SANGRE EN LOS LABIOS -AMOR Y CULTURISMO

La segunda película de la británica Rose Glass es un ejercicio de estilo con alma, titulado Sangre en los labios (2024). Un neo-thriller de estética ochentena que podría haber firmado Nicolas Winding-Rfn; iluminado con neones de haces refractados por el humo de los cigarrillos. Glass hace cine de género evitando todo lo posible el realismo -la fotografía de Ben Fordesman y la música de Clint Mansell imprimen un tono alucinado- pero evitando que el argumento sea demasiado predecible sirviéndose de imágenes lisérgicas, insertos misteriosos, lyncheanos, casi subliminales, que nos dicen que estamos ante una autora cinematográfica en busca de su propia -e interesante- voz. Glass nos introduce en un universo de fetiches por el músculo ciclado, las armas, los cigarrillos y la comida rápida, como haciendo un retrato estereotipado -y crítico- de la cultura -consumista- estadounidense- fundada sobre el pecado original de la violencia y con fantasmas enterrados en un barranco sin fondo. Sangre en los labios es un caramelo para la vista -y los oídos- y con eso sería suficiente. Pero el gran atractivo de la función es la pareja protagonista, la química que hay entre la estupenda Kristen Stewart y una Katy O’Brien que es pura dinamita. Dos protagonistas para el recuerdo enfrentadas a tipos despreciables interpretados por Dave Franco y sobre todo un Ed Harris aterrador, incluso con esa melena tan loca. Como trasfondo, temas de actualidad como la violencia machista -Jena Malone está irreconocible y fantástica- y el bullying, en una revenge movie con vocación de película de culto. Mola.

GODZILLA Y KONG: EL NUEVO IMPERIO -MUNDOS PERDIDOS

King Kong y Godzilla son -de lejos- los monstruos gigantes más conocidos del imaginario fantástico. Nacidos respectivamente en 1933 y 1954, el primero estadounidense y el segundo japonés, son además mitos puramente cinematográficos. El gigantesco simio nace de cruzar la aventura de El mundo perdido (1912) de Arthur Conan Doyle y el cuento de La Bella y la bestia, para fabricar un relato arquetípico que ha marcado todas sus adaptaciones cinematográficas -e incluso ha influido en las historias de otros monstruos menos conocidos- hasta llegar a esta nueva versión de Kong en el llamado Monsterverse. En estas historias, los protagonistas son siempre un grupo de exploradores que se aventuran en un territorio inexplorado, olvidado, congelado en un tiempo pasado. Y siempre, el gigantesco monstruo establece una relación con un ser humano femenino. En Godzilla y Kong: El nuevo imperio (2024) -de nuevo con Adam Wingard a los mandos- el esquema también se repite. La niña Jia (Kaylee Hottle) es de nuevo el vínculo con la humanidad de Kong y el grupo de aventureros encuentra un nuevo equivalente a la Isla Calavera esta vez, dentro de esa Tierra hueca que recuerda a Julio Verne. Godzilla, en cambio, parece menos útil aquí: y es que, en esencia, representa el apocalipsis -la bomba atómica, las catástrofes naturales, los horrores de la guerra, el cambio climático- por lo que Wingard elige mantenerle al margen para luego utilizarlo en su faceta de defensor de la humanidad que hace equipo con otros monstruos, según el rol más infantilizado que tuvo en la serie clásica de la japonesa Toho. La película de Wimgard está protagonizada por una actriz estupenda como Rebeca Hall y dos tipos con carisma como Dan Stevens y Brian Tyree Henry, pero sus personajes apenas tienen peso. Si el talón de Aquiles de las películas de monstruos siempre han sido los personajes humanos, aquí Wingard decide centrarse en las criaturas fantásticas -más humanizadas que nunca-, creando un ‘planeta de los simios’ para Kong, una aventura cavernícola muy divertida -y loca- que permite al espectador disfrutar de lo que ha venido a ver: combates entre bichos gigantes. Wingard se acuerda de los hijos perdidos de Kong y rinde homenaje -creo yo- a El hijo de Kong (1933) y El gran gorila (1949) de Willis O’Brien y se guarda la mejor sorpresa de la película -cuidado con el spoiler- al rescatar a una criatura del bestiario de la Toho cuya historia estaba inspirada, cómo no, en el King Kong original. El resultado es una película que es un festival de diversión sin pretensiones, que nunca decae. Imprescindibles para los fans del género.

PÁJAROS -DOS EN LA CARRETERA


Pau Durá, actor de amplia trayectoria, dirige su tercer largometraje, Pájaros (2024), protagonizada por dos de los actores más interesantes del panorama español -y ahora mismo en plena forma- como son Javier Gutiérrez y Luis Zahera. En estos intérpretes se apoya una película que se presenta como una desbocada road movie que recorre Europa por sus carreteras desde España hacia el lejano este. Obviamente, el viaje en coche durante tantos kilómetros le sirve a Durá y a sus intérpretes para desnudar a sus personajes y mostrarnos una emotiva evolución psicológica. La pregunta es si el viaje vale la pena, porque Pájaros es de esas cintas que demuestran lo complicado que es hacer cine y, encima, una buena película. La historia comienza renqueante, con un desequilibrio tremendo porque de Colombo (Javier Gutiérrez) lo sabemos todo desde el primer momento -es un gañán- y de Mario (Luis Zahera) -un tipo con amaxofobia- no sabemos nada hasta el extremo de que sus decisiones pueden resultar inverosímiles o forzadas. Así, con muchas dudas, emprendemos el viaje con estos dos personajes, a los que hay que sumar a una carismática Teresa Saponangelo cuyo papel, me parece a mí, sobra, al menos en el arranque. No sé si el hecho de que el protagonista lleve por nombre ‘Colombo’ es una referencia/homenaje al gran Peter Falk. Digo esto porque Durá se deja llevar por la energía -por momentos excesiva- de sus actores, con espíritu similar al de la obra de John Cassavetes. Pájaros es una película que permite el lucimiento y la libertad de sus actores, quizás en exceso. La película también tiene una faceta paisajística -la fotografía preciosista de David Omedes luce muy bien en pantalla- que ofrece momentos estéticamente muy disfrutables que van marcando el periplo interior de los protagonistas. Para cuando llegamos al final del trayecto, estos dos personajes, es verdad, consiguen emocionarnos, pero no me parece Pájaros una obra redonda ni satisfactoria: quizás demasiado episódica, demasiado ambiciosa en un intento de dibujar el mapa de Europa tocando demasiados temas de refilón -la corrupción española, la inmigración, la guerra-, cuando podría haberse centrado, un poco más, por ejemplo, en la afición ornitológica de su protagonista.

LOS COLONOS -EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN

 

Emulando al western, pero con facturas por cobrar con la historia, Los colonos (2023) nos traslada al Chile de principios del siglo XX, y nos presenta a un despiadado terrateniente dispuesto a todo para hacerse con el control del territorio -eso sí, sin mancharse las manos-. Su principal obstáculo: los habitantes originales de esas tierras, los indios. Así, José Menéndez (Alfredo Castro) envía a tres sicarios -tres hombres malos, pero nada fordianos- a aniquilar a las tribus que le están dando problemas. Ellos son un militar británico, MacLennan (Mark Stanley), un mercenario estadounidense (Sam Spruell) y un mestizo, Segundo (Camilo Arancibia). Comienza así un periplo por los inabarcables e inhóspitos paisajes de la Patagonia chilena, un territorio salvaje que saca lo peor de los colonos: asesinatos, violaciones y todo tipo de tropelías se suceden, en un intento de denuncia histórica. Los colonos es algo así como la hermana menor de Los asesinos de la luna (2023) que se interceptara con la estupenda Godland (2023). La película, dirigida por Felipe Gálvez Haberle, se queda en los planos generales -espléndidamente fotografiados por Simone D’Arcangelo- y no entra al cuerpo a cuerpo con los personajes: el retrato de MacLennan necesitaba más fuerza; el rencor de Segundo se queda en miradas de desaprobación; el tremendo drama de Kiepja (Mishell Guana) necesitaba de un mayor desarrollo dramático para que esa mirada final nos conmoviera realmente. Mencionemos la participación del director argentino Mariano Llinás en el guión y en un pequeño papel. La película mereció el premio FIPRESCI en el Festival de Cannes.

