual. No creo que sea casualidad el aspecto de Harker, similar al de un enfermo de SIDA en los peores años de la enfermedad -aunque también recuerda Harker al Nosferatu de Murnau (1921)-. La hermana Ágatha sirve para que Moffat y Gatiss se hagan dueños del relato de Stoker, aportando sus intereses como autores: el placer de narrar historias, el interés por establecer un misterio que se irá resolviendo a través de la trama -¿Por qué Drácula teme los crucifijos?- y que se convertirá en el principal tema de la ficción; y sorprender al espectador con giros narrativos, en este caso, la verdadera identidad de dos personajes importantes. Con estos elementos, cuando llegamos al final de la primera entrega, se comienzan a revelar las cartas con las que jugarán los autores. Claes Bang muestra cierto sentido del humor, una socarronería que le emparenta con otros héroes, como el doctor -de Doctor Who- o el propio Sherlock Holmes de Benedict Cumberbatch. Y aunque el tono de la serie tiende a lo terrorífico -el encuentro de Harker en las catacumbas del castillo con los sirvientes de Drácula, auténticos muertos vivientes- también hay lugar para el apunte divertido -el bebé vampirizado-, el guiño grindhouse -el ejército de monjas armadas con estacas-, y hasta para el exceso gore -la transformación de lobo en hombre-. El cliffhanger que cierra el capítulo hace imposible no ver el siguiente episodio.

Por supuesto, Moffat y Gatiss, en el segundo episodio, lo ponen todo patas arriba y nos descolocan completamente. El relato se divide en dos niveles narrativos -recurso habitual en la pareja de guionistas-. Primero, asistimos a lo que parece la ampliación del viaje de Drácula a Londres a bordo del Demeter. Se expande lo que era un breve pasaje evocador y terrorífico, en el que el monstruo era transportado en su ataúd en un barco de mercancías, devorando uno a uno a los miembros de la tripulación, hasta que el navío arribaba vacío a puerto. Aquí, Drácula se convierte en un pasajero que debe compartir viaje con un variopinto grupo que parece salido de una novela de Ágatha Christie, solo que aquí sabemos perfectamente quién es el asesino desde el primer momento. Hay un misterio, sin embargo, sobre el ocupante de un enigmático camarote, que está relacionado con el segundo nivel del relato, en el que, no sabemos cómo, Drácula habla con la hermana Ágatha -sigo manteniendo su apellido en secreto-. El segundo capítulo reincide en la homosexualidad del conde transilvano, y desarrolla una de las ideas más interesantes, creo que original de esta serie, la capacidad del vampiro de asimilar no solo la sangre de sus víctimas, sino sus conocimientos y talentos -como los idiomas-. El argumento juega también con su sed de sangre, incontrolable, equiparándolo a un animal salvaje. Sobre todo hay que destacar la atmósfera que se consigue en la siniestra aventura de ese barco abandonado en mitad del océano, con Drácula funcionando como el alien en la Nostromo. Estupendo el tenso momento en el que los protagonistas crean un círculo de protección para mantener alejado al vampiro. Los últimos minutos del capítulo están llenos de sorpresas y nos llevan a otro cliffhanger que vuelve a cambiar las reglas del juego.

