WESTWORLD: MIRADAS (2)

(2) De dioses y hombres. Recordemos que el subtítulo de Frankenstein es El moderno Prometeo. La referencia al héroe griego que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, tiene en esta serie una traducción prácticamente literal. Los principales personajes robóticos que cobran conciencia de sí mismos son Dolores (Evan Rachel Wood) y Maeve (Thandie Newton). La primera expresa directamente su deseo de "ser libre". La segunda anfitriona -así se llaman los androides del parque- habla de "robar el oro de los dioses". Se refiere a tomar el control de su programación, a conseguir el libre albedrío. WestWorld juega constantemente a equiparar a los anfitriones con la humanidad y a los seres humanos con (supuestos) dioses. Hay una imagen muy clara a este respecto: los técnicos del parque supervisan lo que hacen los autómatas en una especie de maqueta virtual, que recuerda a los dioses griegos de Furia de Titanes (1981) cuando vigilaban las acciones del héroe, Perseo (Harry Hamlin). En el mismo sentido, la serie está llena de referencias a lo divino, como la reproducción de La creación de Adán, de Miguel Ángel, que vemos en el despacho de ese mad doctor que es Robert Ford (Anthony Hopkins). Dicho fresco se convierte hacia el final de la temporada en el resumen del conflicto dramático de la serie. Mencionemos, además, que la criatura de Frankenstein se autonombró como Adán en la novela original, nombre que utiliza el personaje de Aaron Eckhart en la prescindible Yo, Frankenstein (2014). El tema de la creación también está reflejado en el arco utilizado para construir a los anfitriones, que recuerda al Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci, leitmotiv visual de la serie que aparece incluso en su cabecera y reclamos publicitarios.

WESTWORLD: MIRADAS (1)



Lo que más me enganchó de Westworld fue la gran cantidad de interpretaciones, ideas, pensamientos, referencias, miradas, que surgían de su visionado. Tantas, que me fue imposible elaborar un texto manejable (o legible). Por eso propongo una serie de textos que iré publicando poco a poco. Gracias por leer.



(1) El complejo de Frankenstein. Es imposible hablar de WestWorld sin tener en cuenta el concepto acuñado por el escritor de ciencia ficción, Isaac Asimov, para referirse al miedo a que las máquinas se rebelen contra los hombres. Este argumento está presente en todo tipo de obras, desde las propias adaptaciones de la novela de Mary Wollstonecraft Shelley, hasta la reciente Ex Machina (2015). En este esquema argumental encaja perfectamente este remake en formato serie de Almas de metal (1973), película escrita y dirigida por el novelista Michael Crichton. En ella nos presentaba un parque de atracciones en el que los usuarios pueden hacer realidad sus fantasías convirtiéndose en cowboys del salvaje oeste, caballeros medievales o nobles de la antigua Roma. Estas épocas históricas estaban recreadas utilizando robots que acababan rebelándose y convirtiéndose en asesinos. De estética superada, resulta imborrable la imagen del cowboy de negro -el pistolero interpretado por Yul Brynner- persiguiendo sin piedad a los protagonistas, que parece anticipar al T-800 (Arnold Schwarzenegger) de Terminator (1984). Como veis, el argumento es muy similar al que usaría luego el propio Crichton -cambiando robots por dinosaurios- en Parque Jurásico (1993). La serie de HBO conserva el tono incómodo, inquietante, de la película original y el terror hacia esos hombres mecánicos, que son una parodia de vida. De nuestra vida. Crichton se anticipaba así al uncanny valley: el rechazo que sentimos cuando una réplica se acerca demasiado a la recreación de un ser humano real. Lo acabamos de experimentar, por cierto, con el Peter Cushing digital de Rogue One (2016). Otro elemento de la película que pervive en la serie es la sensación de que los robots se rebelaban por los constantes abusos de los acaudalados visitantes humanos del parque, que maltratan, violan y matan a los anfitriones, a los que consideran meras máquinas a su servicio. La lectura en clave marxista parece inevitable: estaríamos ante una revolución. ¿No comandó la robótica María una rebelión de trabajadores explotados en el clásico del cine mudo Metrópolis (1927)?