THE BEAST -VIDAS PASADAS

 

En La bestia (2024), Bertrand Bonello parece infectado todavía por el virus del miedo post-pandemia -su anterior película, Coma (2021) reflejaba la influencia de ese período vital- y nos narra una historia desde un futuro que no parece demasiado lejano, en el que las muñecas han sido animadas por la Inteligencia Artificial, seguimos llevando mascarillas y podemos acceder a posibles vidas pasadas. No importa que lo que nos cuenta Bonello sea real, simulado, o una película, su protagonista, una inmensa Léa Seydoux, que sigue madurando como actriz y aumentando su belleza -es ya una estrella del cine mundial-  es más que capaz de sostener la película y de reaccionar ante una pantalla verde o ante su coprotagonista, un estupendo George MacKay, quizás demasiado joven, pero con la capacidad de transmitir romanticismo e inquietud con la misma convicción, según el momento. Bonello nos habla del miedo, de la sensación de amenaza que sentimos constantemente los seres humanos a romper nuestra vida por amor, a hacernos mayores, pero también a una inundación, a un terremoto y, en definitiva, a la incertidumbre del futuro. Un miedo que nos impide ser felices y encontrar el verdadero amor, y que nos condena a repetir los mismos errores una y otra vez a pesar de que las posibles señales de que algo irá mal están allí -esa paloma agorera-. En realidad, Bonello entrelaza tres historias a través del tiempo, que en el fondo son la misma y en la que sus personajes -Seydoux y MacKay- intercambian roles. Es capaz de contarnos una historia de época de vestuario y decorados preciosos, que se inspira libremente en La bestia en la jungla de Henry James; mezclándola con un asunto mucho más actual sobre las complicaciones de la identidad de género -ella trabaja como actriz y modelo, pero ya ha sido desechada por su edad; él es un incel a punto de estallar- y la soledad y la incomunicación de las redes sociales. Bonello habla, sobre todo, de la soledad y nos dice que si a principios del siglo XX una encorsetada sociedad nos impedía ser felices, las modernas redes sociales, el desenfreno sexual de las discotecas o incluso la realidad virtual, no ofrecen precisamente consuelo.

CLUB ZERO -COMER O NO COMER


 ¿No vivimos acaso en un mundo en el que un grupo de personas puede creer fanáticamente en una idea absurda y contraria a ‘lo de toda la vida’? Club Zero (2024) de Jessica Hausner propone un planteamiento francamente razonable: que nuestra relación -como sociedad occidental- con la comida es tóxica, muy poco saludable, y se apoya en el consumismo y en el capitalismo, generando, encima, todo tipo de sentimientos de culpa y de insatisfacción con respecto a nuestro cuerpo y a nuestra imagen. A partir de esta idea, Hausner construye una sátira hiriente -y muy graciosa-, muy cuidada estéticamente -en la línea de la anterior Little Joe (2019)- en la que una profesora de nutrición -más bien una gurú pseudo religiosa- interpretada deliciosamente por Mia Wasikowska le lava el cerebro a un grupo de adolescentes. Estos son los típicos personajes inadaptados que han protagonizado los títulos anteriores de la directora austriaca -desde Lovely Rita (2001)-, incomprendidos y repudiados por su entorno social, en este caso, por sus padres. Club Zero es una comedia en la que Hausner habla de la pérdida de validez del sistema y sus estructuras y supuestos valores: la educación, el arte, el deporte, el consumismo, las redes sociales o las tradiciones -como la Navidad-, la idea del éxito, y especialmente, la familia. Todo eso ya no vale de nada. La brecha generacional es tremenda, porque la generación anterior no solo no se entiende con sus hijos, sino que, simplemente, no tiene respuestas para ninguno de los problemas actuales y está condenada a seguir repitiendo patrones sin sentido por el simple hecho de hacer lo que se ha hecho siempre. ¿Por qué hay gente que niega el covid, las vacunas, vota a Trump y apoya el Brexit? No lo sabemos. No estamos de acuerdo con ellos. Pero ¿Están completamente equivocados? ¿Podemos descartarlos como simples lunáticos? El gran fracaso es que no podamos comunicarnos con ellos. Que ninguno de los bandos pueda ceder, o enterarse siquiera de lo que ocurre realmente del otro lado para llegar a una solución es el gran fracaso de nuestra sociedad. Incluso sobre las cosas más obvias -como que la Tierra no es plana- no tenemos una certeza absoluta en el sentido de que todo puede ser puesto en duda eternamente de forma irracional. Solo hace falta tener fe. La crítica de la religión organizada es una constante en las películas de Hausner y pasa a un primer plano en la contundente Lourdes (2008), con la que esta, Club Zero, establece no pocas conexiones. Hausner nos presenta una vez más un artefacto que alimenta -el juego de palabras es intencionado- múltiples interpretaciones y discusiones. Y cuenta, además, con una escena tan gráfica que resultará muy difícil de olvidar. Avisados estáis.

CAZAFANTASMAS: IMPERIO HELADO -TODO TIEMPO PASADO


Vaya por delante que, para mí, Cazafantasmas (1984) es de esas películas ‘perfectas’. Una combinación poco frecuente de comedia, fantasía y terror que marcó una época y que creo que ha sido más influyente de lo que parece en el cine actual -Guardianes de la Galaxia (2014) y similares-. Ni siquiera una casi inmediata Cazafantasmas 2 (1989) pudo replicar la excelencia de la primera, más que nada, por su incapacidad de proponer algo nuevo con respecto a la original. ¿Era tan complicado idear, simplemente, nuevas aventuras del grupo de héroes ya formado? La serie de dibujos animados, The Real Ghostbusters (1986-1991) ha quedado como el ejemplo perfecto de lo que pudo ser. El remake femenino de 2016, aunque consiguió replicar el espíritu cómico del original gracias a sus estupendas actrices, tampoco fue capaz de ir más allá del mismo concepto. Quizás por eso, lo mejor de Cazafantasmas: Más allá (2021) era la rareza de la propuesta: una película intimista sobre una familia, de corte indie, que dialogaba con la franquicia con la coartada de estar dirigida por Jason Reitman, hijo de Ivan Reitman. Así, la película se presentaba como una obra muy personal, pero al mismo tiempo nostálgica y llena de guiños para los fans. Su secuela, Cazafantasmas: Imperio helado (2024), sin embargo, resulta decepcionante. Aunque Reitman sigue llevando las riendas del proyecto, detrás de la cámara se coloca Gil Kenan, director de la estupenda Monster House (2006). Lamentablemente se trata de una película que pugna contra sí misma, buscando su identidad. Desechado el tono de comedia pura, la película se desarrolla entre un drama familiar con toques de humor -estilo indie- y la aventura fantástica familiar. La película es posiblemente todo lo que un niño de 10 años quiere ver. El problema es que, si vamos más allá, el guión va planteando tramas e introduciendo personajes de forma caótica: por un lado, se nos habla de una familia en la que cada miembro tiene su propio conflicto, pero ninguno de esos desarrollos resulta satisfactorio y apenas están esbozados. Además, dichas tramas estorban a la historia principal, ralentizándola: el enemigo principal no aparece hasta casi el final del metraje. El argumento es, encima, una réplica del de la película original de 1984, pero descafeinado y predecible, mientras las mencionadas subtrarmas -la de Moquete, por ejemplo- no llevan a nada. Por si fuera poco, la aparición de los actores de la película de 1984 es testimonial: el fan service se queda en mero guiño. Replicando el ritmo narrativo de la entrega a anterior, esta película necesitaba mucho más dinamismo, y si bien las escenas de ‘terror’ o de atmósfera fantástica funcionan dignamente, la comedia necesitaba mucho más fuelle.