El tercer episodio está dedicado a la llegada de Drácula a Londres y al asedio de una novia 'perfecta', tal como ocurre en la novela. La variación, más que justificada tras lo que han hecho Moffat y Gatiss con Sherlock Holmes, es llevar la peripecia del Conde a la actualidad. Esto genera una serie de ideas más que interesantes, sobre todo el análisis social que hace el conde sobre las clases en el siglo XXI -cree que por la cantidad de cosas que tenemos, y las comodidades, todos somos 'ricos'-. Sobre Drácula en el presente hay un claro precedente en otra cinta de Hammer, Drácula AD 1972 (1972), con la que comparte el retrato juvenil discotequero -y recordemos que los hechos narrados en la novela original, o incluso en la película de 1931, ocurrían también en la actualidad del momento-. Otra variación es que Mina es sustituida por Lucy (Lydia West) -mucho menos recatada que Mina y que da más juego- y Jonathan Harker por Jack (Matthew Beard). En este tercer capítulo, Moffat y Gatiss arriesgan más que nunca, proponiendo ideas estimulantes, como esa fundación Harker dedicada durante siglos a combatir al conde transilvano -muy aprovechable si la serie hubiese continuado- además de explorar conceptos de ciencia ficción: ya hemos dicho que, al absorber la sangre de sus víctimas, Drácula adquiere su ADN y sus conocimientos, pero esto va más allá y permite que la difunta Ágatha dialogue con su descendiente, Zoe. El episodio contiene algunos de los momentos más terroríficos de la serie -el niño vampiro que sale de debajo de la cama de Lucy- y apuntes tan originales como la descripción del proceso de vampirización de Lucy, francamente interesante. El desenlace, además de homenajear el final del Drácula (1958) de Terence Fisher, que enfrentaba a Peter Cushing y Christopher Lee, resuelve el misterio sobre las mitológicas debilidades del vampiro -la luz, la cruz- y establece una sorprendente coartada psicológica que merecería un desarrollo ulterior. 

1917 -SENDEROS DE GUERRA


La experiencia de la guerra es lo que busca transmitir Sam Mendes en 1917, en un film sobresaliente que parece haber nacido del famoso travelling en las trincheras de los Senderos de Gloria (1957) de Stanley Kubrick. Ganadora del Globo de Oro a la mejor película dramática, la cinta se lo juega todo en la estrategia de Mendes para conseguir la inmersión del espectador en el conflicto bélico: contar la historia -inspirada en los relatos que le hizo su abuelo, veterano de guerra- en un único plano secuencia. El recurso es narrativo -como en Birdman (2014) o El hijo de Saúl (2015)- antes que un mero afán por la proeza técnica que significaba componer una secuencia sin utilizar el montaje -como sí es La soga (1948) de Alfred Hitchcock-. En 1917, el uso del plano secuencia permite que la cámara esté pegada a los protagonistas, Blake (Dean-Charles Chapman) y Schofield (George MacKay), embarcados en una misión vital militarmente, personal para uno de ellos, y suicida. Precisamente, el plano secuencia imprime urgencia al relato, inmediatez y verismo, sobre todo en la primera parte de la película. Mendes se ve obligado a componer sus planos moviendo la cámara, claro, pero también a sus personajes, en una compleja coreografía, tras prescindir del corte, que obviamente existe, pero que está camuflado digitalmente de forma asombrosa. La mayor proeza técnica -pero también artística- del film es resolver el que la trama esté obligada a seguir adelante continuamente, sin respiro. Aunque quizás, por esto mismo, la verosimilitud del relato se ve comprometida, debido a la continua ‘aparición’ de enemigos, aliados, y obstáculos, como los varios accidentes del terreno. 1917 toma prestada la narrativa de los videojuegos, del first-person shooter, que suele ser, por cierto, de género bélico -la saga Call of Duty, sin ir más lejos-. En el film, poco a poco, la historia pierde concreción y se va volviendo abstracta y metafórica. Va de Salvar al soldado Ryan (1998) a Apocalypse Now (1979), desde el doloroso momento en el que Schofield se hiere la mano con una cerca alambrada, hasta entrar en el terreno de lo infernal, creando atmósferas de pesadilla con la ayuda del maestro fotógrafo Roger Deakins. La música de Thomas Newman imprime tensión y aliento épico a un film bélico en el que casi no se ve al enemigo, que se mueve como sombras amenazantes y en el que la única batalla es la que los protagonistas intentan evitar, enfrentándose a sus propios compañeros combatientes. Mendes busca la experiencia emocional antes que intelectual, en la línea de Dunkerque (2017), consigue secuencias memorables -Schofield corriendo entre explosiones y disparos-, busca momentos poéticos -cuando Schofield recoge la leche de una vaca, los pétalos del cerezo que traen a la memoria a un compañero caído- y en un final decididamente anti-climático y arriesgado, consigue emocionar con algo tan sencillo, como la interpretación de sus actores.