VERÓNICA: EL CASO VALLECAS


Las mayores virtudes de un cineasta como Paco Plaza son su inteligencia, su originalidad y su amor por el cine de género. En la terrorífica [Rec] (2007) -firmada junto a Jaume Balagueró- mezclaba el found footage con los zombies -o infectados- adelantándose incluso al mismísimo George A. Romero, que lo haría simultáneamente con El diario de los muertos (2007). En la divertidísima [Rec3]:Génesis (2012) se atrevía con una comedia terrorífica, en la línea gamberra de Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981) incrustada en un escenario tan costumbrista como una boda española, a modo de retrato de nuestra sociedad. Con Verónica, sin embargo, creo que esa misma originalidad juega en contra de un film que no encuentra su identidad. El planteamiento no puede ser más convencional: la joven que da nombre al título (Sandra Escacena) decide jugar a la ouija durante un eclipse, lo que, obviamente, parece abrir las puertas de lo desconocido. A continuación, asistimos a una serie de fenómenos extraños, en la línea de Poltergeist (1982). Y es entonces cuando la historia se pierde en demasiadas direcciones. Verónica se enfrenta a un duro proceso de maduración, exigida por la responsabilidad de encargarse de sus tres hermanos pequeños mientras su madre (Ana Torrent) regenta un bar. Esta carga, en un momento conflictivo como la adolescencia, da lugar a un relato de terror psicológico -recordemos, por ejemplo, Repulsión (Roman Polanski, 1968)- cuyo desenlace es bastante previsible. Al mismo tiempo, Plaza se esmera en salpicar su historia con todo tipo de referencias a la época en la que se desarrolla la historia, unos años noventa representados por canciones de Héroes del silencio, anuncios de televisión del momento, partidos del Rayo Vallecano y juguetes como el Simon. Estas referencias costumbristas -y nostálgicas- acaban interfiriendo en el film, poniendo en peligro su tono terrorífico: al menos a mí me chirría que una monja ciega hable de torrijas, la elección de la canción para la sesión espiritista, o que el nombre de uno de los niños sea "Antoñito". Por otro lado, esos niños son tan naturales y entrañables que arrastran la historia hacia derroteros distintos a los de una película de terror que, lamentablemente, no produce demasiado miedo ni consigue elaborar su propia mitología (probablemente ni lo intenta). La música, utilizada de forma muy original, tampoco ayuda a crear la atmósfera necesaria para la inquietud. Lo peor es que todo esto parece empaquetado en lo que se revela como un exploit del cine de casas encantadas de James Wan -Expediente Warren: El caso Enfield (2016)-. Precisamente, los mejores momentos de esta película se deben a la soberbia puesta en escena de Paco Plaza, lleno de ideas interesantes y de imágenes evocadoras, aunque no necesariamente aterradoras. Verónica es una película única, muy original, pero poco terrorífica, cuyo giro final se ve venir y está torpemente apoyado en una ráfaga de flashbacks explicativos que dan paso a un epílogo que narra los supuestos hechos reales en los que está basada esta historia, recogidos en un informe policial. Verónica se queda a medias entre el misterio de un coleccionable de kiosco de los archivos de Jiménez del Oso -eso habría sido novedoso- y la pirotecnia del terror de Hollywood. Una última reflexión ¿No es un spoiler venderla como una película de posesiones?