LOS PEQUEÑOS AMORES -DE MADRES E HIJAS


Tras Viaje al cuarto de una madre (2018), la relación madre-hija vuelve a ser el núcleo argumental en la segunda película de Celia Rico Clavelino, Los pequeños amores (2024). El planteamiento es tan sencillo como que una mujer, Teresa (María Vázquez) debe mudarse temporalmente con su madre (Adriana Ozores) para ayudarla a rehabilitarse tras una caída accidental. Como en uno de los cuentos de verano de Éric Rohmer, la directora consigue detener el tiempo en esa casa, en medio del campo, que sirve de escenario a la historia y cuya reforma se convierte en una metáfora de la vida de los propios personajes y de sus relaciones. Una vez allí, mientras los ventiladores combaten inútilmente el calor, comienzan a desvelarse los personajes: quién es la madre y quién es la hija. Dos mujeres, cada una en un momento diferente de su vida, las dos con sus problemas, sus manías y sus aspiraciones. Dice Celia Rico Clavelito en esta película -por boca de sus personajes- que no te puedes pasar la existencia esperando algo de la vida, pero también que quizás es todavía peor no esperar nada. En esas estamos. La directora se mantiene fiel a una narrativa formada por pequeños momentos cotidianos -así lo hacia ya en su ópera prima- buscando el naturalismo y evitando el drama y el efectismo. Apoyándose en dos estupendas actrices, Rico Clavelito nos vuelve a hablar de la soledad que todos sufrimos en mayor o menor medida, pero también de cómo la tecnología no acaba de servirnos de compañía; de los sueños de la juventud y de los remordimientos por las cosas que no hicimos. Introduce la directora y guionista un tercer personaje maravilloso, un pintor de brocha gorda que sueña con ser actor, Jonás (Aimar Vega) que debe elegir también -entre el amor y la vocación- y al que imaginamos ya maduro sopesando si tomó la decisión correcta. En su segunda película, Rico Clavelino profundiza en los temas y las dinámicas de su primer trabajo y se permite además algunas fugas poéticas, algunos momentos de amor al cine -la escena del cine de verano es preciosa, Cuando llegue septiembre (1961)- y sutiles ideas sobre el tiempo y la historia ¿Se parecen la vida y las preocupaciones de la protagonista a la de esa mujer prehistórica encontrada millones de años más tarde?

HOW TO HAVE SEX -CULTURA DE LA VIOLACIÓN

How to Have Sex (2024) nos muestra a nuestra sociedad actual en su faceta más deshumanizada posible: el turismo de borrachera. Tres adolescentes británicas se van de viaje de verano para celebrar el final del curso a un destino de playa. Allí se dedicarán exclusivamente a beber alcohol, bailar al ritmo robótico de la música electrónica y a intentar follar todo lo que se pueda. Esas tres jóvenes, Tara, Skye y Em -interpretadas por Mia McKenna-Bruce, Lara Peake y Ena Lewis, respectivamente- no parecen tener personalidad ninguna, empeñadas en divertirse continuamente y en gritar por todo lo alto lo bien que se lo están pasando. Serían las protagonistas perfectas de un reality show  televisivo. Pronto sus días se convierten en noches eternas de desenfreno alcoholizado -cada noche es la mejor de sus vidas, aunque luego no recuerden nada- y días de resaca, vómitos y remordimientos. La directora y guionista que se presenta con esta película es Molly Manning Walking, experimentada directora de fotografía que sabe bien cómo captar las atmósferas de clubes, discotecas, habitaciones de hotel baratas, piscinas y playas; pero también la decadencia de las calles vacías, salpicadas de basura y cristales rotos, a primera hora de la mañana. La cámara no juzga a los personajes, pero tampoco embellece sus momentos de euforia y celebración descerebrada. Los jóvenes que vemos en pantalla son seres vacíos, de uñas postizas, mechas, tatuajes sin gusto y ropa hortera, que se comportan como creen que deben hacerlo. Quieren vivir en una fiesta eterna aunque no haya nada que celebrar, quieren vivir a tope aunque para ello tengan que beber y drogarse -para luego olvidar-, quieren tener sexo, aunque eso no tenga nada que ver con los sentimientos. Cuando estos aparecen, por fin, cuando la protagonista, Tara, comienza a sentir algo, es cuando la película comienza a cuestionarse ese desenfreno. La conclusión es que la fiesta de la liberación juvenil, empaquetada como rebeldía y transgresión, no es más la oferta de una agencia de viajes, una cara más del capitalismo que, encima, acaba siendo el peor reflejo del patriarcado y, todavía peor, de la cultura de la violación. Las luces, la música y la bebida que durante toda la película entusiasmaban a Tara se convierten luego en elementos que expresan su soledad, su aislamiento, la ausencia de un futuro y el que haya sido víctima de un hecho traumático. Recientemente, películas dirigidas por mujeres, como Creatura (2023) y Chinas (2023), se han detenido sobre la cuestión de esa primera experiencia sexual femenina y sobre cómo la presión cultural y social, los falsos mitos sobre la pérdida de la virginidad, las ganas de ser aceptada, convierten lo que debería ser el despertar sexual en una primera agresión sexual. La durísima conclusión de How to Have Sex es que las mujeres lo tienen prácticamente asumido. Son cosas que pasan. Prácticamente un ritual de iniciación asumido que certifica nuestro fracaso como sociedad y que hace que el feminismo siga siendo muy necesario.

DUNE: PARTE DOS -ESPECTÁCULO INSEPARABLE

Dune: parte dos (2024) es probablemente el blockbuster que llevábamos décadas esperando. El director Denis Villeneuve ha conseguido fabricar una histórica épica, entretenida, visualmente espléndida, que además permite diferentes lecturas da mayor calado. Adaptando la segunda parte de la novela de Frank Herbert, Villeneuve hace suya una historia que hoy parece un híbrido de Star Wars y Juego de Tronos, y que estéticamente parece fijarse en el cómic europeo de fantasía y ciencia ficción, en la revista Métal Hurlant. El resultado es apabullante y Villeneuve no se corta en el uso contundente del formato Imax, con una espléndida fotografía de Greig Fraser, un diseño de producción fabuloso, y la contundente música de Hans Zimmer para asegurarse de que cada momento épico resuene en nuestras cabezas. La película cuenta con un reparto de estrellas absolutas del cine actual, con Timothée Chalamet y Zendaya a la cabeza, entre los que hay que destacar a Javier Bardem y a Rebecca Ferguson, cuyos rostros más que para dar vida a unos personajes -más bien esquemáticos-, sirven para facilitar que la complicada historia sea más accesible al espectador. Dune: parte dos se compone de secuencias colosales, puntuadas por algunos momentos íntimos -los justos- aprovechando que la descripción del universo en el que ocurre la historia y las intrigas políticas ya habían sido presentados en el alargado prólogo que supone la película anterior de 2021. Con elementos de aventura, romance, acción, cine bélico y space opera, Villeneuve no rehuye la lectura geopolítica -más actual que nunca en tiempos de guerra- y su cinta comienza como una reimaginación de Lawrence de Arabia (1962) que luego se convierte en Apocalypse Now (1979). Un gran espectáculo que se permite, sin embargo, un tono más adulto, un giro final que impide la celebración, que vuelve la mirada hacia la imposibilidad de conquistar la revolución y cambiar el mundo sin mancharse las manos de sangre, sin perder el alma. Resulta complicado pensar que el cine comercial puede ofrecer en 2024 -o en esta década- algo mejor. Insuperable.