VIDA PERFECTA -BUENAS INTENCIONES


En Vida perfecta tres mujeres muy diferentes se rebelan contra los modelos que impone la sociedad sobre cómo deben comportarse. María -Leticia Dolera, creadora de la serie, que además escribe y dirige- es la más conservadora o 'cuadriculada', una joven en su treintena que se enfrenta a la madurez: debe decidir si quiere casarse -firmar una hipoteca- y tener hijos para formar una familia, en su modelo tradicional; Cristina (Celia Freijeiroestá algunos años por delante de María y es una madre perfecta, casada y de carrera exitosa, pero agobiada por las responsabilidades; por último, Esther (Aixa Villagrán) es una artista plástica, lesbiana, que sufre por la cultura del éxito. Con estas ideas Dolera y su coguionista, Manuel Burque, proponen 8 episodios en los que a estas chicas les pasa un poco de todo. El guión presenta ideas interesantes, pero también situaciones manidas. Empecemos por lo bueno. El conflicto principal -ojo spoiler- es que María se queda embarazada de un chico con una discapacidad psíquica, Gari -interpretado por un Enric Auquer que es lo mejor de la serie-. Esta idea es lo más original de esta ficción, y creo que lo que valía la pena desarrollar. Esta trama contiene los mejores momentos: los prejuicios y la ignorancia sobre la discapacidad, tratados con sano sentido del humor, a los que se añaden las dudas de María, que experimenta grandes dificultades para aceptar su situación y sufre sentimientos de culpa porque ha sido educada, socializada, para desear esa familia 'ideal' formada estrictamente por un padre, una madre -que son pareja- e hijos. El clímax de la temporada es precisamente una escena entre María y Gari, la más emocionante, en la que vemos las mejores interpretaciones de ambos.

Además de esta trama principal, el guión nos habla también de la propia María, en su búsqueda personal y de sus dos amigas. La primera sufre la crisis de los 30 y ejerce su sexualidad libremente, buscando parejas varias; Cristina busca también aventuras sexuales fuera del matrimonio; y Esther se embarca en una regresión adolescente de sexo, drogas,  y una novia universitaria para escapar de las exigencias de la madurez. Como ya he dicho, creo que esto está contado a partir de situaciones algmanidas: María se droga para liberarse (y la lía); Esther haciéndose selfis para su nueva cuenta de Instagram; Cristina fuma a escondidas como forma de ‘rebelión’; María y Cristina asisten a una fiesta de exalumnos del instituto; luego las vemocantando Sobreviviré de Mónica Naranjo; y encima también las tres amigas en un karaoke; sumemos a todos estos clichés unas escenas de sexo planteadas como momentos eróticos, cuando requerían, quizás, un tratamiento naturalista o humorístico, más mundano, más atrevido. Creo que el principal problema de la serie es que, a pesar de sus buenas intenciones, evita el conflicto y no se esfuerza en el desarrollo dramático. Una pena porque tiene elementos valiosos que en mi opinión se podrían haber explotado más: la vis cómica de Leticia Dolera -me encanta su gestualidad y su capacidad para el humor escatológico-; el potencial del personaje de Esther y la actriz Aixa Villagrán, desperdiciada en una trama sin desarrollo; y como ya he dicho, la relación entre María y Gari pide más espacio: Auquer roba escenas cada vez que aparece, en la que para mí es una de las interpretaciones del año.