LA TORRE OSCURA: STEPHEN KING PARA DUMMIES


Sorprende La Torre Oscura en un momento en el que cada estudio de Hollywood busca crear su propia franquicia mastodóntica, su propio universo de ficción a imagen de Marvel, DC o Star Wars. Sorprende porque concentra su historia en apenas 95 minutos en los que asistimos a la destilación de las ocho novelas escritas por Stephen King entre 1982 y 2012. Sin haberlas leído, aplaudo la decisión de apostar por una historia independiente, relativamente satisfactoria, en lugar de lanzar anzuelos a diestra y siniestra para engancharnos a futuras secuelas. En esta nueva aproximación, el punto de vista es Jake Chambers (Tom Taylor), un niño que podría haber sido el protagonista de una película de los años 80: sufre la ausencia de su padre, sufre acoso escolar, vive un hecho extraordinario y nadie le cree. Jake tiene "el resplandor" y sueña con otro mundo, habitado por un pistolero, Idris Elba, que se enfrenta a un mago, Matthew McConaughey -más parecido a David Copperfield que a Merlín- para evitar la destrucción de la torre del título, que mantiene el mal a raya en un universo más amplio que el que conocemos. La historia contiene elementos de western, de la leyenda del rey Arturo -el revólver del pistolero está hecho con el metal de Excálibur- de fantasía y de ciencia ficción. El guión cumple a rajatabla con los puntos de giro de todo producto de Hollywood y sigue fielmente el arco de transformación del héroe arquetípico. La lucha entre el bien y el mal -sin matices- se mezcla con conflictos paterno-filiales para dotar de una hondura emocional mínima el argumento. Todo funciona como un reloj, mecánicamente, por lo que hay que decir que se echa en falta más riesgo, más personalidad y un poco más de humor: las escenas del pistolero en Nueva York habrían dado para más; se echa de menos algún secundario con más recorrido; adivinamos que Jake podría haber vivido incluso un primer amor. A pesar de esto, estamos ante una película sencilla, directa y entretenida. Los fans del autor de Carrie (1974) probablemente pondrán el grito en el cielo, pero la película es una estupenda forma de acercase a las novelas. El mejor piropo que se le puede hacer a Stephen King es que, en una época en la que hemos visto Star Wars (1977) y El señor de los anillos (2001), sus obras siguen siendo inadaptables.

VALERIAN Y LA CIUDAD DE LOS MIL PLANETAS


Hay momentos de Valerian y la ciudad de los mil planetas que hacen soñar con la adaptación -hasta ahora imposible- del cómic francés de finales de los años sesenta. Hay sentido de la maravilla en las situaciones que se van sucediendo, en los escenarios espaciales que van cambiando asombrosamente, en las múltiples razas extraterrestres que se asoman sin cesar. La película tiene un brillo y un colorido casi cegadores, un diseño de producción espectacular y una imaginación que justifica su abultado presupuesto. Pero este film dirigido, escrito y producido por Luc Besson se estrella finalmente por unos pocos defectos fatales, algo similar a mi insatisfacción con Lucy (2014). Primero, el no haber sabido actualizar del todo la novela gráfica a los tiempos que corren. Valerian y la ciudad de los mil planetas recuerda a Star Wars (George Lucas, 1977) y a Avatar (James Cameron, 2009), films superiores a este que, paradójicamente, seguramente se inspiraron en el mismo cómic editado por Dargaud. El segundo gran defecto es el Besson guionista: sí, sabe encadenar situaciones de aventura para hacer un film dinámico, pero lamentablemente falla en dotar de interés a sus protagonistas. La tensión sexual entre Valerian (Dane Deehan) y Laureline (Cara Delevingne) es torpe, extraña y en algunos momentos resulta algo incómoda. Peor aún, en ciertos momentos parece que la pareja no es suficiente para cargar sobre sus hombros un film de esta envergadura y pide a gritos un reparto de secundarios para apoyarse: bienvenidos sean los Doghan-Dagui, seres digitales con más carisma que algunos humanos de la función. Sigamos con el guión, porque Besson se da el lujo de subirnos al carro de la historia sin demasiadas explicaciones sobre el universo que habitan sus personajes, ni nos cuenta el origen de los mismos. No nos pone en antecedentes, y eso no está mal, pero en el desenlace peca de explicativo, resolviendo el misterio de la trama -predecible por lo demás- con largos diálogos informativos que se cargan el clímax. Estructurada en set pieces de duración generosa, la película se alarga durante más de dos horas, Besson se gusta, no se contiene. Personalmente, lo peor de su propuesta es su particular sentido del humor, en mi opinión bastante simple y algo infantil. La secuencia que incluye a Rihanna y a un Ethan Hawke pasado de vueltas recuerda a los peores momentos de El quinto elemento (1997). Es este humor bufón el que estropea para mí una propuesta que tenía muchas posibilidades.