AMERICAN FICTION -REÍRSE DE TODOS

 

Hay una interesante interrogante que recorre toda American Fiction (2024), nominada al Óscar a la mejor película y ópera prima de Cord Jefferson, que adapta la novela de Percival Everett. Esa duda que tengo como espectador tiene mucho que ver con la trama que nos cuenta el film, que nos presenta a un escritor afroamericano, Thelonious ‘Monk’ Ellison, profesor universitario, harto del mundo y de la sociedad ignorante y racista en la que vive, en constante lucha contra todos y que, obviamente, es incapaz de tener éxito con sus estupendas y sesudas novelas. Este autor amargado, estupendamente interpretado por Jeffrey Wright -él es la película- decide gastarle una broma a todo el mundo y escribir la novela que todo el mundo -sobre todo los blancos con complejo de culpa- quiere leer: protagonizada por el estereotipo de un afroamericano discriminado, malhablado y fuera de ley que vive situaciones de marginación, drogas, crimen y encarcelamiento. Espero que no sea un spoiler, pero dicha novela -también era fácil de predecir- se convierte en un éxito tremendo de ventas. Esta divertida idea sirve para hacer una sátira sobre los prejuicios raciales de la sociedad estadounidense, bienintencionada pero hipócrita en su corrección política, y, sobre todo, más interesada en el dinero que en cualquier otra cosa. El problema de American Fiction es que esta breve sinopsis parece reflejar una comedia ácida que podría haber sido estupenda, pero el argumento no se agota en esto, sino que se complementa con las historias de los personajes que rodean al protagonista: una hermana con problemas cotidianos; una madre con Alzheimer; un hermano gay que sale del armario; una empleada doméstica que encuentra la felicidad. En resumen, American Fiction es, también, la típica película blanda, de buenos sentimientos, protagonizada por una minoría, dirigida correctamente pero con desgana, con una edulcorada, omnipresente e insoportable música; que cada año aspira al Óscar. La duda de la que hablaba al principio es: ¿Esto es así realmente o estamos ante una trampa similar a la que realiza el propio personaje dentro de la película? ¿Cord Jefferson nos cuela la típica peli de Óscar para reírse de/con nosotros? Por un lado, la broma le ha salido bien, porque ha conseguido 5 nominaciones, pero, por otro lado, su película acaba siendo predecible y -en mi caso, muy aburrida-. El desenlace demuestra que la jugada ha sido consciente, apelando a la metaficción, aunque, quizás, con las cartas marcadas. American Fiction es una cinta interesante, sostenida por un fantástico Jeffrey Wright y unas cuantas frases de humor negro -no es un juego de palabras- muy certeras. El problema es que hace una parodia tan perfecta de la típica película de Óscar, que acaba siéndolo realmente. Y yo creo que el chiste se agota demasiado pronto.

DESCONOCIDOS -REFLEJOS


Hay tres momentos insoportablemente bonitos en Desconocidos (2023) de Andrew Haigh. El primero de ellos ocurre tras el planteamiento de la historia -basada en la novela de Taichi Yamada- que, más que situarnos, nos desconcierta: Adam -inmenso Andrew Scott- es un escritor que vive en un solitario edificio en el que solo tiene un atractivo vecino, Harry -un perfecto Paul Mescal-. Tras encontrarse ambos personajes, Harry viaja en tren hasta la casa de su infancia, la de sus padres. La escena que comparte con ellos no tiene demasiado sentido -no entendemos nada- hasta que más tarde se produce una revelación de las que te rompen el corazón. Desconocidos se revela desde ese mismo instante como un relato triste sobre la pérdida, la soledad y la dificultad de conectar con otros, sobre todo si no has dejado atrás los traumas del pasado. Una película visualmente espléndida, delicadamente contada y todavía mejor interpretada. El segundo momento que me conmovió en esta triste pero brillante película es un breve flashback que nos lleva a la celebración de una noche de Navidad de la infancia de Adam. Decora el árbol junto a sus padres -unos magníficos Claire Foy y Jamie Bell- mientras escuchan el tema Always on My Mind, versión Pet Shop Boys. Es 1987 y probablemente los padres de Adam no saben que el dúo británico es gay y, más importante, no saben que su hijo también lo es. Pero los tres, en ese momento, comparten esa preciosa canción sin sospechar que, por un instante, todos celebran unidos ese gran referente de la cultura queer. Desconocidos nos cuenta la historia de Adam, y que él sea homosexual es, claro, importante. Pero también estamos ante una narración que nos habla del amor entre padres e hijos; del dolor de los progenitores por no poder protegerlos siempre de todo; de la tristeza absurda cuando no podemos comunicarnos unos con otros; de cómo esas relaciones familiares acaban por marcarnos para siempre. El tercer momento que me ha emocionado de esta película -espero que no sea un spoiler- tiene que ver con la puesta en escena. Haig ha insistido durante todo el film, desde el principio, en mostrarnos la imagen de Adam reflejado en cristales, espejos, en la ventanilla de un coche o de un tren. Reflejos, a veces deformados, que expresan su soledad y sus conflictos internos, además de evidenciar la subjetividad del relato. Pero cuando la relación sentimental entre Adam y Harry se consolida, cuando el primero deja entrar al segundo en su vida, Haigh nos enseña la ventana del tren en la que viajan a un destino desconocido y nos muestra, en el reflejo del cristal, la imagen de ambos, juntos. Solo que entonces, los padres de Adam se convierten, también, en reflejos, distantes, inciertos, a punto de desaparecer.

SECRETOS DE UN ESCÁNDALO -DOS MUJERES


 ¿Qué es una película, una obra de teatro, una novela, sino una ficción que se parece a la vida -pero no lo es- creada con el fin de emocionarnos? De la tragedia griega a Shakespeare, el drama plantea situaciones extremas, fuera de lo cotidiano, a vida o muerte, que podemos ‘vivir’ sin sufrir realmente. Todd Haynes se divierte de lo lindo en Secretos de un escándalo (2024), película que se inspira en una historia real que parece ficción, en la que se nos presenta una situación extrema: una mujer madura se enamora de un adolescente y, en contra de toda la sociedad, forma una pareja con él. Eso tras cumplir condena en prisión por abusos sexuales. Esta profesora de instituto, Gracie Atherton-Yu, se casaría luego con su alumno y formaría una familia. El caso, ocurrido en los años 90, fue explotado, claro, por la prensa -sensacionalista-. Pero Haynes decide no contarnos esos hechos directamente, sino utilizar a un personaje, el de una actriz, para acercarse a esta pareja 20 años después del escándalo. La protagonista, Elizabeth -estupenda Natalie Portman- pasa unos días con Gracie -espléndida Julianne Moore- y con su joven pareja, Joe - hermético Charles Melton-, para conocerlos y documentarse de cara a la película que está a punto de rodar. Cine dentro del cine. Realidad y ficción. La mirada quirúrgica -e irónica- de Haynes nos muestra entonces a estos tres personajes para estudiarlos detenidamente, interactuando y relacionándose con su entorno familiar y social. El director de la seminal Safe (1995) no nos da demasiadas pistas -al menos no de forma obvia- sobre la verdadera naturaleza de los personajes, permitiendo que el espectador se interrogue durante todo el metraje acerca de las intenciones de cada uno. ¿Es Gracie una mujer enamorada o una desequilibrada que se aprovechó de un menor de edad? ¿Se enamoró realmente Joe de Gracie o simplemente se dejó llevar y fue manipulado? ¿Es Elizabeth una actriz entregada a su oficio, o simplemente quiere aprovecharse de la situación? La mezcla de todos estos elementos es explosiva y cada escena de esta película, aunque parezca que no ocurre nada relevante, está cargada de expectación, de incomodidad, de tensión sexual -incluso homoerótica-. Haynes nos da una de las películas del año porque en ella podemos volcar reflexiones de todo tipo: sobre cuáles eran nuestras expectativas de vida y si se han cumplido; sobre si existen vidas ‘normales’ y sobre si es posible ser feliz enfrentándose a los tabúes y a los condicionamientos sociales, culturales y morales -tema presente en prácticamente toda su filmografía-. Secretos de un escándalo es una película que busca desafiar al espectador interrogándose constantemente sobre la ambigüedad de las situaciones, y el personaje de la actriz le permite cuestionar qué es real y qué es ficción. Puede ser también, nuestra propia vida, una mentira en la que fingimos ser felices de cara a los demás. Y si el duelo de dos mujeres que acaban confundiéndose remite a Persona (1966) de Ingmar Bergman, el propio Haynes -en una entrevista para La Razón- reconoce el homenaje al director -y a Ingrid Thulin- en Los comulgantes (1963), haciendo que Portman nos emocione leyendo una carta mientras mira  fijamente a la cámara. No es el único guiño cinéfilo: la sensación de extrañeza que recorre toda la película se apoya también en el original uso de la música, orquestada por Marcelo Zarvos a partir de un tema del  mítico compositor francés Michel Legrand para el film El mensajero (1971) de Joseph Losey.