EL OFICIAL Y EL ESPÍA -FAKE NEWS


Ganadora del León de Plata en el Festival de Venecia al mejor director y nominada a 4 premios del cine europeo, El oficial y el espía es una buena muestra del estado de forma de un director como Roman Polanski, que a sus 86 años, tras una de las más grandes carreras cinematográficas, se confirma como un tesoro vivo del cine mundial. Un veterano de vuelta de todo -del cine polaco, del de  Hollywood, del escándalo, de la coproducción europea y del cine francés- que nos regala pura sabiduría cinematográfica. Las mejores películas de Polanski se tambalean sobre la duda de si lo que ocurre existe solo en la cabeza de su protagonista, en este caso, el coronel Georges Picquart, un estupendo Jean Dujardin como héroe idealista, cuya fe en el sistema se va resquebrajando hasta volverle paranoico, enfrentado a una conspiración que pone en tela de juicio instituciones centenarias -el ejército- en un ambiente de odio popular en Francia. La mentira fabricada que intenta derribar Picquart para salvar a un falso culpable, como las fake news, se basa en rumores y falsedades que incluso tras ser puestas en evidencia, siguen siendo apoyadas por el poder -militar, judicial y ejecutivo- y sobre todo creídas con pasión por una masa enfurecida por el antisemitismo. En el cine de Polanski siempre se pueden rastrear los ecos de su vida -el horror del nazismo, su infancia en un campo de concentración, el asesinato de Sharon Tate- y aquí cabe preguntarse, quizás incómodamente, hasta qué punto el director de Chinatown (1974) se siente identificado con la vida arruinada por las acusaciones, el desprestigio y el exilio que sufre Alfred Dreyfus -irreconocible Louis Garrel-. Poco importa, creo, porque Polanski entrega en el primer tramo de la película, un film de espías en el París de finales del siglo XIX -el de Manet- narrado con una claridad pasmosa -si te pierdes, es por tu culpa- que gana enteros cuando entra en juego la ética y la moral, que luego pasa a ser un film judicial emocionante y consigue una tensión tremenda en su tramo final hasta un desenlace tan sencillo como lleno de humanidad. El oficial y el espía es cine exigente, pero valioso. Polanski nos cuenta una historia real, recogida por Émile Zola en su alegato Yo acuso -frase recuperada por Abel Gance en su película de 1919- que habla de los abusos del poder y de una sociedad dividida, que la hacen más que pertinente en los tiempos que corren.

RICHARD JEWELL -EL GRAN HÉROE AMERICANO



Lo que más admiro de Clint Eastwood es su simplicidad. Sus películas parece que se hubieran hecho solas. La cámara desaparece y adopta una postura -creo yo- bastante neutral, que nos obliga a leer en las imágenes. Porque, por lo general, no va a darnos más pistas de las necesarias. Con esta sobriedad, a sus 89 años, Eastwood, en esta etapa de su carrera -no me he atrevido a escribir ‘última’ porque este señor igual se reinventa a los 100 años- prefiere historias basadas en hechos reales. Es el caso de Richard Jewell, sobre los hechos protagonizados por el personaje del mismo nombre, que pasó de héroe a villano al convertirse en el principal sospechoso de haber colocado la bomba que él mismo descubrió. Maravillosamente contada, con un ritmo perfecto, que no mete prisa pero tampoco tiene pausas, estamos ante una nueva demostración de dominio narrativo por parte del autor de Sin perdón (1992). Véase la secuencia del concierto enmarcado en los Juegos Olímpicos de Atlanta: el director consigue crear tensión sin trucos ni efectos, simplemente colocando la cámara en el lugar justo y haciendo un uso ejemplar del montaje. En la misma línea, Eastwood confía en sus actores, todos sólidos, sobrios, económicos en gestos -Paul Walter Hauser, Sam Rockwell, Jon Hamm, Olivia Wilde, Kathy Bates, que fue nominada a un Globo de Oro-. Con ellos nos mete en la historia, nos engancha, nos pone de lado del protagonista (aunque  también nos hace dudar) y nos emociona cuando toca -son esos los únicos momentos en los que aparece la música compuesta por Arturo Sandoval-. El que fue Harry el sucio (1971), carga contra el FBI, carga duramente contra la prensa, pero sobre todo carga contra una sociedad necesitada de héroes, que, sin embargo es incapaz de confiar en ellos, una postura idéntica a la que mostró el director en la estupenda Sully (2016). Eastwood se pone de lado del hombre común, del profesional, del tipo que sigue las reglas sin ser un genio, y lo hace con una mirada humanista que perdona los defectos ¿Quién no los tiene? Y sobre todo, Eastwood nos mira a nosotros, a los que sin duda habríamos creído culpable a Richard Jewell.