THE DEFENDERS: SUPERHÉROES DESCOMPRIMIDOS



The Defenders es la culminación de una exitosa estrategia ya ensayada por Marvel Studios en las salas de cine. Tras presentarse en solitario Iron Man, Hulk, el Capitán América y Thor, pudimos verlos a todos reunidos en la magnífica Los Vengadores (2012). Ahora Netflix, tras proponer las series individuales de Daredevil, Jessica Jones, Luke Cage y Iron Fist, congrega a todos estos en un esfuerzo común. El resultado es irregular. Durante los ocho capítulos que componen la serie veremos momentos realmente atractivos: la interacción entre los protagonistas funciona, las peleas están resueltas con ingenio, la trama cuenta con giros sorprendentes y hay una villana misteriosa mínimamente interesante. Pero también hay que decir que el ritmo narrativo es lento, que hay demasiadas escenas en las que los personajes discuten sin razón y la trama no progresa. La llamada narración descomprimida -que funcionó realmente bien en las series de Daredevil y Jessica Jones- aquí naufraga porque no hay nada realmente interesante que contar. En las ficciones mencionadas, el misterio de la identidad de los villanos -Kingpin y Kilraven- o las incógnitas sobre el pasado de los personajes mantenían el interés en historias que dosificaban la información con una efectividad tremenda. Lo que hay de bueno en The Defenders daría, en mi opinión, para cuatro capítulos: el resto parece relleno para alargar la historia. Un relleno que ni siquiera profundiza en los personajes, ni añade matices a un conflicto que se resuelve con un simple enfrentamiento físico.