TRUE DETECTIVE: NOCHE POLAR -SORORIDAD


Tras tres temporadas bajo la batuta de Nic Pizzolatto, la cuarta entrega de la serie True Detective ha sido escrita y dirigida por la mexicana Issa López. Esta reinvención mantiene, sin embargo, las constantes básicas de la cabecera: una pareja de investigadores son los personajes principales -aunque aquí el reparto es algo más coral- y hay un crimen que resolver. Estos personajes son, además, seres rotos, atormentados, con numerosas cuentas pendientes con un pasado trágico que marca su presente. Si bien todas las temporadas han estado cerca del thriller de terror, aquí encontramos elementos de horror sobrenatural desde el principio, que serán un aliciente para unos y una decepción para otros. En todo caso, lo mejor de True Detective: Noche polar son sus actrices protagonistas, interpretadas por una estrella como Jodie Foster y un descubrimiento como Kali Reis. El argumento está pensado para enganchar con incógnitas, revelaciones y puntos de giro, pero con algunos desvíos para profundizar en los personajes, mostrar el pueblo que sirve como escenario a la historia o desarrollar los temas de fondo que propone la serie. El planteamiento de López parece apelar al déjà vu para enganchar al espectador: el inicio, en la estación científica remite a La cosa (1982) de John Carpenter -referente confeso, se puede ver la película en una estantería-; la idea de una noche eterna recuerda también al cómic 30 días de oscuridad (2002) de Steve Niles, llevado al cine por David Slade; la protagonista, la detective Liz Danvers, trae a la mente a la de Fargo (1996) -película también convertida en serie de HBO- o a la agente de policía que interpretó Kate Winslet en la estupenda Mare of Easttown (2021), esto es, una mujer con relaciones problemáticas con la comunidad en la que reside, incluida su familia; y el extraño símbolo que aparece una y otra vez como indicio es esa misteriosa pista que hemos visto ya en películas y series, incluida la propia True Detective. No se trata de acusar a Issa López de falta de originalidad, porque utiliza estos elementos de manera cómplice para contar su propia historia. Más cuestionable puede resultar la amalgama de temas sociales de actualidad que permanece de fondo en la serie: la igualdad de género, la violencia machista, o la reivindicación de una comunidad indígena -que coincide con Los asesinos de la Luna (2023) de Martin Scorsese-. En el fondo, lo que cuenta esta True Detective es un misterio -la extraña muerte de un grupo de científicos- que sirve para conectar con el conflicto de los personajes principales y que lleva a desentrañar una violencia sistémica contra la mujer y contra una minoría étnica, que permanece siempre de fondo. Un terror muy real de agresiones, discriminación y represión con el que conviven, a diario, las mujeres de todo el mundo. Y lo más interesante es cómo este mundo real hostil interactúa de forma misteriosa con otro plano, sobrenatural, al que solo tienen acceso algunas mujeres -llamémoslas brujas, si se quiere- y que actúa como una suerte de justicia divina. Si bien el argumento resulta bastante enrevesado -a pesar de que Issa López decidió eliminar el juego de líneas temporales que ha marcado las temporadas anteriores- creo que esta autora sale airosa al presentarnos personajes que nos importan enfrentados a situaciones dramáticas, de vida o muerte. Una temporada estupenda en una serie que, personalmente -y sé que mi opinión no es compartida por muchos- no me ha decepcionado en ninguna de sus entregas.

PRISCILLA -LA CANCELACIÓN DEL PRÍNCIPE AZUL


¿Estoy loco o Sofia Coppola en Priscilla (2023) le hace un guiño al Baby One More Time de Britney Spears? La referencia no sería descabellada si consideramos que ambas mujeres han sido niñas controladas por una figura paterna, que es lo que representa Elvis Presley (Jacob Elordi) en la película que nos ocupa. La protagonista, interpretada por una estupenda Cailee Spaeny, es una niña adolescente cuando conoce a su ídolo y al que será el amor de su vida. A partir de ese encuentro, Coppola nos muestra cómo se desarrolla la relación entre ambos, cómo Priscilla pasa de ser una niña a una mujer, encerrada en esa especie de castillo de cuento de hadas que fue Graceland. Coppola es la directora de las atmósferas, la que mejor nos introduce en la habitación de una chica, la que mejor nos puede hacer sentir cómo es estar enamorada. Con una estética brillante, un cuidado tremendo en la decoración y el vestuario, y con la fotografía de su colaborador habitual, Phillippe La Sound y la música de Phoenix, Coppola nos transporta a otra época, que tiene algo de nostalgia, algo de sueño que se tuerce. Su cine es el equivalente de un tema de Dream Pop: suave, bonito, pero algo triste. La directora también es capaz de comenzar su película, ambientada en 1959, con la versión de Baby, I Love you interpretada por Ramones en 1980. Y en esta película, sin cargar las tintas en lo dramático, Coppola nos cuenta -a partir de las memorias de la propia Priscilla- el proceso por el que una mujer acababa siendo presa de un maltratador. Nos muestra cómo la niña que fue Priscilla no vio ninguna de las señales de alerta -la diferencia de edad; el aislamiento de su familia y amigos; la pérdida de su independencia; el que Elvis decidiera incluso su look- por estar imbuida en una fantasía romántica con su ídolo. Una pena que la directora y guionista no imprimiese más energía dramática en el tramo final de su film para crear un clímax emocional que permitiese un desenlace más satisfactorio.

FERRARI -A MEDIO GAS

En Ferrari (2024), Michael Mann convierte a su protagonista, Enzo Ferrari (Adam Driver) en un monarca que lucha por mantener su reino a salvo de los enemigos. El guión que firma Troy Kennedy-Martin -basado en un libro de Brock Yates- nos muestra a Ferrari como un ex piloto de carreras convertido en un empresario que se enfrenta a la bancarrota de su negocio y a un matrimonio fallido tras la trágica pérdida de su hijo. Penélope Cruz -de nuevo en el papel de mujer fuerte pero rota, en el molde de Sophia Loren- es la reina que detenta parte del poder y que guarda celosamente su honra de las amantes -y los posibles herederos- de su marido. Ferrari es un hombre que se mueve siempre hacia adelante y al que veremos armar a sus caballeros para la guerra -los pilotos interpretados por Gabriel Leone y Patrick Dempsey entre otros-; lidiar con sus secretos (Shailene Woodley) y negociar con otros reyes enemigos -de Fiat o Maseratti-. Michael Mann nos cuenta este drama de época, sobre la pérdida, la culpa y la ambición, con su elegancia habitual, pero, quizás, con un material dramático algo endeble, demasiado ligero, que en varios momentos parece a punto de caer en el ridículo, en la parodia -esa escena de sexo a lo El cartero llama dos veces (1981)-. Todo se arregla en el clímax, una carrera estupendamente rodada y montada, en la que confluyen todas las tramas que antes parecían cabos sueltos y entra en juego el destino, para alcanzar un desenlace trágico que parece inevitable. Como en una tragedia griega, el destino de Ferrari parecía decidido de antemano y responde a sus faltas y a sus malas decisiones. Y como un héroe antiguo, Ferrari acepta el fatum cogiendo de la mano al futuro. Siempre hacia adelante.