EUPHORIA -GENERACIÓN SALVAJE


Euphoria se puede definir como una pesadilla para padres. Adolescentes fumando y bebiendo como si no hubiera mañana, un niño vendiendo drogas para pagar la hipoteca, una protagonista adolescente, que no es que se drogue, es que la vemos saliendo de rehabilitación -y recayendo- en los primeros minutos de la serie. Hay más: su mejor amiga mantiene encuentros sexuales con desconocidos, exponiéndose ante nuestra incómoda mirada a lo que prácticamente es una agresión sexual con un hombre maduro. Terrorífico. Euphoria es una terapia de choque para los tabúes del espectador: vemos pechos y penes juveniles -en el segundo capítulo hay una escena en la que aparecen una veintena de genitales masculinos-. A pesar de todo esto, creo que no estamos ante una simple provocación inocua. Los adolescentes de la serie son (post)millennials adictos al móvil, al sexo, a las drogas y al alcohol, y compiten por ser los más 'transgresores'; pero estas actitudes reflejan una angustiosa desorientación existencial. Lo que quiero decir es que estas provocaciones nacen de los personajes, en un desarrollo dramático que no es gratuito. El piloto de Euphoria no será confundido nunca con una serie teen, además, por la factura visual que imprime alguien como Sam Levinson, creador de la serie, encargado de dirigir el primer episodio -y cuatro entregas más- con experiencia en la temática -no dejéis de ver Nación salvaje (2019)- y con la pericia para convertir el formato seriado en cine -indie-, jugando con las imágenes y sobre todo con el montaje, saturando la narración de cortes, de trozos de la música que escuchan los personajes -Madonna, Beyoncé, Billie Eilish, un montón de raperos con letras explícitas y, claro, Rosalía-. Los recursos visuales que se utilizan en Euphoria la separan de otras series más enfocadas en el argumento: por ejemplo, cuando la subjetividad de la protagonista modifica ‘la realidad’: Rue se droga y camina, literalmente, por las paredes de una habitación que da vueltas. Euphoria agota las formas ingeniosas para contar lo que ocurre: secuencias de animación; guerreros vikingos haciendo de followers; los sms entre Jules y Nate, una forma de comunicación millennial que contamina la narrativa; la clase magistral de Rue sobre 'fotopollas'; los paseos fantasmales en bicicleta de Jules, hermosamente fotografiados; Rue convertida en detective, investiga el chantaje de Nate.

Rue Bennett (Zendaya) no se droga por rebeldía, ni por angustia adolescente, sino por un nihilismo autodestructivo impropio de su edad -no estamos en los 80, sentencia un personaje, como diciéndonos que estos no son los entrañables niños de Stranger Things-. Esta desesperación existencial se justifica, en Rue, con un trastorno psicológico que puede ser un eco de todos esos síndromes que parecen haber surgido en nuestra época de menores sobrediagnosticados y medicados. Uno de los mejores episodios de la temporada es el que se dedica a Rue, sumida en una profunda depresión que la coloca en una postración de la que no es capaz de escapar ni para hacer pis (estupenda la comparación entre Mad Men y los reality shows). Hundida en esta problemática, Rue justifica y defiende abiertamente el consumo de drogas, pero la serie no es inocente y admite que comprarlas te coloca a un paso del mundo criminal. Véase la escena en casa del dealer a la que llegar un peligroso camello, surgido, por cierto, del mundo de los adultos.