El primer episodio de The Defenders nos dice poco o nada. Las ficciones de Marvel/Netflix se cocinan lentamente -Daredevil no se enfundó su traje de superhéroe hasta el último capítulo de su primera temporada- y esta no es la excepción. Las historias de los protagonistas se mantienen separadas y el argumento se limita a resituar a cada uno tras los desenlaces de sus respectivas series. Tiene sabor a reencuentro esta primera entrega en la que vemos también a varios secundarios de cada cabecera. Hay una quinta trama, la que presenta a la villana, interpretada por Sigourney Weaver. Al final, una misteriosa sacudida sísmica en Nueva York es el primer elemento dramático que pone en relación a todos los personajes, una idea muy propia de Marvel Comics. Lo sorprendente es que el segundo capítulo tampoco cruza a los personajes hasta el desenlace. Eso sí, cuando Iron Fist (Finn Jones) y Luke Cage (Mike Colter) se pegan en la mejor tradición Marvel; y cuando Matt Murdock (Charlie Cox) aparece como abogado de Jessica Jones (Krysten Ritter), sabemos que ha empezado -por fin- la diversión. Aún así, solo en el último plano del tercer episodio, veremos, por primera vez, a los cuatro defensores juntos. La trama principal de esta miniserie de 8 entregas tiene su origen en las dos temporadas de Daredevil -sobre todo la segunda- y en Iron Fist. El enemigo a vencer es la misteriosa organización criminal conocida como La Mano, con sus ninjas ahora liderados por la misteriosa Alexandra, que como antagonista sigue los pasos de Kingpin y Kilraven: su verdadera naturaleza se irá revelando poco a poco (aunque no será demasiado interesante ni original). Se desvela por fin el misterio del Cielo Negro y se completa la esperada resurrección de Elektra (Elodie Yung). El argumento del tercer episodio deja, además, una divertida confrontación entre Luke Cage y Iron Fist, que se pican por sus orígenes sociales opuestos: el primero es un afroamericano de Harlem, el segundo un millonario de raza blanca. Netflix debería plantearse una serie con estos dos, en lugar de continuar sus respectivas -y fallidas- aventuras en solitario, precisamente como ocurrió en los cómics a finales de los años 70. Por fin, en el cuarto capítulo, The Defenders hace honor a su nombre. Los cuatro héroes se reúnen en un restaurante chino, escenario anti-épico para trabar la típica alianza contra el mal, bajo la tutela de un mentor como Stick (Scott Glenn). Jessica Jones se revela como el elemento díscolo de un grupo en el que ninguno parece muy cómodo siendo un "superhéroe". La detective privada viene a ser la Hulk, la Lobezno de estos Defensores. Como en un famoso episodio de la mítica Seinfeld (1989-1998) toda la cuarta entrega ocurre en un restaurante chino. El plano final, que marca el punto medio de la serie, reúne a todos los héroes preparándose para luchar. Es la razón por la que estamos viendo esto. En el quinto capítulo, vemos por fin a los justicieros en acción. En mi opinión, mientras más se parezca esto a una de kung-fu, mejor. La primera pelea contra La Mano tiene buenos momentos, especialmente los que protagoniza Madame Gao (Wai Ching Ho). Lamentablemente la acción se ralentiza de nuevo: vemos a los protagonistas reunirse con sus allegados para intentar protegerles de una posible venganza de La Mano; presenciamos también las rencillas internas de la organización criminal; y la desconfianza en cada bando hacia los que fueron amantes, Daredevil -que por fin se pone el traje- y Elektra. La sexta entrega mantiene el ritmo narrativo pausado, aunque haya buenos momentos en ella: cuando los Defensores luchan contra Iron Fist para retenerle; la relación entre Jessica Jones y Matt Murdock; una nueva pelea contra Elektra y un giro sorprendente que evidentemente no revelaré. El penúltimo episodio se centra en los intentos de los héroes por escapar de las autoridades policiales. La mejor imagen aquí es la de los defensores viajando en metro a la batalla decisiva contra sus enemigos, un toque de humor que certifica que estos son personajes urbanos, de a pie, muy distintos a los Vengadores y sus amenazas cósmicas. Eso sin contar la patética demostración de alcoholismo desvergonzado de Jessica Jones. A continuación, más peleas contra los miembros de La Mano y el mejor cliffhanger de toda la serie, que nos lleva al capítulo final. En el desenlace, obtenemos finalmente lo que hemos estado buscando, una batalla multitudinaria entre los héroes y unos 30 soldados de La Mano -una pena que ni siquiera sean ninjas-. Un plano secuencia reúne a los cuatro protagonistas en la misma imagen, luchando al mismo tiempo: es el modesto equivalente televisivo del famoso plano secuencia que fabricó Joss Whedon en Los Vengadores (2012), en el clímax de la batalla de Nueva York contra la invasión chitauri. Este evento traumático es el 11-S del Universo Marvel Cinematográfico, y el final de The Defenders vuelve a evocar un cataclismo similar. Si en la primera temporada de Daredevil el desenlace nos dejaba ver por primera vez al héroe invidente con su traje rojo emblemático, aquí ocurre lo mismo con Elektra, que vemos enfundada en un disfraz muy similar al que le diera Frank Miller en los cómics y armada con sus característicos sais. El final de esta serie cierra tramas de Iron Fist, de la segunda temporada de Daredevil y hasta de Jessica Jones. Pero sobre todo, propone nuevas tramas futuras: un nuevo papel para Danny Rand; la posibilidad de que Misty Knight (Simone Missick) adquiera las habilidades que tiene en los tebeos; un nuevo comienzo para Jessica Jones y sobre todo una imagen que podría llevarnos a ver la adaptación del Born Again de Frank Miller y David Mazzucchelli; y por supuesto, un teaser de la primera temporada de Punisher.