SALA DE PROFESORES -SOLA ANTE EL PELIGRO


La irresoluble tensión entre lo legal y la justicia marca el interesante ejercicio de tensión que es Sala de profesores (2024), película dirigida por el alemán Iker Çatak. Vivimos en una sociedad reglada por unas normas con las que, en principio, estamos de acuerdo pero ante cuya ejecución protestaremos a la primera de cambio, sobre todo cuando el castigo nos afecta directamente. La película utiliza un colegio como microsociedad para exponer las fricciones que dificultan la convivencia: los defectos de la democracia, la falta de credibilidad de nuestros líderes, los enfrentamientos personales, el racismo, la envidia y, sobre todo, la imposibilidad de establecer una verdad absoluta, en un tiempo en el que todo es puesto en duda, todo puede ser manipulado o falseado. Lo que dispara la acción argumental es, precisamente, la acusación de robo por parte de una bienintencionada profesora, Carla (Leonie Benesch). Una acusación que, aunque parezca estar apoyada en pruebas claras, permite la sombra de la duda, por lo que es posible rebatirla. Esto desencadena una intriga que llevará al caos social dentro del colegio. Çatak imprime un ritmo tremendo en las acciones y es muy capaz de generar tensión a través de los sucesivos obstáculos a los que se enfrenta la protagonista, cuya perspectiva paranoica contamina todo el relato. El formato cuadrado ayuda a cerrar el espacio para aumentar la sensación claustrofóbica de que la profesora se encuentra acorralada y la música de Marvin Miller imprime una sensación de amenaza constante. Lo más divertido de la propuesta es que Çatak no intenta ser realista y se permite todo tipo de licencias para aumentar la presión sobre los personajes y para desesperación de los espectadores. El resultado es un film entretenido, inteligente, provocador, que habla de las relaciones entre los seres humanos y de hasta qué punto las normas, pensadas para protegernos y evitar abusos, pueden volverse en nuestra contra.

POBRES CRIATURAS -FRAKENSTEIN CREÓ A LA MUJER


Desde Canino (2009) a Langosta (2015), para desnudar al ser humano y cuestionar sus relaciones sociales, el griego Yorgos Lanthimos ha utilizado en su cine planteamientos de ciencia ficción o fantasía, personajes excéntricos y humor surrealista. Alumno aventajado de Michael Haneke, el griego siempre ha buscado el choque con el espectador, un cine de la crueldad que nos somete al hermetismo de sus argumentos, que suelen tardar en revelarse; a incómodas escenas de sexo y violencia; al comportamiento alienígena de los personajes que pueblan su obra, con los que cuesta identificarse Todo eso está en la fantástica Pobres criaturas (2024), extraña y excesiva película en la que Lanthimos suma más que nunca la puesta en escena a la excentricidad de sus planteamientos -como ya hiciera en La favorita (2018)-. Aquí el argumento nos presenta a un mad doctor, Godwin Baxter (Willem Dafoe) que realiza experimentos como el doctor Frankenstein y lleva las cicatrices del monstruo en el rostro. Su creación es una mujer, de cuerpo perfecto y mente infantil, Bella (Emma Stone) y esta es la historia de cómo pasa de ser una bebé a conocer el mundo, los hombres y las complejidades de la existencia. Como toda heroína romántica, Bella se mueve entre dos hombres, el razonable y discreto Max (Ramy Youssef) y el mujeriego vividor Duncan (Mark Rufalo). Cuatro personajes con los que Lanthimos habla sobre todo de la liberación femenina, de la sexualidad de la mujer y de la masculinidad tóxica, proponiendo un discurso temático demasiado diáfano -a través de los diálogos- que en mi opinión resta alcance a la obra. La película tiene una estructura más bien episódica -Tony McNamara adapta la novela de Alasdair Gray- pero cada pasaje es una maravilla: el inicio en Londres, deudor de Mary Shelley y H.G. Wells, con estética steampunk; el viaje en barco que parece una fantasía Felliniana; la estancia en París de acento existencialista y poblada de freaks. El personaje de Emma Stone marca el desarrollo de la cinta, y su evolución -de niña a mujer- exige a Stone una interpretación compleja que va de los gestos casi animales a la profundidad de un personaje que ha tomado consciencia del absurdo de la existencia -y del machismo sistémico, en un desarrollo que recuerda, curiosamente, al de Barbie (2023)-. Todo esto lo sirve Lanthimos con una puesta en escena excesiva, en la que los movimientos de cámara son tan excéntricos como los personajes -el llamativo uso del zoom, más presente que nunca en sus películas-, y los diversos objetivos de su cámara nos muestran imágenes deformadas, aberrantes. La banda sonora de Jerskin Fendrix acompaña a la imagen con sonidos extraños e incómodos, insertados a destiempo. Pobres criaturas es además una película exuberante de magníficos decorados art déco y un impresionante trabajo de vestuario, maquillaje y peluquería, todo ello fotografiado espléndidamente por Robbie Ryan. En definitiva, Lanthimos nos ofrece una experiencia cinematográfica de primera, fiel a sus constantes como autor, excesiva y desbordante en su argumento y en su propuesta estética, una de las películas importantes de la temporada.

LA ZONA DE INTERÉS -DETRÁS DEL MURO


Quién no se ha preguntado alguna vez cómo podemos vivir y ser felices sabiendo que en algún rincón del mundo hay guerras, hambrunas, que mueren niños? Jonathan Glazer coloca de forma espléndida ese dilema existencial en la pantalla con La zona de interés (2023). Una cinta escalofriante que se apoya siempre en lo que no vemos, en lo sugerido, en forzarnos a imaginar el infierno. Glazer lleva al extremo la idea de que conseguimos abstraernos de las desgracias del mundo gracias a la distancia con respecto a la tragedia, colocando el horror -el más grande en la historia de la humanidad- como incómodo vecino de la familia de un oficial nazi, Rudolph Hoss (Christian Friedel). Inspirándose en la novela de Martin Amis, Glazer nos obliga a ver cómo esta familia desarrolla su vida, sus tareas domésticas, e incluso goza de ciertos privilegios cuando, al otro lado del muro, se produce un terrible exterminio que solo podemos intuir. La película nos obliga a ser testigos de la banalidad de las preocupaciones de Sedwig Höss (Sandra Hüller), madre y ama de casa, preocupada por el cuidado de su jardín, la decoración de su salón, y por demostrarle a su madre que ha formado una familia perfecta en un hogar ideal. Una clara metáfora de la vida en el primer mundo. La cámara de Glazer nos muestra todo esto con cierta distancia, con una frialdad tremenda, con mirada de entomólogo, negando cualquier asidero emocional al espectador para escapar del terror. Para conseguir ese efecto, hay que destacar el diseño de producción, la fotografía de Lukasz Zal, la escalofriante música de Mica Levi, pero sobre todo el diseño del sonido, de Johnnie Burn, que crea una pista sonora de pesadilla. Todos estos elementos se conjugan para que la película sea lo más parecido a recibir una puñalada de hielo en el corazón. Ver cómo Rudolph va apagando metódicamente las luces de su hogar, cuando su familia duerme, en un gesto cotidiano que suele significar que todo está en paz, resulta terrorífico. Ver a unos niños divertirse en una piscina, nunca fue tan desolador. La filmografía de Glazer siempre se ha preocupado del lado oscuro del ser humano: los violentos gángsteres de Sexy Beast (2000); las inseguridades, celos e impulsos violentos que desencadena un niño en Reencarnación (2004); una alienígena que se ‘infectar’ de lo peor del género masculino en Under The Skin (2013); pero es en La zona de interés cuando Glazer consigue hacer un retrato devastador del monstruo que alberga todo ser humano. ¿Somos insensibles al horror? ¿Podemos entender que alguien encuentre un refugio de felicidad justo al lado del infierno? ¿Podemos justificar que alguien quiera ascender en la jerarquía de los peores criminales de la historia? ¿Qué haríamos nosotros? Lo peor de La zona de interés es que nos obliga a hacernos preguntas que no queremos responder.