Alrededor de Rue, un reparto bastante coral de personajes no necesariamente secundarios que cubren el espectro de la diversidad: una chica trans, Jules (Hunter Schafer); una chica preocupada por su cuerpo, Kat (Barbie Ferreira) que tiene que lidiar con su sobrepeso, pero, cuidado, no por sufrir esta discriminación, se convierte ella en una buena persona: sigue siendo capaz de equivocarse, de ser cruel y autodestructiva. De víctima, nada. En el otro extremo está Cassie (Sydney Sweeney) que debe lidiar con su atractivo sexual y la reacción que despierta en los hombres (machistas). Todas tienen problemas de autoestima y se enfrentan a sus inseguridades de formas no demasiado recomendables -se reafirman en la promiscuidad, bebiendo alcohol o en sus redes sociales: creando un canal de videochat para pervertidos -máxima provocación la de ese señor maduro con sobrepeso que se masturba mostrándonos su pequeño pene-. También está Nate Jacobs (Jacob Elordi), reverso muy oscuro de un arquetipo del imaginario estadounidense, como el quaterback de high school, el chico guapo, el más popular, el macho alfa, novio de la animadora, aquí latina, Maddy Pérez (Alexa Demie), clara víctima de una relación tóxica de dependencia. Precisamente de Maddy podemos resaltar que su modelo a seguir es Sharon Stone en Casino (1995) y que ha visto mucho porno para 'fingir orgasmos'. Pero volviendo a Nate, es el 'villano' de la historia, un joven atormentado, muy violento, traumatizado por el pervertido secreto de su padre -Cal Jacobs (Eric Dane)-.

Euphoria no intenta escapar de los clichés, el último episodio cumple con el tópico del baile de fin de curso, porque, al fin y al cabo, es parte de la realidad de los jóvenes que retrata. También muestra unos conflictos adolescentes que pueden ser los recurrentes de cualquier serie juvenil, como un embarazo no deseado, el amor no correspondido o los triángulos amorosos; pero renueva problemáticas actualizándolas y llegando más lejos de lo habitual que las series en abierto: las nuevas formas de acoso relacionadas con las 'nuevas tecnologías', ese vídeo sexual que se difunde provocando rumores -trama compartida con Nación Salvaje- y sobre todo resulta llamativa la forma de lidiar con el problema de la chica que sufre la filtración del vídeo sexual, porque no se conforma con ser una víctima. Otros temas importantes son la violencia machista, la homofobia, tratadas de forma gráfica y descarnada. Mencionemos también el choque generacional, presentado en un tono desasosegante, encarnado en padres y profesores que viven en otro mundo: la investigación del director del instituto sobre el posible maltrato a una de sus alumnas, parece la incursión de un detective en un ambiente criminal. En el mundo de los protagonistas hay otras reglas: resulta más humillante cómo examina la policía a una víctima de maltrato, que (para ella) el maltrato en sí. Estos jóvenes con claramente incapaces de reconocer que se enfrentan a comportamientos tóxicos, porque asumen otros códigos morales. El retrato de los padres es despiadado: ausentes, alcohólicos, infieles, adictos, infelices, fracasados, pervertidos, patéticos incluso cuando se atreven a buscar su felicidad, como cuando la madre de Rue (Nika King) se toma una copa con el padre de Jules.

En el mejor episodio de la primera temporada, Shook One: Pt II, hay un impresionante plano secuencia en una feria que reúne de forma natural a todos los personajes y los enfrenta a sus conflictos e inseguridades: cuando Maddy y Cassie buscan reafirmarse en sus cuerpos multiplicados hasta el infinito en la casa de los espejos de la feria. Con una atmósfera rara, casi surrealista y una banda sonora de música mágica -del italiano Pino Donaggio- el episodio detiene el tiempo y nos hace pensar en esos días de la adolescencia que se quedan grabados en la memoria. La serie desvela en este episodio algunas de sus preocupaciones: la escena en la que Jules descubre a su amante, Cal Jacobs, y su hipócrita discurso sobre el éxito; o cómo en un giro sorprendente este padre de familia se convierte también en una víctima de las convenciones sociales, como todos los demás, y en alguien con el que podemos empatizar. Unos luminosos fuegos artificiales anticipan el clímax del argumento y un ingenioso montaje giratorio, que lleva a Rey y a Jules de un escenario a otro, cierra el capítulo.

Euphoria es una serie visualmente impactante, atrevida temáticamente, y sobre todo, nada complaciente, arriesgada al proponer temas e imágenes incómodas que piden una mirada más abierta hacia los problemas de la adolescencia, despojados de nostalgia e idealizaciones. El tránsito hacia la madurez visto como un descenso a los infiernos en el que más de uno puede llegar a perderse.