LA SEDUCCIÓN: NORTE Y SUR


La seducción, que le valió el premio a la mejor dirección en Cannes a Sofia Coppola, es probablemente su película más contenida. De estética cuidada y puesta en escena reposada, no encontraremos en ella más que los movimientos de cámara justos. Los planos, casi pictóricos, juegan con la profundidad de campo obligándonos a mirar bien, porque el montaje contiene relativamente pocos primeros planos. Tampoco hay música en este film minimalista, más que un crescendo que marca los momentos de tensión. Los actores se guardan bien las verdaderas emociones de sus personajes y sus diálogos -escritos por la propia Coppola- apenas dan las pistas justas. La historia es mínima: un soldado herido de la Unión, Colin Farrell, es rescatado por unas jóvenes sudistas que viven en un internado para señoritas, regentado por el personaje de Nicole Kidman, apoyada por el de Kirsten Dunst -actriz fetiche de la directora- y sin olvidar a las alumnas, cuya cara más reconocible es una inquietante Elle Fanning. El rigor en la puesta en escena, parca en efectismos, y el lento discurrir de la acción, nos obliga a pensar, a dudar, a temer el momento en el que el conflicto estalle. El ambiente de esa casa abandonada en los bosques de Virginia se vuelve opresivo gracias al silencio, que solo se interrumpe por el sonido lejano de la guerra. Una hermosa fotografía, sobre todo la nocturna a base de velas, completa la sensación de aislamiento que en ciertos momentos se vuelve angustiosa. Coppola no muestra nunca sus cartas y deja a la interpretación del espectador el verdadero significado de la historia: recordemos que el título original The Beguiled, tiene también la acepción de "engañado": en 1971, Don Siegel firmó una versión de la misma novela de Thomas Cullinan, con Clint Eastwood como el soldado y con un título en castellano mucho más directo, El seductor. En un momento político en el que Estados Unidos se encuentra más dividido que nunca por la presidencia de Donald Trump, una historia situada en la guerra de secesión parece invitar a segundas lecturas. Si repasamos la filmografía de Sofia Coppola encontraremos siempre a personajes femeninos en una situación aparentemente privilegiada, pero inconscientes del mundo que las rodea por diferentes circunstancias: la adolescencia; una estancia obligada en Japón; ser la reina en un régimen a punto de derrumbarse; ser la hija de un actor de Hollywood o la obsesión por las celebrities. Creo que lo que Coppola intenta decir en La seducción, es que, esa inconsciencia del mundo exterior, nunca es real. La barbarie siempre acaba contagiando a todos.