EL OTRO LADO -LO QUE LA VERDAD OCULTA


Tras la serie Mira lo que has hecho, Berto Romero sorprende en Movistar Plus con El otro lado. En la primera ficción mencionada encontrábamos al humorista en un proyecto coherente con su trayectoria, una comedia costumbrista y urbana sobre la crisis de la madurez y la paternidad, en la que Romero se interpreta -más o menos- a sí mismo, a lo Jerry Seinfeld. Aquí, en cambio, nos encontramos con una comedia de terror en la que Romero interpreta a Nacho, un periodista dedicado a investigar temas paranormales que se encuentra desempleado, soltero y en definitiva, fracasado. Es entonces cuando descubre el caso de una mujer (María Botto) y su hijo, que viven en un piso encantado en el que ocurren extraños -y aterradores- fenómenos. La serie se puede describir entonces como una comedia marcada, claro, por el sentido del humor, que mezcla la comedia y la fantasía en la línea de Los Cazafantasmas (1984) y también de Agárrame esos fantasmas (1996) -ahí está le personaje de Andreu Buenafuente-, con momentos de terror que remiten a las películas de James Wan -responsable de sagas como Insidious (2010) y Expediente Warren (2013), ambas deudoras de Poltergeist (1982)-. El otro lado evita ser una mera parodia añadiendo a estos elementos referencias a la larga tradición de periodistas españoles dedicados a lo oculto, como Fernando Jiménez del Oso, Javier Sierra o el mediático Iker Jiménez -referentes seguramente de los personajes interpretados por Ramón Barea y Nacho Vigalondo-. Las relaciones entre esos expertos en lo oculto es lo más divertido de la propuesta -se podrían haber explotado más- y permiten a los guionistas introducir el que acaba siendo el tema central de la propuesta: la ética periodística, el sensacionalismo televisivo, la explotación de las víctimas y los frikis por parte de los medios. Más que como una cuestión deontológica o social, el tema del periodismo, las post verdad y las fake news es visto aquí desde una óptica personal, un conflicto que afecta especialmente al protagonista, Nacho, que tiene que lidiar con una sociedad que no lo acepta -representada por su familia- y debe decidir si ‘pasa por el aro’ -su rival mediático, Gorka (Vigilando) sí ha triunfado y le ofrece ayuda- y su vocación como investigador de lo paranormal. La serie intenta equilibrar sus elementos fantásticos con el drama social costumbrista, pero creo que acaba decantándose por lo segundo: nos quedamos con ganas de más fantasmas y más sustos.

LOS QUE SE QUEDAN -


Los que se quedan
(2024) propone una forma de entender el cine que parece perdida: presentar a unos personajes, contar una historia, exponer una forma de entender la vida. Quizás por eso, la película de Alexander Payne está ambientada en los años 70 y, de hecho, parece una película rodada entonces, cuando los dramas adultos del ‘Nuevo Hollywood’ eran la norma. Una forma de hacer cine en la que lo principal eran los personajes y los actores que los interpretaban, sin recurrir a efectismos ni coartadas. Precisamente, Los que se quedan es la historia de unos pocos personajes, que podríamos definir como ‘perdedores’: el amargado profesor Paul Hunham -Paul Giamatti vuelve a colaborar con Payne tras Entre copas (2004)-; un adolescente conflictivo, Angus (Dominic Sessa); y una cocinera, Mary Lamb (Da´Vine Joy Randolph) que ha sufrido una gran pérdida. Los tres deben pasar las fiestas navideñas, casi aislados, en un internado. Durante esos días, los conflictos internos de estos personajes se revelan, y sus vidas cambian para siempre. La película de Payne -escribe el guión junto a David Hemingson- parece la adaptación literaria de una novela que no existe -con ecos de Salinger- y nos sumerge en el universo de un colegio privado, la ficticia academia Barton en Nueva Inglaterra, donde estudian los hijos de los privilegiados, en unos Estados Unidos sacudidos por la guerra de Vietnam, la desigualdad y las tensiones raciales. Pero Payne no permite nunca que estos elementos -ni la nostalgia- salten al primer plano, porque su interés está en dar vida a estos personajes y contarnos, siempre en tono de comedia de humor negro, cómo afrontan sus problemas -sus carencias, inseguridades, el dolor de una pérdida, la salud mental- tomando difíciles decisiones morales que, poco a poco, construyen una ética vital. Los que se quedan es una película sobre la educación y sobre la importancia de la adolescencia como momento decisivo en la formación de una persona. Por ejemplo, adivinamos en qué se convertirá y a quién votará el antipático Teddy (Brady Hepner). ¿O no? Los que se quedan es de esas películas en las que te gustaría quedarte a vivir y por su temática navideña podría convertirse en uno de esos films a revisitar cada año por estas fechas.

LA SOCIEDAD DE LA NIEVE -SUPERVIVENCIA O TRASCENDENCIA


Dos ideas chocan continuamente en La sociedad de la nieve (2023) de J.A. Bayona, estrenada en Netflix tras pasar por los cines. Por un lado, el talentoso director utiliza la pantalla para mostrarnos las montañas de los Andes en toda su extensión, consiguiendo con ello que sintamos el desamparo de los protagonistas tras el famoso accidente aéreo de 1972. Por otro lado, Bayona debe convertir esa misma pantalla en un lugar estrecho, sofocante, claustrofóbico, en los muchos momentos en los que los supervivientes se ven encerrados en los restos del fuselaje del avión o enterrados bajo la nieve. Bayona brilla haciéndonos sentir en nuestras propias carnes la increíble hazaña de sobrevivir a condiciones inhumanas. Utiliza la planificación, el montaje, los efectos digitales y de sonido para mostrarnos de forma ejemplar secuencias como la caída de la aeronave -con un ojo privilegiado para el detalle gore- o el enterramiento bajo un alud de nieve. También se vale Bayona de unas estupendas interpretaciones que transmiten desesperación: bocas que se abren buscando respirar, manos crispadas arañando la nieve para abrirse camino. La sociedad de la nieve podría haber sido un estupendo ejercicio de estilo sobre la supervivencia en una situación límite, como dejan claro las fantásticas escenas de catástrofe de la película. Pero el director no se conforma con abordar la hazaña desde un punto de vista físico y parece sentirse exigido a buscar una mayor trascendencia humana en el relato. Es entonces cuando la propuesta naufraga: una voz en off suaviza la narración para que nadie se quede fuera y los diálogos de los personajes sirven para encarar el dilema moral del relato, el canibalismo, de una forma demasiado obvia. Son diálogos que parecen mucho menos efectivos si los comparamos con la secuencia en la que Bayona nos muestra ese primer consumo de carne humana, que consigue poner los pelos de punta y que tiene registros del buen cine de terror, gracias a un soberbio uso del punto de vista. Bayona plantea, además, un fastidioso conflicto sobre la fe y su validez en una situación de crisis y de encarar directamente a la muerte, que finalmente desactiva él mismo con una innecesaria vuelta de tuerca de guión, una sorprendente revelación, innecesaria y decepcionante, que lastra una película que no sabe confiar en sus propias imágenes.

EL PEOR EQUIPO DEL MUNDO -SABER PERDER

El subgénero del cine deportivo está tan codificado que el director neozelandés Taika Waititi se puede permitir hacer una película como El peor equipo del mundo (2023), en el que la gesta deportiva -en este caso futbolística- consiste en la hazaña de ganar… un solo partido. Waititi roza la parodia genérica evitando continuamente la menor concesión a lo épico: su protagonista es un entrenador pésimo, alcohólico, que lo ha perdido todo, Thomas Rongen (Michael Fassbender), incapaz de dar un discurso para motivar a sus pésimos jugadores, de la selección de Samoa Americana. La historia, inspirada en hechos reales, no nos muestra la redención de un mal tipo en uno decente -como, digamos, Javier Gutiérrez en Campeones (2018)-. Tampoco veremos transformación ni superación alguna de los jugadores que forman dicho equipo. Todo lo contrario. El peor equipo del mundo tiene un mensaje mucho más sano: si asumimos que algo no se nos da bien y aprendemos a pasárnoslo bien haciéndolo, podemos llegar a ser felices. O al menos, a estar mucho menos estresados. Waikiki despliega su humor excéntrico, entre el absurdo y el ridículo de los Monty Python y la comedia blanca del cine infantil, utilizando sobre todo el choque cultural que supone la llegada de Rongen -de Países Bajos- a Samoa Americana. A él, ellos le parecen una pandilla de locos, una suerte de país que juega a parodiar cómo funciona una nación desarrollada; pero a ellos él les parece un sujeto desorientado, deprimido, que no sabe disfrutar de la vida. Ni siquiera en el paraíso. Como en toda buena historia, los unos aprenderán de los otros y viceversa. Con Karate Kid (1984) como referente explícito y nostálgico, El peor equipo del mundo es una feel-good-movie correcta, que no se toma demasiado en serio y que de paso explora temas importantes como la cultura del éxito, la pérdida y hasta los derechos LGTBI. Como padre de dos niños cuyos equipos escolares nunca ganan, no se me ocurre una mejor película para compartir con ellos.

AQUAMAN Y EL REINO PERDIDO

 

Más que una película de superhéroes al uso, Aquaman y el reino perdido (2023) es una aventura fantástica, algo así como una actualización de Jasón y los Argonautas (1963), un peplum en el que dos héroes unen sus fuerzas para luchar contra el mal. Evitando las referencias a los otros superhéroes de DC Cómics con los que comparte universo el héroe acuático, James Wan monta su película en la línea de la anterior entrega, valiéndose de nuevo del espíritu de Julio Verne y apelando al pastiche para entregarnos una cinta tremendamente entretenida, con acción, sentido de la maravilla y mucho humor. Repite el reparto de la primera película, e incluso estamos ante el mismo enemigo, Black Manta (Yahya Abdul-Mateen II) cuyo traje, idéntico al de los cómics, es de los más bonitos que puede lucir un supervillano. Unen sus fuerzas ahora Aquaman -un macarra Jason Momoa- y su malvado hermano Ocean Master -Patrick Wilson, actor fetiche de Wan- y entre los dos tenemos algo muy parecido a una buddy movie. La película salta de una situación a la siguiente y la verdad, no siente la necesidad de desarrollar demasiado sus coartadas emocionales -el hijo de Aquaman, su relación con su padre, la reconciliación con su hermano, son meros apuntes- que sin embargo habrían ayudado a darle más empaque al desenlace. Pero pocas pegas se le pueden poner a un festival de criaturas siniestras, monstruos gigantes, naves espaciales submarinas, que, como ya he dicho, se inspira en Julio Verne, pero también en H.G. Wells; en J.R.R. Tolkien y hasta en Mario Bava -bendito sea Wan por recuperar los trajes de Terror en el espacio (1965)-. La segunda parte de Aquaman es un entretenimiento de lujo y el que pase desapercibida por la presunta fatiga del cine de superhéroes da mucho qué pensar.


GODZILLA MINUS ONE -JAPÓN BAJO EL TERROR DEL MONSTRUO


Godzilla Minus One (2023) sortea el que puede ser el gran defecto de la inmensa mayoría de las películas sobre el mítico monstruo -no solo las japonesas, también las estadounidenses- que no es otro que el poco interés que despiertan los personajes humanos que deben sobrevivir -y destruir- a la colosal amenaza. En esta película, dirigida por Takashi Yamakazi, el protagonista -un piloto kamikaze fracasado- sobrevive al combate de la Segunda Guerra Mundial solo para enfrentarse al gigantesco monstruo como nueva amenaza en un Japón en reconstrucción. Este personaje, se rodea, primero, de una improvisada familia -una joven superviviente y una bebé- y luego, de la tripulación con la que tendrá que compartir un peligroso trabajo desactivando minas marinas desde un barco. Este elenco de personajes se hacen bastante más simpáticos y entrañables que los de la gran mayoría de películas del genero iniciado con GodzillaJapón bajo el terror del monstruo (1954). Con esta baza, la película consigue sortear los típicos baches de interés en estas cintas cuando no aparece el monstruo, sin duda, el gran gancho para el espectador. Precisamente, Godzilla Minus One se presenta como una precuela/remake del film original, al iniciar el relato en la Segunda Guerra Mundial mostrándonos a una versión primitiva del monstruo como un ‘simple’ dinosaurio -una idea ya presente en Godzilla vs. King Ghidorah (1991)- y luego saltar en el tiempo a los años 50, recreando brevemente la destrucción de Tokio -recuperando momentos de la cinta original de Honda y el tema musical de Akira Ifukube- para luego enfocar la acción de una forma bastante original, utilizando como escenario el mar, que en cintas anteriores había sido poco utilizado. Así, se plantean set pieces estupendas, como el primer ataque al campamento militar japonés, de tono terrorífico; el primer asedio y persecución del barco protagonista, que remite a Tiburón (1975) -un guiño que ya se hacia en Godzilla (1998) de Roland Emmerich-; y un estupendo enfrentamiento final que remite, nada menos, que a Dunkerque (2017). Con algunas gotas de melodrama chapliniano, Godzilla Minus One no habla tanto del pánico nuclear, sino del dolor -japonés- tras perder la guerra y el honor de una nación, planteando un mensaje optimista -y antimilitarista- sobre la reconstrucción de un país. Una de las mejores películas de Godzilla.

FALLEN LEAVES -AMOR EN TIEMPOS DE GUERRA


Como visitar cada noche el mismo bar: así son las películas del finlandés Aki Kaurismäki. Y Fallen Leaves (2023) puede ser uno de los mejores ejemplos de esto: la película es un pequeño cuento romántico, lleno de humanismo y ternura, en el que esos momentos que estamos a acostumbrados a ver en cualquier película del director reaparecen como ecos, como esa canción que está entre nuestras preferidas, pero hacía tiempo que no la escuchábamos. Ahí están sus héroes, de clase obrera, dedicados a los trabajos más ingratos, pero que no emiten ni una queja con la mirada perdida y el tono de voz monocorde. El alcohol y el tabaco son las formas que tienen los personajes para encarar la vida. También ir al cine, elemento que Kaurismäki aprovecha para homenajear a sus referentes de siempre -Bresson, Godard, Lean, Chaplin y Jarmusch-. La pérdida del empleo es, una vez más, una motivación importante. El amor, también. Alma Pöysti y Jussi Vatanen sustituyen como pareja principal a los añorados Kati Outinen y Mati Pellonpää, y están rodeados de los rostros que ya son habituales -Janne Hyytiäinen, Nuppu Koivu, Maria Heiskanen, Simon Al-Bazoon o el emocionante cameo de Sakari Kuosmanen-. En las películas de Kaurismäki siempre aparece un perro; alguien lee un tebeo; alguien bebe un cóctel Blue Honoluluú; suena una jukebox; la tecnología parece vintage; una pandilla intenta atracar a un incauto; un grupo finlandés actúa en directo -las lacónicas Maustetytöt-; un empresario sin escrúpulos deja tirado a un trabajador; la ciudad casi siempre es Helsinki y a veces, Gardel canta un tango. Como siempre, encontramos pintados de brillantes colores pop los humildes y destartalados hogares de los protagonistas y Timo Salminen se vuelve a encargar de la fotografía consiguiendo evocar con su luz, la soledad de un cuadro de Hopper. Kaurismäki convierte un melodrama en una historia de esperanza. El mundo creado parece más bonito que el nuestro, a pesar de que nadie demuestra sus emociones, de que en la radio solo suenan noticias sobre la guerra y a pesar de que nos vemos reflejados en las mismas injusticias sociales. Pero volveremos seguramente al misma bar la noche siguiente.