THE LOVE WITCH: BRUJERÍA POP


Estrenada simultáneamente en cines -en unas pocas salas- y en plataformas digitales -Movistar Plus- The Love Witch es un buen ejemplo de la viabilidad de pequeñas películas independientes que se alejan de lo convencional y lo comercial. El largometraje firmado por Anna Biller utiliza un lenguaje retro para hablar de un tema felizmente actual, el feminismo. En clave de comedia, pero sin caer en la parodia, la película parece realmente un film de finales de los años sesenta. Creo que esa es su mayor virtud. No estamos ante una imitación oportunista de lo grindhouse, ni ante una película que disfraza sus carencias bajo la etiqueta de "cine cutre" -nada que ver con Sharknado (2013)-. Biller utiliza el lenguaje de una película de Roger Corman, o de Jess Franco, para contar su historia, pero no se ríe de dichos elementos sino que se convierte en copiadora aplicada de sus recursos -el zoom, los filtros, los efectos de sonido- y de la inocencia de la época: las interpretaciones tienen voluntariamente el tono de una soap opera, pero aún así resultan muy efectivas. La operación es similar a la magnífica The Duke of Burgundy (2014). La temática, como indica su título, es la de la brujería, subgénero del terror que siempre se ha prestado al discurso feminista -recientemente, la estupenda The Witch (2015)-. Aquí, unas breves escenas de rituales paganos recuerdan a The Devil Rides Out (1968) de Terence Fisher- pero Biller prefiere no hacer demasiado hincapié en lo macabro. Los diálogos de sus personajes giran en torno a las relaciones entre hombres y mujeres, riéndose de las fantasías masculinas y haciendo sangre con el poder -sexual- de lo femenino. La protagonista, una perfecta Samantha Robinson, tiene el atractivo mortal de Eros y Tánatos, interpretando a una bruja con voracidad de mantis religiosa. De estética cuidadísima -decorados, atrezzo, maquillaje, vestuario y peinados, todo es perfecto- The Love Witch articula un discurso crítico sobre nuestra concepción del amor romántico y nos dice, a través de sus decorados, que seguimos amando utilizando las nocivas fantasías del pensamiento medieval -el amor cortés, el príncipe azul- encima con una mojigata moral victoriana y católica. En algún momento, incluso, este mensaje se expone al espectador de forma didáctica, con los actores mirando a cámara, con el tono del cine de explotación cautionary de los años 30 y 40. Todo esto hace del film una propuesta, quizás, demasiado intelectual, que se habría beneficiado de una dosis mayor de elementos tremendistas: más sexo, más terror o más comedia habrían aligerado un metraje de dos horas.

ABRACADABRA: EL TRUCO POR LA CULATA


Es una pena que se pueda vislumbrar una película interesante -divertida y original- en un film que considero fallido -no coincido con las críticas maravillosas que ha obtenido- como lo es Abracadabra. El film de Pablo Berger, tras el éxito de Blancanieves (2012,) tiene una idea de partida muy atractiva: un hombre machista y bruto -interpretado con su solvencia habitual por Antonio De la Torre-, es poseído por el espíritu de un tío sensible y romántico cuya identidad es uno de los misterios de la historia. Dos personalidades habitan así en el cuerpo del marido de una sufrida madre y ama de casa a la que da vida una estupenda, casi almodovariana, Maribel Verdú. El tercero en discordia es un primo friki, un José Mota que está para hacernos reír. Lamentablemente, con esta idea y estos estupendo actores, Berger entrega una tercera película que parece una ópera prima. Abracadabra falla en el ritmo de sus situaciones cómicas, en la cadencia de sus diálogos sin chispa: Howard Hawks habría dicho "ruédalo más rápido". También falla el guión en cómo se engarzan las secuencias, entre las que no hay la continuidad suficiente, por lo que la historia avanza a trompicones, deslavazada. Algunas situaciones parecen gratuitas o que no llevan a nada. El desarrollo de los personajes es prácticamente nulo. La realización adolece de una torpeza difícil de explicar, como si la transición del mudo al sonoro se le hubiese atragantado a Berger. Y a pesar de todo esto, se ven destellos de buenas ideas, algunas incluso originales y hasta excéntricas -el chimpancé- que permiten intuir un universo propio muy interesante que mezcla lo costumbrista con lo fantástico. Hay ecos de Woody Allen -la sesión de hipnosis- y de Almodóvar -la luchadora protagonista femenina- seguramente mal digeridos. Algún momento aislado hace reír -cuando falta el arroz en la iglesia- y hay alguna secuencia de atmósfera muy conseguida -la segunda sesión de hipnosis- pero son destellos aislados de un diamante sin pulir.

TANNA: PARAÍSO FILMADO


Tanna pertenece a ese grupo no oficial de películas cuyo rodaje, intuimos, es mucho más interesante que el film en sí. Nominada al Oscar en representación de Australia -recordemos que la ganadora fue la iraní El viajante (2016) pero nuestra favorita la alemana Toni Erdmann (2016)- cuenta la sencilla historia de una pareja de jóvenes enamorados, que viven en la isla del Pacífico del título, y se enfrentan a la costumbre del matrimonio concertado en su tribu. Algo así como Romeo y Julieta en la Melanesia. El precedente más claro es un clásico como Tabú, película de 1931, con historia de amor similar en Bora Bora, dirigida por dos grandes como Robert Flaherty y F.W. Murnau. En Tanna el argumento se desarrolla de forma tan inocente como lineal, principalmente porque los directores, Martin Butler y Bentley Dean, no pueden exigir demasiado de sus actores: nativos reales, haciendo de sí mismos, en los escenarios naturales en los que viven: una exuberante selva verde, con ríos y cascadas naturales. Una aproximación realista que refleja la experiencia previa como documentalistas de ambos autores, que debutan aquí en la ficción. El gran valor de Tanna no es dramático -la historia es simple, las interpretaciones son naive, los realizadores debutantes- sino documental, al dar a conocer la vida de esta comunidad, encapsulada en un tiempo previo a la civilización, que han conseguido seguir viviendo, en el siglo XXI, en lo más parecido al edén. Si Terrence Malick propuso las islas del Pacífico Sur como paraíso perdido y refugio de la guerra en La delgada línea roja (1998), aquí la tribu protagonista se enfrenta al belicismo de grupos rivales por tierras de cultivo. Como he dicho antes, lo mejor de la película es su vocación de realidad. La tribu protagonista nos permite ser testigos de sus costumbres: los hombres con vainas para pene llamadas kotekas; las cigarras verdes convertidas en chucherías; los ritos de iniciación y las ceremonias propias de la comunidad; las canciones como mensajes divinos o la inmensa presencia de su gran diosa, un volcán activo, el Yasur, a cuyo cráter se asoman los personajes en momentos de confusión existencial y que propician las imágenes más hermosas del film.

YA NO ME SIENTO A GUSTO EN ESTE MUNDO


Ganadora del Gran Premio del Jurado en el festival de Sundance, Ya no me siento a gusto en este mundo se puede ver en Netflix, que compró sus derechos y la colocó rápidamente en nuestros hogares, evitando, eso sí, su estreno en salas. Obviamente estamos ante una cinta de cine independiente, ópera prima del actor Macon Blair -habitual en la filmografía de Jeremy Saulnier, Blue Ruin (2013), Green Room (2015)-. La historia se plantea haciendo honor a su título, introduciendo a Ruth -Melanie Lynskey, la que dio la réplica a Kate Winslet en Criaturas Celestiales (Peter Jackson, 1994)- una enfermera soltera, de treinta y muchos, con algo de sobrepeso y una actitud de absoluto asco hacia la gente que la rodea. En estos primeros compases, la comedia sutil y amarga funciona muy bien, reflejando una sociedad de individuos egoístas, maleducados y groseros. Una muerte sumirá a Ruth en una profunda depresión existencial, pero será cuando roben su casa que la acción de la historia se pondrá en marcha. Ese pequeño robo abrirá un nuevo mundo para Ruth, que conoce así a un divertido Elijah Wood en el papel de un vecino excéntrico y flipado pero de buen corazón. Comienza así, para Ruth, un descenso a los bajos fondos que la hará entrar en contacto con un submundo criminal, cutre y sórdido, en un desarrollo que recuerda precisamente a la mencionada Blue Ruin (2013) protagonizada por el propio Blair.  Este paso de la comedia al relato criminal -que incluye un cambio del punto de vista- funciona bastante bien al mantener el interés en el relato y sobre todo al ser una extensión del planteamiento. Blair parece hacer con esto una pequeña diferenciación entre las malas personas cotidianas y los auténticos criminales, personajes violentos y capaces de una auténtica amoralidad. Lamentablemente, el guión se apoya en un par de situaciones forzadas para mantener a su protagonista implicada en la historia, lo que le resta credibilidad y solidez al conjunto. El desenlace, que puede provocar desconcierto, estaría justificado si pensamos que estamos ante un discurso sobre la maldad, que comienza con pequeños gestos cotidianos, continúa en el mundo criminal y acaba con un mal cósmico. ¿Acaso no representa la serpiente a Satán?